46
Despertar
Rand se desasió de la oscuridad y entró en el Entramado por completo, de nuevo en cuerpo y alma.
Por lo que había estado viendo del Entramado, sabía que aunque sólo habían pasado minutos desde que había entrado, fuera de la caverna, en el valle, habían transcurrido días; y más lejos, en otras partes del mundo, había sido mucho más tiempo.
Rand apartó de un empujón a Moridin de la posición que habían mantenido durante esos tensos minutos, con las espadas trabadas. Henchido todavía de Poder Único, tan dulce, Rand arremetió con la hoja de Callandor a su otrora amigo.
Moridin alzó su espada a tiempo de parar el golpe, aunque por poco. Gruñó mientras sacaba su cuchillo del cinturón y daba un paso atrás para adoptar una táctica con espada y cuchillo.
—Tú ya no eres una pieza clave, Elan —le dijo Rand notando el torrente embravecido del Saidin dentro de sí—. ¡Acabemos con esto!
—¿No lo soy? —Moridin rió.
Entonces giró con rapidez sobre sí mismo y arrojó el cuchillo a Alanna.
Nynaeve observó con horror cómo el cuchillo surcaba el aire dando vueltas. Por alguna razón, el vendaval no afectó su vuelo.
«¡No! —Después de haber conseguido volver a la vida a la mujer—. ¡No puedo perderla ahora!» Nynaeve intentó agarrar el cuchillo y pararlo, pero se movió una fracción de segundo demasiado despacio.
El cuchillo se hundió de lleno en el pecho de Alanna.
Nynaeve miró el arma, horrorizada. Ésa no era una herida que se curara cosiéndola y usando hierbas. La hoja había dado en el corazón.
—¡Rand! ¡Necesito el Poder Único! —gritó Nynaeve.
—No… importa… —susurró Alanna.
Nynaeve miró a la mujer a los ojos. Estaba lúcida.
«El serpol —comprendió, al recordar la hierba que había usado para que Alanna recobrara fuerzas—. La ha reanimado del desmayo. Ha hecho que vuelva en sí».
—Puedo… —dijo Alanna—, puedo desvincularlo…
La luz se apagó en los ojos de la mujer.
Nynaeve miró a Moridin y a Rand. Éste echó un vistazo a la mujer muerta con pena y compasión, pero Nynaeve no vio ira en sus ojos. Alanna lo había liberado del vínculo antes de que Rand sintiera los efectos de su muerte.
Moridin se volvió hacia Rand con otro cuchillo en la mano izquierda. Rand enarboló Callandor para atacar a Moridin.
El Renegado tiró la espada y se atravesó la mano derecha con el cuchillo. Rand sufrió una sacudida y Callandor se le cayó de la mano como si hubiese sido la suya la que, de algún modo, hubiera recibido la herida del cuchillo.
El fulgor que emanaba del arma se apagó y la hoja cristalina resonó al caer al suelo.
Perrin no se contuvo en la lucha con Verdugo.
No intentó distinguir entre lobo y hombre. Por fin dejó que todo lo que llevaba dentro saliera, cada pizca de cólera contra Verdugo, cada pizca de dolor por la muerte de su familia… Presiones que habían germinado y se habían desarrollado en su interior durante meses sin que él se diera cuenta.
Lo dejó salir. Luz, lo soltó sin ponerle trabas. Igual que había hecho aquella noche horrible cuando había matado a esos Capas Blancas. Desde entonces, había mantenido un férreo control sobre sí mismo y sus emociones. Como había dicho maese Luhhan.
Ahora, en ese instante suspendido en el tiempo, se dio cuenta. El afable Perrin, siempre temeroso de hacer daño a alguien. Un herrero que había aprendido a controlarse. Rara vez se había permitido atacar con toda su fuerza.
Ese día le quitó la correa al lobo que era. De todos modos, nunca habría debido llevarla puesta.
La tormenta rugía en consonancia con su cólera. Perrin no intentó apartarla. ¿Por qué iba a hacerlo? Se ajustaba a la perfección con sus emociones. Los golpes de su martillo eran como estampidos de truenos, el centelleo de sus ojos era como relámpagos. Los lobos aullaban en armonía con el viento.
