26
Consideraciones
No me gusta luchar al lado de esos seanchan —susurró Gawyn, que se había acercado a Egwene.
Tampoco le gustaba a ella, y sabía que Gawyn lo percibía a través del vínculo. Pero ¿qué iba decir? No podía rechazar a los seanchan. La Sombra había llevado a los sharaníes para que combatieran bajo su bandera. En consecuencia, ella tendría que utilizar lo que tuviera a su disposición. Cualquier cosa.
Sintió picor en el cuello mientras cruzaba el campo hacia el lugar de reunión, más o menos a una milla al este del vado, en Arafel. Bryne ya había desplegado casi todas sus fuerzas en el vado. Se veían Aes Sedai en lo alto de las colinas, justo al sur del vado, y debajo de ellas, en las laderas, grandes escuadrones de arqueros y piqueros. Las tropas se sentían más descansadas. Los días que el ejército de Egwene había pasado replegándose habían servido para aliviar parte de la presión de la guerra, a despecho de los intentos del enemigo de hacerlos entrar en combate.
Las oportunidades que tenía Egwene dependían de que los seanchan se unieran a la batalla y se enzarzaran con los encauzadores sharaníes. Se le hizo un nudo en el estómago. Una vez había oído que en Caemlyn hombres sin escrúpulos metían juntos en un foso a perros hambrientos y apostaban cuál sobreviviría a la subsiguiente lucha. La sensación que tenía con esto de ahora era la misma. Las damane seanchan no eran mujeres libres; no podían elegir luchar o no. Por lo que había visto de los encauzadores varones sharaníes, eran poco más que animales.
Ella tendría que estar combatiendo a los seanchan con toda su alma, no aliarse con ellos. Su instinto se rebelaba a medida que se aproximaba a la concurrencia seanchan. La cabecilla había exigido esta audiencia con Egwene. Quisiera la Luz que fuera breve.
Egwene había recibido informes sobre la tal Fortuona, así que sabía a qué atenerse. La diminuta emperatriz se encontraba en una pequeña plataforma, observando los preparativos para la batalla. Lucía un vestido reluciente con una cola que se extendía tras ella a una distancia absurda y que llevaban entre ocho da’covale, esos sirvientes con ropas tan horriblemente inmodestas. Varios miembros de la Sangre esperaban con cautelosa afectación, reunidos en grupos. Guardias de la Muerte, imponentes con sus armaduras casi negras, permanecían como peñascos alrededor de la emperatriz.
Egwene se acercó, rodeada de sus propios soldados y gran parte de la Antecámara de la Torre. Al principio Fortuona había intentado que Egwene fuera a visitarla a su campamento. Por supuesto, ella se había negado. Tuvieron que pasar horas de negociaciones hasta llegar a un acuerdo. Las dos irían a esa posición en Arafel, y las dos estarían de pie en lugar de sentadas para que de ese modo ninguna diera la impresión de estar por encima de la otra. Con todo, a Egwene la irritó encontrar a la mujer esperando. Había querido arreglar el encuentro de forma que ambas llegaran al mismo tiempo.
Fortuona les dio la espalda a los preparativos para la batalla y miró a Egwene. Al parecer, muchos informes de Siuan eran falsos. Sí, Fortuona tenía aspecto aniñado con su cuerpo delgado y sus rasgos delicados. Pero tales similitudes eran secundarias. Ninguna niña tenía unos ojos tan perspicaces, tan calculadores. Egwene revisó sus expectativas. Había imaginado a Fortuona como una adolescente malcriada, producto de una vida mimada.
—He considerado si sería apropiado dirigirme a vos en persona, con mi propia voz —dijo Fortuona.
Cerca, varios miembros de la Sangre seanchan —con las uñas pintadas y las cabezas afeitadas parcialmente— emitieron un grito ahogado. Egwene hizo caso omiso de ellos. Se encontraban cerca de varias parejas de sul’dam y damane. Si permitía que esas parejas atrajeran su atención, posiblemente acabaría perdiendo los estribos.
—Yo también he considerado si sería apropiado hablar con alguien que ha cometido tantas atrocidades como vos.
—He decidido hablar con vos —continuó Fortuona, pasando por alto el comentario de Egwene—. Creo que, durante un tiempo, sería mejor que no os viera como una marath’damane, sino como una reina entre la gente de estas tierras.
—No —dijo Egwene—. Me veréis como lo que soy, mujer. Lo exijo.
Fortuona apretó los labios.
—Muy bien —repuso por fin—. He hablado con damane antes. Entrenarlas ha sido una de mis aficiones. Veros como tal no viola el protocolo, ya que la emperatriz puede hablar con sus mascotas.
—Entonces yo hablaré directamente con vos también —contestó Egwene, que mantuvo el gesto impasible—. Puesto que la Amyrlin preside muchos juicios, ha de acostumbrarse a hablar con asesinos y violadores a fin de dictar sentencia contra ellos. Creo que os sentiríais como en casa en su compañía, aunque sospecho que ellos os encontrarían repulsiva.
—Veo que no va a ser una alianza fácil.
—¿Acaso esperabais lo contrario? Mantenéis cautivas a mis hermanas. Lo que habéis hecho con ellas es peor que matarlas. Las habéis torturado, habéis quebrantado su voluntad. La Luz sabe que habría preferido que las mataseis en lugar de hacerles eso.
