Alfred Kleinberg, Die europäische Kultur der Neuzeit

[La cultura de la Edad Moderna europea], Leipzig, Berlín, B. G. Teubner, 1931

El breve libro declara su programa: «No son los grandes acontecimientos, los acontecimientos más visibles, como las guerras y otras catástrofes nacionales, ni las personalidades sobresalientes, lo que constituye la esencia de la historia, sino las comunidades discretas y siempre activas que sustentan la economía y el orden social junto con su superestructura, constituida también de manera colectivista». Podría pensarse que este programa defiende la concepción materialista de la historia. Pero el concepto de «continuidad» en él presupuesto no puede encontrar legitimación en la teoría de la dialéctica materialista, que pone en tela de juicio precisamente la idea de una evolución sin saltos, ni el libro aborda el verdadero problema de una historia materialista de la cultura: el de la «mediación». No se plantea la cuestión relativa a la manera en que las relaciones de producción determinan concretamente la superestructura. En lugar de ello, el libro se queda en la mera constatación de las concordancias estructurales entre infraestructura y superestructura en general; ocasionalmente afirma la dependencia en que la superestructura se halla respecto de la infraestructura, pero lo hace de manera abstracta y sin analizar las condiciones económicas del modo de ser de un fenómeno cultural con la profundidad necesaria para que el fenómeno mismo resulte comprensible. A pesar del programa materialista, en verdad se trata de historia inmanente del espíritu que no sólo no limita sus conceptos relativos a los estilos —no falta entre ellos el de «el» hombre medieval— a la esfera de la cultura y del espíritu objetivo, sino que tampoco los relaciona con las condiciones económicas. El modelo de estas estructuras es en todos los casos el espíritu humano concebido como algo móvil; aunque no lo es de manera explícita, puesto que siempre se presenta como fundamento la situación de las clases sociales, pero de hecho lo es, ya que se afirma la dependencia respecto de la situación de las clases sociales, pero no se la muestra en relaciones reales. El conocimiento materialista queda, así, ayuno de toda precisión; Kleinberg está más cerca de Dilthey que de Marx, aunque sin alcanzar jamás la fuerza perceptiva de Dilthey. Con el materialismo aguado de esta concepción de la historia están en consonancia ciertas simpatías irracionalistas e intuicionistas del autor, que en un pasaje (p. 208) prudentemente modera. – Cabe pensar que quizá sea injusto exigir al autor mayor rigor metodológico, pues es consciente de sus límites y prefiere exponer de manera humana y comprensible coyunturas conocidas a construir de forma agresiva otras nuevas y extrañas. Pero si este libro se recomendase —en una decisión que no conviene ni a la seriedad del tema ni al efecto que su tratamiento pueda producir—, por ejemplo, en universidades populares, lugares de formación pedagógica o academias obreras, sería un hecho preocupante debido a su imprecisión en los detalles, que guarda notable correspondencia con el dudoso planteamiento metodológico de fondo. Cito al azar: «El elemento nuclear de este edificio intelectual, la unidad de energía puramente espiritual, sin extensión, de la “mónada”, la cual constituye todo ser y, sin embargo, representa a un individuo perfectamente clausurado y no influenciable, era arbitraria y fantástica» (p. 35). Se pueden hacer a Leibniz todas las objeciones que se quieran, pero la de arbitrariedad es inadmisible, pues la idea de la mónada guardaba la más profunda relación con el estado en que se hallaba el conocimiento de la naturaleza en la época de Leibniz y con el análisis crítico del conocimiento que éste llevó a cabo, para no hablar de que precisamente el concepto de la mónada contenía las visiones más fecundas del problema de la «mediación» económica. – O esto otro: «La teoría de la relatividad de Einstein puso fin (desde 1905) a la idea sensualista ingenua de que el tiempo, el espacio y la gravitación son algo absoluto e igual para todos los cuerpos, al demostrar que estas magnitudes dependen del lugar y del estado de movimiento o de reposo del observador» (p. 197). Pero estos conocimientos existían mucho antes de Einstein en la forma del «principio de relatividad», que Einstein amplió decisivamente; Einstein y su teoría nada tienen que ver con un relativismo universal cual concepción del mundo. Sobre la aplicación de la geometría de Riemann al espacio empírico o sobre la teoría de la finitud del espacio, Kleinberg no dice ni una palabra, y ello indica que le resulta completamente imposible hacer una interpretación histórico-cultural de Einstein; en su lugar no dice sobre éste más que banalidades. – En el dominio de la literatura y el arte, las exposiciones de Kleinberg resultan grotescas. Podrá pasarse por alto que el lírico Georg Heym figure como Walter Heym (p. 202), pero en un libro que pretende tener cierto nivel científico estos errores no pueden tolerarse. Y cuando dice que «el inglés Aubrey Beardsley, el francés Toulouse-Lautrec y los alemanes Kubin y Grosz» pintan «la vida como un jolgorio de máscaras, caricaturas repulsivas y muecas estúpidas» (p. 202), esta combinación deja al lector atónito: ¿qué tiene que ver la perversión ornamental de Beardsley con Grosz, que no describe la «vida» como un jolgorio de máscaras, sino como la cosificación de los seres humanos bajo el poder de las clases sociales? – En la música, Bizet es clasificado como wagneriano (p. 180), aunque su música sea tan poco wagneriana que ya Nietzsche lo presentó como antipapa frente a Bayreuth; en cambio, Hugo Wolf, que sí era un wagneriano, figura junto al antiwagneriano Nietzsche y a Van Gogh formando la «avanzadilla artística de la época» —siendo lo que los une no las cosas que objetivamente pudieran los tres tener en común, que de hecho no las hay, sino su enfermedad mental—. A la vista de estas particularidades en cuanto a los detalles, la cuestión de si el método es materialista o espiritualista resulta indiferente.

1932