El problema de la familia

  1. La familia consiste en dos cosas: una relación natural y una relación social. Se funda en la relación social y en la descendencia biológica; aunque en muchos aspectos sin conciencia de su duración, se constituye en algo permanente, objetivo, autónomo: en institución. La moderna sociología francesa de la escuela de Durkheim, y especialmente Marcel Mauss y Claude Lévy-Strauss, no han deducido, a diferencia de otras concepciones, la prohibición del incesto, fundamental en la familia, de factores naturales o psicológicos, sino que la han definido como «fenómeno social total» y considerado en lo esencial fruto de las necesidades de una sociedad de intercambio basada en firmes estructuras de propiedad. Pero si estas conclusiones son acertadas, también la forma de familia que nosotros conocemos es una institución socialmente mediada, y no una categoría natural. La familia está, así, sujeta a la dinámica social, y la ciencia no puede hipostasiarla. La dinámica social de la familia tiene doble carácter. Por un lado, la socialización, «racionalización» e «integración» crecientes de todas las relaciones humanas en la posterior sociedad de intercambio plenamente desarrollada tienden a arrinconar el elemento parcial del orden familiar, que desde el punto de vista social es algo natural-irracional. Mas, por otro lado, los impulsos, cada vez más controlados, se rebelan cada vez más contra su control institucional y se abren paso en las zonas de menor resistencia. Y en esto se ha convertido la familia bajo las condiciones de la sociedad actual. La familia es hoy atacada tanto por el progreso de la civilización como por el sexo, que la pretensión sacral del matrimonio apenas puede ya dominar.
  2. La crisis de la familia no puede despacharse como mero síntoma de descomposición y decadencia. A la familia se le pide ahora que rinda cuentas no sólo por la cruda opresión que hasta el umbral de la nueva época tan diversamente sufrió la mujer, y sobre todo los hijos, por parte del cabeza de familia, sino también por la injusticia económica, la explotación del trabajo doméstico en una sociedad por demás obediente a las leyes del mercado y por todas las renuncias a la vida instintiva que la disciplina de la familia imponía a sus miembros, sin que tal disciplina encontrase siempre justificación en la conciencia de los miembros de la familia y sin que éstos creyeran más en la perspectiva de ser compensados de semejantes renuncias por una propiedad asegurada y transmisible, como aparentemente fue el caso en la culminación de la era liberal. La relajación de la autoridad familiar, sobre todo la del tabú sexual, se debe a que la familia ya no garantiza plenamente la subsistencia ni protege suficientemente al individuo de un mundo circundante cada vez más prepotente y espeso. La equivalencia entre lo que la familia promete y lo que da está amenazada. Toda apelación a las fuerzas positivas de la familia como tal tiene algo de ideológico debido a que la familia ya no cumple, ni puede cumplir por motivos económicos, con cuanto de ella más se alaba.
  3. Como categoría social, la familia siempre fue, particularmente desde los comienzos de la era burguesa, una delegación de la sociedad. Ella sola ha sido capaz de crear en los individuos aquel ethos del trabajo y aquella identificación con la autoridad de los que apenas había necesidad en la época feudal, porque entonces actuaba la dominación directa sobre los siervos. Cuando la familia trasladó las demandas de la sociedad al interior de las personas a ella encomendadas, haciéndolas asunto suyo, dio a las personas un carácter más «íntimo». El concepto de individuo en el sentido que nos es familiar apenas puede separarse del de familia. Pero hoy la crisis del individuo, la sustitución de su autonomía por la adaptación a la colectividad, no afecta menos a la familia. Entre el tipo humano hoy generalizado y la forma de la familia existe una contradicción que se ha hecho dominante. El culto americano de la madre, que Philip Wylie llama «momism», significa no tanto la irrupción de fuerzas familiares primigenias como una dudosa forma de reaccionar a la experiencia de la caducidad de unas relaciones familiares de las que aún se conserva un mezquino recuerdo en el mother-day. La exageración de las convenciones y la frialdad emocional van juntas. Ambas privan a la familia, igual que a todas las formas de mediación entre el individuo biológicamente considerado, el átomo individuo, y la sociedad integral, de su sustancia. Como también a la esfera económica de la circulación o a la categoría, hondamente ligada a la familia, de la formación. Como categoría mediadora que en verdad generaba, bien que sin conciencia de ello, de múltiples maneras la actividad del gran todo, la familia tuvo siempre, junto a su función eminente, un lado aparente. Y toda la sociedad burguesa ha estado atravesada por el escepticismo hacia la familia en cuanto ideología en la medida, sobre todo, en que imponía a los individuos exigencias sociales que desde la perspectiva del individuo parecían caprichosas e irracionales. Este escepticismo encontró por primera vez expresión social, aunque bien sorda, en el Jugendbewegung. Actualmente triunfa realmente la negación de la familia. No existe ya propiamente el conflicto entre la familia fuerte y el no menos fuerte yo, sino que a ambos los separa la misma debilidad. La familia ya no se siente tanto como un poder opresivo, sino como un residuo, un elemento superfluo. Se la teme tan poco como se la ama: no es combatida, sino olvidada y todavía tolerada por quienes no tienen ni motivos ni fortaleza para resistirse a ella.
