17

Mayor, mas curtido

Resultó infructuosa —dijo una voz que llegó a través del amodorramiento de Mat.

Algo le raspaba la cara a Mat. Era el peor colchón en el que había dormido en toda su vida. Iba a leerle la cartilla al posadero hasta que le devolviera su dinero.

—Es muy difícil perseguir al asesino —continuó esa voz molesta—. La gente que se cruza con él no lo recuerda. Si el Príncipe de los Cuervos tuviera información sobre cómo hay que rastrearlo, me gustaría mucho que nos los dijera.

¿Por qué dejaba el posadero que esa gente entrara en su habitación? Empezó a emerger de un maravilloso sueño relacionado con Tuon, en el que no había nada que le preocupara. Abrió el ojo, con cara de sueño, y se encontró mirando un cielo encapotado en lugar del techo de una posada.

«Pero qué puñetas», pensó con un gemido. Se habían quedado dormidos en el jardín. Se sentó y descubrió que estaba completamente desnudo a excepción del pañuelo atado al cuello, con sus ropas y las de Tuon extendidas debajo de ellos. Había tenido la cara apoyada en un manojo de hierbajos.

Sentada a su lado y sin preocuparse por estar completamente desnuda, Tuon hablaba con un miembro de la Guardia de la Muerte. Musenge se había reclinado sobre una rodilla y tenía la cabeza agachada, con la cara hacia el suelo. Pero… ¡aun así!

—¡Luz! —exclamó al tiempo que alargaba la mano hacia sus ropas.

Tuon se encontraba sentada en su camisa y le asestó una mirada enfadada cuando Mat intentó sacarla de un tirón.

—Enaltecido Señor —le dijo el guardia a Mat, todavía mirando al suelo—. Saludos en vuestro despertar.

—Tuon, ¿por qué te quedas ahí sentada? —demandó Mat, que por fin había conseguido sacar la camisa de debajo del delicioso trasero.

—Como mi consorte, puedes llamarme Fortuona o majestad —dijo ella con severidad—. Detestaría tener que mandar que te ejecutaran antes de que me dieras un hijo, ya que empiezo a tenerte cariño. En lo que respecta a este hombre, es de la Guardia de la Muerte. Han de protegerme a todas horas. A menudo los tengo conmigo cuando me baño. Es su obligación y tiene la cabeza agachada.

Mat empezó a vestirse con precipitación.

Ella hizo otro tanto, aunque no tan deprisa como a Mat le habría gustado. No le hacía gracia que un guardia se comiera a su esposa con los ojos. El sitio donde habían dormido estaba bordeado de pequeños abetos azules, una rareza en el sur; quizá se cultivaban porque eran exóticos. Aunque las agujas empezaban a amarillear, proporcionaban cierta intimidad. Más allá de los abetos había otro círculo de árboles, melocotoneros, le parecieron a Mat, aunque no habría podido asegurarlo por la falta de hojas.

Fuera del jardín empezaban a oírse los sonidos apagados de una ciudad que despertaba, y en el aire había un tenue olor a las agujas de los abetos. La temperatura era lo bastante cálida para dormir fuera sin que resultara incómodo; no obstante, Mat se alegraba de estar vestido.

Un oficial de la Guardia de la Muerte se acercó justo cuando Tuon acababa de vestirse. El guardia, que hizo crujir las agujas secas al pisarlas, se inclinó ante ella.

—Emperatriz, es posible que hayamos atrapado a otro asesino. No es el ser de anoche, ya que no tiene heridas, pero intentaba entrar en palacio a hurtadillas. Hemos pensado que quizá querríais verlo antes de que empecemos con el interrogatorio.

—Traedlo —ordenó Tuon mientras daba tironcitos al vestido para colocarlo bien—. Y que venga el general Karede.

El oficial se retiró y se cruzó con Selucia, que se encontraba cerca del camino que llevaba al claro. La mujer se acercó y se situó al lado de Tuon. Mat se caló el sombrero y se puso al otro lado de Tuon, con la contera de la ashandarei apoyada en la hierba muerta.

Mat sintió lástima por ese pobre necio al que habían sorprendido intentando colarse en palacio. Puede que fuera un asesino, pero también podía tratarse de un mendigo o cualquier otro tonto en busca de emociones. O podría ser…

El Dragón Renacido.