—No era de esperar que entendieseis lo que es necesario hacer —repuso Fortuona, que volvió la mirada hacia el campo de batalla—. Sois marath’damane, y es… natural que busquéis lo mejor para vos o, más bien, lo que creéis que es lo mejor.
—Completamente natural, desde luego —contestó con suavidad Egwene—. Y por ello insisto en que me veáis como soy, porque represento la prueba máxima de que vuestra sociedad y vuestro imperio se han construido basados en falsedades. Aquí estoy, una mujer que, como insistís, debería ser atada a la correa por el bien común. Y, sin embargo, no muestro ninguna de las tendencias peligrosas o agresivas que afirmáis que debería tener. Estoy libre de vuestros collares y, mientras lo esté, seré la prueba palpable de que mentís para cualquier hombre o mujer que respire.
Los otros seanchan murmuraron. Fortuona mantuvo el semblante impasible.
—Seríais mucho más feliz con nosotros —dijo la emperatriz.
—Oh, ¿de veras?
—Sí. Habláis de odiar el collar, pero si lo llevaseis veríais que tendríais una vida mucho más tranquila. No torturamos a nuestras damane. Las cuidamos y les permitimos llevar una vida de privilegios.
—No lo sabéis, ¿verdad? —preguntó Egwene.
—Soy la emperatriz. Mis dominios se extienden allende los mares, y los reinos bajo mi protección engloban todos los conocimientos y toda la sabiduría de la humanidad. Si hay cosas que yo no sepa, las saben gente de mi imperio, porque yo soy el imperio.
—Fascinante —dijo Egwene—. ¿Y vuestro imperio es consciente de que yo llevé uno de vuestros collares? ¿Sabe que hace tiempo me estuvieron entrenando vuestras sul’dam?
Fortuona se puso rígida y Egwene tuvo la satisfacción de recibir una mirada conmocionada de la mujer, aunque se recobró de inmediato.
—Estuve en Falme —continuó Egwene—. Fui una damane entrenada por Renna. Sí, llevé vuestro collar, mujer. Y no encontré paz en ello. Padecí dolor, humillación, terror.
—¿Por qué no se me había informado de esto? —inquirió Fortuona en voz alta mientras se volvía—. ¿Por qué nadie me lo dijo?
Egwene miró hacia la nobleza seanchan reunida. Fortuona parecía dirigirse a un hombre en particular, uno con ricos ropajes en negro y dorado y adornados con encaje blanco. Llevaba un parche negro sobre un ojo, a juego con la ropa, y las uñas de las dos manos pintadas con esmalte oscuro…
—¿Mat? —dijo Egwene, atragantada.
Él hizo una especie de saludo moviendo una mano a medias, con aire abochornado.
«Oh, Luz —pensó—. ¿En qué jaleo se ha metido ahora?» Barajó hipótesis a toda velocidad para sus adentros. Mat se estaba haciendo pasar por un noble seanchan. No debían de saber quién era en realidad. ¿Podría llegar a algún trato para salvarlo?
—Acércate —dijo Fortuona.
—Ese hombre no es… —empezó a decir Egwene, pero la mujer habló sin dejarla proseguir.
—Knotai, ¿sabías que esta mujer era una damane huida? La conocías desde la infancia, tengo entendido.
—¿Sabéis quién es? —preguntó Egwene.
—Por supuesto —repuso Fortuona—. Se llama Knotai, pero antes se llamaba Matrim Cauthon. No penséis que os servirá a vos, marath’damane, aunque crecieseis juntos. Ahora es el Príncipe de los Cuervos, una posición a la que ha llegado por su matrimonio conmigo. Sirve a los seanchan, al Trono de Cristal y a la emperatriz.
—Así viva para siempre —intervino Mat—. Hola, Egwene. Me alegra saber que escapaste de esos sharaníes. ¿Qué tal por la Torre Blanca? Sigue… blanca, supongo.
Egwene miró a Mat, a la emperatriz seanchan, y de nuevo a él. Por fin, sin saber qué otra cosa hacer, prorrumpió en carcajadas.
—¿Que te has casado? ¿Tú, Matrim Cauthon? —dijo luego.
—Los augurios lo pronosticaron —manifestó Fortuona.
—Habéis dejado que la atracción de un ta’veren os arrastrara demasiado cerca —declaró Egwene—. ¡Y, así, el Entramado os ha unido a él!
—Supersticiones absurdas —desdeñó Fortuona.
Egwene miró a Mat.
—Ser ta’veren nunca me ha servido de mucho —comentó Mat con acritud—. Supongo que debería estar agradecido al Entramado por no arrastrarme de las orejas a Shayol Ghul. Menuda ventaja.
—No has respondido mi pregunta, Knotai —insistió Fortuona—. ¿Sabías que esta mujer era una damane huida? De ser así, ¿por qué no me lo dijiste?
—No le di importancia —contestó él—. Y tampoco lo fue mucho tiempo, Tuon.
—Hablaremos de esto en otra ocasión —dijo con suavidad la mujer—. Y no será una conversación agradable. —Se volvió hacia Egwene—. Conversar con una antigua damane no es lo mismo que hablar con una recién capturada o una que ha sido libre siempre. Lo que ha pasado aquí se difundirá. Me habéis causado… molestias.
