2

La elección de un Ajah

Pevara hizo cuanto le fue posible para fingir que no estaba aterrorizada.

Si esos Asha’man la conocieran se habrían dado cuenta de que permanecer sentada, sin moverse y callada, no era propio de ella. Se retrotrajo a los tiempos de entrenamiento básico Aes Sedai: aparentar que tenía controlada la situación cuando lo que sentía era todo lo contrario.

Hizo un esfuerzo para ponerse de pie. Canler y Emarin se habían retirado para visitar a los chicos de Dos Ríos y asegurarse de que siempre se movieran de aquí para allá en parejas. Lo cual volvía a dejarlos solos a Androl y a ella. El hombre bregaba en silencio con las correas de cuero mientras la lluvia seguía cayendo fuera; utilizaba dos agujas para hacer las puntadas, cruzándolas por los agujeros de un lado al otro. Lo hacía con la concentración de un maestro del oficio.

Pevara se levantó y se aproximó despacio a Androl; el Asha’man alzó la vista bruscamente cuando la tuvo casi al lado. Pevara contuvo una sonrisa; puede que no diera esa impresión, pero sabía moverse en silencio cuando era preciso.

Miró por la ventana. Cada vez llovía más y cortinas de agua azotaban los cristales.

—Después de muchas semanas de amenazar con descargarse una tormenta en cualquier momento, por fin ha llegado —comentó.

—Esas nubes tenían que romper antes o después —dijo Androl.

—No parece una lluvia natural —respondió, con las manos cruzadas a la espalda. Le llegaba la frialdad a través del cristal—. No mengua ni arrecia, sino que es la misma lluvia tormentosa, constante e ininterrumpida. Muchos relámpagos, pero pocos truenos.

—¿Creéis que es uno de esos incidentes? —preguntó el hombre.

No tuvo que aclarar a lo que se refería con «incidentes». A principios de la semana, la gente corriente de la Torre —ninguno de los Asha’man— había empezado a estallar en llamas. De pronto se prendían fuego, de forma inexplicable. Habían perdido alrededor de cuarenta personas. Todavía había muchos que echaban la culpa a algún Asha’man malintencionado, aunque los hombres habían jurado que no había nadie cerca que estuviera encauzando.

Pevara sacudió la cabeza mientras seguía con la mirada a un grupo de gente que pasaba por la calle embarrada caminando de forma trabajosa. Ella había sido una de las que, al principio, habían creído que las muertes eran obra de un Asha’man que se había vuelto loco. Ahora daba por sentado que dichos incidentes y otras singularidades se debían a algo mucho peor.

El mundo estaba desintegrándose.

Tenía que ser fuerte. Ella misma había discurrido el plan de llevar allí a las mujeres para vincular a esos hombres, aunque lo había sugerido Tarna. No iba a permitir que descubrieran lo perturbador que le resultaba estar atrapada allí y enfrentarse a enemigos con potencial para hacer que una persona se pasara a la Sombra en contra de su voluntad. Sus únicos aliados eran hombres como los que, hacía sólo unos meses, ella habría perseguido con diligencia y habría amansado sin el menor remordimiento.

Tomó asiento en la banqueta que Emarin había utilizado un rato antes.

—Me gustaría hablar de ese «plan» que estáis fraguando —le dijo.

—No estoy seguro de haber fraguado uno todavía, Aes Sedai.

—Quizá yo podría hacer algunas sugerencias.

—No me opondré a oírlas —respondió Androl. Entonces estrechó los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Esa gente de fuera. No reconozco a nadie, y…

Pevara se volvió hacia la ventana. La única iluminación que alumbraba la lluviosa noche —un suave y discontinuo fulgor rojo anaranjado— procedía de los edificios. Los transeúntes aún se movían muy despacio calle abajo, entrando y saliendo de la luz procedente de las ventanas.

—La ropa que llevan no está mojada —susurró Androl.

Con un escalofrío, Pevara se dio cuenta de que el Asha’man tenía razón. El hombre que iba al frente del grupo se cubría la cabeza con un sombrero de ala ancha y baja, pero la prenda no rompía la cortina de lluvia ni goteaba. El aguacero no parecía que tocara el rústico atuendo del hombre. Y el vestido de la mujer que iba junto a él no se movía nada con el ventarrón. Pevara se fijó entonces en uno de los hombres más jóvenes, que llevaba una mano hacia atrás como si tirara de las riendas de un animal… Pero ningún animal lo seguía…

Pevara y Androl observaron en silencio el paso de las figuras hasta que estuvieron demasiado lejos en la noche para poder verlas. Las apariciones de muertos se estaban haciendo cada vez más frecuentes.

—¿Decíais que teníais una sugerencia? —preguntó Androl. La voz sonó temblorosa.

—Eh… Sí. —Pevara apartó la vista de la ventana merced a un gran esfuerzo—. Hasta el momento, la fijación de Taim ha sido con las Aes Sedai. Tiene en su poder a todas mis hermanas. Yo soy la última que queda.

—Queréis decir que os prestáis a servir de cebo.

—Vendrán por mí —respondió—. Sólo es cuestión de tiempo.

Androl toqueteó la correa de cuero y pareció complacido con el resultado.

—Deberíamos sacaros de aquí a hurtadillas —le dijo a Pevara.

—Vaya. —Pevara enarcó las cejas—. He sido ascendida a la posición de doncella necesitada de protección, ¿verdad? Cuán valiente sois.

—¿Sarcasmo? —El hombre se había puesto colorado—. ¿De una Aes Sedai? Nunca habría imaginado semejante cosa.

—Ay, Androl —repuso ella riendo—. No sabéis nada sobre nosotras, ¿verdad?

—¿Sinceramente? No. He evitado a las de vuestra clase casi toda mi vida.

—Bueno, si se tiene en cuenta vuestra… predisposición innata, quizá fue una decisión juiciosa.

—Antes no podía encauzar.

—Pero lo sospechabais. Acudisteis aquí para aprender.

—Sentía curiosidad —respondió él—. Era algo que nunca había intentado hacer.

