IV

La cuestión del acierto o el desacierto de la fenomenología en su forma definitiva se concentra en el εἶδοϛ ego, la subjetividad esencial, cuya estructura tiene que ser inmediatamente evidente y absolutamente válida en su pureza. A ella quedan remitidos, cual última instancia, todos los conceptos aporéticos; y hasta la apelación a la misma hace desaparecer los conceptos aporéticos. El último Husserl puede prescindir de la intuición categorial; la propia evidencia puede disolverse en un proceso (cfr. Logik, pp. 245 ss.) e independizarse de todo dato cósico-estático (cfr. ibid., pp. 251 ss.): nada de su seguridad es sacrificado si realmente «la fundamentación absoluta del conocimiento […] sólo es posible en la ciencia universal de la subjetividad trascendental como lo único absolutamente existente» (ibid., p. 240), si bien la evidencia puede considerarse como una estructura de la subjetividad trascendental. ¿Es esta subjetividad un concepto aporético? De ello depende que las contradicciones fenomenológicas sean o no verdaderas antinomias en las que ese pensamiento «necesariamente se enreda», y más aún: que el enfoque de la propia teoría idealista del conocimiento sea o no un yeu’do~ que haya que abandonar; e incluso que haya o no que entender sus contradicciones inmanentes en su despliegue histórico como expresión del movimiento social real, que el enfoque básico idealista excluye. La energía de Husserl ha dejado al descubierto este enfoque básico. Por eso es la fenomenología algo mucho más importante que un mero matiz en el idealismo y merece toda la atención de la teoría crítica. Su conciencia intelectual, acendrada en la matemática y la lógica pura, le hizo capaz de percibir lo fáctico, lo meramente existente, lo indeducible de la Idea, allí donde el idealismo tradicional se cree a salvo de todas las contingencias del mundo: en el Yo pensante. Su crítica a Descartes se dirige contra el naturalismo en el cogito: «Ya en Descartes se establece el ego como un primero y pequeño límite, indudablemente existente, del mundo […] y entonces sólo queda descubrir el resto del mundo mediante un proceder lógicamente convincente» (Logik, p. 202).

Un realismo que, como en Descartes, cree haber captado ya en el ego, al que la autorreflexión trascendental últimamente se remite, el alma real del hombre y desde este primer ente real proyecte hipótesis y deducciones probabilísticas en un reino de realidad trascendente […] se desvía absurdamente del problema real, ya que en todo momento supone como posibilidad algo que, en cuanto posibilidad, es en todo momento cuestionable (Logik, p. 203).

Por temor a perder la seguridad absoluta, a perder justamente ese postulado primordial cartesiano de la certeza indudable, Husserl sobrepuja a todo el idealismo tradicional; él demuestra la dependencia respecto del hecho contingente en su propia concepción del Yo, y establece como supuesto verdadero, y él solo suficiente, el ideal del supuesto trascendental libre de hechos. Pero con ello localiza de manera precisa el punto neurálgico del idealismo. Si el análisis crítico del sentido de la subjetividad trascendental va más allá de la suya; si ese análisis es capaz de captar el momento de facticidad, de «mundo» espaciotemporal, en el εἶδοϛ ego, entonces el idealismo, cuya crítica el propio Husserl había llevado hasta este punto, está perdido. Husserl llevó la pretensión de validez del idealismo a la forma del todo o nada; y si su modelo de teoría no se sostiene, la fantasmagoría —la reducibilidad del ser al pensar— se desvanece.

El motivo de la subjetividad trascendental tiene en la obra de Husserl una larga y agitada historia; en la segunda edición de las Investigaciones lógicas acepta el concepto, antes discutido, del Yo puro, y las Ideas no sólo operan con la «conciencia pura» como una de sus categorías fundamentales, sino que además plantean ya de modo explícito en su último capítulo el «problema de la constitución trascendental». Pero la consecuencia de la concepción de la conciencia como una «esencia» pura sólo se extrae en las dos últimas obras. Por eso, el análisis debe partir de los textos de dichos trabajos. – La Lógica afirma la «necesidad de partir de la subjetividad de cada cual»: «Pero primero he de decir exacta y expresamente: esta subjetividad soy yo mismo, que reflexiono sobre lo que es y tiene validez para mí, que reflexiono como lógico acerca del mundo existente, por mí supuesto, y acerca de los principios lógicos a él referidos. Continuamente yo y sólo yo, puramente como yo de aquella vida de la conciencia a través de la cual todo tiene sentido existente para mí» (Lógica, p. 208 s.). Pero cuando en la universalidad de mi ego cogito me encuentro como ser psicofísico, como una unidad en éste constituida y a éste referida, en la forma de «otros» seres psicofísicos ante mí, como tales no menos constituidos en multiplicidades de mi vida intencional, aquí se dejan sentir grandes dificultades en relación a mí mismo. Yo, el «ego trascendental», soy lo «anterior» a todo lo mundano como el yo en cuya vida consciente se constituye primero el mundo como unidad intencional. Yo, pues, el yo constituyente, no soy idéntico al yo ya mundano, a mí como ser real psicofísico; y mi vida anímica, mi vida consciente psicofísico-mundana, no es idéntica a mi ego trascendental, en el que se constituye para mí el mundo con todo lo físico y psíquico que contiene (ibid., pp. 210 ss.).