Egwene la miró, desconcertada. ¡Luz! Esa gente estaba completamente loca.
—¿Con qué propósito insististeis en que se celebrara esta reunión? El Dragón Renacido dijo que nos ayudaríais en la batalla. Entonces, hacedlo.
—Tenía que reunirme con vos —dijo Fortuona—. Sois mi oponente. He accedido a unirme a esta paz ofrecida por el Dragón, pero hay condiciones.
«Oh, Luz, Rand —pensó Egwene—. ¿Qué les has prometido?» Se preparó para lo que venía a continuación.
—Junto con acceder a luchar —dijo Fortuona—, reconoceré las fronteras soberanas de las naciones tal como están en la actualidad. No obligaremos a la obediencia a ninguna marath’damane salvo aquellas que entren en nuestro territorio vulnerando nuestras fronteras.
—¿Y esas fronteras son…?
—Como están trazadas en la actualidad, como le…
—Sed más específica —exigió Egwene—. Decídmelo de propia voz, mujer. ¿Qué fronteras?
Fortuona apretó los labios hasta reducirlos a una línea. Obviamente no estaba acostumbrada a que la interrumpieran.
—Controlamos Altara, Amadicia, Tarabon y el llano de Almoth.
—Tremalking —dijo Egwene—. ¿Abandonaréis Tremalking y las otras islas de los Marinos?
—No las incluí en la lista porque no pertenecen a vuestras tierras, sino al mar. No son de vuestra incumbencia. Además, no forman parte del acuerdo con el Dragón Renacido. No las mencionó.
—Tiene muchas cosas en la cabeza. Tremalking será parte del acuerdo conmigo.
—Ignoraba que estuviéramos haciendo un acuerdo —contestó con calma Fortuona—. Requeristeis nuestra ayuda. Podemos irnos en un momento si lo ordeno. ¿Cómo os iría contra ese ejército sin nuestro apoyo, que tan recientemente me suplicasteis que os prestara?
«¿Suplicar?», pensó Egwene.
—¿Os dais cuenta de lo que ocurrirá si perdemos la Última Batalla? El Oscuro rompe la Rueda, acaba con la Gran Serpiente, y es el fin de todas las cosas. Eso, si tenemos suerte. Si no la tenemos, el Oscuro reconstruirá el mundo conforme a su propia visión retorcida. Todo el mundo estará sometido a él en una eternidad de sufrimiento, subyugación y tormento.
—Soy consciente de eso —dijo Fortuona—. Actuáis como si esta batalla en particular, aquí, fuera decisiva.
—Si mi ejército acaba destruido, todo nuestro esfuerzo será puesto en peligro. Todo podría depender de lo que ocurra aquí.
—No estoy de acuerdo. Vuestro ejército no es vital. Está repleto de hijos de quebrantadores de juramentos. Combatís a la Sombra, y por ello os reconozco honor. Si perdieseis, yo regresaría a Seanchan y levantaría todo el poderío del Ejército Invencible y lo traería para acabar con este… horror. Seguiríamos ganando la Última Batalla. Sería más difícil sin vosotros, y no querría desperdiciar vidas útiles o posibles damane, pero estoy segura de tener capacidad para enfrentarnos a la Sombra solos.
Le sostuvo la mirada a Egwene.
«Qué fría —pensó Egwene—. Está fingiendo. Es una bravata. Tiene que ser eso». Los datos de los informadores de Siuan decían que la patria de los seanchan se hallaba sumida en el caos. Una crisis de sucesión.
Quizá Fortuona creía en serio que el imperio podría vérselas con la Sombra por sí solo. Si era eso, estaba equivocada.
—Lucharéis junto a nosotros —dijo Egwene—. Aceptasteis el tratado con Rand, le disteis vuestra palabra, presumo.
—Tremalking es nuestra.
—¿Sí? ¿Y habéis colocado un cabecilla allí? ¿Uno de los Marinos que aprueba vuestra dominación?
Fortuona no contestó.
—Contáis con la lealtad de la mayor parte de las otras naciones que habéis conquistado. Para bien o para mal, los altaraneses y los amadicienses os siguen. Los taraboneses parecen inclinados a hacerlo también. Pero los Marinos… No tengo informes, ni uno solo, de que alguno de los suyos os apoye o de que vivan en paz bajo vuestro dominio.
—Las fronteras…
—Las fronteras que acabáis de mencionar, tal como existen en los mapas, muestran a Tremalking como nación de los Marinos. No es vuestra. Si en nuestro tratado se mantienen las fronteras tal como están, necesitaréis que haya un gobernante en Tremalking que os reconozca como soberana.
A Egwene se le antojaba un argumento débil. Los seanchan eran conquistadores. ¿Qué les importaba a ellos tener cualquier clase de legitimidad? Sin embargo, Fortuona pareció considerar sus palabras. Frunció el entrecejo en un gesto pensativo.
—Es un buen… argumento —admitió por fin—. No nos han aceptado. Muy bien, dejaremos en paz a Tremalking, pero agregaré una condición a nuestro acuerdo, igual que vos habéis hecho.
—¿Y cuál es esa condición?