«Interesante —pensó Pevara—. Entonces, ¿es eso lo que os motiva, talabartero? ¿Lo que os ha hecho ir a la deriva de un lugar a otro?»

—Sospecho —dijo en voz alta— que nunca habéis intentado saltar por un acantilado. Que uno no haya hecho algo no siempre es una razón para intentarlo.

—De hecho, he saltado de un acantilado. De varios.

Ella lo miró y arqueó una ceja.

—Los Marinos lo hacen —explicó Androl—. Se tiran al océano. Cuanto más valientes son, más alto es el acantilado que eligen para saltar. Y de nuevo habéis cambiado el tema de conversación, Pevara Sedai. Tenéis mucha destreza en ese terreno.

—Gracias.

—La razón de que sugiriera sacaros de aquí a escondidas —dijo, levantando un dedo—, es porque ésta no es vuestra batalla. No tenéis por qué caer aquí.

—¿Y no será porque deseáis libraros de una Aes Sedai para que deje de meterse en vuestros asuntos?

—Acudí a vos en busca de ayuda —contestó Androl—. No quiero librarme de vos; os utilizaré sin ningún problema. Sin embargo, si murieseis aquí, lo haríais en una lucha que no es la vuestra. No es justo.

—Dejadme explicaros una cosa, Asha’man —dijo Pevara al tiempo que se inclinaba hacia adelante—. Ésta sí es mi lucha. Si la Sombra se apodera de esta torre, tendrá consecuencias terribles para la Última Batalla. He aceptado responsabilizarme de vos y de los vuestros; no renunciaré a ese compromiso por las buenas.

—¿Cómo que habéis aceptado «responsabilizaros» de nosotros? ¿Qué significa eso?

«Ah, quizá no debí hablar de ello». Sin embargo, si iban a ser aliados tal vez él debería saberlo.

—La Torre Negra necesita orientación —explicó.

—¿Así que ésa es la razón de vincularnos? —inquirió Androl—. ¿Para… meternos en un corral, como garañones a los que domar?

—No seáis necio. Seguro que reconoceréis el valor de la experiencia de la Torre Blanca.

—No sé si afirmaría tal cosa —respondió Androl—. Con la experiencia llega una determinación de aferrarse a los procedimientos propios, de eludir experiencias nuevas. Todas las Aes Sedai dais por sentado que la forma en que se han hecho las cosas es el único modo de hacerlas. Bien, pues, la Torre Negra no dejará que la sometáis. Somos capaces de cuidar de nosotros mismos.

—Y hasta ahora lo habéis hecho maravillosamente bien, ¿no?

—Eso ha sido un golpe bajo —reprochó él en voz queda.

—Tal vez lo ha sido —admitió—. Lo siento.

—Vuestras motivaciones no me sorprenden —continuó Androl—. Lo que os proponíais al venir aquí resultaba evidente hasta para el soldado más débil. La pregunta que quiero haceros es: ¿por qué, de todas las mujeres que hay en la Torre Blanca, mandaron hermanas Rojas a vincularnos?

—¿Y quién mejor? Nos hemos dedicado toda la vida a tratar con hombres capacitados para encauzar.

—Vuestro Ajah está condenado a desaparecer.

—¿De veras?

—Su razón de existir es que deis caza a hombres que encauzan —dijo Androl—. Para amansarlos. Para… deshaceros de ellos. Bien, pues, la Fuente está limpia.

—Eso es lo que todos vosotros decís.

—Lo está, Pevara. Todo llega y todo pasa, y la Rueda gira. Hubo un tiempo en que la Fuente era pura, y había de volver a serlo algún día. Ha ocurrido.

«¿Y la forma en que miras a las sombras, Androl? —pensó Pevara—. ¿Es eso una indicación de pureza? ¿Y el modo en que Nalaam masculla en idiomas desconocidos? ¿Crees que no nos hemos dado cuenta de esas cosas?»

—Tenéis dos opciones como Ajah —prosiguió el hombre—. Podéis seguir dándonos caza, sin hacer caso de la evidencia de que la Fuente está limpia, o podéis renunciar a pertenecer al Ajah Rojo.

—Tonterías. De todos los Ajahs, el Rojo debería ser vuestro principal aliado.

—¡El único propósito de que exista es nuestra destrucción!

—Existe para asegurarse de que hombres capaces de encauzar no se hagan daño a sí mismos ni se lo hagan sin querer a quienes los rodean. ¿No os parece que también es uno de los propósitos de la Torre Negra?

—Supongo que puede serlo en parte. El único propósito que se me dijo es que habíamos de convertirnos en armas para el Dragón Renacido, pero evitar que buenos hombres se hagan daño sin el entrenamiento adecuado también es importante.

—Entonces, podemos converger en esa idea, ¿o no?

—Me gustaría creer que tal cosa es posible, Pevara, pero he visto la forma en que vos y las vuestras nos miráis. Nos veis como… Como una mancha que hay que limpiar o como veneno que hay que embotellar.

Pevara negó con la cabeza.

—Si lo que decís es verdad y la Fuente está limpia, entonces los cambios llegarán, Androl. El Ajah Rojo y los Asha’man trabajarán juntos en un propósito común y crecerán con el tiempo. Estoy dispuesta a trabajar con vosotros ahora, aquí.

—A contenernos.

—A guiaros. Por favor, confiad en mí.

Él la observó a la luz de las numerosas lámparas del cuarto. El rostro varonil era sincero. Pevara comprendió el motivo de que otros lo siguieran a pesar de que era el más débil de todos. Poseía una extraña mezcla de pasión y humildad. Ojalá no fuera un… Bueno… Lo que era.

—Me gustaría poder creeros —dijo Androl, que desvió la mirada—. Sois distinta de las otras, lo admito. No parecéis Roja.

—Creo que descubriríais que hay más diversidad entre nosotras de lo que suponéis. No es un único motivo lo que lleva a una mujer a elegir el Rojo.

—Aparte de la androfobia, queréis decir.

—Si os odiáramos, ¿habríamos venido con la intención de vincularos?