Verdugo intentó defenderse. Saltó, se desplazó con cambio, arremetió con la espada. Todas y cada una de las veces Perrin estaba allí. Saltando hacia él como un lobo, atacándolo como un hombre, golpeando como la propia tempestad. En los ojos de Verdugo apareció una mirada aterrorizada. Intentó levantar un escudo, tratando de interponerlo entre Perrin y él.
Perrin atacó. Ahora ya sin pensarlo, porque sólo era instinto. Rugió y descargó el martillo en aquel escudo una y otra vez. Acosando a Verdugo y haciéndolo retroceder. Martilleando sobre el escudo como si éste fuera una barra de hierro que no cediera a los golpes. Descargando su cólera y su furia.
El último golpe lanzó a Verdugo hacia atrás un centenar de pies en el aire. Verdugo cayó en el suelo del valle y rodó sobre sí mismo, resollando. Se paró en mitad del campo de batalla, donde aparecían figuras a su alrededor y desaparecían al morir mientras luchaban en el mundo real. Miró a Perrin con pánico y entonces se desvaneció.
Perrin se trasladó al mundo de vigilia para seguirlo. Apareció en mitad de la batalla, Aiel contra trollocs enredados en una lucha enfurecida. Los vientos eran sorprendentemente fuertes a ese lado, y nubes negras giraban por encima del pico de Shayol Ghul, que se alzaba hacia el cielo como un dedo sarmentoso.
Los Aiel que estaban cerca casi no repararon en él. Los cuerpos de trollocs y humanos yacían en montones por todo el campo de batalla; allí apestaba a muerte. El suelo, antes seco y polvoriento, era ahora un barrizal por la sangre de los caídos.
Verdugo se abría paso a empujones entre un grupo de Aiel, gruñendo, arremetiendo con el largo cuchillo. No miró hacia atrás; por lo visto, ignoraba que Perrin iba tras él en el mundo real.
Otra oleada de Engendros de la Sombra apareció en la pendiente, saliendo de una niebla blanca plateada. La piel de las bestias tenía un aspecto extraño, como llena de picaduras, y los ojos eran de un color blanco lechoso. Perrin hizo caso omiso y salió disparado en pos de Verdugo.
Joven Toro. Lobos. ¡Los Hermanos de la Sombra están aquí! ¡Luchamos!
Sabuesos del Oscuro. Los lobos odiaban a todos los Engendros de la Sombra; toda una manada moriría con tal de acabar con un Myrddraal. Pero a los Sabuesos del Oscuro los temían.
Perrin miró en derredor para localizar a las criaturas. La gente normal no podía luchar contra ellas, pues bastaba una gota de saliva para acabar muerto.
¡Luz! Esos Sabuesos del Oscuro eran enormes. Montones de lobos corrompidos, negros como la pez, pasaban veloces entre las líneas defensivas arrasándolas y lanzaban por el aire a soldados tearianos y domani como si fueran muñecos de trapo. Los lobos los atacaron, pero fue en vano. Chillaron y aullaron y murieron.
Perrin alzó la voz junto con sus gritos de muerte, un grito entrecortado de rabia. De momento, no podía ayudarlos. Su instinto y sus pasiones lo dirigían. Verdugo. Tenía que derrotar a Verdugo. Si él no lo hacía, ese hombre volvería con un cambio al Mundo de los Sueños y mataría a Rand.
Perrin se volvió y corrió a través de los ejércitos combatientes, en persecución de una figura lejana. Verdugo había sacado ventaja con la distracción de Perrin, pero también había aflojado un poco la marcha. Todavía no se había dado cuenta de que Perrin podía abandonar el Mundo de los Sueños.
Más adelante, Verdugo se detuvo e inspeccionó el campo de batalla. Al mirar atrás vio a Perrin, y los ojos se le desorbitaron. Perrin no alcanzó a oír las palabras con el estruendo de la lucha, pero sí le leyó los labios mientras susurraba:
—No. No puede ser.
«Sí —pensó Perrin—. Puedo seguirte ahora, a dondequiera que huyas. Esto es una cacería. Y tú, por fin, eres la presa».
