18
Sentirse desaprovechado
Gawyn se encontraba en un campo cercano al sector donde las Aes Sedai se habían enfrentado a los trollocs por primera vez. Habían salido de las colinas y se habían internado más en las llanuras de Kandor. Todavía frenaban el avance trolloc e incluso se las ingeniaban para hacer retroceder al principal contingente del enemigo unos pocos centenares de pasos. En general, teniendo todo en cuenta, la batalla iba mejor de lo que habría cabido esperar.
Llevaban una semana combatiendo allí, en esa planicie kandoresa sin nombre. El campo estaba removido y roturado como si lo hubieran preparado para la siembra. Había tantos cadáveres allí —casi todos de Engendros de la Sombra— que ni siquiera el hambre insaciable de los trollocs había podido engullirlos todos.
Gawyn, con la espada empuñada en una mano y el escudo asido con la otra, se situó delante del caballo de Egwene. Su labor era acabar con los trollocs que consiguieran pasar a través de los ataques de las Aes Sedai. Prefería combatir sosteniendo la espada con ambas manos, pero contra los trollocs hacía falta el escudo. Algunos de los otros pensaban que era estúpido por utilizar la espada. Ellos preferían picas o alabardas, cualquier cosa que sirviera para mantener a los trollocs a distancia.
Sin embargo, no era posible sostener un verdadero duelo con una pica; el piquero era como un ladrillo de un muro grande. Más que soldado era una barrera. Con una alabarda era mejor —al menos tenía una hoja que requería cierta destreza para utilizarla—, pero no había nada que diera la misma sensación que una espada. Cuando Gawyn combatía con ella, controlaba la lucha.
Un trolloc —con los rasgos faciales mezcla de hombre y carnero— resopló y fue hacia él. Ése era más humano que la mayoría, incluida una boca tremendamente humana con dientes ensangrentados. El ser blandía una maza que lucía el emblema de la Llama de Tar Valon en el mango, robada de algún miembro caído de la Guardia de la Torre. Aunque era un arma para manejar con dos manos, la criatura la utilizaba con una sin dificultad.
Gawyn fintó hacia un lado y levantó el escudo hacia la derecha para detener el golpe que llegaba. El escudo se sacudió con repetidos impactos. Uno, dos, tres. El método de ataque trolloc más habitual era golpear fuerte, golpear rápido y dar por sentado que el oponente se vendría abajo.
Muchos lo hacían. Trastabillaban o los brazos se les dormían por los golpes repetidos. Ahí radicaba el valor de los muros de piqueros y las líneas de alabarderos. Bryne utilizaba ambos, así como un nuevo e improvisado tipo de línea de frente con medias picas y medias alabardas. Gawyn había leído sobre armas de ese tipo en libros de historia. El ejército de Bryne las usaba para desjarretar a los trollocs. Las líneas de piqueros los mantenían apartados y entonces los alabarderos pasaban entremedias y les cortaban las piernas.
Gawyn hizo una finta lateral; el trolloc no estaba preparado para un movimiento tan repentino. El ser giró —demasiado despacio— y Gawyn, ejecutando Torbellino en la montaña, le cercenó por la muñeca la mano armada. Mientras la criatura gritaba, Gawyn giró sobre sí mismo y hundió la espada en el estómago de otro trolloc que había atravesado la línea defensiva de las Aes Sedai.
Sacó la espada del cuerpo de un tirón y la envainó en el cuello del primer trolloc. La bestia muerta se deslizó de la hoja al caer al suelo. Era el cuarto al que Gawyn mataba ese día. Limpió con cuidado la espada en el trapo ensangrentado que llevaba atado a la cintura.
Echó un vistazo hacia Egwene para comprobar que estaba bien. Montada, utilizaba el Poder Único para despedazar tanda tras tanda de trollocs. Las Aes Sedai participaban por turnos, y en el campo de batalla sólo había una pequeña parte de ellas a la vez. Usar tan pocas Aes Sedai al mismo tiempo requería que los soldados afrontaran la peor parte del ataque, pero de ese modo las Aes Sedai siempre llegaban descansadas a la batalla. Su trabajo era deshacer grupos de trollocs, romper líneas y dejar que los soldados se dedicaran a las restantes criaturas desperdigadas.