Eso era una evasiva, a decir verdad. Aunque ella no sintiera aversión hacia los hombres, había muchas Rojas que sí; cuando menos, muchas los miraban con desconfianza. Albergaba la esperanza de cambiar eso.

—A veces las motivaciones de las Aes Sedai son extrañas —dijo Androl—. Eso lo sabe todo el mundo. En cualquier caso, por diferente que vos seáis de muchas de vuestras hermanas, he visto esa mirada en vuestros ojos. —Meneó la cabeza—. No creo que hayáis venido para ayudarnos. Como tampoco creo que las Aes Sedai que cazaban hombres encauzadores pensaran realmente que los estaban ayudando. Y como tampoco creo que el verdugo piense que le hace un favor al reo al matarlo. El solo hecho de que haya que hacer ciertas cosas no convierte en amigo a quien las lleva a cabo, Pevara Sedai. Lo siento.

Retomó el trabajo con las piezas de cuero, cerca de la luz de una linterna que había en la mesa.

Pevara notó que su irritación iba en aumento. Había estado a punto de conseguirlo. Le caían bien los hombres; a menudo había pensado que podía ser ventajoso tener Guardián. ¿Es que ese necio era incapaz de ver la mano que se le tendía a través del abismo?

«Tranquilízate, Pevara —pensó—. No llegarás a ninguna parte si te domina la ira». Necesitaba tener a ese hombre de su parte.

—Eso va a ser una silla, ¿no? —dijo.

—Sí.

—Escalonáis las puntadas.

—Es mi método —contestó él—. Sirve para prevenir rasgaduras con el estiramiento. Además, me parece que queda bonito así.

—Usáis un buen hilo de lino, ¿verdad? ¿Encerado? ¿Y utilizáis un cincel de costura de una cabeza o de dos? No lo vi bien.

—¿Sabéis algo de talabartería? —le preguntó, al tiempo que la miraba con aire desconfiado.

—Por mi tío —repuso—. Me enseñó algunas cosas. Me dejaba trabajar en su taller cuando era pequeña.

—Quizá lo conozca.

Se quedó callada. A pesar de todos los comentarios de Androl respecto a que era buena para llevar una conversación hacia donde quería, había dirigido la que sostenían ahora hacia donde no quería ir.

—¿Y bien? —insistió él—. ¿De dónde es vuestro tío?

—De Kandor.

—¿Sois kandoresa? —inquirió, sorprendido.

—Pues claro que lo soy. ¿Es que no lo parezco?

—Es sólo que me creía capaz de reconocer cualquier acento —contestó Androl mientras tensaba un par de puntadas—. He estado allí. A lo mejor sí conozco a vuestro tío.

—Está muerto. Asesinado por Amigos Siniestros.

Androl se quedo callado.

—Lo siento —dijo después.

—De eso hace ya más de cien años. Echo de menos a mi familia, pero todos habrían muerto a estas alturas aunque los Amigos Siniestros no los hubieran matado. Todos los que conocía allí están muertos.

—En tal caso, mi pesar es más profundo. De verdad.

—Pasó ya hace mucho —manifestó Pevara—. Los recuerdo con cariño, sin que me importune el dolor. ¿Y qué me decíais de vuestra familia? ¿Tenéis hermanos? ¿Sobrinas, sobrinos?

—Unos pocos de cada.

—¿Los veis alguna vez?

Androl la miró de nuevo antes de hablar.

—Intentáis meterme en una conversación amistosa para demostrar que no os sentís incómoda teniéndome cerca. Pero he visto el modo en que vosotras, las Aes Sedai, miráis a personas de mi misma condición.

—Yo no…

—Decid que no os parecemos repulsivos.

—No creo que lo que hacéis sea…

—Una respuesta directa, Pevara.

—Muy bien, de acuerdo. Los hombres que encauzan me hacen sentir incómoda. Vos provocáis que sienta picazón por todas partes, y va en aumento cuanto más tiempo llevo aquí, rodeada por vosotros.

Androl asintió con aire satisfecho por haber conseguido que lo admitiera.

—Sin embargo —prosiguió Pevara—, me siento así porque es algo que se ha ido arraigando en mí a lo largo de décadas. Lo que hacéis es tremendamente anormal, pero vos no me desagradáis. Sois un hombre que intenta hacer las cosas lo mejor posible, y no puedo pensar que eso sea causa de desagrado. En cualquier caso, estoy dispuesta a dejar atrás mis inhibiciones por el bien de todos.

—Es más de lo que había esperado, supongo. —Androl miró hacia los cristales de la ventana contra los que repiqueteaba la lluvia—. La infección está limpia. De modo que ya no es anormal que un hombre encauce. Ojalá... Cómo me gustaría poder demostrároslo, mujer. —Volvió la vista hacia ella de repente—. ¿Cómo se crea uno de esos círculos que habéis mencionado?

—Bueno, en realidad nunca lo he llevado a cabo con un encauzador, por supuesto —manifestó Pevara—. Leí algunas cosas antes de venir aquí, pero gran parte de los expedientes que tenemos se basan en meros rumores. Son tantas las cosas que se han perdido… Veamos, para empezar, debéis poneros al filo de abrazar la Fuente, y después tenéis que abriros a mí. Así es como se establece la coligación.

—De acuerdo. Vos no estáis asiendo la Fuente, sin embargo.

Era realmente injusto que un hombre supiera si una mujer asía el Poder Único o no. Pevara abrazó la Fuente y se hinchió del dulce néctar que era el Saidar.

Buscó el contacto con Androl para coligarse con él igual que lo hacía con una mujer. Era así como se suponía que debía empezar, según las anotaciones. Pero no se parecía en nada. El Saidin era un torrente, y lo que había leído era cierto: no le era posible hacer nada con los flujos.

—Funciona; mi poder fluye hacia vos —musitó Androl.

—Sí, pero cuando un hombre y una mujer se coligan es él quien ha de asumir el control. Debéis poneros al frente.

—¿Cómo? —preguntó Androl.