La cuestión decisiva es la de cómo los dos conceptos del yo se relacionan entre sí: la subjetividad «yo mismo», que Husserl hace equivaler sin más a la persona psicofísica, y el «ego trascendental»: pues sólo si éste es, por definición, completamente independiente de aquél, si no está enturbiado por ninguna facticidad, su estructura es la de aquello absoluto que le asegura la primacía sobre el sujeto del cogito cartesiano. Husserl supone como algo «ya inteligible gracias a la clarificación trascendental que mi alma» —el «yo mismo» empírico— «es una autoobjetivación de mi ego trascendental» (ibid., p. 212); que éste precede por definición y como condición constitutiva a aquél y no a la inversa. Aquí está el nervus probandi. La falsa transición —la «captación» de la que el propio Husserl habla en una ocasión (ibid., p. 226)— se vuelve controlable en la consecuencia de su afirmación: «¿Y no encuentro que mi vida trascendental y mi vida anímica, mundana, tiene en todos los respectos el mismo contenido?» (ibid., p. 211). La identidad del pronombre «yo» en el uso de ambos conceptos del yo no debe hipostasiarse como una unidad ontológica. Esta identidad no dice sino que el concepto del yo trascendental es deducido del yo empírico por abstracción, sin que se permita concluir que ambos resultan de un único principio apriórico. Pero si el «contenido» de ambos es de hecho idéntico, ¿por qué esa diferencia entre ambos que Husserl tanto subraya?, ¿por qué se les atribuye diferente valencia u originariedad trascendental? Husserl no da ningún criterio de diferenciación, y por eso insiste tanto en la identidad del contenido (cfr. ibid., pp. 224 ss.). No obstante, para él constituiría «una desviación falseadora» —y, en realidad, la contaminación que corrompe el planteamiento cartesiano— «mezclar esta experiencia psicológica interior con aquella otra tomada trascendentalmente como experiencia evidente del ego cogito» (ibid., p. 224). La diferencia radical en la identidad radical del «contenido» no deja otra opción que la de recurrir, a la manera tradicional kantiana, a la «forma» y atribuir a los dos conceptos del yo diferente constitución formal. El ego trascendental no sería entonces otro que el psicológico, pero desprendido de su localización espaciotemporal o, mejor, de su constitución en el continuo espaciotemporal. Puede que ésta fuera la idea de Husserl. Pero entre las condiciones «trascendentales» de la conciencia pura se cuenta la constitución primariamente temporal de ésta justamente en el sentido de la fenomenología «genética» del último Husserl. No tendría entonces ningún sentido hablar, sea objetiva, sea subjetivamente, de una conciencia intemporal, pues no puede pensarse ningún acto articulado de la conciencia, por «universal» que éste sea y purificado de todo contenido particular que esté, y menos aún un acto «concreto» de la misma, que no reciba en sí la forma de la determinación temporal. La estructura de la intencionalidad como retencionalidad y protencionalidad, única que, según Husserl, hace posible la vida de la conciencia, es la estructura temporal. Los resultados de la psicología, incluidos los de la psicología «descriptiva», desentendida de las relaciones psicofísicas, son para él «hechos» (cfr. ibid., pp. 221 ss.); y lo son por estar temporalmente determinados; pero esta determinación tampoco se podría restar de la vida de la conciencia «pura» si aún se la puede identificar como vida de la conciencia y es más que el abstracto «yo pienso» kantiano, del que Husserl se afana en distinguirla. Si se respondiera que únicamente se abstrae el ego trascendental del objetivo-cósico, no de su tiempo fenoménico propio, que más bien se le concede como estructura trascendental, esta banal objeción carecería de fuerza argumentativa. Todo el positivismo de observancia machiana, al que, con todo, sin duda afecta la crítica husserliana a Descartes, ha eliminado el tiempo objetivo a fin de reconstruirlo a partir del análisis de lo dado y de las relaciones temporales fenoménicas «descriptivamente» consignadas en ese análisis. El Yo positivista, «fenoménico», en expresión de Cornelius, con sus vivencias fácticas y la fáctica conexión temporal entre éstas, tendría que ser para Husserl un «pequeño límite del mundo», como lo es el sustrato psicofísico de la psicología empírica, y al final sería equiparable al εἶδοϛ ego. Entre el yo «fenoménico» y el yo «empírico» de los positivistas no hay ninguna diferencia radical inmanente: el segundo no es sino la «objetivación» del primero, y ningún salto cualitativo separa el yo fenoménico del empírico, o incluso del mundo psicofísico como «conexión objetivamente válida» de lo subjetivamente dado —como, sin embargo, enseña Husserl en interés de la pureza del a priori fundamental—. Husserl nunca podría sostener en serio que el sustrato de la psicología empírica, «mi alma», es «una autoobjetivación de mi ego trascendental». Pues si el ego trascendental, o, como Husserl ambiguamente dice, «mi» ego trascendental, es la mera forma de la diversidad de las vivencias empíricas, este ego no puede objetivarse a «sí mismo», sino que deviene objetivo solamente por su contenido fáctico, esto es, por sus vivencias; y entonces el «alma» no es ninguna autoobjetivación de lo trascendental, sino que la unidad trascendental, sólo para tener un «sentido», sólo para poder ser determinada como unidad, queda referida a lo fáctico, y lo fáctico forma parte del «sentido» de lo trascendental, que no puede tratarse como algo independizado que fuese fundamento absoluto; con lo cual, la tesis husserliana queda tocada en su forma radical, a pesar de que, según el resultado de la propia crítica de Husserl, debe su pretensión de aprioridad a esa misma forma radical. Y si el ego trascendental es realmente «mi» ego en un sentido más que formal, es decir, el yo con la multitud de sus vivencias, entonces ese ego es aquella alma misma, y no puede «objetivarse», por así decirlo, en un segundo nivel, porque la objetivación crea el sentido de la unidad del «alma» en la conexión articulada de sus vivencias. Podrá el idealista llamar trascendentales a las condiciones abstraídas de posibilidad de un yo fenoménico: éstas seguirán estando referidas a ese yo fenoménico, a ese yo de algún modo «fáctico», pues no son válidas «en sí». Tales condiciones no pueden determinarse, no poseen ninguna «significación» que no guarde relación con un yo fenoménico, fáctico, y su fáctico contenido. Su hipostatización no sólo las separaría arbitrariamente de la génesis de su propia abstracción, sino que haría de ellas algo absolutamente carente de sentido; estas condiciones sólo pueden definirse recurriendo a lo fáctico. Cuando el idealista las toma como condiciones de posibilidad de la fáctica vida de la conciencia, la fáctica vida de la conciencia no es menos condición de posibilidad de aquéllas. El más riguroso concepto de lo trascendental no podría librarse del recurso a lo fáctico. Y seguiría siendo lo que Husserl ve en el ego cartesiano: un trozo de mundo. Pero Husserl ha reconocido que la mundanidad del sustrato de la psicología no tiene ninguna primacía sobre la mundanidad de la naturaleza psicofísica. Si la filosofía trascendental se remite a la primera, no puede esperar fundamentar la segunda. La relación con lo fáctico, presente en lo más íntimo del «sentido» trascendental, destruye su esencialidad y su aprioridad. Husserl ha sometido el idealismo a la más dura prueba a fin de demostrar su absoluta solidez. El experimento se ha vuelto contra él: el idealismo se ha desintegrado.

