16
Un silencio estridente
Loial, hijo de Arent, nieto de Halan, siempre había tenido el secreto deseo de ser impetuoso.
Los humanos lo fascinaban, y eso no lo ocultaba. Estaba bastante seguro de que la mayoría de sus amigos lo sabían, aunque no podría jurarlo. Lo sorprendía la cantidad de cosas que los humanos no escuchaban. Él podía tirarse un día entero hablando con ellos para después descubrir que sólo habían oído una parte de lo dicho. ¿Creerían que alguien se pondría a hablar sin que su intención fuera que otros lo escucharan?
Loial prestaba atención cuando ellos hablaban. Cada palabra que los humanos pronunciaban le revelaba más cosas sobre ellos. Los humanos eran como el relámpago. Un destello, un estallido, potencia y energía. Y, de pronto, se acabó. ¿Qué se sentiría?
Precipitación. De ella se podían aprender cosas. Empezaba a preguntarse si no habría aprendido demasiado bien esa lección en particular.
Caminaba por un bosque de árboles silenciosos en exceso, con Erith a su lado y otros Ogier alrededor de ambos. Todos llevaban hachas al hombro o empuñaban cuchillos largos, de camino al frente de batalla. Las orejas se le movían a Erith; no era una Cantora de Árboles, pero percibía que los árboles no se sentían bien.
Era horrible, realmente espantoso. Loial no habría podido explicar la sensación que percibía de una arboleda saludable del mismo modo que habría sido incapaz de explicar la sensación del viento en su piel. Había una percepción de algo correcto —como la fragancia de la lluvia matinal— en los árboles saludables. No era un sonido, pero se apreciaba como una melodía. Cuando les cantaba, se sumergía en esa percepción.
Estos árboles no transmitían tal percepción. Si se acercaba a ellos, tenía la impresión de que oía algo. Un silencio estridente. No era un sonido, sino una sensación.
Un poco más adelante, la lucha proseguía con furia. Las fuerzas de la reina Elayne se retiraban con cautela hacia el este, dejando atrás la espesura. Casi habían llegado al límite del Bosque de Braem; una vez que hubieran salido de él, marcharían hacia los puentes, los cruzarían y les prenderían fuego. A continuación los soldados lanzarían descargas destructivas a los trollocs que intentaran cruzar el río tras ellos por sus propios puentes. Bashere confiaba en reducir de forma considerable el número de efectivos del enemigo en el Erinin, antes de proseguir hacia el este.
Loial estaba seguro de que todo eso sería un montón de información fascinante para su libro, una vez que lo escribiera. Si es que tenía ocasión de escribirlo. Aplastó las orejas contra el cráneo conforme los Ogier empezaron con su canto de guerra. Unió su voz a las de los demás, agradecido de que el canto —la llamada a sangre y muerte— tapara el silencio dejado por los árboles.
Echó a correr al mismo tiempo que los otros, con Erith a su lado. Loial se situó al frente, con el hacha enarbolada por encima de su cabeza. Los pensamientos se borraron de su mente a medida que crecía su rabia contra los trollocs. No sólo mataban árboles. Les arrebataban la paz.
La llamada a sangre y muerte.
Gritando la canción, Loial atacó a los trollocs con el hacha; Erith y los otros Ogier se unieron a él y frenaron lo peor de la acometida de la fuerza trolloc lanzada por el flanco. No había encabezado la carga Ogier a propósito. Pero lo hizo, a pesar de todo.
Descargó el hacha en el hombro de un trolloc con cabeza de carnero y le cercenó el brazo. El ser chilló y cayó de rodillas; Erith aprovechó para patearle la cara, derribándolo hacia atrás de manera que se desplomó a los pies de un trolloc que iba detrás.
Loial no dejó de cantar; la llamada a sangre y muerte. ¡Que la oyeran! ¡Que la oyeran! Hachazo tras hachazo. Cortar la madera muerta, de eso se trataba, nada más. Una madera muerta, podrida, horrible. Erith y él se encontraron al lado del Mayor Haman, quien —con las orejas echadas hacia atrás— ofrecía un aspecto absolutamente fiero. El apacible Mayor Haman. Él también sentía cólera.
Una línea de Capas Blancas asediados —a quienes los Ogier habían liberado del acoso— retrocedió a trompicones para dejar paso a los Ogier.
Loial cantó y luchó y bramó y mató descargando tajos a los trollocs con un hacha destinada a cortar leña, no carne y hueso. Trabajar con madera era un asunto respetuoso. Aquello otro era… Era acabar con malas hierbas. Plantas venenosas. Plantas estranguladoras.
Perdiéndose en la llamada a sangre y muerte, siguió descargando hachazos contra los trollocs. Los seres empezaron a sentir miedo. Loial vio terror en los ojos malvados, y disfrutó con ello. Estaban acostumbrados a luchar contra humanos, que eran más pequeños que ellos.
Bien, pues que lucharan con alguien de su misma talla. Gruñeron mientras la línea Ogier los obligaba a retroceder. Loial asestaba golpe tras golpe y cortaba brazos y torsos. Se abrió paso entre dos trollocs con rasgos de oso, arremetiendo a su alrededor con el hacha, gritando de rabia… Ahora la rabia era por lo que los trollocs les habían hecho a los Ogier. Ellos tendrían que estar disfrutando de la paz de los steddings. Deberían tener la posibilidad de construir, cantar y crecer.