Con las Aes Sedai evitando que los trollocs se organizaran en formaciones de combate, la lucha —aunque penosa— se desarrollaba bien. No habían tenido que retroceder desde que habían dejado atrás las colinas, y habían frenado allí de forma eficiente el avance trolloc durante una semana.
Montada en un ruano castrado, al lado de Egwene, Silviana hacía todo lo posible para impedir que los trollocs llegaran demasiado cerca. El terreno entre ellos tres y las criaturas estaba destrozado a causa de los ataques de Silviana, cuyas violentas embestidas habían creado depresiones semejantes a trincheras por todo el campo. A pesar de ello, alguno que otro trolloc conseguía arrastrarse a través de los obstáculos y llegaba hasta Gawyn.
Gawyn vio movimiento en la zanja más próxima y avanzó. Dentro había agazapado un trolloc con cabeza de lobo. Le gruñó y subió con dificultad por la pared de la trinchera.
El agua desbordada en la pendiente.
El trolloc cayó de espaldas en la zanja y Gawyn limpió la hoja de la espada en el trapo manchado de sangre. Cinco. No estaba mal para alguien en turnos de dos horas, como él. A menudo las Aes Sedai conseguían repeler a los trollocs, y él acababa al lado de Egwene. Por supuesto, ese día la acompañaba Silviana —siempre iban al frente de dos en dos— y Gawyn tenía casi el convencimiento de que la Guardiana dejaba que se colara algún trolloc de vez en cuando para mantenerlo ocupado.
Una repentina serie de explosiones cercanas lo hizo retroceder y mirar hacia atrás. El relevo había llegado. Gawyn alzó la espada en dirección a Sleete mientras el hombre ocupaba su posición con el Guardián de Piava Sedai para proteger el área.
Gawyn se reunió con Egwene y Silviana, que abandonaban el campo de batalla. Percibía el creciente agotamiento de Egwene. Se estaba esforzando demasiado con su insistencia en hacer demasiados turnos.
Cruzaron la hierba pisoteada y pasaron junto a un grupo de Compañeros Illianos que cargaban para entrar en la refriega. Gawyn no tenía una vista lo bastante buena del conjunto de la batalla para saber dónde se los necesitaba de forma específica. Los observó marchar con un poco de envidia.
Sabía que Egwene lo necesitaba. Ahora más que nunca. Los Fados entraban a hurtadillas en el campamento de noche y llevaban consigo armas con hojas forjadas en Thakan’dar para arrebatarles la vida a las Aes Sedai. Él montaba guardia personalmente cuando Egwene dormía, contando con que ella lo libraría de la fatiga cuando el cansancio lo superara. Aprovechaba para dormir mientras ella se reunía con la Antecámara de la Torre.
Insistía en que Egwene durmiera cada noche en una tienda distinta. De vez en cuando, la convencía para Viajar a Mayene y a las camas que había en el palacio. Hacía días que no habían ido allí. Su argumentación de que Egwene debía comprobar cómo marchaban las Amarillas e inspeccionar el trabajo de Curación iba perdiendo consistencia. Rosil Sedai estaba realizando un buen trabajo allí y lo tenía todo controlado.
Gawyn y las dos mujeres siguieron internándose en el campamento. Algunos soldados —los que no se encontraban de servicio— hacían una reverencia, en tanto que otros se dirigían presurosos hacia el frente. Gawyn observó a algunos de esos últimos. Demasiados jóvenes; demasiado inexpertos.
Otros eran Juramentados del Dragón, y a saber qué pensar de esa gente. Entre ellos había Aiel, lo cual tenía sentido, ya que todos los Aiel le parecían básicamente Juramentados del Dragón. Pero también había Aes Sedai entre sus filas. No veía con buenos ojos la decisión de esas mujeres.