Las Meditaciones cartesianas amplían las reflexiones de la Lógica sobre el εἶδοϛ ego sin rebasar su marco; y, ciertamente, con escasa fortuna. El ser «mundano» es concebido expresamente como ser espaciotemporal: «Tout ce qui est “monde”, tout être spatial et temporel […]» (Méditations Cartésiennes, p. 18). Y, en todo caso, la integridad del yo puro, cualquiera que sea su función respecto a la existencia del «mundo», resulta de que no puede representar un trozo de mundo: «Ce moi et sa vie psychique, que je garde nécessairement malgré l’ἐποχή, ne sont pas une partie du monde; et si ce moi dit: Je suis, Ego cogito, cela ne veut plus dire: Je, en tant que cet homme, suis» (ibid., p. 21). El yo trascendental no es el hombre «natural», ni siquiera «l’homme qui, limité par abstraction aux données pures de l’expérience “interne” et purement psychologique, saisit son propre mens sive animus sive intellectus» (ibid.). Pero si la identidad del pronombre «yo» no debe hipostasiarse ontológicamente; si «mi» vida trascendental no está contenida en «mi» vida psicológica como su sustrato, entonces ciertamente tampoco se debe sustraer el momento de unidad que se expresa en esa identidad del pronombre. Si el yo trascendental queda radicalmente separado del animus o del intellectus, que pertenecen al mundo, la razón para seguir llamándolo «yo» se vuelve problemática. Esto puede observarse críticamente hasta en la sintaxis que Husserl emplea en la definición de la ἐποχή: «On peut dire aussi que l’ἐποχή est la methode universelle et radicale par laquelle je me saisis comme moi pur, avec la vie de conscience pure qui m’est propre, vie dans et par laquelle le monde objectif tout entier existe pour moi, tel justement qu’il existe pour moi» (ibid., p. 18). Por medio del «me» reflexivo, el «je», el yo psicológico que juzga y tiene vivencias, sólo puede ser referido al yo puro, al «moi pur», si éste, como objeto de su juicio, se equipara a él como sujeto del juicio; la igualdad con el sujeto se expresa en la forma reflexiva, y la igualdad con el objeto en la determinación predicativa «comme moi pur»; y, sin embargo, Husserl niega esta inevitable relación de unidad. Pero es del significado de este «yo» del que últimamente depende la tesis de las Meditaciones cartesianas sobre el carácter eidético del sujeto trascendental: «Toute constitution d’une possibilité réellement pure, entre autres possibilités, implique, à titre d’horizon, un ego possible —au sens d’une pure possibilité—, pure variante de mon ego empirique, à moi» (ibid., p. 60). Aquí entra en juego una sutil equivocidad: el yo puro no es, como «posibilidad», una variante del empírico, sino la posibilidad, el marco conceptual en el que se da la variante —que supone lo fáctico y está a lo fáctico encadenada—. Si la variante «yo puro» ha de seguir siendo variante de «mi yo» —de cuya experiencia de sí esta variante obtiene, según Husserl, su evidencia—, y no reducirse al puramente abstracto punto de referencia, necesariamente estará ligada como punto de partida a una conciencia concreta, esto es, la de la persona real que dice «yo» cuando se refiere a sí misma; si así no fuera, el término «mi», que Husserl continuamente usa con toda su carga, sería completamente ininteligible. Pero, a pesar de ello, Husserl sostiene que el ego trascendental, por obra de la variación que lleva a cabo la libre fantasía, precede como pura posibilidad a «mi» yo también en el sentido lógico, y en este paso desaparece la referencia del ser «trascendental», supuestamente absoluto, al hecho: «La phénoménologie eidétique étudie donc l’ a priori universel, sans lequel ni moi, ni aucun autre moi transcendental, en général, ne serait “imaginable”» (ibid., p. 61). Es aquí donde puede señalarse el u{steron provteron. Pues sólo «mi» yo ha de ser, como inmediatamente presente, el yo cierto e indudable; en esto, Husserl sigue siendo cartesiano. Pero cuando el teórico del conocimiento, variando la situación, va de aquél al yo eidético, el carácter absoluto de «su» yo es el título legal para atribuirle, desde ese εἶδοϛ ego abstraído, certeza apodíctica: de ahí el concepto de una «experiencia trascendental», que sólo podría realizarse en la conciencia «propia». Pero, entonces, el εἶδοϛ ego hipostasiado ha de servir, siguiendo el camino inverso, para fundar mediante su propia aprioridad, que sin embargo está fundada en la aprioridad de «mi» ego, «mi» propio ego y el de todos los demás. Husserl seguramente se percataba de las dificultades. «Dans le passage de mon ego à l’ego en général» —el paso antes indicado— «on ne présuppose ni la realité ni la possibilité d’un monde des autres. L’extension de l’eidos ego est déterminé par la variation de mon ego. Je me modifie dans l’imagination, moi-même, je me représente comme différent, je n’imagine pas “un autre”» (ibid.). Esto contiene el verdadero núcleo de la doctrina del εἶδοϛ ego, que recibe la herencia de la intuición esencial: del mismo modo que ésta, al menos en el estadio de las Ideas, tiene que poder destilar de un objeto singular, individual, su «esencia», la variación ha de dar la «esencia» de la