  4. La familia en su concepto más propio no puede desligarse de su elemento natural, de la relación biológica entre sus miembros. Pero desde el punto de vista de la sociedad, ese elemento aparece como algo heterónomo, y hasta cierto punto incómodo, porque no encaja del todo en la relación de intercambio, aunque el sexo se asemeje a la relación de intercambio, se someta a la razón del give and take. Por otra parte, el elemento natural no puede afirmarse tanto como lo hacía antes, independientemente del elemento social-institucional. Por eso, en la sociedad burguesa tardía la familia es algo no muy distinto del cadáver que, en medio de la civilización, hace recordar la ley natural, y que o se incinera por higiene, o se lo adereza cosméticamente de la manera descrita en «Loved One», de Evelyn Waugh. El culto a la familia, especialmente al «ama de casa y madre solícita», en todo momento ha concedido ya a los realmente oprimidos e ideológicamente forzados al sacrificio el nimbo de santidad del voluntariamente dispuesto al sacrificio y ejemplo de bondad. Pero toda auténtica ideología, y con una tal nos las habemos, es más que simple mentira. No sólo honraba a los sometidos y les atribuía una dignidad que finalmente, convertida en dignidad humana, los empujaba a su emancipación, sino que además hizo que adquiriera concreción la idea de la igualdad real de los hombres, que dio un impulso al concepto del humanismo real. Por eso, la crisis de la familia en su forma actual es a la par una crisis de la humanidad. Al tiempo que se dibuja la posibilidad de la plena realización de los derechos humanos, de la emancipación de la mujer a través de la emancipación de la sociedad, y no de la mera imitación del principio patriarcal, se dibuja también la de la recaída en la barbarie, en aquel simple estado natural en el que parece que terminará la familia, en el caos.
  5. La decadencia de la familia es expresión de una gran tendencia social, no un fenómeno efímero de la vida contemporánea. El escándalo indescriptible que hace setenta años causó Nora, el personaje de Ibsen, sólo puede explicarse por el shock que produjo la figura de la mujer que abandona a su marido y a sus hijos para dejar de ser mero objeto a disposición del patriarca y hacer su propia vida. Ya entonces, las fuerzas productivas desencadenadas en la economía, que constituían el trasfondo de la dramaturgia ibseniana de la emancipación, amenazaban gravemente a la familia. El que, a pesar de ellas, la familia se mantuviera incólume, es atribuible a la irracionalidad, con tendencia a perennizarse, del principio de la sociedad racional, que necesitaba del auxilio de instituciones irracionales, como la familia, para procurarse la apariencia de una justificación natural. Pero la dinámica de la sociedad no ha permitido a la familia, a ella inmanente y de ella cohesionadora, y al mismo tiempo con ella incompatible, perdurar indemne. En Alemania, la familia entró en crisis como más tarde desde la primera inflación y la expansión acelerada del trabajo profesional de las mujeres. Por eso es falso culpar, como se hace en un libro americano muy leído, del nacionalsocialismo a la estructura patriarcal de la familia alemana. Para no hablar ya de la radical insuficiencia de tales explicaciones psicológicas, Hitler ya no pudo conectar con ninguna tradición firmemente arraigada de autoridad familiar. Precisamente en Alemania, tabúes como los de la virginidad, la legalización de la convivencia y la monogamia probablemente hayan sido desde 1918 mucho más quebrantados que en los países católicos latinos y en los anglosajones marcados por el puritanismo y el