—Una que anunciaréis a vuestra Torre y en todas las naciones —dijo Fortuona—. A cualquier marath’damane que desee venir a Ebou Dar para ser debidamente atada a la correa, se le debe permitir que lo haga.
—¿De verdad creéis que las mujeres querrán que les pongan ese collar? —Estaba loca. Tenía que estarlo.
—Pues claro que querrán —afirmó Fortuona—. En Seanchan, muy de vez en cuando, en nuestros registros se nos pasa por alto alguien con la capacidad de encauzar. Cuando descubren lo que son, vienen a nosotros y exigen que se las ate a la correa, como debe ser. Vosotras no impediréis a nadie que acuda a nosotros. Tendréis que dejar que vengan.
—Nadie querrá, os lo prometo.
—En tal caso, no tendréis inconveniente en hacer tal proclamación —dijo Fortuona—. Enviaremos emisarias para instruir a vuestros pueblos sobre los beneficios de las damane. Nuestras instructoras irán en paz, porque nos atendremos al tratado. Creo que os sorprenderéis. Algunas comprenderán que es lo correcto.
—Haced lo que os plazca —repuso Egwene, divertida—. No quebrantéis las leyes y sospecho que la mayoría consentirá en permitir la visita de vuestras… emisarias. Yo no puedo hablar en nombre de todos los gobernantes.
—¿Y de las tierras que controláis? Me refiero a Tar Valon. ¿Accederéis a recibir a nuestras emisarias?
—Si no quebrantan las leyes, no les impediré que hablen —dijo Egwene—. Permitiría entrar a los Capas Blancas si fueran capaces de exponer sus ideas sin provocar altercados y desórdenes. Por la Luz bendita, mujer. No es posible que creáis que…
No acabó la frase al fijarse en Fortuona. Lo creía. Que ella supiera, lo creía.
«Al menos es sincera —pensó—. Lunática, pero sincera».
—¿Y las damane que retenéis ahora? —preguntó Egwene—. ¿Las dejaréis partir si quieren que se las libere?
—Ninguna que esté debidamente entrenada querría tal cosa.
—Esto ha de ser igual en ambos lados —argumentó Egwene—. ¿Y qué pasa si una muchacha descubre que puede encauzar? Si no quiere que la hagan damane, ¿dejaréis que salga de vuestros dominios y se una a nosotras?
—Eso sería como dejar suelto en una plaza a un grolm enfurecido.
—Dijisteis que la gente vería la verdad —dijo Egwene—. Si vuestro estilo de vida es firme, vuestros ideales sinceros, entonces la gente los aceptará por lo que son. Si no lo hacen, no deberíais forzarlos. Permitid que quien quiera irse se vaya libremente, y yo permitiré que vuestra gente hable en Tar Valon. ¡Luz! ¡Les proporcionaré alojamiento y manutención gratis, y me ocuparé de que se haga lo mismo en todas las ciudades!
Fortuona miró a Egwene.
—Muchas de nuestras sul’dam han venido a esta guerra con la perspectiva de tener la oportunidad de capturar nuevas damane entre aquellas que sirven a la Sombra. Esas sharaníes, por ejemplo. ¿Nos permitiríais quedárnoslas o dejaríais libres a vuestras hermanas de la Sombra, para que destruyeran o mataran?
—Para que se las juzgara y se las ejecutara, bajo la Luz.
—¿Por qué no dejar que se les diera un buen uso? ¿Por qué desperdiciar vidas?
—¡Lo que decís es una abominación! —manifestó Egwene, exasperada—. Ni siquiera el Ajah Negro se merece eso.
—Los recursos no deberían desecharse con tanta indiferencia.
—¿En serio? ¿No os dais cuenta de que cada una de vuestras sul’dam, vuestras preciadas instructoras, es también una marath’damane?
Fortuona se volvió bruscamente hacia ella.
—No propaguéis semejantes embustes.
—¿Embustes? ¿Queréis demostrarlo, Fortuona? Habéis dicho que vos misma entrenáis damane. De modo que sois sul’dam, deduzco. Poneos el a’dam al cuello. Os reto a hacerlo. Si estoy equivocada, no os hará nada. Si tengo razón, quedaréis sometida a su poder y quedará demostrado que sois una marath’damane.
Los ojos de Fortuona se desorbitaron por la cólera. Había hecho oídos sordos a sus pullas de llamarla criminal, pero esa acusación parecía haber calado hondo en ella. Así que Egwene se aseguró de hundir y retorcer el cuchillo en la herida un poco más.
—Sí —añadió—. Hagámoslo y veamos el verdadero calado de vuestro compromiso. Si se prueba que tenéis capacidad para encauzar, ¿haréis lo que afirmáis que harían otras? ¿Os pondréis vos misma el collar y lo cerraréis alrededor de vuestro cuello, Fortuona? ¿Obedeceréis vuestras propias leyes?
—Las he obedecido —repuso fríamente la mujer—. Sois una ignorante. Quizá sea cierto que las sul’dam podrían aprender a encauzar. Pero eso no es lo mismo que ser una marath’damane, del mismo modo que a un hombre que podría convertirse en asesino no se lo considera tal.
—Veremos, cuando más de los vuestros comprendan las mentiras que les han contado.