Verdugo desapareció, y Perrin se trasladó con un cambio al Sueño del Lobo tras él. La gente que luchaba en derredor se convirtió en fugaces dibujos en el polvo que explotaban y se recreaban. Verdugo gritó de miedo al verlo, y entonces hizo el cambio de vuelta al mundo de vigilia.
Perrin hizo otro tanto. Percibía con claridad el rastro de Verdugo, un marcado olor a sudor y a pánico. De vuelta al sueño y después al mundo de vigilia otra vez. En el sueño, Perrin corría a cuatro patas, como Joven Toro. En el mundo de vigilia, era Perrin, con el martillo enarbolado.
Cambios. Atrás y adelante; se movía entre los dos mundos con la misma frecuencia con que parpadeaba, en pos de Verdugo. Cuando aparecía en medio de grupos combatiendo, saltaba al Sueño del Lobo y pasaba a través de figuras hechas de arena y polvo revuelto; después, cambio, y de vuelta en el mundo de vigilia para seguir el rastro. Los cambios empezaron a sucederse con tal rapidez que pasaba entre los dos con cada latido del corazón.
Latido. Perrin alzó el martillo y saltó desde una pequeña cresta tras la figura que corría delante, con precipitación.
Latido. Joven Toro aulló, llamando a la manada.
Latido. Perrin estaba cerca ahora. Sólo unos pasos por detrás. El efluvio de Verdugo era acre.
Latido. Los espíritus de los lobos aparecieron alrededor de Joven Toro, aullando en su ansia de emprender la caza. Jamás una presa lo había merecido tanto. Jamás había habido una presa que hiciera tanto daño a las manadas. Jamás había habido un hombre más temido.
Latido. Verdugo trastabilló. Se retorció al tiempo que caía, trasladándose al Sueño del Lobo en un acto reflejo.
Latido. Perrin enarbolaba Mah’alleinir, decorado con el lobo en pleno salto. El que remonta el vuelo.
Latido. Joven Toro saltó hacia la garganta del asesino de sus hermanos. Verdugo huyó.
El martillo impactó.
Algo en ese lugar, en ese momento, lanzó a Perrin y a Verdugo a una espiral de destellos entre mundos. Atrás y adelante, atrás y adelante, destellos de instantes y pensamientos. Destello. Destello. Destello.
Los hombres morían alrededor de los dos. Algunos eran polvo, y otros, carne. Su mundo, junto con las sombras de otros mundos. Hombres con ropajes extraños y armadura que luchaban con bestias de todos los tamaños y formas. Instantes en los que los Aiel se convertían en seanchan, quienes a su vez se convertían en una mezcla de unos y otros, con lanzas y ojos claros, pero con yelmos en forma de insectos monstruosos.
En todos esos momentos, en todos esos lugares, el martillo de Perrin golpeaba y los colmillos de Joven Toro asían a Verdugo por el cuello. Saboreó la salada calidez de la sangre de Verdugo. Sentía vibrar el martillo cuando golpeaba, y oía crujir huesos. Los mundos centelleaban como relámpagos.
Todo chocó, se sacudió, y después volvió a su cauce.
Perrin se encontraba en las rocas del valle de Thakan’dar, y el cuerpo de Verdugo se derrumbó delante de él, con la cabeza aplastada. Perrin jadeaba; la emoción de la cacería no lo abandonaba. Había acabado.
Se volvió, sorprendido al descubrir que se hallaba rodeado de Aiel. Los miró con el entrecejo fruncido.
—¿Qué hacéis? —preguntó.
Una de las Doncellas rompió a reír.
—Tu aspecto es el de quien va corriendo a una danza importante, Perrin Aybara —dijo—. Una aprende a observar a los guerreros como tú en la batalla y los sigue. A menudo son los que más se divierten.
Él esbozó una sonrisa triste mientras recorría con la mirada el campo de batalla. Las cosas no iban bien para su bando. Los Sabuesos del Oscuro destrozaban a los defensores en un frenesí despiadado. El camino que conducía hacia Rand estaba desprotegido por completo.
—¿Quién dirige esta batalla? —preguntó Perrin.