jansenismo irlandés, acaso porque en Alemania el recuerdo de la promiscuidad arcaica ha sobrevivido más tenazmente que en el mundo acabadamente burgués del Oeste. Considerado desde las categorías de una psicología social de la familia, el Tercer Reich constituyó un sucedáneo exagerado de una autoridad familiar que ya no existía más que todo lo que a ésta se asocia. Si la teoría que Freud expone en «Psicología de las masas y análisis del yo», según la cual la imagen del padre puede trasladarse a los grupos secundarios y sus jefes, es acertada, el Reich hitleriano ofrece el modelo de esta extensión, y la violencia de la autoridad, así como la necesidad de la misma, se introdujeron precisamente porque estaban ausentes en la Alemania de la República de Weimar. Hitler y la dictadura moderna son en realidad, para utilizar el término del psicoanalista Paul Federn, el producto de una «sociedad sin padre». Queda por saber hasta qué punto la extensión de la autoridad paterna a la colectividad cambia la estructura interna de la autoridad; hasta qué punto ésta representa aún al padre, y no a lo que Orwell llamó el Gran Hermano. En cualquier caso, sería absurdo responsabilizar de la crisis de la familia a la disolución de la autoridad como tal. La autoridad se vuelve cada vez más abstracta, y por ende también más inhumana e implacable. El ideal del Yo colectivizado y agigantado es la representación satánicamente contraria de un Yo liberado.
  6. La familia afirma su resistencia en la medida en que aún hoy cumple funciones reales. Así, en familias numerosas en las que el padre, la madre y los hijos mayores ganan algún dinero, es más económico mantener conjuntamente la casa que si cada cual se ocupase sólo de sí mismo; por eso permanecen bajo el mismo techo y se percibe en ellas una mayor cohesión interna. Pero esta razón de la familia es limitada; en la ciudad se extiende casi solamente a la esfera del consumo. En el campo, donde las fuerzas laborales de la familia son más baratas que el trabajo libre asalariado, los hijos empiezan a rebelarse, según se desprende de numerosas investigaciones, contra las «pagas insuficientes» por el trabajo en la propiedad familiar y a pasarse a otras profesiones. En cualquier caso, la familia, incluida la que todavía permanece en alguna medida intacta, está sufriendo profundos cambios estructurales. Un sociólogo ha observado acertadamente que su forma se ha transformado de la del nido en la de la estación de servicio. Acaso esto se muestre de manera más rotunda en la función de la educación. Ésta ya no puede cumplirla adecuadamente la familia, porque carece de la fuerza persuasiva interior capaz de hacer que los hijos se identifiquen con las figuras de sus padres. Si hoy en día se oye continuamente decir de hijos pertenecientes a capas superiores que «no les han enseñado nada en casa», y el profesor universitario tiene que observar lo poco que se puede esperar de formación sustancial y realmente sólida, ello no se debe a la supuesta nivelación de la sociedad democrática de masas, y menos aún a falta de información, sino a que la familia ha perdido la atmósfera envolvente, acogedora, que es lo único que puede permitir la formación reposada de un talento, al tiempo que se impone la tendencia a que el hijo huya de esa formación por considerarla una introversión insana y prefiera someterse a los requerimientos de la llamada vida real antes de que éstos se le impongan por sí solos. El momento específico de renuncia que hoy mutila a los individuos y restringe su individuación ya no es la prohibición familiar, sino la frialdad, que crece con el ahuecamiento de la familia.