absoluta singularidad de la vida de «mi» conciencia, sin considerar una extensión posible o real de la individualidad de la conciencia de la que pudiera abstraerse esa esencia, justamente como el εἶδοϛ ego. Pero la construcción no resiste el análisis. Si el punto de partida del teórico del conocimiento fuese realmente «su» yo, sin más saber que el de «su» yo, pero sabiendo perfectamente que éste cualifica cada una de sus vivencias como momento de una «corriente de conciencia» unificada, la variación, toda vez que fija «su» yo, sólo podría acontecer en el marco de «su yo»: todas las otras «puras» posibilidades que pudieran darse seguirían siendo de «él», todo yo variado seguiría siendo el yo variado de la persona concreta —a no ser que implícitamente se presuponga algo más que ese yo, como el género hombre, el género antropológico, lo que significaría sacar el método de sus goznes—. Quien se representa el yo puro tal como Husserl lo postula, esto es, sin representarse lo más mínimo, ni aun como pura posibilidad, «un otro», este yo puro simplemente es, y no deja de ser, él mismo, por mucho que los contenidos hayan cambiado. La variación que, considerando la pura posibilidad, lleva a cabo la fantasía no puede salir de la inmanencia de la mónada porque el concepto de unidad subyacente en esta inmanencia, y que en Husserl fundamenta la esencia supraindividual ego, es él mismo monadológico. Pero en este punto no sólo se evidencia el error fundamental de la teoría, sino que también se entra en los repliegues de la misma. Pues es evidente que si la persona concreta dice «mi yo», en esta frase está ya contenida la posibilidad del paso a otro yo; «mi» es una especificación sintáctica de «yo», y el sentido de la frase «mi yo» pone como su límite otro posible yo. Sólo que esta posibilidad no hay que interpretarla, como hace Husserl, cual variación de la experiencia originaria de «mi» yo —del yo «que a mí me pertenece»—, la cual, una vez interpretada como pura posibilidad, podría corresponder igualmente a otro yo. Pero si no se trata simplemente de la ficticia experiencia originaria de la mónada absoluta; si se juzga en algún sentido posesivo de «mi» yo o sólo se dice «yo» dentro de unos límites que no podrían pensarse sino respecto a «otro» yo, queda ya especificado, restringido, un concepto del yo distinto del monadológicamente estructurado. Al limitar la lógica el yo entendido como algo que se pertenece a sí mismo, expresa tanto el hecho de que no se pertenece a sí mismo como la imposibilidad de obtener la esencia a partir de la mónada absoluta, que expresa la sagrada soledad de los individuos en la sociedad monadológica. «Mi» yo es ya una abstracción y todo menos la experiencia originaria que Husserl reclama; en Husserl, la «intersubjetividad» es puesta junto con el yo, sólo que no como alguna pura posibilidad, sino como condición real del ser yo, sin la cual la restricción a «mi» yo no puede entenderse. No sólo se le cierra a la singularidad absoluta el camino a «su» εἶδοϛ ego; los momentos categoriales del discurso relativo a «su yo», que tentadoramente insinúan la idea del εἶδοϛ ego singularmente determinable, son aquellos en los cuales la posición de la mónada se revela como abstracción —y la cartesiana experiencia originaria de la misma como ficticia.

De este modo queda patente el carácter aporético del εἶδοϛ: éste se estrella contra la contradicción entre experiencia monadológica originaria y aprioridad extendida hasta la universalidad; contra la antinomia fundamental del idealismo, históricamente plasmada en la disputa no resuelta entre empirismo y racionalismo. La experiencia egológica no puede ser una experiencia esencial; la esencia no puede enajenarse de la relación con la existencia. La paradoja suspendida sobre el εἶδοϛ ego se precipita en cuanto se intenta determinarlo positivamente: así en la doctrina de su evidencia apodíctica, con la que exonera a los conceptos aporéticos precedentes de su justificación. Esta evidencia apodíctica queda limitada de antemano: de ella proporcionaría la experiencia originaria del ego sólo un «núcleo», y «Ce noyau, c’est le présence vivante du moi à lui-même, telle que l’exprime le sens grammatical de la proposition: Ego cogito» (Méditations cartésiennes, p. 19). Como ahora el horizonte abierto de la percepción de cosas implica la posibilidad legítima de la determinación por la experiencia, también el yo trascendental implica la indeterminación de su horizonte abierto: «Ce halo, cet “horizon” est tel qu’il implique la possibilité de’être déterminé dans et par des expériences possibles. D’une manière toute analogue, la certitude apodictique de l’expérience transcendentale saisit mon “je suis” transcendental comme impliquant l’indétermination d’un horizon ouvert» (ibid., p. 20). Pero, con esta indeterminación, la «experiencia» aparece en el interior de la concepción trascendental misma —la que Husserl llama con el paradójico nombre de experiencia trascendental—. Cuya contradicción, empero, ningún arte interpretativo puede resolver, y con razón dice Husserl que «D’ailleurs, en posant l’ego transcendental, […] nous