—Ahora, nadie —repuso la Doncella. Perrin no sabía su nombre—. Rodel Ituralde lo hizo al principio. Luego se encargó Darlin Sisnera, pero su puesto de mando cayó a causa de los Draghkar. Hace horas que no veo a ninguna Aes Sedai ni a un jefe de clan.
Su voz sonaba sombría. Incluso los estoicos y valerosos Aiel flaqueaban. Un rápido vistazo al campo de batalla reveló a Perrin que los restantes Aiel luchaban dondequiera que estuvieran, a menudo en pequeños grupos, haciendo todo el daño posible antes de que acabaran con ellos. Los lobos que habían luchado ahí en manadas estaban destrozados y transmitían sensaciones de dolor y miedo. Y Perrin no sabía qué significaba que esos Engendros de la Sombra tuvieran los rostros marcados de hoyos.
La batalla había terminado, y el bando de la Luz había perdido.
Los Sabuesos del Oscuro se lanzaron contra la línea de Juramentados del Dragón que había cerca, el último grupo que aguantaba en la defensa y que cayó ante ellos. Unos pocos intentaron huir, pero uno de los Sabuesos saltó sobre ellos, derribó a varios al suelo y mordió a uno. La saliva espumosa salpicó a los demás, y los hombres se desplomaron, retorciéndose de dolor.
Perrin bajó el martillo, se arrodilló para arrancar la capa a Verdugo y se envolvió la tela alrededor de las manos para después empuñar de nuevo el martillo.
—No dejéis que la saliva os toque la piel. Es mortal.
Los Aiel asintieron con un gesto y los que llevaban las manos desnudas se las envolvieron. Olían a determinación, pero también a resignación. Los Aiel correrían hacia la muerte si no quedaba otra opción, y lo harían riendo. Los habitantes de las tierras húmedas los tenían por locos, pero Perrin olía la verdad en ellos. No estaban locos. No temían a la muerte, pero tampoco se alegraban de que llegara.
—Tocadme, todos vosotros —instruyó Perrin.
Los Aiel lo hicieron. Cambio. Los trasladó al Sueño del Lobo; hacerlo con tantos fue un gran esfuerzo, como doblar una barra de acero, pero se las arregló. De inmediato hizo otro cambio y se encontraron en lo alto del camino a la Fosa de la Perdición. Los espíritus de los lobos se habían reunido allí, en silencio. Centenares de ellos.
Perrin llevó a los Aiel de vuelta al mundo de vigilia; el cambio situó a su pequeña fuerza y a él entre Rand y los Sabuesos del Oscuro. La Cacería Salvaje alzó la vista hacia ellos; los ojos corrompidos brillaron como plata al fijarse en Perrin.
—Presentaremos batalla aquí —les dijo a sus Aiel—. Y espero que otros vengan a ayudarnos.
—Resistiremos —contestó uno de los Aiel, un hombre alto que llevaba una de esas cintas en la cabeza marcada con el símbolo de Rand.
—Y, si no —añadió otro—, despertaremos, y al menos regaremos la tierra con nuestra sangre y nutriremos con nuestros cuerpos las plantas que ahora crecen aquí.
Perrin no se había fijado apenas en las plantas que crecían, incongruentemente, con un intenso color verde en el valle. Pequeñas, pero fuertes. Una manifestación del hecho de que Rand todavía luchaba.
Los Sabuesos del Oscuro avanzaban sigilosamente hacia ellos, las colas gachas, las orejas echadas hacia atrás, enseñando los dientes, que brillaban como metal manchado con sangre. ¿Qué era aquello que oía por encima del viento? Algo muy suave, muy lejano. Parecía tan suave que no tendría que haberlo oído. Pero penetraba a través del estruendo de la batalla. Ligeramente familiar…
—Conozco ese sonido —dijo Perrin.
—¿Sonido? ¿Qué sonido? —preguntó una Doncella—. ¿La llamada de los lobos?
—No —repuso Perrin, al tiempo que los Sabuesos del Oscuro empezaban a subir corriendo el sendero—. El Cuerno de Valere.