—Os quebrantaré yo misma —dijo en voz baja Fortuona—. Algún día, vuestra gente os traerá ante mí para entregaros. Sin ser consciente de ello, vuestra arrogancia os conducirá hasta mis fronteras. Estaré esperando.
—Me propongo vivir durante siglos —replicó Egwene con ira—. Veré derrumbarse vuestro imperio, Fortuona. Y gozaré con ello.
Alzó un dedo para darle golpecitos en el pecho a la mujer, pero Fortuona se movió con una rapidez increíble y le agarró la mano por la muñeca. Para ser tan menuda, desde luego era muy veloz.
En un gesto reflejo, Egwene abrazó la Fuente. Las damane que estaban cerca dieron un respingo y la luz del Poder Único irradió en torno a ellas.
Mat se interpuso entre las dos, las empujó para apartarlas y mantuvo una mano en el torso de cada una de ellas. De nuevo, el instinto indujo a Egwene a quitarle la mano del pecho con un hilo de Aire. El tejido se deshizo, por supuesto.
«¡Pero qué puñetas, eso sí que ha sido inoportuno!» Se le había olvidado que él se encontraba allí.
—Seamos civilizados, señoras —dijo Mat, que primero miró a una y después a la otra—. No me obliguéis a poneros a las dos encima de las rodillas.
Egwene le lanzó una mirada abrasadora, pero Mat no bajó la suya. Intentaba desviar su ira hacia él, en lugar de Fortuona.
Egwene clavó los ojos en la mano de Mat apretada contra el pecho, incómodamente cerca de los senos. Fortuona también miraba esa misma mano.
Mat retiró las dos, pero se tomó su tiempo, y, aparentemente, con total y absoluta despreocupación.
—Los pueblos de este mundo os necesitan a ambas, y os necesitan objetivas, con la cabeza fría, ¿me habéis oído? Esto es más importante que cualquiera de nosotros. Cuando luchamos entre nosotros, es el Oscuro quien gana, y no hay más que hablar. Así que dejad de comportaros como unas crías.
—Hablaremos largo y tendido sobre esto por la noche, Knotai —dijo Fortuona.
—Me encanta charlar —contestó Mat—. Hay algunas palabras deliciosamente hermosas flotando por ahí. «Sonrisa». Ésa siempre me ha parecido una palabra bonita, ¿no te parece? O, tal vez, las palabras: «Prometo no matar a Egwene ahora mismo por intentar tocarme a mí, la emperatriz, así viva para siempre, porque, la jodida verdad sea dicha, la necesitamos durante las próximas dos semanas, más o menos». Miró a Fortuona de manera significativa.
—¿De verdad os habéis casado con él? —le dijo Egwene a Fortuona—. ¿En serio?
—Fue un suceso… inusitado —repuso Fortuona. La sacudió un escalofrío y luego asestó una mirada fulminante a Egwene—. Él es mío y no tengo intención de soltarlo.
—No parecéis de las que sueltan nada una vez que le habéis echado la mano. ¿Lucharéis o no?
—Lucharemos —respondió Fortuona—. Pero mi ejército no queda sometido al vuestro. Que vuestros generales nos envíen sugerencias. Las tomaremos en consideración. Pero es evidente que lo pasaréis muy mal defendiendo el vado contra el invasor sin que haya más de vuestras marath’damane. Os mandaré algunas de mis sul’dam y damane para proteger vuestro ejército. Eso es todo lo que haré de momento. —Echó a andar de vuelta hacia los suyos—. Vamos, Knotai.
—No sé cómo te has metido en esto —susurró Egwene a Mat—. Y tampoco quiero saberlo. Haré todo lo que pueda para ayudar a liberarte una vez que la lucha haya acabado.
—Es muy amable por tu parte, Egwene, pero puedo arreglármelas solo. —Y corrió en pos de Fortuona.
Eso era lo que decía siempre. Ella encontraría algún modo de ayudarlo. Meneó la cabeza y regresó a donde Gawyn la esperaba. Leilwin había declinado asistir a la reunión, aunque Egwene había imaginado que disfrutaría viendo a gente de su patria.
—Habrá que mantener las distancias con ellos —dijo Gawyn en voz baja.
—Estoy de acuerdo.
—¿Aún sigues con la idea de luchar junto a los seanchan, a pesar de lo que han hecho?
—Mientras mantengan ocupados a los encauzadores sharaníes, sí. —Egwene miró hacia el horizonte… Hacia Rand y la terrible lucha en la que debía de estar enzarzado—. Nuestras opciones son escasas, Gawyn, y nuestros aliados disminuyen. De momento, cualquiera que esté dispuesto a matar trollocs es un amigo. Y no hay más que hablar.
La línea andoreña cedió y los trollocs irrumpieron a través de la brecha, gruñendo y exhalando un aliento apestoso que se condensaba en el frío aire. Los alabarderos de Elayne casi se empujaron unos a otros en su afán por escapar. Los primeros trollocs no les hicieron caso y siguieron adelante, pasando por encima de ellos, aullando para dejar sitio y que más bestias entraran a raudales por la brecha, como sangre oscura que manara de un tajo en la carne.
Elayne intentó hacer acopio de la poca fuerza que le quedaba. Sintió como si el Saidar fuera a escapársele en cualquier momento, pero a esas alturas de la batalla los hombres que luchaban y morían no podían estar más enteros que ella. Todos llevaban combatiendo la mayor parte del día.