sommes arrivés à un point dangereux» (ibid.). El impulso positivista se impone aún en el εἶδοϛ ego como impulso científico-crítico: la transposición del yo puro a «esencia», su emancipación de todo lo «mundano», sólo puede cumplirse si es guiada por la marcha de la «investigación», y no como «especulación», que sólo sería compatible con el punto de vista del ego trascendental como el de lo absoluto. Que no debe ser deducido del yo puro como una premisa, sino explorado como «esfera»: «Au lieu d’utiliser l’ego cogito comme une prémise apodictiquement certaine pour des raisonnements devant nous mener à une subjectivité transcendentale» (en el texto de Husserl, transcendante; corregido, T. W. A.), «voici sur quoi nous porterons notre attention: aux yeux du philosophe qui médite, l’ἐποχή phénoménologique dégage une sphère nouvelle et infinie d’existence que peut atteindre une expérience nouvelle, l’expérience transcendentale» (ibid., p. 23). La «existencia» del sujeto trascendental como esfera de investigación empírica y la definición del mismo como pura posibilidad de la variación ejecutada por la fantasía son incompatibles. Su incompatibilidad se muestra en los extremos: en el abstracto momento de unidad del pensamiento y en lo que es el sustrato último de toda «experiencia» en el idealismo, en lo dado. La subjetividad trascendental está claramente segregada de ambos. La formulación contra «el yo pienso, que acompaña a todas mis representaciones», suena así: «Le contenu absolument certain qui nous est donné dans l’expérience interne transcendentale ne se réduit pas uniquement à l’identité du “je suis”» (ibid., p. 24); y la formulación contra lo dado: «Mais la théorie descriptive de la conscience, si elle procède avec un radicalisme absolu, ne connaît pas des donnés et de touts de ce genre» —expresamente también las «formas»— «sauf à titre d’idées preconçues» (ibid., p. 33): la crítica de Husserl ha acabado identificando el concepto de lo dado como concepto aporético. Sin embargo, Husserl determina la «estructura» del εἶδοϛ ego como objeto de la experiencia trascendental: «À travers toutes les donnés singulières de l’expérience interne réelle et possible», que todavía aparecen en este nivel de las Meditaciones cartesianas, «—quoiqu’elles ne soient pas absolument certaines dans le détail— s’étend une structure universelle et apodictique de l’expérience du moi» (ibid., p. 24). Pero esta estructura es un mal punto medio. Ya en su definición queda eliminado su contenido de experiencia, aquello en lo que va más allá del yo pienso, con gesto indolente, como «mero detalle», como la mera existencia en Hegel, y la cuestión de si la legalidad trascendental afirmada, el mecanismo tradicional kantiano de la síntesis, depende o no de ese detalle queda sin aclarar; los límites de la apodicticidad, que Husserl menciona, son para él, cómo no, los de dentro del aparato categorial —formas de la intencionalidad—, pero en modo alguno los que trazan los «contenidos» de la vida de la conciencia; de ese modo queda ocultada la contingencia de los «hechos» de la conciencia. La estructura no debe ser deducida; debe ser más que el mero contenido de la conciencia; ya no se defiende su intuitividad inmediata. Pero, entonces, todavía puede obtenerse sólo por abstracción. Y no se da ninguna razón que justifique por qué la abstracción se descompone en categorías que, sin embargo, sólo en su relación con lo fáctico pueden resultar inteligibles; que justifique por qué, entonces, no se continúa abstrayendo hasta el kantiano «yo pienso» como lo único «puro». La «estructura» trascendental está igualmente amenazada en la cúspide y en la base: en la cúspide porque, hasta que es reducida a la mera identidad, mantiene su relación con el hecho; en la base porque, privada de la relación con «contenidos», no puede enlazar con ninguna clase de «experiencia» trascendental. En cuanto la teoría de Husserl toca finalmente estos contenidos, reconoce francamente su propia contingencia. Pero así llega al punto en que no tiene más remedio que hipostasiar la aporía, convertir los hechos en ontología y emplear con necesidad sistemática el artificio de Münchhausen —mediante el cual, el idealismo, cuando no quiere abdicar, cae en la metafísica de la tautología y proyecta su evidente fracaso en el ser absoluto—. Es aquel paso donde Husserl declara al hecho «concepto estructural en el sistema del a priori concreto» (cfr. Méditations Cartésiennes, p. 68). La contingencia se convierte en a priori —y, como si deseara imprimir a la subjetividad trascendental el sello del concepto aporético mismo, Husserl ha empleado en la Lógica la expresión «a priori contingente»:

Una proposición apriórica sobre los sonidos en general, esto es, pensada como universalidad «pura» […] es, como podemos llamarlo por determinadas razones, un a priori «contingente». La proposición tiene un núcleo cósico en el eidos «sonido», que sale del reino de las universalidades «principiales» entendidas en el sentido más radical y vincula la proposición al dominio «contingente» de los sonidos idealmente posibles. (Logik, p. 26).