  7. Sometida a condiciones extremas y a las consecuencias de las mismas, por ejemplo las sufridas por los refugiados, la familia no ha dejado de demostrar su fortaleza y su capacidad de funcionar como centro de fuerzas favorecedor de la supervivencia. Devuelta a las condiciones naturales más primitivas de supervivencia, la familia ha demostrado ser la forma adecuada de su realización. Pero como esta vuelta al pasado contradice abiertamente la productividad social, o, más bien, es una de la representaciones más crueles del precio que la humanidad ha pagado por su progreso, probablemente se esté preparando un renacimiento de la familia que haya que agradecer a ese regreso. Ella misma es un fenómeno de regresión, comparable a los conmovedores gestos de impotencia con que el moribundo busca a la madre. Confiar en esta regresión viéndola como una fuerza regeneradora sería como esperar del encomendarse a Dios de los soldados en los momentos de máximo peligro para sus vidas una renovación religiosa. Al contrario: la justificación de la dimensión natural, abiertamente irracional, de la familia por una razón que demuestra que sobrevivir es fácil, en verdad ataca, considerándola racional, la propia sustancia irracional que glorifica. Esta forma de argumentar tendría que aceptar que si hay otras formas sociales distintas de la familia más favorables a la supervivencia habría que renunciar a la perpetuidad de la forma familiar. Dudar del carácter sagrado de la familia, pero abogar por ella porque ese carácter es bueno para los seres humanos, es poco convincente. Por lo demás, de investigaciones como las de los Estudios Municipales de Darmstadt[40] se desprende que la solidaridad generada por el estado de necesidad sólo a corto plazo ha conseguido estabilizar la completamente alterada institución de la familia. El número de divorcios, así como el de familias «incompletas», está muy por encima de lo que lo estaba en la anteguerra. La tendencia a la «pequeña familia» —antesala del matrimonio sin hijos, que comúnmente se considera síntoma de decadencia de la familia— ya no se da sólo en las capas superiores, sino que puede observarse en la población entera. En el campo parece retroceder la arcaica familia de varias generaciones frente a la de una sola. Los elementos tradicionales de la relación familiar son en todas partes empujados por otros «racionales». Conforme la familia se transforma en una mera mancomunidad, va perdiendo aquellos rasgos propios de los grupos «primarios» que hasta su reciente mutación se le atribuían como rasgos invariantes. Algunos fenómenos de los años de la guerra y la posguerra indudablemente han retardado todo esto, pero en general también es aplicable a la familia el principio de que las situaciones extremas más bien refuerzan las tendencias sociales generales, de que en éstas se impone desde fuera y de una sola vez lo que venía gestándose por dentro.
  8. Las especulaciones sobre el futuro de la familia se topan con dificultades casi insalvables. Como, de hecho, la familia se halla tan entrelazada con el proceso social total, su destino dependerá de ese proceso, y no de su ser propio entendido como forma social que se basta a sí misma. Además, ni siquiera puede hipostasiarse el concepto, que ha sido aplicado a la familia, de la tendencia evolutiva inmanente. Si la evolución económica puede tomar otro rumbo que el que le marcan sus propias leyes cuando el juego inconsciente de fuerzas de la economía es dirigido, para bien o para mal, conforme a un plan, cabe pensar que las dictaduras totalitarias que puedan nuevamente surgir modifiquen la «tendencia» de la familia, ya sea restaurándola, ya disolviéndola de forma acelerada por la aplicación de controles estadísticos radicales que no toleren ninuna instancia intermedia entre ellos y los átomos sociales. Un Estado total no se pararía ni ante una combinación de ambas posibilidades incompatibles. Lo que parece seguro es que la conservación de todo lo que de la familia se ha acreditado como humano, como condición de la autonomía, la libertad y la experiencia, sencillamente no puede conservarse si atrás quedan los rasgos superados. Probablemente sea ilusorio pensar que una familia de «categoría» se realice dentro de una sociedad en la que la humanidad no sea madura y los derechos humanos no estén establecidos en un sentido más fundamental y universal. No es posible conservar la función protectora de la familia y eliminar sus rasgos disciplinarios mientras ésta tenga que proteger a sus miembros de un mundo al que es inherente la presión social directa o indirecta y que pone a ésta en comunicación con todas sus instituciones. La familia sufre esta presión como todo lo particular que anda en busca su liberación: no hay emancipación de la familia sin emancipación del todo. Pero cabe imaginar una familia libre en un mundo libre, una sublimación social de la relación natural en lo que en el Wilhelm Meister se llama «idea confirmada de la perpetuidad»; una forma de convivencia cercana y feliz entre individuos protegidos de la barbarie sin hacer violencia a la naturaleza por estar la violencia en ella superada. Pero tal familia es tan poco descriptible como cualquier otra utopía social.

1955