Los héroes acudirían. Pero ¿a qué campo de batalla lo harían? Perrin no tendría que esperar ayuda allí. Sólo que…
Dirígenos, Joven Toro.
¿Por qué tenían que ser humanos todos los héroes?
Un aullido sonó en el mismo tono que el toque del Cuerno. Perrin miró hacia un campo que de repente se llenaba con multitud de lobos refulgentes. Eran grandes animales de color claro y del tamaño de los Sabuesos del Oscuro: los espíritus de los lobos que habían muerto y que se habían reunido allí, esperando la señal, esperando la ocasión de luchar.
El Cuerno los había llamado.
Perrin lanzó un aullido propio, un aullido de placer, y a continuación cargó para salirles al paso a los Sabuesos del Oscuro.
La Última Cacería, por fin, había llegado de verdad.
Mat dejó a Olver de nuevo con los héroes. El muchacho parecía un príncipe, cabalgando delante de Noal mientras atacaban a los trollocs y evitaban que subiera alguien por ese camino para matar a Rand.
Tomó prestado un caballo de uno de los defensores que todavía tenía uno, y galopó para encontrar a Perrin. Su amigo se encontraría entre esos lobos, por supuesto. Mat ignoraba cómo habían entrado al campo de batalla esos centenares de grandes lobos relucientes, pero no iba a protestar porque lo hubieran hecho. Arremetieron frontalmente contra la Cacería Salvaje, gruñendo y atacando ferozmente a los Sabuesos del Oscuro. Aullidos de dolor procedentes de los dos bandos inundaron los oídos de Mat.
Pasó junto a unos Aiel que combatían contra un Sabueso del Oscuro, pero esa gente no tenía posibilidad alguna de ganar. Derribaron a la bestia y la hicieron pedazos, pero la criatura se reconstruyó como si estuviera hecha de oscuridad en lugar de carne, y a continuación se abalanzó sobre ellos. ¡Maldición! Era como si esas armas Aiel no le hubieran hecho siquiera un arañazo. Mat siguió galopando, aunque evitaba los zarcillos de niebla plateada que avanzaban a todo lo ancho del valle.
¡Luz! Esa niebla se aproximaba al camino que llevaba a Rand. Estaba adquiriendo más velocidad, rodando por encima de Aiel, trollocs y Sabuesos del Oscuro por igual.
Perrin se volvió y estrechó los ojos.
—¡Mat! —llamó—. ¿Qué haces aquí?
—¡Vengo a ayudar! ¡En contra de mi criterio y sabiendo que era un error!
—No puedes luchar contra los Sabuesos Oscuros, Mat —le dijo Perrin mientras pasaba a caballo junto a él—. Yo sí, y también los lobos de la Última Cacería.
Ladeó la cabeza y luego miró hacia donde sonaba el toque del Cuerno.
—No —se adelantó Mat—. Yo no lo he tocado. Ese puñetero peso ha pasado a otro que, de hecho, disfruta con ello.
—No era eso, Mat. —Perrin se acercó y lo agarró del brazo—. Mi esposa, Mat. Por favor. Ella llevaba el Cuerno.
Mat bajó la vista, entristecido.
—El chico dijo… Luz, Perrin. Faile estaba en Merrilor y alejó a los trollocs de Olver para que él pudiera escapar con el Cuerno.
—Entonces, todavía es posible que siga con vida —dijo Perrin.
—Sí, pues claro que es posible —contestó. ¿Qué otra cosa iba a decir?—. Perrin, tengo que decirte otra cosa. Fain está aquí, en este campo de batalla.
—¿Fain? —Perrin gruñó—. ¿Dónde?
—¡Está en esa niebla! Ha traído a Mashadar de algún modo, Perrin. Que no te toque esa niebla.
—Yo también estuve en Shadar Logoth, Mat. Tengo una cuenta que saldar con Fain.
—¿Y yo no? —replicó Mat—. Yo…
De pronto, Perrin miró el torso de Mat con los ojos desorbitados.
Allí, un pequeño zarcillo blanco de niebla plateada —la niebla de Mashadar— había atravesado a Mat desde atrás, a través del pecho. Mat lo miró, sufrió una sacudida, y después se cayó del caballo.