Actualidad de la educación de adultos
Leído en el Congreso sobre la Universidad Popular Alemana Frankfurt am Main, 1956
Lo que hoy se denomina educación de adultos recibía antaño el nombre de educación popular, y la expresión tenía cierta connotación despectiva, como la de los conciertos populares de las grandes orquestas sinfónicas. Se pensaba en algo así como una formación de gente inculta. Esta apreciación se sustentaba en la idea, probablemente ya entonces cuestionada, de un sistema educativo fijo, cuyo monopolio custodiaban las escuelas superiores y las universidades. Tal sistema estaba, desde luego, cerrado a quien no venía de estas instituciones. Lo que quedaba para la educación popular era la indiferencia y un puesto periférico, donde apenas recibía una gota de atención. El carácter de institución destinada a tapar agujeros que, a pesar de toda la buena voluntad con que se creó, tenía la educación popular, lo que era su condición más propia, se correspondía bastante bien con la función que los poderes oficiales le reconocían.
Ya no hay motivo para la arrogancia, que aún sobrevive, de aquella época frente a la educación popular. El profesor universitario que tenga ocasión de enseñar en universidades populares y, sin hacer concesiones, encuentre en ellas la más activa participación, será el primero en reconocer lo rancio y pequeñoburgués que es todo envanecido sentimiento de superioridad. Pues hoy nadie niega que el concepto tradicional de formación, como Nietzsche ya advirtió, es más que cuestionable. Hace tiempo que ya no existe una formación «sustancial», una cultura del pueblo. Pero los bienes culturales, de los que sus afortunados poseedores disfrutan como consumidores, se han degradado a tal punto en el mundo de la cultura, que a nadie convencería decirle que se le haría un bien procurándole las llamadas condiciones intelectuales para participar en él.
La vieja idea de la formación no ha podido salvarse porque se centraba, como quería la doctrina de Guillermo de Humboldt, en la personalidad. En el actual mundo administrado, en el que ya no se honran las virtudes de la personalidad —el juicio independiente, el desarrollo de todas y cada una de las capacidades, la resistencia a todo lo impuesto desde fuera y la reflexión paciente—, tales virtudes son arena en la maquinaria. El sistema de funciones de la sociedad ha adquirido frente al individuo un poder tan avasallante, que sería pueril e ideológico pretender educar a nadie en su personalidad; por algo parece tan artificial y evanescente el concepto de moda del hombre integral. La formación de la personalidad ha devenido en un mal cultivo estético de ciertas cualidades históricamente consagradas. En el mismo momento en que aún son cultivadas sólo por lo que ellas significan, sin poder dejar alguna profunda huella en la realidad, se atrofian como tales. La personalidad ya no es, tendencialmente, nada mejor que la fuerza de sugestión de los «conductores de hombres», cuando no se reduce a poder hablar de Rilke o de Sartre en los actos sociales.
Las instituciones educativas que son las universidades están en aprietos. Pero lo que se llama crisis de la universidad —¿y qué ámbito de la vida no tendrá hoy su crisis?— no es más que expresión de la crisis de la formación en la sociedad entera. La pretensión de combinar una formación especializada, profesional, con una formación tradicional, humanística, ve cómo ambas se separan bajo la presión social y se tornan cada vez más inconciliables. En esta división, la idea de la formación amenaza, incluso allí donde aún se mantiene, con degenerar en especialidad de anticuario o «Weltanschauung» espontánea y, por ende, de todo punto irracional, que puede elegirse a conveniencia y, en virtud de esa misma espontaneidad, mudarse demasiado fácilmente en una serie de consignas totalitarias rígidas, pero de quita y pon. Es ilusorio esperar que, aplicando una reforma, las universidades puedan cambiar en algo esta situación mientras la tendencia social no se proponga sino desintegrar la formación. Del fracaso del Studium Generale no es responsable solamente la resistencia de los especialistas a lo que con razón sospechan que no es más que una frase, sino también la imposibilidad objetiva de sustituir la formación, que no consiste sino en la unidad de la cosa y su experiencia intelectual, por una organización central que intelectualmente concilie, por así decirlo, de forma suplementaria los hechos desencantados.