No podían hacerlo. ¡Por culpa de esas bestias, de esas… malas hierbas, no podían! Los Ogier se veían forzados a matar. Los trolloc habían hecho destructores de los constructores. Obligaban a los Ogier y a los humanos a ser como ellos. La llamada a sangre y muerte.
Bien, pues, la Sombra vería lo peligrosos que podían ser los Ogier. Lucharían y matarían. Lo harían mejor de lo que cualquier humano, trolloc o Myrddraal podrían imaginar.
Por el miedo que Loial veía en los trollocs —en sus ojos aterrorizados— parecía que empezaban a darse cuenta.
—¡Luz! —exclamó Galad mientras retrocedía de lo más encarnizado del combate en el frente de batalla—. ¡Luz bendita!
El ataque Ogier era terrible y glorioso. Las criaturas luchaban con las orejas echadas hacia atrás, los ojos desorbitados, las caras anchas, planas como yunques. Parecían transformados, desaparecida por completo su habitual placidez. Se abrían paso a golpes de hacha entre las filas de trollocs, a los que mataban a tajos y cuchilladas. La segunda hilera de Ogier —compuesta en su mayoría por mujeres que blandían cuchillos largos— acababa con cualquier trolloc que conseguía pasar la primera línea.
Galad había pensado que los trollocs eran aterradores por la mezcla de rasgos humanos y de animales, pero los Ogier lo perturbaban aún más. Los trollocs eran simplemente horribles, pero los Ogier eran amables, de voz suave, bondadosos. Verlos enfurecidos, gritando aquel canto terrible y atacando con hachas casi tan largas como alto era un hombre… ¡Luz!
Galad hizo un ademán a los Hijos para que retrocedieran; se agachó para evitar el encontronazo con un trolloc que fue a chocar contra un árbol, a corta distancia. Algunos de los Ogier agarraban por los brazos a los trollocs heridos y se los quitaban de en medio lanzándolos por el aire. Muchos Ogier estaban empapados en sangre hasta la cintura, cortando y cercenando como carniceros que estuvieran preparando la carne. De vez en cuando, uno de ellos caía; pero, aunque iban sin armadura, al parecer tenían una piel dura.
—¡Luz! —dijo Trom, que se acercó a Galad—. ¿Habías visto alguna vez cosa igual?
Galad negó con la cabeza. Era la respuesta más sincera que se le ocurría.
—Si tuviéramos un ejército de ésos… —comentó Trom.
—Son Amigos Siniestros —intervino Golever, que se había reunido con los dos—. Engendros de la Sombra, sin duda.
—Los Ogier son tan Engendros de la Sombra como yo —espetó Galad con sequedad—. Mira, están masacrando a los trollocs.
—Y en cualquier momento se volverán contra nosotros —afirmó Golever—. Mirad…
No acabó la frase y escuchó la canción Ogier que era su canto de guerra. Un grupo grande de trollocs emprendió la huida y corrió hacia atrás pasando alrededor de los Myrddraal, que proferían maldiciones. Los Ogier no los dejaron ir. Encolerizados, los gigantescos constructores persiguieron a los trollocs cercenando piernas con las hachas y derribándolos con tajos en medio de surtidores de sangre y gritos de dolor.
—¿Y bien? —preguntó Trom.
—Quizá… —empezó Golever—. Quizá es un ardid de alguna clase. Para ganarse nuestra confianza.
—No seas necio, Golever —espetó Trom.
—No soy…
Galad impuso silencio levantando la mano.
—Recoged a nuestros heridos. Dirijámonos hacia el puente.
Rand dejó que el remolino de colores se difuminara en su vista.
—Casi ha llegado el momento de que parta —dijo.
—¿A la batalla? —preguntó Nynaeve.
—No, a reunirme con Mat. Está en Ebou Dar.
Había regresado del campamento de Elayne, en Merrilor. Todavía le daba vueltas a la conversación con Tam. Libérate. No era fácil, ni mucho menos. Y, sin embargo, era como si hablar con su padre le hubiera quitado un peso de encima. Libérate. Parecía haber algo profundo en esa palabra pronunciada por su padre, algo más que lo obvio.
Rand meneó la cabeza. No podía permitirse el lujo de dedicar tiempo a pensamientos así. La Última Batalla tenía que ocupar toda su atención.
«He sido capaz de acercarme mucho sin hacerme notar —pensó mientras toqueteaba la daga con mango de cuerno de ciervo que llevaba metida en el cinturón—. Parece que es verdad. El Oscuro no percibe mi presencia cuando llevo esto encima».
Antes de lanzar su ataque contra el Oscuro, tenía que hacer algo respecto a los seanchan. Si lo que Thom decía era cierto, Mat podría ser la clave. Los seanchan tenían que sumarse a la Paz del Dragón. Si no lo hacían…
—Ésa es una expresión que recuerdo —dijo una voz suave—. Consternación. Te sale muy bien, Rand al’Thor.