Encontrando de algún modo la fuerza para tejer, achicharró a los primeros trollocs con bolas de fuego, con lo que consiguió que trompicara el flujo que manaba por la herida en las líneas humanas. Raudos rastros blancos en el aire —flechas disparadas por el arco de Birgitte— las siguieron. Los trollocs gorgotearon y se llevaron las manos a la garganta, donde las saetas los habían alcanzado.
Elayne lanzó ataque tras ataque desde la silla de su montura. Las manos cansadas se asían a la silla mientras los ojos, pesados como plomo, parpadeaban. Trollocs muertos que se desplomaban acabaron formando como una costra en la brecha abierta e impidieron que otros se introdujeran por ella. Tropas de reserva avanzaron a trompicones y recobraron terreno mientras obligaban a los trollocs a retroceder.
Elayne respiró hondo, temblorosa. ¡Luz! Se sentía como si la hubieran obligado a correr alrededor de Caemlyn cargada con sacos de plomo. Apenas era capaz de sostenerse sentada, cuanto menos de abrazar el Poder Único. Tenía la vista borrosa, y se le oscureció un poco más. Dejó de percibir sonidos. Y luego… oscuridad.
Lo primero que volvió fue el ruido. Gritos lejanos, golpes metálicos. Un apagado toque de cuerno. Los aullidos de los trollocs. Alguno que otro retumbo atronador de los dragones.
«Ya no disparan con tanta frecuencia», pensó. Aludra había cambiado el ritmo de los disparos. Bashere haría regresar un sector de tropas para que descansaran. Los trollocs entrarían a montones por el hueco y los dragones los castigarían durante un corto tiempo. Cuando los trollocs intentaran gatear cuesta arriba para destruir los dragones, la caballería acudiría y los machacaría por los flancos.
Matarían un montón de trollocs. Ésa era su labor… Matar trollocs…
«Demasiado despacio —pensó—. Demasiado despacio…»
Elayne se encontraba en el suelo; el rostro preocupado de Birgitte parecía flotar sobre ella.
—Oh, Luz —farfulló Elayne—. ¿Me he caído?
—Te cogimos a tiempo —rezongó Birgitte—. Te desplomaste en nuestros brazos. Vamos, regresamos a retaguardia.
—Yo…
Birgitte la miró con una ceja enarcada, como esperando que empezara a discutir o a argumentar alguna disculpa.
Era difícil discurrir estando allí tendida, a escasos pasos del frente de batalla. El Saidar se le había escapado, y probablemente ella sería incapaz de volver a abrazarlo aunque en ello le fuera la vida.
—Sí —dijo—. Debería… Debería comprobar qué hace Bashere.
—Una idea muy sensata —aprobó Birgitte, que llamó con un gesto a las mujeres de la guardia para que ayudaran a Elayne a subir a su montura. Vaciló un momento antes de añadir—: Lo has hecho muy bien, Elayne. Los soldados saben cómo has combatido. Para ellos ha sido importante verlo.
Iniciaron un rápido desplazamiento por las líneas de retaguardia. Estaban muy menguadas porque a la mayoría de los soldados ya los habían enviado al frente de batalla. Tenían que vencer antes de que llegara el segundo ejército trolloc, y eso significaba lanzar todo lo que tenían contra esa fuerza.
Aun así, Elayne se sorprendió al ver lo reducido del número de tropas que quedaban en reserva para rotar con las del frente y descansar. ¿Cuánto tiempo llevaban así?
Las nubes habían cubierto el cielo despejado que tan a menudo la acompañaba. Parecía una mala señal.
—Malditas nubes —masculló—. ¿Qué hora es?
—Calculo que faltan un par de horas para el ocaso —dijo Birgitte.
—¡Luz! ¡Tendrías que haberme hecho volver al campamento hace horas, Birgitte!
La Guardiana le dirigió una mirada furibunda, y Elayne recordó vagamente los intentos de la mujer para que lo hiciera. En fin, no tenía sentido discutir por ello ahora. Empezaba a recobrar las fuerzas un poco, y se obligó a sentarse derecha, con la espalda bien recta, mientras se dirigía a caballo hacia el pequeño valle entre colinas, cerca de Cairhien, desde donde Bashere daba las órdenes de batalla.
Fue directamente a la tienda de mando montada en la yegua y no se bajó de la silla al llegar porque no sabía si las piernas la sostendrían.
—¿Está funcionando la estrategia? —le preguntó a Bashere.
—Supongo que ya no puedo contar con vos para seguir más tiempo en el frente, ¿verdad? —dijo el mariscal al verla.
—Estoy demasiado débil para encauzar de momento. Lo siento.
—Habéis aguantado más de lo debido. —Bashere hizo una anotación en los mapas—. Y menos mal. Tengo la impresión de que vuestra participación ha sido el único factor que ha impedido el derrumbe del flanco oriental. Tendré que enviar más tropas de respaldo en esa dirección.
—¿Está funcionando? —insistió ella.
—Id a ver —dijo Bashere al tiempo que señalaba con la barbilla hacia la ladera de la colina.