Pero esto ha transformado profundamente la situación de la educación de adultos. No es sólo que ésta ya no necesite avergonzarse de nada desde que se están borrando las diferencias jerárquicas en los grados de formación. También ocurre que, al tener en todos los respectos menos taras que las universidades, puede llevar las consecuencias de la nueva situación con más desenvoltura que aquéllas. El elemento vitalizador de la universidad es la capacidad de conducir al extremo la tensión entre sustancia intelectual, tradición y requerimiento social. La educación de adultos tiene que renunciar a esto. No puede ni exhibir una tradición propia, ni intentar proporcionar una formación alternativa, ni, menos aún, dar salida a unos bienes culturales cuyo lugar no está en ella y en la que quedarían muy diluidos. No puede ni debe llenar ninguna clase de lagunas, sino ser consciente de la situación sin restricciones históricas e institucionales. Su función es, en otras palabras, la de una Aufklärung. La nueva superstición a la que tiene que enfrentarse es la de la necesidad e inmodificabilidad de lo existente, a lo cual los hombres se pliegan como si las condiciones sociales más poderosas no fuesen ellas mismas obra humana. Pero la opacidad de esas condiciones, que más que una opacidad esencial es resultado de la complejidad de los aparatos, puede volverse transparente. Es posible esclarecer las transformaciones que sufren los individuos, y que los convierten en meros agentes de esas condiciones, y despertar en ellos la sospecha que secretamente ya abrigan: que son engañados y encima se engañan a sí mismos.
Nadie esperará que la educación de adultos, un sector estrecho y restringido, sea capaz por sí sola de cambiar nada importante. Pero puede ilustrar al tipo humano a ella destinado, y al que ella está destinada, de tal manera que el grupo por ella atraído se muestre, cual grupo social de vanguardia, capaz de hacer frente a las condiciones actuales. Por supuesto, no tendrá que presentar desde arriba paradigmas, «ideales» de formación, sino partir de la conciencia de los que se confían a ella. Que no son ya personas sin formación hambrientas de cultura, sino que constituyen lo que la sociología empírica llama una «sección representativa», y están dotadas de cualidades especiales, como el escepticismo y la prudencia, acordes con la Ilustración.
En ella cuentan también, en gran medida, las cualidades personales de los educadores. Entre éstos es grande el número de los que sentían la más profunda aversión al nacionalsocialismo, que quieren hacer todo cuanto esté a su alcance por que nunca más vuelva a ocurrir nada semejante, que son gente de buena voluntad y están capacitados para mediar entre las formas de la democracia política y el estado real de la conciencia de la población. Quien no esté ciego sabe hasta qué punto es necesaria esta mediación. La educación de adultos ha de reconocer que con la crisis de la formación tradicional ha llegado su momento, y tratar de la forma más natural, sin apocarse lo más mínimo, de los temas candentes, de los más controvertidos. Previamente tendrá que intentar que las personas lleguen a comprender lo esencial de la sociedad actual, mostrarles las estructuras fácticas del poder y las dependencias y los procesos sociales reales a los que están sujetas. De forma prioritaria tendría que impartir cursos sobre la íntima relación actualmente existente entre la macroeconomía y la sociedad y las consecuencias de la misma.
También sería importante que reaccionase contra las universales tendencias idiotizadoras a las que está expuesta la población en Alemania, como en el resto del mundo, por obra de instancias que se distinguen con expresiones como «medios de masas» o «comunicación». Las malas críticas de canciones y películas resultan hoy inútiles; pero si se ayuda a su público potencial a que descubra que lo están utilizando con los más vulgares fines materiales, el fantasma de Lieschen Müller se desvanecería.
La educación de adultos cumple hoy con bastante éxito la tarea de eliminar los restos de la ideología nacionalsocialista que, sin culpa suya, aún perviven en la conciencia y en el inconsciente de innumerables individuos, así como los clichés y los prejuicios. Y no hace falta predicar otra concepción del mundo, otro sistema. Lo difícil de erradicar, sólo con el trabajo intelectual hecho en común, y no con gestos de «reeducación», puede disolverse.
Otros temas podrían tratarse aquí, como el de los modelos aplicables al trabajo actual en la educación de adultos. Éstos pueden complementarse con muchos otros. La planificación de todos ellos tendría que reflejar a su manera, y a través de la conciencia crítica, la totalidad de la sociedad actual. Con la condición de que la educación de adultos no se convierta —tentaciones no faltan— en Weltanschauung de sí misma; de que se despoje sobre todo de la fraseología de que sólo las personas y las cosas concretas importan, que siempre se pone en relación con la verdadera comunicación, el encuentro personal, el favor y otras manidas minucias por el estilo. La educación que quiera ilustrar a los adultos tampoco debe reverenciar el concepto de cultura, del que necesariamente participa, y que se guarde de correr detrás de las cosas supuestamente importantes que acontecen en el mundo superior del espíritu, que casi nunca son más que cosas rancias. Para no perder actualidad, para aprovechar las oportunidades verdaderamente inesperadas que se le ofrezcan, la educación de adultos entendida como educación para la crítica necesita también de la autocrítica sin contemplaciones. Hay que saludar este Congreso sobre la Universidad Popular Alemana que se celebra Frankfurt sobre todo por la posibilidad que ofrece a esa autocrítica.