Él se volvió hacia Moraine. Detrás de ella, en la mesa de su tienda, los mapas que Aviendha había enviado con un mensajero mostraban posiciones donde su ejército podría reunirse en la Llaga.
Moraine se acercó a él.
—¿Sabes que solía pasarme horas cavilando, en un intento de descubrir lo que esa mente tuya estaba tramando? Es un milagro que no me arrancara hasta el último pelo de la cabeza de pura frustración.
—Fui un necio por no confiar en ti —dijo Rand.
Ella se echó a reír. Era una risa suave, la de una Aes Sedai con un perfecto control de sí misma.
—Confiabas lo suficiente —dijo luego—. Lo cual hacía más frustrante que no lo compartieras.
Rand respiró hondo. El aire en Merrilor era más agradable que en otros sitios. Había persuadido a la tierra de allí para que reviviera. La hierba crecía. Las flores brotaban.
—Tocones de árbol y hombres —le dijo a Moraine—. En Dos Ríos hay de ambos, y es igual de improbable que los unos o los otros se muevan del sitio cuando se plantan.
—Quizás estás exagerando demasiado —contestó Moraine—. No fue meramente la tozudez lo que te empujó a actuar así; fue la voluntad de demostrarte a ti mismo y demostrarles a todos que eras capaz de hacer esto tú solo. —Le rozó el brazo—. Pero no puedes hacerlo solo, ¿verdad que no?
Rand negó con la cabeza. Alargó la mano hacia Callandor, que llevaba sujeta a la espalda con un correaje, y la tocó. Ya estaba desvelado el último secreto de la espada. Era una trampa, una muy astuta, porque esa arma no era un sa’angreal que se utilizaba sólo con el Poder Único, sino también con el Poder Verdadero.
Había tirado la llave de acceso, pero a la espalda llevaba algo tan, tan tentador… El Poder Verdadero, la esencia del Oscuro, era lo más delicioso que jamás había tocado. Con Callandor podría absorberlo a una magnitud tal como ningún hombre había logrado jamás. Debido a que Callandor carecía de las medidas de seguridad que la mayoría de los angreal y sa’angreal tenían, no había manera de saber qué cantidad de uno u otro Poder era capaz de absorber y pasar al encauzador.
—Ahí está de nuevo esa expresión —murmuró Moraine—. ¿Qué te traes entre manos, Rand al’Thor, Dragón Renacido? ¿Por fin puedes abrirte lo suficiente para contármelo?
—¿Has iniciado esta conversación para sonsacarme ese secreto? —inquirió él, mirándola a los ojos.
—Tienes muy buena opinión de mi talento como conversadora.
—Una respuesta que no dice nada.
—Sí —admitió Moraine—. Pero ¿me permites señalar que lo hiciste tú primero para eludir mi pregunta?
Rand retrocedió un poco en la conversación y se dio cuenta de que, en efecto, acababa de hacer lo mismo.
—Voy a matarlo —contestó entonces—. No voy a limitarme a sellar la prisión del Oscuro, sino que voy a acabar con él.
—Me había dado la impresión de que habías madurado mientras estuve ausente —dijo Moraine.
—Sólo Perrin ha madurado —comentó él—. Mat y yo simplemente hemos aprendido a fingir que lo hemos hecho. —Vaciló—. Aunque a Mat no se le da muy bien.
—Es imposible matar al Oscuro —sentenció Moraine.
—Creo que puedo hacerlo —argumentó Rand—. Recuerdo lo que hizo Lews Therin, y hubo un momento, un fugaz instante… Puede ocurrir, Moraine. Confío más en mi capacidad para hacer eso que en poder confinar al Oscuro.
Lo cual era cierto, aunque no estaba realmente convencido de ser capaz de lograr ninguna de las dos cosas.
Preguntas. Tantas preguntas. ¿No debería tener algunas respuestas a esas alturas?
—El Oscuro es parte de la Rueda —adujo Moraine.
—No. El Oscuro está fuera del Entramado —replicó Rand—. No es parte de la Rueda en absoluto.
—Pues claro que sí, Rand. Somos los hilos que componen la sustancia del Entramado, y el Oscuro nos afecta. No puedes matarlo. Es una empresa descabellada.
—Ya he hecho cosas absurdas otras veces. Y volveré a hacerlas. A veces, Moraine, me da la impresión de que toda mi vida, todo lo que he hecho, ha sido ir dando palos de ciego. Así pues, ¿qué importa otro reto imposible más?
—Has madurado mucho —dijo Moraine mientras apretaba los dedos con los que le aferraba el brazo—. Pero aún eres un joven, nada más, ¿no es cierto?
Rand controló de inmediato las emociones y no replicó a la pulla con otra. El modo más seguro de que a uno lo tomaran por inmaduro era actuar como tal. Se irguió, bien recta la espalda, y habló con suavidad:
—He vivido más de cuatro siglos —repuso—. Tal vez sigo siendo joven, como lo somos todos, comparados con la perpetuidad de la Rueda. Dicho lo cual, soy una de las personas de más edad que aún vive.
—Precioso. —Moraine sonrió—. ¿Eso funciona con los demás?
Él vaciló. Entonces, curiosamente, se sorprendió a sí mismo sonriendo.