Con aquella fuerza autodestructiva que una y otra vez nos hace ver la filosofía de Husserl como una tragedia, Husserl aplica el concepto del a priori contingente a la subjetividad trascendental: «Para aproximarnos al concepto de lo a priori contingente, nos bastará declarar lo siguiente en el marco de nuestra actual consideración, aquí sólo esbozada: una subjetividad en general (aislada o comunicativa) sólo es pensable en forma de una esencia que nosotros obtenemos con sus muy diversos contenidos en evidencia progresiva, descubriendo intuitivamente nuestra propia y concreta subjetividad y, con la libre transformación de su realidad en posibilidad de una subjetividad concreta en general, dirigimos nuestra mirada a lo invariable que en ella podemos percibir, esto es, lo esencial necesario. Si, en esta libre transformación, nos fijamos desde el principio en que la subjetividad debe ser y poder seguir siendo en todo momento “racional”, especialmente capaz de juzgar y conocer, nos encontramos con estructuras conectivas esenciales, a las que conviene el título de razón pura, y especialmente de razón pura juzgadora. A ésta también pertenece como supuesto suyo una referencia constante y esencialmente necesaria a ciertos elementos hyléticos como fundamentos aperceptivos de las experiencias posibles, necesariamente supuestas para poder juzgar. Si determinamos, pues, el concepto de la forma general mediante los elementos esencialmente necesarios de una subjetividad racional en general, el concepto hyle (ejemplificado por todo “dato de la sensación”) es un concepto formal, y no un concepto contingente, que estaría en contraste con él. Por otra parte, para una subjetividad que juzga y conoce (y, por ende, para una subjetividad racional en general), no es un requisito esencial poder sentir directamente colores y sonidos, poder tener sensaciones directas de éstos y otros contenidos sensoriales y de su diferencia —aunque también estos conceptos tengan que formarse como conceptos a priori (libres de todo lo empírico-fáctico)» (Logik, pp. 26 ss.). Ya en estas frases de Husserl, la separación de lo necesario y lo contingente resulta inoperante. Que la subjetividad perciba directamente «colores y sonidos» no es ningún «requisito esencial», como tampoco puede inferirse a partir del pensamiento puro que sea un requisito esencial que la subjetividad tenga en general experiencias; la «existencia» de la subjetividad no puede deducirse como necesaria, como «a priori formal». Y aún más: si en el enunciado «Todos los fenómenos acústicos tienen extensión temporal» hay un «núcleo cósico», también lo hay en el más puro a priori formal en el sentido de Husserl, cual es el principio de contradicción. En el enunciado de la acústica hay, según Husserl, un momento de contingencia en la medida en que su validez depende de si hay algo así como «sonido en general»: de si una conciencia psicológico-fáctica tiene fácticas vivencias acústicas. Pero también el «a priori formal» está sujeto a la misma condición. El principio de contradicción sólo es válido si hay «juicios en general». Pues los juicios tienen, y lo dice el propio Husserl, su «historicidad interna»; en su sentido «descriptivo» remiten a su síntesis «genética», y ésta no puede pensarse sino como fruto de determinados actos ejecutados, en los que hay momentos hyléticos. Al concepto de los a priori contingentes no le corresponde, en consecuencia, como Husserl cree, una validez parcial, sino una validez universal. Pero, entonces, la especificación perdería su sentido; lo a priori encierra un momento no apriórico, y a los seguidores logísticos de Husserl no les costaría apreciar el vacío de sentido de la tesis según la cual el hecho, lo no apriórico, tiene su a priori en que no es a priori. Desde luego, la teoría crítica no se contentaría con eso. Para ella, el concepto de contingencia de Husserl es, como el de causalidad en el conjunto del pensamiento burgués, expresión de la aporía histórica del idealismo: es imposible reducir lo real a su concepto, el hecho a su esencia, y en última instancia el objeto a su sujeto. Sólo bajo la coacción del pensamiento de la identidad, lo que no entra en éste es subsumido bajo el concepto de contingencia, y para la conciencia que ha escapado a tal coacción es fácil que el discurso de la contingencia, lo mismo que el de lo a priori, pierda su sentido. Mientras tanto, la teoría crítica debe retener ambos discursos como expresión de un proceso social opaco y desordenado, a cuya merced vive el individuo: «necesariamente» desde aquél, y «contingentemente» y en relación con lo posible desde el individuo.

El concepto aporético de la subjetividad trascendental impide el conocimiento de este proceso. Si es imposible desarrollar el εἶδοϛ ego a partir de la mónada, entonces fracasa también el intento de demostrar a partir de ella y para ella la existencia de las demás mónadas. El «problema del solipsismo» —en ningún otro resuena la vaciedad del concepto idealista de lo problemático de manera tan sospechosa— es irresoluble en el terreno del idealismo. Para su solución, Husserl tomó precauciones que delataban bien claramente lo desesperado de tal empresa. Mientras que el salto del εἶδοϛ ego al hecho, de la subjetividad trascendental al «mundo primordial», se le antoja posible —posible porque el contenido de facticidad de su propio εἶδοϛ ego le está oculto—, el alter ego le depara severas dificultades: «Nous rencontrons, dès notre premier pas vers la constitution du monde objectif, des difficultés réellement considérables. Ces difficultés se trouvent dans l’élucidation transcendentale de l’expérience d’autrui où “autrui” n’a pas encore acquis le sens d’homme» (Méditations Cartésiennes, p. 91). Husserl expone el problema tradicional de la conciencia ajena de la siguiente manera: comúnmente se dice que en la experiencia el otro está presente corporalmente, «en carne y hueso». Pero no se puede pretender que el otro esté «inmediatamente dado» a la conciencia originaria, con todo lo que le es propio; de otro modo, el otro sería una vivencia de esa conciencia e idéntico con ella: «Car si c’était le cas», si el otro estuviera dado originariamente, «si ce qui appartient à l’être propre d’autrui m’était accesible d’une manière directe, ce ne serait qu’un moment de mon être à moi, et, en fin de compte, moi-même et lui-même, nous serions le même» (ibid., p. 91). Desde el concepto que Husserl tiene de dato, es claro, y así lo ve él, que la intersubjetividad no puede salvaguardarse si se reinterpreta como dato. Pero no ve que esta reinterpretación resulta necesariamente de la filosofía de la inmanencia; que a ésta no le queda sino apelar a aquella experiencia originaria en que se basa la teoría construida por Husserl; y todos los detalles de su demostración sólo tienen la función de ocultar esta contradicción. Si en serio se tratase de «demostrar» la existencia del otro, toda su argumentación tendría que cambiar de dirección. El punto de partida, que es «empírico», está, en su «realidad», en el mismo nivel que aquel otro yo empírico, y ninguno de los dos tiene preeminencia ontológica. Por eso tiene Husserl que intentar —inútilmente— reducir la persona de la que parte al ego. La crítica ha puesto de relieve que el yo «puro» no está contenido en la singularidad absoluta de «mi» yo porque, si así fuera, ese yo «puro» no sería sino «mi» yo. Pero si la «esencia» hombre no procede de la inmanencia egológica es porque esa esencia es una abstracción practicada sobre una pluralidad de hombres, que en Husserl sólo puede fundarla la organización eidética. Esta organización es el último intento de evasión que realiza la fenomenología conservando el punto de vista de la inmanencia. Husserl ha mantenido estrictamente este punto de vista a pesar de rechazar el dato originario del yo ajeno por la «necesidad de partir de la subjetividad propia de cada cual» (Logik, pp. 208 ss.). El canon de esa evasión es para él esta reflexión:

El mundo existe permanentemente para nosotros, pero ante todo para mí. Para mí existe también esto ahí, y por eso sólo para mí tiene sentido que exista para nosotros, y exista como uno y el mismo mundo, y postularlo no como mundo con este o el otro sentido —«interpretándolo» a conveniencia, por ejemplo para reconciliar intereses del entendimiento y del ánimo—, sino como mundo con un sentido que hay que interpretar ante todo y en primera originariedad partiendo la experiencia. (ibid., p. 214).