Mat soltó un quedo gemido. Sí, era Rand al que conducían por el camino. Rand parecía mayor, más curtido que la última vez que lo había visto en persona. Por supuesto, lo había visto hacía poco en esas puñeteras visiones. Aunque había aprendido a dejar de pensar en Rand para evitar el remolino de colores, todavía fallaba de vez en cuando.

Fuera como fuese, ver a Rand en persona era diferente. Hacía… Luz, ¿cuánto tiempo hacía? «La última vez que lo vi con mis propios ojos fue cuando me mandó a Salidar a buscar a Elayne». Parecía que hubiera pasado toda una eternidad desde entonces. Fue antes de que viajara a Ebou Dar, antes de que viera al gholam por primera vez. Antes de Tylin. Antes de Tuon.

Mat frunció el entrecejo cuando condujeron a Rand ante Tuon con los brazos atados a la espalda. Ella habló con Selucia moviendo los dedos en su lenguaje de las manos. Rand tenía una expresión serena y no parecía preocupado en lo más mínimo. Vestía una bonita chaqueta en rojo y negro, camisa blanca debajo y pantalón negro. Nada de oro ni de joyas. Y ninguna arma.

—Tuon —empezó Mat—, ése es…

Tuon dejó de hablar con Selucia, se volvió un poco y vio a Rand.

—¡Damane! —gritó, interrumpiendo a Mat—. ¡Que vengan mis damane! ¡Corre, Musicar! ¡¡Deprisa!!

El Guardia de la Muerte retrocedió a trompicones y luego echó a correr llamando a gritos a las damane y al oficial general Karede.

Rand observó la marcha del hombre con aire despreocupado, pese a estar atado.

«Anda, fíjate, si parece un rey», pensó Mat, distraídamente.

Claro que lo más probable era que Rand estuviera loco. Eso explicaría por qué se había acercado a Tuon de esa manera, como si tal cosa. O era eso, o Rand planeaba matarla. Las ataduras no representaban el menor obstáculo para un encauzador.

«Qué puñetas. ¿Cómo es posible que me encuentre en esta situación?», pensó Mat. ¡Había hecho todo cuanto estaba en su mano para evitar a Rand!

Rand le sostuvo la mirada a Tuon. Mat hizo una profunda inhalación y luego se puso delante de ella de un salto.

—Vamos a ver, Rand, mantengamos la calma.

—Hola, Mat —dijo Rand con voz agradable. ¡Luz, vaya si estaba loco!—. Gracias por traerme hasta ella.

—¿Traerte hasta…?

—¿A qué viene esto? —demandó Tuon.

—Yo no… —Mat se volvió hacia ella—. De verdad, no es más que…

La mirada de Tuon podría haber horadado agujeros en el acero.

—Esto es obra tuya —le dijo a Mat—. Viniste, me sedujiste para despertar mi afecto, y luego lo trajiste aquí. ¿Es así?

—No es culpa de él —intervino Rand—. Nosotros dos teníamos que reunirnos otra vez. Sabes que es cierto.

Mat se interpuso entre ambos, y alzó una mano en una y otra dirección.

—¡Vamos a ver! Vale ya, los dos. ¡Escuchad!

Algo asió a Mat y lo alzó en el aire.

—¡Deja de hacer eso, Rand! —gritó.

—No soy yo —contestó Rand, que adoptó una mirada de concentración—. Ah. Estoy escudado.

Colgando en el aire, Mat se tanteó el pecho. El medallón. ¿Qué había sido de su medallón?

Miró a Tuon. Durante un fugaz instante, ella pareció sentirse avergonzada y buscó en el bolsillo del vestido. Sacó algo plateado en la mano, quizá con intención de usar el medallón como protección contra Rand.

«Brillante», pensó Mat con un gemido. Se lo había quitado mientras estaba dormido y él no se había dado cuenta. Y las copias tampoco las tenía en el bolsillo.

Los tejidos de Aire lo bajaron al suelo, junto a Rand; Karede había regresado con una sul’dam y una damane. Los tres tenían el rostro arrebatado, como si hubieran corrido a toda velocidad. La damane era la que había encauzado.

Tuon miró a Rand y a Mat y después empezó a gesticular usando el lenguaje de manos con Selucia; los movimientos eran bruscos.

—Muchísimas gracias por esto —rezongó Mat a Rand—. Qué amigo tan jodidamente bueno eres.