—Con Cadsuane funcionó muy bien —contestó.
—Ésa… —Moraine resopló con desdén—. Bueno, conociéndola, dudo que la embaucaras tan bien como das por sentado. Puede que albergues los recuerdos de un hombre de cuatro siglos de edad, Rand al’Thor, pero eso no te convierte en una persona longeva. De otro modo, Matrim Cauthon sería el patriarca de todos nosotros.
—¿Mat? ¿Por qué él?
—Bah, no importa —dijo Moraine—. Es algo que se supone que no debo saber. En el fondo, sigues siendo un pastor inocente. Y no querría que fueras de otro modo. Con toda su sabiduría y todo su poder, Lews Therin no podría hacer lo que debes hacer tú. Y ahora, si eres tan amable, tráeme un poco de té.
—Sí, Moraine Sedai —contestó, y de inmediato echó a andar hacia la tetera que había en el fuego. Se paró en seco y luego se volvió para mirarla.
Ella lo observaba con un gesto de picardía.
—Sólo probaba a ver si aún funcionaba —dijo.
—Nunca te he servido un té —protestó Rand que volvió junto a ella—. Que yo recuerde, las últimas semanas que pasamos juntos era yo quien te daba órdenes.
—En efecto. Piensa en lo que he dicho respecto al Oscuro. Pero antes quiero preguntarte otra cosa. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Por qué vas a Ebou Dar?
—Por los seanchan —contestó Rand—. He de intentar ponerlos de nuestra parte, como prometí a los demás.
—Si no recuerdo mal, nunca prometiste que lo intentarías. Prometiste que lo conseguirías —argumentó Moraine.
—Con promesas de «intentar» algo no se llega muy lejos en las negociaciones políticas, por sinceras que sean.
Rand alzó la mano ante sí, con el brazo extendido y los dedos hacia arriba, y miró a lo lejos, entre los faldones levantados de la entrada a la tienda. Como si se preparara para aferrar las tierras meridionales. Hacerse con ellas, reclamarlas como suyas, protegerlas…
El Dragón del brazo brilló, dorado y carmesí.
—«Una vez el Dragón, para el recuerdo perdido». —Rand alzó el otro brazo, que acababa en el muñón, cerca de la muñeca—. «Dos veces el Dragón… por el precio que ha de pagar».
—¿Qué harás si la cabecilla seanchan rehúsa tu propuesta de nuevo? —preguntó Moraine.
Él no le había dicho que la emperatriz hubiera rechazado su proposición la primera vez. A Moraine no era necesario contarle las cosas. Las descubría, y punto.
—Lo ignoro —contestó Rand con suavidad—. Si no se unen a la lucha, Moraine, no venceremos. Si no se adhieren a la Paz del Dragón, entonces no hemos conseguido nada.
—Has dedicado demasiado tiempo a ese pacto —opinó Moraine—. Te ha distraído de tu objetivo. El Dragón no trae la paz, sino la destrucción. No puedes cambiar eso con un trozo de papel.
—Veremos. Gracias por el consejo. Ahora y siempre. No creo que lo haya dicho suficientes veces. Estoy en deuda contigo, Moraine.
—Bueno, aún me tomaría una taza de té —dijo ella.
Rand la miró con incredulidad. Luego rompió a reír y fue hacia la tetera para servirle una taza.
Moraine alzó la taza de té que Rand le había llevado antes de marcharse. Se había convertido en un dirigente de muchas naciones desde que los dos se habían separado, y era tan humilde ahora como la primera vez que lo había visto en Dos Ríos. Quizá más.
«Humilde en su trato conmigo, tal vez —pensó—. Cree que puede matar al Oscuro. Lo cual no es indicativo de un hombre humilde». Rand al’Thor, qué mezcla tan extraña de modestia y orgullo. ¿Por fin había conseguido el equilibrio correcto? A despecho de lo que le había dicho a Rand, sus actos hacía ella ese día habían demostrado que no era un muchacho, sino un hombre.
Un hombre podía cometer errores. A menudo, eran del tipo más peligroso.
—La Rueda gira según sus designios —murmuró para sí.
Dio un sorbo de té. Preparado por el propio Rand, no por cualquier otra persona, era tan delicioso y aromático como lo había sido en tiempos mejores. Ni el más ligero rastro de la sombra del Oscuro.
Sí, la Rueda giraba según sus designios. A veces, Moraine habría querido que esos giros fueran más fáciles de entender.
—¿Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer? —preguntó Lan mientras se volvía sobre la silla de Mandarb.
Andere asintió con la cabeza. Él mismo había transmitido la noticia a los gobernantes, y desde ellos había pasado a sus generales y comandantes. Sólo en el último momento se había informado a los soldados.
Entre ellos habría Amigos Siniestros. Siempre los había. Era imposible exterminar las ratas de una ciudad, por muchos gatos que llevaras allí. Si la Luz quería, esas instrucciones habrían llegado demasiado tarde para que las ratas pusieran sobre aviso a la Sombra.
—En marcha —ordenó Lan al tiempo que taconeaba las costillas de Mandarb.