—Lo ignoro. Yo intentaré pasaros la iniciativa ahora. Vos debéis controlar los flujos.

Él la miró y Pevara se preparó para pasarle el control. No obstante, de algún modo, fue él quien lo asió. Pevara se encontró atrapada en la tempestuosa coligación, atraída bruscamente como si le tiraran del pelo y la arrastraran.

La fuerza casi hizo que le castañetearan los dientes, y la sensación fue como si le estuvieran arrancando la piel. Cerró los ojos, hizo una profunda inhalación, y se obligó a no resistirse. Había hecho aquello porque quería; porque podía ser útil. Pero no pudo evitar sentir un instante de pánico.

Estaba coligada con un encauzador, una de las cosas más temibles que conocía. Ahora él tenía control sobre ella, por completo. El poder de Pevara fluyó a través de ella y se derramó en Androl, que dio un respingo.

—Cuánto… —susurró el hombre—. Luz, sois muy fuerte.

Pevara se permitió sonreír. La coligación iba unida a una avalancha de percepción. Percibió las emociones de Androl. Estaba tan asustado como ella. Y era muy… íntegro. Pevara había imaginado que estar coligada con él sería terrible debido a la locura, pero no percibía nada que se le pareciera.

Empero, el Saidin… Ese fuego líquido con el que Androl se debatía, como una serpiente que intentaba consumirlo. Pevara se echó hacia atrás.

¿Estaba infectado? No podía negarlo con certeza. El Saidin era tan diferente, tan ajeno a ella… Informes fragmentados sobre los primeros días describían la infección como una mancha de aceite sobre un río. Bien, alcanzaba a ver un río; más bien un arroyo. Por lo visto, Androl había sido sincero con ella y tenía muy poca fuerza. No percibió mancha de infección; claro que tampoco sabía qué tenía que buscar.

—Me pregunto… —empezó a decir Androl—. Me pregunto si podría abrir un acceso con este poder.

—Los accesos ya no funcionan en la Torre Negra.

—Lo sé, pero aun así percibo que lo tengo al alcance, un poco más allá de las puntas de los dedos —explicó él.

Pevara abrió los ojos y lo miró. Sentía la sinceridad dentro del círculo, pero crear un acceso requería muchísimo Poder Único, al menos para una mujer. Androl debía de poseer una magnitud demasiado débil para ese tejido. ¿Sería necesario un nivel de fuerza diferente para un hombre?

Utilizando de algún modo su poder mezclado con el de él, Androl adelantó una mano. Pevara lo sintió tirar del Poder Único a través de ella; trató de mantener la compostura, pero no le gustaba que él tuviera el control. ¡No podía hacer nada!

—Androl, soltadme —dijo.

—Es maravilloso… —susurró él al tiempo que se ponía de pie, desenfocados los ojos—. ¿Es esto lo que se siente, siendo uno de los otros? ¿Los que tienen fuerza en el Poder?

Absorbió más poder de Pevara y lo utilizó. Los objetos del cuarto empezaron a alzarse en el aire.

—¡Androl!

Pánico. Era el mismo pánico que había experimentado cuando supo que sus padres habían muerto. No había vuelto a sentir un terror así hacía más de un siglo, desde que se sometió a la prueba para obtener el chal.

El hombre tenía el control de su poder para encauzar. Un control absoluto. Pevara empezó a jadear e intentó conectar con él. No podía utilizar el Saidar mientras él no lo soltara y se lo pasara; pero también podía usarlo contra ella. Imágenes del hombre valiéndose de la fuerza de ella para atarla con Aire pasaron veloces por su mente. No estaba en su mano romper la coligación. Sólo podía hacerlo él.

De pronto, Androl fue consciente de lo que pasaba y se le desorbitaron los ojos. El círculo se desvaneció como un parpadeo y Pevara recobró su poder. Sin pensarlo, arremetió. Aquello no volvería a pasar. El control lo tendría ella. Los tejidos surgieron antes de que se diera cuenta de lo que hacía.

Androl cayó de rodillas mientras echaba la cabeza hacia atrás y con una mano barría la superficie de la mesa, tirando herramientas y trozos de cuero al suelo. El hombre soltó un grito ahogado.

—¿Qué habéis hecho? —dijo, jadeante.

—Taim dijo que podíamos elegir a cualquiera de vosotros —farfulló Pevara a la par que se daba cuenta de lo que había hecho.

Lo había vinculado. En cierto modo, lo que le había hecho él, pero a la inversa. Trató de calmar los latidos desenfrenados del corazón. Una percepción del hombre brotó en el fondo de su mente, semejante a la experimentada cuando estaban unidos en el círculo, pero más personal. Más íntima.

—¡Taim es un monstruo! —gruñó él—. Vos lo sabéis. ¿Aceptáis lo que dice que podéis hacer y lo lleváis a cabo sin mi permiso?

—Yo… Yo…

Androl apretó los dientes y Pevara notó algo de inmediato. Algo ajeno, algo extraño. Era como mirarse a sí misma. Como sentir sus emociones volviendo a ella una y otra y otra vez en un giro interminable.

Su yo, su esencia, mezclada con la de él durante lo que parecía una eternidad. Sabía lo que significaba ser él, pensar como él. Vio la vida del hombre en un abrir y cerrar de ojos, se quedó absorta en sus recuerdos. Emitió un grito ahogado y cayó de rodillas delante del hombre.

La sensación casi se disipó; no del todo, pero perdió intensidad. El proceso era como haber nadado cien leguas a través de agua hirviente y emerger en ese momento habiendo olvidado lo que era tener sensaciones normales.

—Luz… —susurró—. ¿Qué ha pasado?

Androl yacía de espaldas en el suelo. ¿Cuándo se había caído? El hombre parpadeó y miró el techo.

—He visto hacerlo a alguno de los otros. Algunos Asha’man vinculan a sus esposas.

—¿Me habéis vinculado? —inquirió, horrorizada.

Androl gimió y rodó sobre el costado.

—Vos me lo hicisteis primero.