—Yo también me alegro de verte —contestó Rand con un atisbo de sonrisa en los labios.

—Ya estamos como siempre. —Mat soltó un suspiro—. Has vuelto a meterme en un buen lío. Como haces cada vez que nos vemos.

—¿De veras?

—Sí. En Rhuidean y en el Yermo, en la Ciudadela de Tear… Y de vuelta en Dos Ríos. ¿No te das cuenta de que si me he venido al sur, en lugar de unirme a tu fiestecita con Egwene en Merrilor, ha sido para escaparme?

—¿Crees que habrías podido evitar reunirte conmigo? —preguntó Rand con una sonrisa—. ¿De verdad crees que el Entramado te lo habría permitido?

—Al menos debía intentarlo, puñetas. Sin intención de ofender, Rand, pero vas a volverte loco y todo eso. Me pareció una buena idea que alguno de tus amigos no estuviera cerca de ti. Así tendrías que matar a uno menos. Ya me entiendes, para ahorrarte molestias. Por cierto, ¿qué has hecho con la mano?

—¿Y qué has hecho tú con el ojo?

—Un pequeño accidente con un sacacorchos y trece posaderos furiosos. ¿Y la mano?

—La perdí al capturar a una de las Renegadas.

—¿Capturar? Te estás ablandando.

—Ahora me dirás que tú lo has hecho mejor —resopló Rand con sorna.

—Maté a un gholam —dijo Mat.

—Liberé a Illian de Sammael.

—Me casé con la emperatriz de los seanchan.

—Mat, ¿de verdad intentas competir con el Dragón Renacido jactándote de lo que has hecho? —Hizo una pausa breve—. Además, limpié el Saidin. Yo gano.

—Bah, tampoco es para tanto —dijo Mat.

—¿Que no es para tanto? Es el hecho más importante que ha tenido lugar desde el Desmembramiento.

—Bah. Tú y tus Asha’man ya estáis chiflados —argumentó Mat—, por lo cual, ¿qué más da? —Miró de lado—. Estás estupendo, por cierto. Últimamente te has cuidado más.

—De modo que sí te importa.

—Pues claro que me importa —rezongó Mat, que volvió la vista hacia Tuon—. Me refiero a que tienes que mantenerte con vida, ¿cierto? Ir a sostener ese pequeño duelo con el Oscuro y salvarnos a todos, ¿no? Es estupendo saber que lo encaras con buen ánimo.

—Es agradable oír eso —dijo Rand con una sonrisa—. ¿No va a haber chanzas sobre mi chaqueta?

—¿Qué? ¿Chanzas? ¿Aún te escuece que te tomara un poco el pelo hace un par de años?

—¿Tomarme el pelo? Estuviste semanas sin querer hablar conmigo.

—Eh, un momento. No fue para tanto —repuso Mat—. Recuerdo bien aquello.

Rand meneó la cabeza, como desconcertado. Un jodido desagradecido, eso es lo que era. Él había ido a recoger a Elayne, como Rand le había pedido, ¿y así se lo agradecía? Sí, vale, se había desviado un poco después de aquello. Pero aun así lo hizo, ¿verdad?

—De acuerdo —dijo en voz baja Mat mientras se debatía con las ataduras de Aire que lo sujetaban—. Conseguiré que los dos salgamos de este lío, Rand. Estoy casado con ella. Deja que hable yo, y…

—Hija de Artur Hawkwing —se dirigió Rand a Tuon—. El tiempo avanza hacia el fin de las cosas. La Última Batalla ha empezado y los hilos se están tejiendo. Dentro de poco empezará mi prueba final.

Tuon adelantó un paso mientras Selucia tejía unas pocas palabras más con los dedos.

—Seréis conducido a Seanchan, Dragón Renacido —dijo. La voz de Tuon sonaba firme, tranquila.

Mat sonrió. Luz, qué buen papel hacía como emperatriz.

«Pero no tenía por qué birlarme los medallones», pensó. Iba a decirle una cuantas cosas al respecto. Eso, si sobrevivía. Ella no ordenaría que lo ejecutaran, ¿o sí?

De nuevo, forcejeó con los lazos invisibles que lo sujetaban.

—¿De veras? —preguntó Rand.