Elayne apretó los dientes, pero tocó con las rodillas los flancos de Sombra de Luna para que la yegua subiera hasta una posición estratégica desde donde tener a la vista el campo de batalla. Alzó el visor de lentes; los dedos le temblaban más de lo que le habría gustado que hicieran.
La fuerza trolloc había roto de nuevo la línea en arco de los defensores. El resultado natural de ello había sido que la infantería retrocedía y el arco se había invertido a medida que los trollocs presionaban hacia adelante. Aquello había hecho que los Engendros de la Sombra tuvieran la sensación de que estaban sacando ventaja, cosa que les impedía darse cuenta de la verdad.
Mientras presionaban el frente, la línea de infantería había empezado a girar hasta rodear a los trollocs por los flancos. Elayne se había perdido el momento más importante, cuando Bashere había ordenado atacar a los Aiel. El rápido movimiento envolvente para caer sobre los trollocs por detrás había funcionado como se esperaba.
Las fuerzas de Elayne tenían a los trollocs completamente rodeados. Un círculo enorme de Engendros de la Sombra combatía contra el ejército de Elayne, que los iba encerrando como un cepo más y más ceñido para agruparlos y estorbar sus movimientos y su capacidad de combate.
La maniobra funcionaba. Luz, funcionaba. Los Aiel atacaban los flancos de los trollocs por detrás y los estaban machacando. El lazo de la trampa se había ceñido sobre la presa.
¿Quiénes tocaban los cuernos? Los que sonaban eran cuernos trollocs.
Elayne escudriñó a los Engendros de la Sombra por el visor. Pero no distinguió a los que soplaban los cuernos. Localizó a un Myrddraal muerto cerca de las filas Aiel. Junto a los jinetes de la Compañía vio uno de los dragones de Aludra, sujeto a su cureña y tirado por un par de caballos. Habían estado situando las cureñas en la cumbre de diversas colinas para disparar desde allí a los trollocs.
—Elayne… —dijo Birgitte.
—Oh, lo siento —se disculpó ella. Bajó el visor y se lo tendió a su Guardiana—. Echa un vistazo. Todo va bien.
—¡Elayne!
Con un sobresalto, Elayne se dio cuenta de lo aterrada que estaba Birgitte. Siguiendo la mirada de la mujer, giró sobre sí misma, hacia el sur, más allá de las murallas de la ciudad. El sonido de los cuernos… Había sido tan apagado que Elayne no se había dado cuenta de que llegaba de atrás.
—Oh, no… —musitó al tiempo que alzaba el visor de lentes.
Allí, como una enorme mancha negra en el horizonte, se aproximaba el segundo ejército trolloc.
—Pero ¿no dijo Bashere que no llegarían aquí hasta mañana? —dijo Birgitte—. Como muy pronto.
—Eso ya da igual. De un modo u otro, los tenemos aquí. ¡Hemos de hacer preparativos para que esos dragones apunten hacia el lado contrario! ¡Despacha la orden a Talmanes, y encuentra a lord Tam al’Thor! Quiero a los hombres de Dos Ríos armados y listos. ¡Luz! Y a los ballesteros también. Tenemos que frenar el avance de ese segundo ejército de cualquier forma posible.
«Bashere —pensó—. Tengo que decírselo a Bashere».
Hizo volver grupas a Sombra de Luna con tal rapidez que casi se mareó. Intentó abrazar la Fuente, pero le fue imposible. Estaba tan cansada que incluso le costaba trabajo sujetar las riendas.
De algún modo consiguió descender la colina sin caerse de la yegua. Birgitte se había ido a impartir las órdenes dadas. Buena chica. Elayne entró al trote en el campamento y se encontró con una discusión en curso.
—¡… no quiero escuchar una sola palabra más! —gritaba Bashere—. ¡No voy a aguantar que se me insulte en mi propio campamento, hombre!
El objeto de su enfado era ni más ni menos que Tam al’Thor. El sosegado hombre de Dos Ríos se volvió hacia Elayne y la miró con los ojos como platos, como si lo sorprendiera verla allí.
—Majestad —dijo Tam—, me habían dicho que aún estabais en el campo de batalla.
Se volvió hacia Bashere, y el mariscal se puso colorado.
—No quería que le fueseis con…
—¡Basta! —Elayne hizo avanzar a Sombra de Luna y se interpuso entre los dos hombres. ¿Por qué discutía Tam, precisamente él, con el mariscal?—. Bashere, tenemos al segundo ejército trolloc casi encima.
—Sí —dijo el hombre, que hizo una profunda inhalación—. Acabo de enterarme. Luz, esto es un desastre, Elayne. Tenemos que retirarnos a través de accesos.
—Dejamos agotadas a las Allegadas en la retirada hacia aquí, Bashere —contestó Elayne—. La mayoría apenas tiene la fuerza suficiente para encauzar y calentar una taza de té, cuanto menos para abrir accesos. —«Luz, yo ni si quiera podría calentar el té». Hizo un esfuerzo para hablar con voz firme—. Hacerlo así era parte del plan.
—Yo… Eso es cierto —dijo Bashere. Miró el mapa—. Dejad que piense. La ciudad. Nos replegaremos a la ciudad.
—¿Y dar tiempo a los Engendros de la Sombra para descansar, reunirse y atacarnos? —preguntó Elayne—. Probablemente eso es lo que tratan de forzarnos a hacer.