Tan cuestionable es la afirmación de que el mundo existe para «nosotros» como uno y el mismo mundo como lo es un método que quiera fundar ese ficticio «existir para nosotros» en el «existir para mí». Pues de ese modo se hace de un mero parecer fundamento de derecho del conocimiento, y de nuevo entra aquí en vigor la engañosa primacía de la intención. El yo ajeno no está «dado»; debe ser demostrable en la «experiencia»; pero, a este fin, se eleva a órgano de la experiencia una intención que en principio está tan expuesta a la ilusión como, psicológicamente, la creencia de que uno ha reconocido a determinada persona. Que en el «existir-para-mí» del mundo esté contenido su «existir-para-nosotros» tiene un sentido, y decisivo, después de la liquidación de la filosofía de la inmanencia; para ésta no podría constituir legítimamente más que una «conciencia vacía» que necesita llenarse, y en modo alguno una experiencia constitutiva. Husserl ha tenido en cuenta esto al recurrir, para la auténtica deducción del alter ego, a la teoría corriente de la deducción analógica, y la prolijidad de su prueba tiene su razón fundamental en que él trata de vindicar la apodicticidad, esto es, una evidencia sui generis, para la teoría de la deducción analógica, fundiéndola con la teoría tradicionalmente opuesta de la empatía. Un análisis paso a paso tendría, en cambio, que poner de relieve el carácter meramente asertórico de su hallazgo y remarcar que el a priori de la intersubjetividad, imprescindible para la fundamentación de la fenomenología trascendental de Husserl, se queda, dentro de su teoría, en la mera probabilidad. Además, se da la paradoja de que «mi» yo sería a priori, y todo yo ajeno meramente probable, cuando «mundanamente», como pertenecientes a la unidad genérica hombre, ambos tendrían que estar en el mismo nivel y ambos podrían dar en igual medida el paso a lo trascendental. O, en el sentido de la fenomenología, igualmente proyectada por Husserl, de la comunicación intersubjetiva: dentro de la unidad intencional de los juicios en comunicación, cada yo estaría cierto de sí mismo, mientras que el otro yo le sería problemático; una vez fijada la identidad de esa unidad intencional —que el lenguaje indica—, tendría que poder predicarse con igual derecho de cada ego particular certeza apodíctica y asertórica, al tiempo que ambos se excluyen. Husserl sólo puede mediar entre la intención de evadirse y el método inmanente a la conciencia mediante un acto de fuerza no muy diferente del famoso de Scheler en los «sentimientos de simpatía». «Existir para mí» ha de ser «existir para nosotros»; pero si el «existir para nosotros» tiene el significado de un mero acto, pierde su carácter constitutivo, pues ahora se vuelve función del «para mí» al tiempo que guarda el sentido del «para nosotros» y secretamente fundamenta en Husserl la asunción de que el para mí es, al contrario, reductible al para nosotros y se basa en éste como un hecho fenomenológicamente último; de que, entre las mónadas, ninguna tiene un prius absoluto respecto a las demás. Donde Husserl más se aproxima a la realidad social sustentadora; donde la conciencia de la prioridad de la sociedad sobre la mónada derriba sin contemplaciones los muros de la ἐποχή fenomenológica, necesita, por no haber abandonado la ἐποχή, la más feble construcción auxiliar: un método intuicionista que no puede basarse en sus propios «datos» porque la realidad no se reduce a dato. La apresentación analógica, antes caracterizada por Husserl como mediata, como «intentionalité médiate de l’expérience d’autrui» (Méditations Cartésiennes, p. 91), adquiere para él la dignidad de «empatía» (ibid., p. 101 y passim) como inmediatez, y con ella la expresión paradójica a la que ninguna de las principales categorías de Husserl escapa. Husserl se pregunta: ¿cómo es posible la apercepción de un cuerpo físico[9] como «cuerpo vivo de otro» por analogía con el «cuerpo vivo propio», sin ser lógicamente anulada en el acto? ¿Cómo puede el sentido analógicamente transferido tomar el carácter de una afirmación existencial? (cfr. ibid., p. 96). Y argumenta así: la «apresentación» («apprésentation», ibid.) que proporciona lo que no puede darse inmediatamente está ligada a otra originaria, a saber, la percepción de un cuerpo físico, que es analogizado como cuerpo vivo. Pero aquí el «cuerpo vivo» del otro, el otro yo, es en principio trascendente, pues la conciencia del mismo no puede confirmarse mediante un darse a sí mismo unánime, sino en todos los casos sólo mediante nuevas apresentaciones unánimes. Sólo por la manera como las «apresentaciones» prestan su valor existencial de presencias corporales puede, pues, constituirse la verificación y realización: la determinación de este «como» sigue siendo la crux de la teoría aporética. Husserl trata de aproximarse a ella de una manera, por así decirlo, behaviorística: el organismo ajeno se confirma como organismo en el avance de la experiencia únicamente por su «comportamiento» («comportement», ibid., p. 97) cambiante, pero siempre unánime. Los momentos físicos del comportamiento denotan como «índices» los momentos psíquicos. En este comportamiento se apoyan tanto la experiencia