—Os habéis entregado vos mismo —dijo Tuon—. Es un augurio. —Casi parecía pesarosa—. No pensaríais que iba a permitir que os marcharais, ¿verdad? He de llevaros encadenado como un dirigente que se me opuso… Al igual que he hecho con otros que encontré aquí. Pagáis el precio por el olvido de vuestros antepasados. Tendríais que haber recordado vuestros juramentos.

—Entiendo —dijo Rand.

«Vaya, pues tampoco se le da nada mal hablar como un rey», pensó Mat. Luz, pero ¿con qué clase gente se había rodeado? ¿Qué había sido de las camareras guapas y los soldados dispuestos a correr juergas?

—Decidme una cosa, emperatriz —continuó Rand—. ¿Qué habríais hecho todos vosotros si al regresar a estas costas hubieseis encontrado que los ejércitos de Artur Hawkwing aún gobernaban? ¿Y si no se trata de que hayamos olvidado los juramentos, sino que nos hemos mantenido fieles a nuestros principios? Entonces, ¿qué?

—Os habríamos recibido como hermanos —respondió Tuon.

—¿En serio? ¿Y os habríais inclinado ante el trono de aquí? El trono de Hawkwing. Si ese imperio siguiera en pie, estaría gobernado por sus herederos. ¿Habríais intentado dominarlos? ¿O por el contrario habríais aceptado su supremacía sobre vosotros?

—Pero no es el caso —argumentó Tuon, si bien parecía estar intrigada por lo que decía Rand.

—No, no lo es.

—Según vuestra argumentación, sois vosotros quienes debéis someteros a nuestro imperio —razonó ella con una sonrisa.

—No he sido yo quien ha dado pie a tal argumentación —repuso Rand—, pero admitámoslo así. ¿Con qué derecho reclamáis estas tierras como vuestras?

—Con el de ser los únicos herederos legítimos de Artur Hawkwing.

—¿Y por qué tiene importancia tal cosa?

—Éste es su imperio. Es el único que lo unificó, el único líder que lo gobernó con gloria y grandeza.

—Ahí es donde os equivocáis —refutó Rand con voz suave—. ¿Aceptáis que soy el Dragón Renacido?

—Debéis de serlo —respondió ella despacio, como si recelara de una trampa.

—Entonces habréis de aceptarme por el que soy y lo que soy —continuó Rand, ahora en un tono crecientemente alto y tajante, como el toque de batalla de un cuerno—. Soy Lews Therin Telamon, el Dragón. Yo goberné estas tierras, unificadas durante la Era de Leyenda. Yo era el cabecilla de todos los ejércitos de la Luz. Yo llevaba el anillo de Tamyrlin. Yo era Primero entre los Siervos, el de mayor rango en la jerarquía de los Aes Sedai, con poder para invocar los Nueve Cetros del Dominio. —Rand avanzó un paso.

»Me debían lealtad y fidelidad la totalidad de los diecisiete generales de la Puerta del Alba. ¡Fortuona Athamen Devi Paendrag, mi autoridad excede la vuestra!

—Artur Hawkwing…

—¡Mi autoridad excede la de Hawkwing! Si reclamáis vuestro derecho a gobernar en nombre de quien conquistó, entonces tenéis que doblegaros ante mi reclamación previa. Yo conquisté antes que Hawkwing, aunque no necesitara espada para conseguirlo. ¡Los seanchan estáis en mi tierra merced a mi indulgencia, porque os lo permito!

Un trueno retumbó a lo lejos. Mat se sorprendió al sentir la sacudida de un escalofrío. Luz, sólo era Rand. Sólo Rand… ¿O no?

Tuon retrocedió con los ojos desorbitados y los labios entreabiertos. El espanto se reflejaba en su semblante, como si acabara de presenciar la ejecución de sus propios padres.

Alrededor de los pies de Rand empezaba a crecer hierba verde. Los guardias que se encontraban cerca retrocedieron de un brinco, llevando la mano a la espada, mientras una franja de vida se extendía desde Rand. Las briznas marrones y azules recobraban el color como si les hubieran echado pintura por encima y después, como si se estiraran tras un largo sueño, se ponían erguidas.

El verdor tapizó todo el claro del jardín.

—¡Sigue escudado! —gritó la sul’dam—. ¡Excelsa Señora, sigue escudado!

Mat se estremeció otra vez y entonces percibió algo. Muy bajito, fácil de pasar inadvertido.