—No veo otra opción —repuso Bashere—. La ciudad es nuestra única esperanza.
—¿La ciudad? —dijo Talmanes, jadeante por haber ido corriendo—. No es posible que estéis proponiendo que nos metamos en la ciudad.
—¿Por qué no? —preguntó Elayne.
—¡Majestad, nuestra infantería acaba de conseguir rodear al ejército trolloc! ¡Esos hombres están luchando a brazo partido! No nos quedan tropas de reserva y la caballería está exhausta. Nunca lograríamos retirarnos de esa batalla sin sufrir muchísimas bajas. Y luego los supervivientes estarían retenidos en la ciudad, atrapados entre dos ejércitos de la Sombra.
—Luz —susurró Elayne—. Es como si lo hubiesen planeado así.
—Creo que es lo que han hecho —intervino Tam en voz baja.
—No empecemos otra vez con lo mismo —bramó Bashere.
No parecía ser el mismo, aunque Elayne sabía que los saldaeninos a veces sacaban a relucir su mal genio. Bashere casi parecía una persona completamente distinta. Su esposa se había acercado a él, cruzada de brazos, y ambos le hacían frente a Tam.
—Habla, Tam. ¿Qué tienes que decir? —lo animó Elayne.
—Yo… —empezó Bashere, pero Elayne levantó la mano.
—Él lo sabía, majestad —dijo Tam sin alzar la voz—. Es lo único que tiene sentido. No ha estado utilizando a los Aiel para explorar.
—¿Qué? Pues claro que sí —replicó Elayne—. He leído los informes de los exploradores.
—Esos informes son falsos, o al menos están manipulados —manifestó Tam—. He hablado con Bael. Dice que ninguno de sus Aiel ha salido en misión de exploración en los últimos días de nuestra marcha. Dice que creía que mis hombres se estaban encargando de hacerlo, pero tampoco lo han hecho ellos. He hablado con Arganda, que creía que los Capas Blancas se ocupaban de eso, pero Galad dice que creía que eran los hombres de la Compañía.
—Ni hablar. Nosotros no teníamos esa misión —intervino Talmanes, fruncido el entrecejo—. Ninguno de mis hombres ha participado en un destacamento de exploración.
Todos los ojos se volvieron hacia Bashere.
—¿Quién ha vigilado nuestra retaguardia, Bashere? —preguntó Elayne.
—Yo… —El hombre alzó la vista, de nuevo encolerizado—. ¡Tengo los informes en algún sitio! ¡Os los enseñé, y vos los aprobasteis!
—Todo es demasiado perfecto —dijo Elayne.
Sintió un repentino escalofrío que empezó en el centro de la espalda y se propagó por todo el cuerpo como un soplo de aire helado que le corriera por las venas. Les habían tendido una trampa, a la perfección. Encauzadoras llevadas a la extenuación, soldados trabados en una batalla muy reñida, un segundo ejército que se aproximaba en secreto un día antes de lo que los informes falsificados decían que lo haría…
Davram Bashere era un Amigo Siniestro.
—Bashere queda relevado del mando —anunció Elayne.
—Pero… —barbotó el mariscal. Su esposa le puso la mano en el brazo y asestó a Elayne una mirada abrasadora. Bashere alzó un dedo en dirección a Tam—. ¡Envié a hombres de Dos Ríos! Tam al’Thor tiene que ser el culpable. ¡Intenta desviar vuestra atención, majestad!
—Talmanes —dijo Elayne, con el frío penetrando hasta la médula de los huesos—, que cinco Brazos Rojos pongan a lord Bashere y a su esposa bajo vigilancia.
Bashere soltó una sarta de maldiciones. Elayne estaba sorprendida de mostrarse tan calmada. Tenía embotadas las emociones. Lo siguió con la mirada mientras lo sacaban a rastras de la tienda. No había tiempo que perder.
—Reunid a nuestros comandantes —les dijo a los otros—. Galad, Arganda… ¡Acabad con ese ejército trolloc al norte de la ciudad! Que se corra la voz entre los hombres. ¡Para ganar esta batalla hay que poner toda la carne en el asador! ¡Si no conseguimos aplastar a los trollocs en la próxima hora, moriremos aquí!
»Talmanes, esos dragones no serán de mucha utilidad contra los trollocs ahora que están rodeados, o correríais el riesgo de herir a nuestros hombres. Que Aludra desplace todas las cureñas de los dragones a la cumbre de la colina más alta para machacar al nuevo enemigo que se acerca desde el sur. Decidles a los Ogier que formen un cordón alrededor de la colina donde estén los dragones; no podemos permitir que causen daños a esas armas. Tam, pon a tus arqueros de Dos Ríos situados en las colinas de los alrededores. Y que la Legión del Dragón se sitúe en las primeras líneas, con los ballesteros en cabeza y la caballería pesada detrás. Si la Luz quiere, eso nos dará tiempo para acabar con los trollocs rodeados.
Con el tiempo justo. Por los pelos. ¡Luz! Si ese segundo ejército rodeaba a sus hombres…
Elayne respiró hondo y se abrió al Saidar. El Poder Único fluyó en ella, aunque sólo un hilillo. Podía fingir que no estaba agotada, pero su cuerpo sabía la verdad.
Los dirigiría, de todos modos.