Espantada, Pevara se dio cuenta de que aún podía sentir las emociones de él. Su esencia. Incluso podía comprender parte de lo que estaba pensando. No los pensamientos en sí, sino ciertas sensaciones que eran producto de esos pensamientos.

Androl sentía desconcierto, preocupación y… curiosidad. Curiosidad respecto a la nueva experiencia. «¡Estúpido!»

Pevara había confiado en que, de algún modo, los dos vínculos se hubieran anulado el uno al otro. Pero no había ocurrido así.

—Tenemos que poner fin a esto —dijo la mujer—. Os liberaré, lo juro. Solamente… liberadme.

—No sé cómo hacerlo —contestó Androl; se puso de pie y respiró hondo—. Lo siento.

Decía la verdad.

—Lo del círculo fue una mala idea —comentó Pevara.

Androl le tendió la mano para ayudarla a ponerse de pie, pero ella no la aceptó y se incorporó por su cuenta.

—Me parece que fue una mala idea vuestra antes que mía.

—En efecto —admitió ella—. Fue mía antes, pero puede que sea una de las peores que he tenido. —Se sentó—. Hemos de reflexionar sobre lo ocurrido, hallar el modo de…

La puerta de la tienda se abrió de golpe.

Androl giró velozmente sobre los talones al tiempo que Pevara abrazaba la Fuente. Androl empuñó el troquelador como si fuese un arma. También había asido el Poder Único. Pevara percibía esa fuerza ardiente dentro de él; débil por su escaso poder, como un pequeño chorro de magma, pero aun así abrasadora. Percibió el temor reverencial del hombre. Así que experimentaba lo mismo que ella. Abrirse al Poder Único era como ver por primera vez, como si el mundo cobrara vida.

Por fortuna, ni el arma improvisada ni el Poder Único eran necesarios. El joven Evin se encontraba en el umbral; la lluvia le resbalaba por las mejillas. Cerró la puerta y se dirigió presuroso hacia el banco de trabajo de Androl.

—Androl, es… —Se quedó paralizado al verla a ella.

—Evin, estás solo —dijo Androl.

—He dejado a Nalaam para que vigile —explicó, jadeante—. Era importante, Androl.

—No debemos quedarnos solos nunca, Evin —lo reprendió Androl—. Jamás. Siempre en parejas. Sea cual sea la emergencia que surja.

—Lo sé, lo sé. Lo lamento. Es que… la noticia, Androl… —Echó una ojeada hacia Pevara.

—Habla —instó Androl.

—Welyn y su Aes Sedai han regresado —informó Evin.

Pevara percibió la tensión repentina que experimentaba Androl.

—¿Es aún… uno de nosotros? —preguntó luego.

Evin negó con la cabeza.

—Es uno de ellos —confirmó, descompuesto el semblante—. Probablemente Jenare Sedai también lo es. No la conozco lo suficiente para estar seguro. Sin embargo, Welyn… Sus ojos ya no son los de antes y ahora sirve a Taim.

Androl gimió. Welyn había salido con Logain. Androl y los otros habían abrigado la esperanza de que, aunque hubieran capturado a Mezar, Logain y Welyn estuvieran libres y siguieran siendo los de siempre.

—¿Y Logain? —susurró Androl.

—No ha venido —respondió el muchacho—. Pero Welyn dice que Logain regresará pronto. Y que se ha reunido con Taim y han resuelto sus diferencias. Welyn no deja de prometer que Logain llegará mañana para demostrarlo. Androl, se acabó. Ahora hemos de admitirlo. Lo han atrapado.

Pevara percibió que Androl coincidía con el chico; y también notó su espanto, espejo del que experimentaba ella misma.

Aviendha se movió a través de los oscuros campamentos en silencio.

Tantos grupos. Debía de haber al menos unas cien mil personas reunidas allí, en Campo de Merrilor. Todas esperando. Como cuando uno inhalaba y contenía la respiración antes de dar un gran salto.

Los Aiel la vieron, pero Aviendha no se acercó a ellos. Los habitantes de las tierras húmedas no repararon en ella, excepto un Guardián que la vio mientras bordeaba el campamento de las Aes Sedai. En aquel campamento había mucho movimiento y actividad. Había ocurrido algo, aunque Aviendha sólo captó fragmentos deslavazados. Algo de un ataque trolloc en algún sitio.

Oyó lo suficiente para determinar que el ataque se había producido en Andor, en la ciudad de Caemlyn. Había preocupación por si los trollocs abandonaban la ciudad y empezaban a arrasar todo el país.

Tenía que saber algo más; ¿danzarían las lanzas esa noche? A lo mejor Elayne compartía con ella todo lo que sabía. Se alejó en silencio del campamento Aes Sedai. Pisar sin hacer ruido en aquellas tierras húmedas, con sus plantas exuberantes, presentaba retos distintos de los de la Tierra de los Tres Pliegues. Allí, el terreno seco a menudo era polvoriento, lo cual amortiguaba el ruido de los pasos. Aquí, una ramita seca podía encontrarse escondida, inexplicablemente, debajo de la hierba húmeda.

Intentó no pensar lo agostada que le parecía esa hierba. Antaño, habría considerado una vegetación exuberante aquellas plantas de tonos pardos. Ahora, sabía que no deberían tener una apariencia tan desvaída y tan… mustia.

Plantas marchitas. Pero ¿qué estaba pensando? Meneó la cabeza y se deslizó, entre las sombras, fuera del campamento Aes Sedai. Se planteó regresar a hurtadillas y sorprender al Guardián —que se encontraba oculto en una grieta tapizada de musgo marchito que había en un antiguo edificio derruido, desde donde vigilaba el perímetro del campamento Aes Sedai—, pero descartó enseguida la idea. Quería reunirse con Elayne y preguntarle los detalles del ataque.