Andere alzó el estandarte bien alto, la bandera de Malkier, y galopó a su lado. Se le unieron sus tropas de Malkier. Muchos de ellos sólo llevaban un pequeño porcentaje de sangre malkieri y eran fronterizos de otras naciones. Con todo, habían elegido cabalgar bajo su bandera y habían adoptado el uso del hadori.
Miles y miles de jinetes cabalgaban con él, mientras los cascos resonaban y levantaban la suave tierra. Había sido una larga y dura retirada para su ejército. Los trollocs los superaban en número y representaban una seria amenaza si rodeaban a sus hombres. La caballería de Lan tenía mucha movilidad, pero había un tope en la velocidad que podía imponerse a los soldados de a pie, mientras que los trollocs avanzaban deprisa. Más deprisa de lo que la gente era capaz de marchar, sobre todo con esos Fados azuzándolos. Por fortuna, los incendios de los campos estaban obstaculizando el avance del ejército de la Sombra. Sin ese entorpecimiento, probablemente los hombres de Lan no habrían conseguido escapar.
Lan se agachó sobre la silla cuando empezaron las explosiones de los Señores del Espanto. A su izquierda cabalgaba el Asha’man Deepe, atado a la silla debido a que le faltaba una pierna. Una bola de fuego crepitó en el aire y trazó una curva que descendía hacia Lan; Deepe adoptó una expresión concentrada y lanzó las manos hacia adelante. La bola de fuego estalló en el aire, por encima de ellos.
Ascuas encendidas cayeron como lluvia carmesí, dejando un rastro de humo. Una le cayó a Mandarb en el cuello, y Lan la apartó de un manotazo con la mano enguantada. El caballo no pareció haber notado nada.
Allí el suelo era de arcilla oscura. El terreno comprendía onduladas colinas cubiertas de hierba seca, afloramientos rocosos y sotos de árboles deshojados. La retirada se realizaba a lo largo de la orilla del Mora; el río impediría que los trollocs los rodearan por el flanco occidental.
En el aire se alzaba humo en dos puntos distintos del horizonte: Fal Dara y Fal Moran. Las dos urbes más grandes de Shienar incendiadas por sus propios habitantes, así como las tierras de sus granjas, sus huertos y sus árboles frutales, todo lo que podría proporcionar sustento a los trollocs invasores.
Defender las ciudades no había sido una opción. Lo cual significaba que había que destruirlas.
Era hora de devolver el golpe. Lan dirigió una carga al centro de la horda, y los trollocs aprestaron las picas para hacer frente a la carga de las caballerías malkieri y shienariana. Lan bajó su lanza y la colocó en posición a lo largo del cuello de Mandarb. Se echó hacia adelante, levantado sobre los estribos; sujetándose con las rodillas, confió en que los encauzadores —ahora tenía catorce, tras recibir los refuerzos enviados por Egwene— hicieran su parte.
El suelo estalló delante de los trollocs. La primera línea de las criaturas se rompió.
Lan eligió a su blanco, un enorme trolloc con cabeza de jabalí que gritaba a sus compañeros que huían de las explosiones. Lan lo ensartó por el cuello con la lanza; el arma se quebró y Mandarb tiró al trolloc a un lado mientras pisoteaba a una de las bestias acobardadas que había cerca. El clamor de la caballería dio paso a un choque estruendoso cuando los jinetes arremetieron con fuerza, dejando que el impulso y el peso de las monturas los llevaran al interior del grueso de los trollocs.
Una vez que frenaron, Lan le echó la lanza a Andere, que la atrapó con destreza en el aire. La guardia de Lan avanzó y él desenvainó la espada. El leñador desmocha el árbol joven. Flores de manzano al viento. Los trollocs eran blancos fáciles cuando se iba a caballo; la altura de las bestias les ponía el cuello, los hombros y el rostro justo al nivel adecuado.
Era un trabajo rápido, brutal. Deepe estaba atento a posibles ataques de los Señores del Espanto, para contrarrestarlos. Andere se acercó al lado de Lan.
El estandarte de Lan era un imán para los Engendros de la Sombra. Empezaron a rugir y a bramar, y Lan oyó dos palabras trollocs repetidas una y otra y otra vez en su lenguaje. Murdru Kar. Murdru Kar. Murdru Kar. Atacó con la espada y derramó la sangre de las bestias fríamente, sumido en el vacío.
Le habían arrebatado Malkier dos veces ya. Jamás notarían su sensación de derrota, de pérdida, al abandonar su patria de nuevo, esta vez por propia elección. Pero, por la Luz, que los acercaría mucho a sentirlo. Su espada atravesándoles el torso sabría hacerlo mejor.
La batalla se sumió en el caos, como ocurría en tantas otras. Los trollocs entraron en un estado de frenesí; el ejército de Lan había pasado los últimos cuatro días sin combatir con las bestias. Sólo se había retirado, y por fin había conseguido tener cierto control de su repliegue, lo suficiente para evitar combates, al menos, gracias a los incendios provocados.
Cuatro días sin entrar en conflicto, y ahora aquel ataque sin cuartel. Era la primera pieza del plan.
—¡Dai Shan! —llamó alguien.
El príncipe Kaisel. Señaló hacia donde los trollocs habían conseguido dividir la guardia de Lan. Su estandarte se estaba yendo al suelo.