originaria como la experiencia avanzada por medio de la confirmación. Si no se produjera una sucesión coherente de fases, el cuerpo físico percibido sería tomado como «cuerpo vivo» sólo aparente. – A esto hay que replicar que la coherencia de los signos no incluye nada relativo a la existencia de lo mentado. Hay sistemas alucinatorios coherentes, y para los aprioristas también puede haber ilusiones coherentes. Mas, para Husserl, la mera probabilidad, la conclusión a la vista de la conexión unánime de las fases de que hay algo detrás, algo que está indicado, de que hay una «accesibilité indirecta, mais véritable» (ibid., p. 97), es convincente. La «concordance interne» (ibid.) permite verificar suficientemente algo que en principio no puede darse. Y es a esta concordancia a la que Husserl atribuye un tipo especial de evidencia: la conciencia del yo ajeno ha de poder fundarse mediante una estructura específica de la conciencia, una particular modificación intencional del tipo del recuerdo. «On ne saurait le penser» —al «otro»— «que comme quelque chose d’analogue à ce qui “m’appartient”. Grâce à la constitution de son sens, il apparaît d’une façon nécessaire dans mon “monde” primordial, en qualité de modification intentionnelle de mon moi, objectivé en premier lieu» (ibid.). La comparación con el recuerdo, destinada a sustentar la apodicticidad de esa conciencia así modificada, es clara: lo pasado se hace presente a la persona concreta mediante el recuerdo. La determinación de lo recordado se lleva a cabo sólo en las síntesis unánimes del recuerdo. Pero igual que el pasado trasciende el presente vivo como modificación de éste, el yo ajeno apresentado trasciende de «manera primordial» el ser propio, el ser «mío». Mas esta analogía no sirve. En primer lugar, el «fenomenólogo» de las formas de conciencia no la encontraría en los «caracteres del acto». La relación de la percepción de un «cuerpo vivo» ajeno con la percepción de una «cosa» no muestra la menor analogía con la relación de un dolor recordado con un dolor actual; la percepción está puramente radicada en el carácter de vigor, y los análisis «subjetivamente orientados» del último Husserl no pueden contentarse con esta analogía. Pero incluso el carácter de vigor puede ser diferente según los casos. El empiriocriticista, por ejemplo, no hablará de un en sí de la vivencia recordada más allá de la intención del recuerdo, ni tampoco lo necesita; le basta con la distinción entre capas hyléticas e intencionales de la conciencia, como a Husserl mismo, y lo recordado no es para él más trascendente que cualquier cosa «mentada». Pero el yo ajeno tiene para Husserl su ser propio absoluto, meramente indicado por los «comportements». Es trascendente en un sentido completamente distinto, fundamental, a saber, respecto a aquella conexión de lo dado en la que el análisis corriente del recuerdo permanece. Desde luego, al final habrá que preguntarse si, en el ámbito de la filosofía de la inmanencia, el ser de lo recordado, como el «yo ajeno», no acaba perdiéndose —si al último concepto aporético de la subjetividad trascendental, el del alter ego, no le corresponderá, como primero, el de lo intencional mismo—. Pero Husserl no sustentaría una interpretación errónea en la analogía con otra, a no ser que una vez más hipostasíe la negatividad. El «type nouveau» de conciencia, mediante el cual la mónada capta el ser de los otros, es algo inventado. – Lo absurdo de que la existencia de otros hombres sea un «problema» de la lógica se manifiesta en que se hace de la conciencia del individuo, abstraída de éste como hombre, y sólo con la condición de que sea un hombre real puede ser abstraída, condición absoluta y suficiente para que ese individuo sea un hombre. En el reflejo de la catástrofe del mundo husserliano de globos cautivos, en la trascendencia inmanente, se evidencia aquello que se le escapa a toda la crítica idealista del conocimiento, con la excepción, quizá, de la Escuela de Marburgo: hasta qué punto la salida supuestamente absoluta de «mi» conciencia es en verdad contingente. Lo que la persona concreta fenomenológica hace como ser humano, reducir su existencia corporal a su conciencia, puede hacerlo cualquier otra. Pero si, en el lenguaje de Husserl, el «mundo primordial» puede ser reducido a la conciencia de la persona concreta —de la que surge precisamente el llamado problema del alter ego—, mucho más puede reducirse su conciencia a su ser como condición suya. No hay una condición absoluta, total, para el ser —afirmarla significa ya dar por válida la primacía del pensamiento—. Pero con esto cae por tierra el criterio del saber absoluto, que da al solipsismo apariencia de verdad. Sólo la conciencia individual como saber «de mí» parece más inmediata que la de otros hombres; pero la existencia del individuo, condición de ese saber, no es anterior a otra existencia individual. Con la conciencia de la primacía del ser sobre la conciencia, el «problema del solipsismo» no queda resuelto, sino liquidado. Pero lo que en éste hay latente como contenido verdadero, la existencia monadológica de los hombres, sólo podría ser superado si alguna vez la conciencia finalmente dominase el ser.

1937