Se aproximó a otro campamento ajetreado, situado al resguardo de las ramas desnudas de un árbol —ignoraba qué clase de árbol era, pero las ramas se extendían mucho a lo ancho y a lo alto— y se deslizó dentro del perímetro vigilado. Un par de habitantes de las tierras húmedas, vestidos de blanco y rojo, se hallaban de «guardia» cerca de una fogata. No captaron su presencia en absoluto, si bien pegaron un brinco y enarbolaron las picas hacia unos matorrales situados a sus buenos treinta pies de distancia cuando un animal los hizo crujir al meterse en ellos.

Aviendha meneó la cabeza con desdén y pasó de largo sin que la vieran.

Adelante. Tenía que seguir adelante. ¿Y qué pasaba con Rand al’Thor y sus planes para el día siguiente? Eran otras preguntas que quería hacerle a Elayne.

Los Aiel precisaban una meta para seguir adelante una vez que Rand al’Thor dejara de necesitarlos. Eso era muy obvio a raíz de sus visiones. Tenía que encontrar una forma de darle eso a su pueblo. Quizá deberían regresar a la Tierra de los Tres Pliegues. Pero… no. No. Se le rompía el corazón, pero debía admitir que si los Aiel hacían eso se dirigirían a sus tumbas. Tal vez su desaparición como pueblo no fuera inmediata, pero llegaría. El mundo cambiante, con nuevos aparatos y nuevas formas de combatir, superaría a los Aiel, y los seanchan jamás los dejarían en paz. Contando con mujeres encauzadoras, no. Y con ejércitos llenos de lanzas que podrían invadirlos en cualquier momento, tampoco.

Se acercaba una patrulla. Aviendha se echó por encima un poco de la maleza parda que había caída para camuflarse y yació junto a un arbusto muerto, totalmente inmóvil. Los guardias pasaron a dos palmos de ella.

«Podríamos atacar a los seanchan ahora —pensó—. En mi visión, los Aiel esperaron casi una generación para atacar, y dejaron que los seanchan reforzaran su posición».

Los Aiel ya hablaban de los seanchan y el inevitable enfrentamiento que acabaría por llegar. Los seanchan forzarían que ocurriera, susurraba todo el mundo. Excepto que, en su visión, habían pasado los años sin que los seanchan atacaran. ¿Por qué? ¿Qué los habría frenado?

Aviendha se incorporó y cruzó a hurtadillas el sendero por el que los guardias habían pasado. Sacó el cuchillo y lo clavó en el suelo. Lo dejó allí, justo al lado de un farol colgado de un poste, claramente visible incluso para los ojos de un habitante de las tierras húmedas. Luego se deslizó entre las sombras de la noche y se ocultó detrás de la tienda grande, que era a donde se dirigía.

Se agachó y practicó la respiración silenciosa a fin de tranquilizarse a través de la cadencia rítmica. Dentro de la tienda se oían voces apagadas, ansiosas. No sería correcto escuchar a escondidas.

Cuando la patrulla pasó otra vez, se puso de pie. Cuando los oyó gritar al descubrir su cuchillo, se deslizó alrededor de la tienda hacia los faldones de la entrada. Allí, evitando llamar la atención de los guardias, ahora distraídos por la conmoción de hallar allí un arma, alzó uno de los faldones y entró.

Al fondo de la amplia tienda había gente sentada a una mesa alumbrada por una lámpara. Estaban tan absortos en la conversación que no la vieron, así que se acomodó cerca de unos cojines y esperó.

Era muy difícil no oír lo que hablaban, ahora que se encontraba tan cerca.

—¡… hemos de enviar de vuelta a nuestras fuerzas! —barbotó un hombre—. La caída de la capital es un símbolo, majestad. ¡Un símbolo! No podemos abandonar Caemlyn, o toda la nación se hundirá en el caos.

—Subestimáis la fortaleza del pueblo andoreño —repuso Elayne.

Parecía mantener un perfecto control, mostraba una gran firmeza; el cabello rubio rojizo brillaba con intensidad a la luz de la lámpara. Varios de sus comandantes de combate se hallaban detrás de ella, como dando autoridad y estabilidad a la reunión. Aviendha se sintió complacida al ver un brillo fogoso en los ojos de su primera hermana.

—He estado en Caemlyn, lord Lir —prosiguió Elayne—. Y he dejado una pequeña fuerza de soldados allí para que vigile y dé aviso si los trollocs abandonan la ciudad. Nuestros espías utilizan accesos para deambular a escondidas por la ciudad con la misión de descubrir dónde tienen a los cautivos los restantes trollocs. Cuando lo sepamos, organizaremos operaciones de rescate si los trollocs siguen ocupando la ciudad.

—Pero ¿y la propia ciudad? —empezó a gritar lord Lir.

—Caemlyn está perdida, Lir —espetó lady Dyelin—. Seríamos unos necios si intentáramos organizar cualquier tipo de ataque ahora.

Elayne asintió con la cabeza a lo dicho por la noble.

—He celebrado una conferencia con las otras Cabezas Insignes y están de acuerdo con mi valoración. De momento, los refugiados que han huido están a salvo. Los he enviado a Puente Blanco, con guardias. Si aún hubiera gente viva dentro de Caemlyn, intentaremos rescatarla a través de accesos, pero no asignaré todas mis fuerzas a lanzar un ataque general contra las murallas de Caemlyn.

—Pero…

—Tomar la ciudad ahora sería un esfuerzo infructuoso —lo interrumpió Elayne con dureza—. ¡Sé muy bien el daño que se le puede infligir a un ejército que asalte esas murallas! Andor no se desmoronará por la pérdida de una ciudad, por importante que sea esa urbe. —Su rostro semejaba una máscara y su voz sonaba fría como un buen acero templado.

»Los trollocs acabarán abandonando la ciudad —prosiguió—. No ganan nada manteniendo la ocupación. Se morirían de hambre, como poco. Una vez que salgan, podremos combatirlos, y lo haremos en un terreno más propicio. Si lo deseáis, lord Lir, podéis visitar la ciudad vos mismo y comprobar que lo que digo es cierto.

—Creo que lo haré —asintió Lir, ceñudo el gesto.

—Entonces, tomad nota de mi plan. Empezaremos enviando exploradores antes de que acabe la noche para que intenten descubrir grupos de civiles a los que rescatar, y… Aviendha, por la piedra cagada de una jodida cabra, ¿se puede saber qué puñetas estás haciendo?