Andere. El caballo del hombre cayó, derribado, mientras Lan espoleaba a Mandarb entre dos trollocs. El príncipe Kaisel y un puñado de soldados se unieron a él.
Lan no podía seguir a caballo, o corría el riesgo de pisotear a su amigo. Desmontó de un salto, llegó al suelo y se agachó para esquivar la arremetida lateral de un trolloc. Kaisel cortó una pierna de la bestia por la rodilla.
Lan pasó corriendo junto al trolloc que caía. Vio su estandarte y un cuerpo al lado. Vivo o muerto, no lo sabía, pero había un Myrddraal con una oscura espada enarbolada para descargarla contra el hombre.
Llegó en medio de una ráfaga de aire y remolinos de acero. Paró la hoja de Thakan’dar con un golpe propio; en el ardor de la lucha pisoteó su estandarte. Dentro del vacío, no había tiempo para pensar. Sólo había instinto y acción. Había…
Había un segundo Myrddraal que surgió detrás del caballo caído de Andere. Así pues, era una trampa. Echar abajo el estandarte y atraer su atención.
Los dos Fados atacaron, uno por cada lado. El vacío no se tambaleó. Una espada no podía sentir miedo y, en ese momento, Lan era la espada. La garza extiende las alas. Asestó tajos todo en derredor, parando las armas enemigas con la suya, atrás y adelante. Los Myrddraal eran como agua fluyendo, pero Lan era el propio viento. Giró entre las cuchillas enemigas, rechazando el ataque a la derecha y a continuación a la izquierda.
Los Fados empezaron a maldecir con rabia. El que estaba a su izquierda se precipitó sobre él con una mueca de desprecio en los pálidos labios. Lan se apartó a un lado y después detuvo la estocada de la criatura y le cortó el brazo por el codo. Continuó el golpe grácil, que se desplazó en un arco lateral hacia donde Lan sabía que el otro Fado lo atacaría, y le cercenó la mano por la muñeca.
Las dos armas de Thakan’dar tintinearon al caer al suelo. Los Fados se quedaron petrificados, estupefactos, durante un segundo. Lan descabezó a uno de un tajo que segó el cuello, luego se retorció y hundió la espada a través de la garganta del otro. Guijarros negros en la nieve. Retrocedió un paso y sacudió la espada a un lado para limpiar la hoja de la mortífera sangre. Ambos Fados se desplomaron; sacudidos por convulsiones, se golpearon uno al otro de forma automática, y la sangre oscura manchó la tierra.
Al menos ciento cincuenta trollocs que había cerca se desplomaron al suelo, retorciéndose. Eran los que habían estado vinculados a los dos Fados. Lan pasó por encima de Andere para no pisarlo y lo sacó del barro. El hombre parpadeó, aturdido; un brazo le colgaba en un ángulo raro. Lan se lo cargó al hombro, levantó el estandarte empujando el astil hacia arriba con el pie, y lo asió con la otra mano.
Regresó a toda prisa hacia Mandarb —el área a su alrededor estaba ahora vacía de trollocs— y le entregó el estandarte a uno de los hombres del príncipe Kaisel.
—Ocúpate de que lo limpien y después enarbólalo —ordenó.
Colocó a Andere atravesado encima de la silla, montó y limpió la espada en el sudadero del caballo. El hombre no parecía mortalmente herido. A su espalda oyó susurrar el príncipe Kaisel:
—¡Por mis antepasados! Había oído que era bueno, pero… ¡Luz!
—Con eso bastará. Retirémonos —dijo Lan mientras recorría con la vista el campo de batalla y soltaba el vacío—. Envía la señal, Deepe.
El Asha’man obedeció y lanzó un destello de luz roja al aire. Lan hizo volver grupas a Mandarb y señaló con la espada hacia el campamento. Las tropas se reunieron a su alrededor. Esa acometida estaba pensada desde el principio para que fuera un ataque rápido y enseguida retirarse. Ni siquiera habían mantenido una línea de combate compacta. Algo difícil de lograr con una carga de caballería.
Al iniciarse el repliegue de sus hombres llegaron las tropas saldaeninas y arafelinas en rápidas oleadas a fin de romper las líneas trollocs y proteger la retirada. Mandarb estaba empapado en sudor; transportar dos hombres equipados con armadura no era tarea fácil para el caballo, y más después de una carga. Lan dejó que Mandarb aflojara el paso en cuanto estuvieron a una distancia en la que no había riesgo de sufrir daño directo.
—Deepe, ¿cómo está Andere? —preguntó Lan cuando llegaron a la línea de retaguardia.
—Tiene unas cuantas costillas rotas, y también un brazo, además de una herida en la cabeza —informó Deepe—. Me sorprendería que ahora mismo fuera capaz de contar hasta diez sin ayuda, pero he visto casos peores. Le haré la Curación para la herida de la cabeza; lo demás puede esperar.
Lan asintió con un gesto y se paró. Uno de sus guardias —un hombre hosco llamado Benish que usaba el velo tarabonés, aunque llevaba un hadori— ayudó a bajar a Andere de Mandarb; lo sostuvieron de pie al lado del caballo de Deepe. El Asha’man tullido se inclinó hacia un lado merced a las correas que lo mantenían sujeto a la silla; puso la mano en la cabeza de Andere y se concentró.