—¿Estás cantando? —le susurró a Rand.

Sí… era indudable. Rand estaba cantando entre dientes, muy, muy bajito. Mat siguió el ritmo con el pie.

—Juro que he oído esa tonada en algún sitio, hace tiempo… ¿Es Dos doncellas al borde del agua?

—Así no me ayudas —susurró Rand—. Chitón.

Rand siguió con el cántico. El verdor se propagó a los árboles, y las ramas de los abetos adquirieron un aspecto más saludable. En los otros árboles —que, en efecto, eran melocotoneros— empezaron a brotar hojas y crecieron muy deprisa a medida que se inundaban de vida.

Girando sobre sus talones, los guardias miraban en derredor en un intento de ver todos los árboles a la vez. Selucia estaba encogida. Tuon permanecía erguida, sin quitar los ojos de Rand. Cerca, las asustadas sul’dam y damane debían de haber perdido la concentración, porque las ataduras que inmovilizaban a Mat desaparecieron.

—¿Negáis mi supremacía? —demandó Rand—. ¿Negáis que mi derecho sobre estas tierras precede al vuestro en miles de años?

—Yo… —Tuon respiró hondo y lo miró, desafiante—. Desmembrasteis la tierra, la abandonasteis. Claro que niego vuestra potestad.

Detrás de ella, las flores crecieron de golpe en los árboles, como fuegos de artificio rosa y blancos. El estallido de color los rodeó. Los pétalos saltaron hacia afuera al crecer y las flores se soltaron de los árboles, se esparcieron en el aire y giraron en remolinos por el claro.

—Os he permitido vivir cuando podría haberos destruido en un instante —le dijo Rand a Tuon—. Y lo he hecho porque habéis mejorado la vida de quienes están bajo vuestro dominio, aunque no estáis libre de culpa por el modo en que habéis tratado a algunos. Vuestro gobierno es tan endeble como una hoja de papel. Mantenéis esta tierra con la fuerza del acero y las damane, pero entretanto el fuego calcina vuestro país de origen.

»No he venido aquí a destruiros. Vengo a ofreceros la paz, emperatriz. Me he presentado aquí sin ejércitos, sin violencia. He venido porque creo que me necesitáis, como yo os necesito a vos. —Rand dio un paso y, quién lo habría imaginado, hincó una rodilla en tierra e inclinó la cabeza mientras extendía la mano hacia ella—. Os tiendo la mano como oferta de alianza. La Última Batalla ha empezado. Uníos a mí y luchad.

Se hizo el silencio en el claro. El viento dejó de soplar y el retumbo del trueno cesó. Los pétalos flotaron con suavidad hasta caer en la hierba, ahora verde. Rand permaneció en la misma postura, con la mano tendida. Tuon miraba esa mano como si fuera una víbora. Mat se dirigió hacia ella con premura.

—Buen truco —le dijo a Rand en un quedo murmullo—. Un truco fantástico.

Llegó junto a Tuon y la asió por los hombros para hacer que se volviera hacia él. Cerca, Selucia parecía estupefacta. Karede no se encontraba en mejor estado que la mujer. Ninguno de los dos sería de mucha ayuda.

—Vamos a ver —le dijo Mat con suavidad a Tuon—. Es un buen tipo. Un poco seco a veces, pero puedes fiarte de su palabra. Si te está ofreciendo un tratado, lo cumplirá.

—Ha sido una exhibición impresionante en verdad —dijo Tuon con suavidad; un leve temblor la estremecía—. ¿Qué es él?

—Que me aspen si lo sé. Escúchame, Tuon. Rand y yo crecimos juntos. Respondo por él.

—Hay una oscuridad en ese hombre, Matrim. Lo vi la última vez que él y yo nos reunimos.

—Mírame, Tuon. Mírame.

Ella alzó los ojos y lo miró.

—A Rand le puedes confiar el propio mundo —dijo Mat—. Y, si no te fías de él, fíate de mí. Él es nuestra única elección. No queda tiempo para llevarlo a Seanchan.

»He estado en la ciudad suficiente tiempo para echar una rápida ojeada a tus fuerzas. Si quieres luchar en la Última Batalla y reconquistar tu país, vas a necesitar una base estable aquí, en Altara. Acepta su oferta. Él sólo reclama esta tierra. Bien, pues, consigue un compromiso de mantener tus fronteras como son ahora y que ese acuerdo se comunique a los demás. Es posible que estén de acuerdo. Así te quitarías de encima un poco de presión. A no ser, claro, que quieras luchar contra los trollocs, las naciones de estas tierras, y los rebeldes de Seanchan al mismo tiempo.