Dejando la tarea de arreglarse las uñas con su segundo cuchillo, Aviendha alzó la vista. «¿Piedra cagada de una jodida cabra?» Eso era nuevo. Elayne siempre se sabía unas maldiciones muy interesantes.

Los tres Cabezas Insignes sentados a la mesa se incorporaron de un brinco, tirando las sillas; trastabillando, llevaron la mano a la espada. Elayne permanecía sentada en su sitio, todavía con los ojos y la boca abiertos de par en par.

—Es una mala costumbre —admitió Aviendha mientras se guardaba el cuchillo en la bota—. Llevaba las uñas demasiado largas, pero no debería haberlo hecho en tu tienda, Elayne. Lo siento. Espero no haberte ofendido.

—No me refiero a las malditas uñas, Aviendha —repuso Elayne—. ¿Cómo…? ¿Cuándo has llegado? ¿Por qué no te anunciaron los guardias?

—Es que no me vieron —contestó—. No quería armar un lío, y los habitantes de las tierras húmedas pueden ser muy quisquillosos. Pensé que quizá me negaran el paso, como ahora eres la reina.

Sonrió mientras decía la última frase. Elayne tenía mucho honor; la forma de convertirse en una cabecilla entre los habitantes de las tierras húmedas distaba de ser la correcta (las costumbres allí eran muy atrasadas), pero Elayne había llevado bien las cosas y había conquistado el trono. Aviendha no se habría sentido más orgullosa de una hermana de lanza que hubiera tomado a un jefe de clan como gai’shain.

—¿No te…? —Empezó Elayne. De repente sonrió—. Atravesaste todo el campamento hasta mi tienda, en el centro, y luego te colaste dentro y te sentaste a cinco pies de mí. Y nadie te vio.

—No quería meter jaleo.

—Tienes un modo extraño de no hacerlo.

Los compañeros de Elayne no reaccionaron con tanta calma. Uno de los tres, el joven lord Perival, miró en derredor con ojos preocupados, como si buscara otros intrusos.

—Mi reina —dijo Lir—, ¡debemos castigar esta brecha en la seguridad! Encontraré a los hombres que fueron negligentes y me encargaré de que reciban…

—Calma —pidió Elayne—. Yo hablaré con mis guardias y les sugeriré que mantengan los ojos un poco más abiertos. Aun así, vigilar la entrada de la tienda es una precaución absurda. Lo ha sido siempre, ya que alguien puede abrirse paso por detrás cortando la lona.

—¿Y echar a perder una buena tienda? —argumentó Aviendha, que hizo un gesto de desagrado con los labios—. Sólo si tuviéramos una enemistad por derramamiento de sangre, Elayne.

—Lord Lir, si queréis, podéis ir a inspeccionar la ciudad. Desde una distancia segura, se entiende —propuso Elayne mientras se levantaba—. Si alguno de los demás desea acompañarlo, puede hacerlo. Dyelin, te veré por la mañana.

—De acuerdo.

Los lores saludaron por turno, tras lo cual abandonaron la tienda sin dejar de mirar con desconfianza a Aviendha. Dyelin se limitó a menear la cabeza antes de ir tras ellos, y Elayne mandó a sus comandantes de combate que fueran a coordinar la exploración de la ciudad. Lo cual dejó a Elayne y a Aviendha solas en la tienda.

—Luz, Aviendha —dijo Elayne mientras la abrazaba—. Si la gente que quiere verme muerta tuviera la mitad de tu destreza…

—¿He hecho algo indebido?

—¿Aparte de entrar a hurtadillas en mi tienda como un asesino?

—Pero tú eres mi primera hermana… —empezó Aviendha—. ¿Tendría que haberme anunciado? Pero no estamos debajo de un techo. ¿O es que entre los habitantes de las tierras húmedas una tienda se considera un techo, como en un dominio? Lo siento, Elayne. ¿Tengo toh contigo? Sois un pueblo con reacciones tan imprevisibles que resulta difícil saber lo que os ofende y lo que no.

Elayne se echó a reír.

—Aviendha, eres una joya. Una joya total y verdadera. Luz, qué alegría tenerte aquí. Necesitaba ver un rostro amigo esta noche.

—¿Caemlyn ha caído? —preguntó.

—Casi. —El semblante de Elayne adquirió una expresión más y más fría—. Fue la condenada puerta de los Atajos. Pensé que era segura… La tenía poco menos que tapada con ladrillos, con cincuenta guardias en la puerta y las hojas de Avendesora quitadas y puestas ambas en la parte exterior.

—Alguien dentro de Caemlyn los dejó pasar, entonces.

—Amigos Siniestros. Una docena de miembros de la guardia… Tuvimos la suerte de que un hombre sobrevivió a la traición y logró escapar. Luz, no sé por qué tenía que sorprenderme. Si están en la Torre Blanca, también están en Andor. Pero éstos eran hombres que habían vuelto la espalda a Gaebril y que parecían leales. Esperaron todo este tiempo para traicionarnos ahora.

Aviendha hizo una mueca, pero acercó una silla para reunirse con Elayne en la mesa, en lugar de sentarse en el suelo. Su primera hermana prefería sentarse de ese modo. Tenía el vientre hinchado por los bebés que crecían en él.

—Mandé a Birgitte con los soldados a la ciudad para ver qué más se podía hacer —explicó Elayne—. Pero hemos hecho todo cuanto ha sido posible esta noche. La ciudad está vigilada y los refugiados han sido atendidos. Luz, ojalá pudiera hacer algo más. Lo peor de ser reina no son las cosas que una debe hacer, sino las que no puede hacer.

—Les presentaremos batalla bien pronto —dijo Aviendha.

—Sí, muy pronto. —Los ojos de Elayne echaban chispas—. Les daré fuego e ira, les pagaremos con la misma moneda por los incendios que desataron sobre mi pueblo.

—Te oí decir a esos hombres que no atacaríais la ciudad.