La expresión aturdida desapareció de los ojos de Andere, sustituida por otra de ser consciente de lo que pasaba. Y entonces comenzó a soltar maldiciones.
«Se pondrá bien», pensó Lan, que volvió la vista hacia el campo de batalla. Los Engendros de la Sombra se replegaban. Empezaba a caer la noche.
El príncipe Kaisel se acercó a Lan a medio galope.
—La bandera saldaenina lleva la franja roja de la reina —dijo—. Vuelve a cabalgar con ellos, Lan.
—Es su soberana. Puede hacer lo que le plazca.
—Deberíais hablar con ella —sugirió Kaisel—. No está bien, Lan. Otras mujeres del ejército saldaenino empiezan a cabalgar también con ellos.
—He visto mujeres saldaeninas entrenándose —contestó Lan sin apartar la vista del campo de batalla—. Si tuviera que apostar en una competición entre una de ellas y un hombre de cualquier ejército del sur, apostaría por la saldaenina, sin lugar a dudas.
—Pero…
—Esta guerra es todo o nada. Si pudiera reunir a todas las mujeres de la Tierras Fronterizas y ponerles una espada en la mano, lo haría. Por ahora, me conformaré con no hacer nada estúpido… como prohibir luchar a unas entrenadas y apasionadas combatientes. Sin embargo, si decidís actuar con temeridad, sois libre de decirles lo que pensáis. Prometo daros un buen entierro una vez que me dejen quitar vuestra cabeza de la pica donde la tengan clavada.
—Eh… Sí, lord Mandragoran —dijo Kaisel.
Lan sacó el visor de lentes y oteó el campo.
—Lord Mandragoran, ¿de verdad creéis que este plan funcionará? —preguntó Kaisel.
—Hay demasiados trollocs —contestó—. Los cabecillas de los ejércitos del Oscuro los han estado criando durante años, haciendo que se reproduzcan como malas hierbas. Los trollocs comen muchísimo; para ir tirando, cualquiera de ellos necesita más comida que un hombre.
»A estas alturas, deben de haber acabado con todo lo que hubiera en la Llaga que pudiera sustentarlos. Los seguidores de la Sombra emplearon toda la comida que tuvieron a su disposición para crear este ejército, contando con que los trollocs podrían alimentarse con los cadáveres de los caídos.
En efecto, ahora que la batalla se había interrumpido, los trollocs pululaban por el campo embebidos en la horripilante tarea de rebuscar comida. Preferían la carne humana, pero no harían ascos a la de sus propios compañeros caídos. Lan había pasado cuatro días corriendo delante del ejército de esas bestias, con lo que no les había proporcionado cadáveres con los que darse un festín.
Habían conseguido llevar a cabo el repliegue sólo merced a los incendios de Fal Dara y Fal Moran, así como otras ciudades de Shienar occidental. El minucioso registro de esas ciudades en busca de comida había retrasado el avance de los trollocs y había permitido que el ejército de Lan se diera un respiro y organizara la retirada.
Los shienarianos no habían dejado nada comestible en ninguna de las ciudades cercanas. Cuatro días sin comer. Los trollocs no tenían organizado un servicio regular de abastecimiento; comían lo que se encontraban. Estaban muertos de hambre, famélicos. Lan los observó con el visor de lentes. Muchos no esperaron siquiera las ollas de cocinar. Tenían mucho más de animal que de ser humano.
«Y tienen más de criatura de la Sombra que de animal», pensó Lan, que bajó el visor. Su plan había sido morboso, pero quisiera la Luz que también fuera eficaz: que sus hombres lucharan significaba que habría bajas. Bajas que en ese momento eran el cebo para la batalla de verdad.
—Ahora —susurró.
Lord Agelmar también se dio cuenta de que había llegado el momento. Los cuernos sonaron y una ráfaga de luz amarilla ascendió en el aire. Lan hizo que Mandarb diera media vuelta y el caballo resopló ante la orden. Estaba cansado, pero Lan también lo estaba. Los dos podrían aguantar otra batalla. Tenían que hacerlo.
—¡Tai’shar Malkier! —bramó Lan, que apuntó al frente con la espada y condujo a sus tropas de vuelta al campo de batalla.
Los cinco ejércitos fronterizos convergieron en la desbaratada horda de Engendros de la Sombra. Las formaciones de trollocs se habían roto por completo para disputar por los cadáveres.
Conforme Lan se acercaba a ellos, oyó a los Myrddraal gritar en un intento de obligar a los trollocs a reorganizar la formación. Demasiado tarde. Muchas de las famélicas bestias ni siquiera alzaron la vista hasta que tuvieron a los ejércitos casi encima.
Cuando las tropas de Lan atacaron esta vez, el efecto fue muy diferente al anterior. Antes el ataque se había visto frenado por las cerradas formaciones de los trollocs, y sólo habían conseguido penetrar una docena de pasos antes de verse obligados a echar mano a las espadas y las hachas. Esta vez, los trollocs estaban desperdigados. Lan hizo una señal a los shienarianos para que atacaran primero; su formación era tan cerrada que habría costado trabajo hallar un hueco de más de dos pasos entre los caballos.