—Nuestras fuerzas. —Tuon parpadeó.

—¿Qué?

—Has dicho mis fuerzas, pero son nuestras fuerzas. Ahora eres uno de nosotros, Matrim.

—Bueno, visto así, supongo que lo soy. Escucha, Tuon, tienes que hacerlo. Por favor.

Ella se volvió y miró a Rand, arrodillado en medio de un mosaico de flores de melocotón que parecían haberse extendido en círculo a su alrededor. Ni una sola había caído encima de él.

—¿Cuál es vuestra oferta? —preguntó Tuon.

—La paz. —Rand se puso de pie, todavía con la mano tendida—. La paz para un centenar de años. Más tiempo, si está en mi mano conseguirlo. He persuadido a los otros dirigentes para que firmen un tratado y trabajen en equipo en la lucha contra los ejércitos de la Sombra.

—Quiero que mis fronteras se mantengan como están —dijo Tuon.

—Altara y Amadicia serán vuestras.

—Y Tarabon y el llano de Almoth también —apuntó Tuon—. Ahora están ocupadas por mis fuerzas. Vuestro tratado no me expulsará de ellas. ¿Queréis la paz? Habréis de concederme eso.

—Tarabon y la mitad del llano de Almoth —cedió Rand—. La mitad que ya está ocupada por vuestro ejército.

—Tendré a todas las mujeres que encauzan a este lado del Océano Aricio y serán mis damane —continuó Tuon.

—No forcéis vuestra suerte, emperatriz —repuso Rand con sequedad—. Dejaré que hagáis lo que queráis en Seanchan, pero os exigiré que renunciéis a cualquier damane que hayáis apresado estando en esta tierra.

—Entonces no hay acuerdo —dijo Tuon.

Mat contuvo el aliento.

Rand vaciló y empezó a bajar la mano.

—El destino del propio mundo podría depender de esto, Fortuona. Por favor.

—Si es tan importante, entonces podéis acceder a mi demanda —replicó ella con firmeza—. Nuestra propiedad nos pertenece. ¿Queréis un trato? Entonces lo tendréis con esta cláusula: conservamos las damane que ya tenemos. A cambio, os dejaré marchar en libertad.

—Negociar con vos es tan difícil como con un Marino —dijo Rand, que torció el gesto.

—Quiero creer que lo es más —repuso ella sin denotar emoción en la voz—. El mundo es vuestra carga, Dragón, no la mía. Yo cuido de mi imperio. Necesitaré, y mucho, a esas damane. Elegid ya. Según vos mismo habéis dicho, no os queda mucho tiempo.

La expresión de Rand se ensombreció; luego tendió la mano hacia ella.

—Que así sea. La Luz me perdone, pero que así sea. También tendré que cargar con este peso. Podéis quedaros con las damane que ya tenéis, pero no apresaréis a ninguna de mis aliadas mientras se libra la Última Batalla. Si apresarais posteriormente a cualquiera que no se encontrara en vuestra propia tierra, se considerará incumplimiento del tratado y un ataque a las otras naciones.

Tuon adelantó un paso y estrechó la mano de Rand. Mat, que había contenido la respiración, soltó el aire de golpe.

—Tengo documentos que habéis de revisar y firmar —dijo Rand.

—Selucia se ocupará de ellos —contestó Tuon—. Matrim, ven conmigo. Hemos de preparar al imperio para la guerra.

Tuon se alejó por el camino con pasos controlados, aunque Mat sospechaba que quería alejarse de Rand cuanto antes. La entendía muy bien.

Fue en pos de ella, pero se detuvo al pasar junto a Rand.

—Por lo visto tú también tienes un poco de la Suerte del Oscuro —le susurró—. No puedo creer que haya funcionado.

—¿Quieres que te sea sincero? —comentó Rand con suavidad—. Yo tampoco. Gracias por interceder.

—No hay de qué. Por cierto, yo salvé a Moraine. Rumia eso mientras resuelves cuál de los dos ha ganado.

Mat siguió a Tuon. A su espalda sonó la risa del Dragón Renacido.