—No. No les daré la satisfacción de que defiendan mis propias murallas contra mí. Le he dado una orden a Birgitte; los trollocs acabarán abandonando Caemlyn, de eso no nos cabe duda. Birgitte se ocupará de acelerar esa partida a fin de poder combatir contra ellos fuera de la ciudad.

—No dejar que el enemigo elija el campo de batalla —convino Aviendha al tiempo que asentía con la cabeza—. Buena estrategia. ¿Y… el encuentro con Rand?

—Asistiré a la reunión. Debo hacerlo, y lo haré. Más le vale no hacer teatro y dejarse de evasivas. Mis súbditos mueren, mi ciudad está envuelta en llamas, el mundo se encuentra a dos pasos del borde del precipicio. Me quedaré sólo hasta la tarde; después de eso, regreso a Andor. —Vaciló. —¿Vendrás conmigo?

—Elayne… —empezó Aviendha—. No puedo dejar a mi pueblo. Ahora soy una Sabia.

—¿Fuiste a Rhuidean?

—Sí. —Aunque le dolía guardar secretos no dijo nada de las visiones— que había tenido allí.

—Excelente, yo… —Alguien interrumpió a Elayne.

—Majestad —llamó el guardia de la puerta desde fuera—. Una mensajera para vos.

—Que pase.

El guardia retiró el faldón de la entrada para que pasara una joven de la Guardia Real con el galón de mensajero en la chaqueta. Saludó con una florida reverencia quitándose el sombrero con una mano mientras le tendía una carta con la otra.

Elayne la tomó, pero no la abrió. La mensajera se retiró.

—Quizás aún podamos luchar juntas, Aviendha —dijo Elayne—. Si me salgo con la mía, tendré Aiel conmigo cuando reclame Andor. Los trollocs en Caemlyn presentan una seria amenaza para todos nosotros; incluso si expulso a la fuerza principal, la Sombra puede seguir soltando Engendros de la Sombra a través de esa puerta de los Atajos.

»Estoy pensando que, mientras mis ejércitos luchan contra el cuerpo principal de trollocs en el exterior de Caemlyn (antes habré de encontrar el modo de hacer inhabitable la ciudad para los Engendros de la Sombra), enviaré una fuerza menor a través de un acceso para que se apodere de la puerta de los Atajos. Si pudiéramos contar con la ayuda de los Aiel para conseguirlo…

Mientras hablaba, abrazó la Fuente —Aviendha vio el brillo que la envolvía— y con gesto ausente abrió la carta rompiendo el sello con un hilo de Aire.

Aviendha enarcó una ceja.

—Lo siento —dijo Elayne—, he llegado a un punto del embarazo en el que puedo volver a encauzar sin fallos y no dejo de buscar excusas para hacerlo.

—No pongas en peligro a los bebés —aconsejó Aviendha.

—No voy a hacer tal cosa. Eres tan pesada como Birgitte. Al menos aquí no hay nadie que tenga leche de cabra. Min dice… —Dejó sin terminar la frase mientras movía los ojos de lado a lado y leía la carta. Su expresión se ensombreció y Aviendha se preparó para recibir una mala noticia.

—Oh, ese hombre… —farfulló Elayne.

—¿Rand?

—Creo que un día de éstos voy a estrangularlo.

Aviendha tensó la mandíbula.

—Si te ha ofendido…

Elayne le dio vuelta a la carta.

—Insiste en que regrese a Caemlyn para cuidar de mi pueblo. Me da una docena de razones para hacerlo, e incluso llega a decir que «me libera de mi obligación» de reunirme con él mañana.

—No debería insistirte en nada.

—Sobre todo de un modo tan enérgico —convino Elayne—. Luz, qué inteligente por su parte. Es obvio que intenta obligarme a que me quede. Hay un toque de Daes Dae’mar en esto.

—Hablas como si te sintieras orgullosa —insinuó Aviendha con cierta vacilación—. ¡Y sin embargo deduzco que esta carta está a un paso de ser insultante!

—Estoy orgullosa —confirmó Elayne—. Y enfadada con él. Pero orgullosa porque sabe cómo enfurecerme así. ¡Luz! Aún podremos hacer de ti un rey, Rand. ¿Por qué me quiere a su lado en la reunión con tanto empeño?

—¿Es que entonces no sabes lo que planea?

—No. Obviamente tiene relación con todos los gobernantes. Pero asistiré, aun cuando es muy probable que tenga que hacerlo sin haber dormido nada esta noche. Me reúno con Birgitte y con mis otros comandantes dentro de una hora a fin de repasar los planes para echar a los trollocs de Caemlyn y después destruirlos.

Tras aquellos ojos suyos aún ardía un fuego. Elayne era una verdadera guerrera, tanto como la que más, de cuantas había conocido Aviendha.

—He de encontrarme con él —le dijo a Elayne.

—¿Esta noche?

—Esta noche. La Última Batalla empezará pronto.

—En lo que a mí concierne, empezó en el momento en que esos malditos trollocs pisaron Caemlyn —rezongó Elayne—. La Luz nos asista. Ya ha empezado.

—Entonces llegará el día de morir —manifestó Aviendha—. Muchos de nosotros despertaremos de este sueño. Puede que no haya otra noche para Rand y para mí. En parte, vine a verte para hablarte de esto.

—Tienes mi bendición —respondió Elayne en voz queda—. Eres mi primera hermana. ¿Has pasado tiempo con Min?

—No lo suficiente, y, en otras circunstancias, remediaría esa omisión de inmediato. Pero no queda tiempo.

Elayne asintió con la cabeza.

—Creo que se siente mejor respecto a mí —comentó Aviendha—. Me hizo un gran honor al ayudarme a comprender el último paso para convertirme en una Sabia. Quizá sería oportuno adaptar algunas costumbres. No lo hemos hecho mal, teniendo en cuenta las circunstancias. Me gustaría hablar con ella y que tú estuvieras, si queda tiempo.

—Puedo disponer de unos minutos entre reunión y reunión. Mandaré a buscarla.