Eso no dejaba espacio para que los trollocs corrieran o esquivaran la acometida. Los jinetes los pisotearon en medio de la atronadora trápala de cascos y el estruendo metálico de las bardas; ensartaron trollocs con las lanzas, dispararon arcos de caballería, arremetieron con espadas de empuñadura a dos manos. Parecía haber una agresividad especial en los shienarianos al atacar, protegidos con los yelmos abiertos por delante y armadura de placas planas.
Lan condujo a su caballería cabalgando a campo traviesa detrás de los shienarianos para matar a cualquier trolloc que sobreviviera a la embestida inicial. Una vez que finalizó su pasada, los shienarianos se desplazaron a la derecha para agruparse a fin de hacer otra pasada, pero los arafelinos entraron a continuación y mataron a más Engendros de la Sombra que intentaban rehacer una formación. Tras ellos llegaron los saldaeninos a través, como habían hecho los malkieri, y entonces los kandoreses arremetieron desde la otra dirección.
Sudoroso, cansado el brazo de la espada, Lan se preparó de nuevo. Sólo entonces se dio cuenta de que el propio príncipe Kaisel portaba el estandarte de Malkier. El muchacho era joven, pero tenía buen corazón. Aunque era un poco tonto respecto a las mujeres.
«Luz, todos lo somos, de un modo u otro», pensó. A pesar de la distancia, las emociones de Nynaeve a través del vínculo lo reconfortaban. No percibía mucho debido a la distancia, pero parecía decidida.
Cuando Lan iniciaba la segunda acometida, el suelo empezó a explotar debajo de sus hombres. Por fin los Señores del Espanto se habían dado cuenta de lo que ocurría y habían regresado al frente de batalla. Lan dirigió a Mandarb alrededor de un cráter que se abrió en el suelo justo delante de él, y una rociada de tierra le dio en el torso. La aparición de los Señores del Espanto era la señal de interrumpir los ataques; deseaba arremeter, asestar un fuerte castigo al enemigo y luego retirarse. Sin embargo, para luchar contra los Señores del Espanto tendría que recurrir a todos sus encauzadores, algo que no deseaba hacer.
—¡Rayos y truenos! —maldijo Deepe cuando Lan esquivaba otra explosión—. ¡Lord Mandragoran!
Lan miró hacia atrás. Deepe frenaba a su caballo.
—Sigue adelante, hombre —dijo Lan, que sofrenó a Mandarb.
Hizo una señal a sus tropas para que siguieran cabalgando, aunque el príncipe Kaisel y la guardia de Lan en el campo de batalla se pararon con él.
—Oh, Luz —susurró Deepe, que se concentró.
Lan examinó el entorno. A su alrededor los trollocs yacían muertos o moribundos, aullando o simplemente gimoteando. A su izquierda, una horda de Engendros de la Sombra se agrupaba tardíamente en formación. Lo conseguirían en poco tiempo, y si los otros y Lan no se movían se encontrarían solos en el campo.
Deepe tenía la mirada prendida en una figura encaramada en lo alto de lo que parecía ser una máquina de asedio; tenía la base plana y medía unos veinte pies de alto. Un grupo de trollocs la empujaba hacia adelante, rodando sobre enormes ruedas de madera.
Sí, había alguien allí arriba. Varias figuras. Bolas de fuego empezaron a caer hacia los fronterizos que huían a galope, y del cielo se descargaron rayos. De repente, Lan se sintió como una diana en un campo de entrenamiento de arqueros.
—¡Deepe!
—¡Es el M’Hael! —informó Deepe.
Hacía más o menos una semana que Taim no colaboraba con el ejército enemigo, pero ahora había vuelto, al parecer. Era imposible saberlo con seguridad a causa de la distancia, aunque, por el modo en que el hombre lanzaba tejidos en una rápida sucesión, parecía estar furioso por algo.
—¡Cabalgad! —gritó Lan.
—Podría darle —dijo Deepe—. Podría…
Lan vio un destello de luz y, de repente, Mandarb se encabritó. Lan maldijo e intentó parpadear para borrar la imagen que persistía en las retinas de los ojos. Algo le había pasado en los oídos, porque tampoco funcionaban bien.
Mandarb corcoveó y brincó, tembloroso. A Lan le costó mucho trabajo controlar al animal, pero una descarga como ésa, tan cerca, habría puesto nervioso a cualquier caballo. Un segundo destello acabó con Lan en el suelo. Dio una voltereta, gruñendo, pero algo —en lo más hondo de su ser— sabía lo que tenía que hacer. Cuando fue consciente de sus actos, ya estaba de pie, aturdido, espada en mano. Gimió al tiempo que se tambaleaba.
Unas manos lo asieron y tiraron de él para subirlo a la silla. El príncipe Kaisel, con el rostro ensangrentado por la batalla, sujetaba las riendas. La guardia de Lan se aseguró de que aguantara en la silla mientras se alejaban a galope.
Lan vislumbró el cadáver de Deepe, retorcido y hecho pedazos, mientras huían.