Gawyn meneó la cabeza y siguió adelante. El campamento era enorme, aunque virtualmente apenas había en él los habituales seguidores de campamento. La comida se transportaba a diario a través de accesos en carretas, algunas de ellas tiradas por esas máquinas metálicas de Cairhien, tan poco fiables. Cuando las carretas se marchaban, iban cargadas con ropa para lavar, armas para reparar y botas para remendar.
Todo ello contribuía a que el funcionamiento del campamento fuera eficaz; sin embargo, era un sitio que no estaba muy ocupado ya que casi todo el mundo pasaba muchas horas en el frente, luchando. Todo el mundo menos él.
Gawyn sabía que lo necesitaban y que lo que hacía era importante, pero no podía menos que sentirse desaprovechado. Era uno de los mejores espadachines del ejército y pasaba en el campo de batalla unas pocas horas al día para matar sólo alguno que otro trolloc tan estúpido como para cargar contra dos Aes Sedai. Lo que él hacía era más acabar con su sufrimiento que luchar con ellos.
Egwene se despidió de Silviana con un gesto de la cabeza y luego condujo a su caballo hacia la tienda de mando.
—Egwene… —empezó Gawyn.
—Sólo quiero comprobar cómo va todo —contestó ella con calma—. Elayne tendría que haber enviado nuevas órdenes.
—Necesitas dormir.
—Parece que lo único que hago estos días es dormir.
—Cuando combates en el frente debes de valer por un millar de soldados —dijo él—. Si fuera preciso que durmieras veintidós horas al día para mantenerte en buena forma a fin de que protegieras a los hombres durante dos, te sugeriría que lo hicieras. Por suerte, eso no es necesario, y tampoco hace falta que te exijas tanto como lo haces.
Gawyn percibió la irritación de Egwene a través de vínculo, pero ella la sofocó.
—Tienes razón, por supuesto. —Lo miró—. Y no tendrías que sorprenderte si lo admito.
—No me sorprendí.
—Puedo notar tus emociones, Gawyn.
—Eso se debía a otra cosa totalmente diferente —dijo él—. Me he acordado de algo que Sleete dijo hace unos pocos días, una chanza que no había pillado hasta ahora. —La miró con aire inocente.
Eso, por fin, le reportó una sonrisa de Egwene. Un asomo, pero le bastaba. Últimamente no sonreía apenas. Muy pocos de ellos lo hacían.
—Además —añadió Gawyn mientras le cogía las riendas y la ayudaba a desmontar cuando llegaron a la tienda de mando—, nunca le he dado demasiada importancia al hecho de que un Guardián puede, por supuesto, pasar por alto los Tres Juramentos. Me pregunto cuán a menudo tal cosa les ha parecido ventajosa a las hermanas.
—Espero que no haya sido con mucha frecuencia —dijo Egwene.
Una respuesta muy diplomática. En la tienda de mando encontraron a Gareth Bryne observando a través de su ya habitual acceso en el suelo; lo mantenía abierto una Gris discreta que Gawyn no conocía. Bryne se volvió hacia su escritorio lleno de mapas, donde Siuan intentaba poner orden. Hizo unas anotaciones en uno de los mapas mientras asentía para sí mismo, y después se dio la vuelta para ver quién había entrado.
—Madre —saludó Bryne, que tomó la mano de Egwene y le besó el anillo.
—La batalla parece que marcha bien —comentó ella, que saludó con un gesto de la cabeza a Siuan—. Hemos aguantado aquí, y parece que tenéis planes para avanzar, ¿cierto?
—No podemos quedarnos en este sitio para siempre perdiendo el tiempo, madre —contestó Bryne—. La reina Elayne me ha pedido que considere la posibilidad de adentrarnos más en Kandor, y creo que es un acierto esa sugerencia. Me preocupa la posibilidad de que los trollocs retrocedan hacia las colinas y refuercen su posición. ¿Os habéis fijado en que se están llevando más cuerpos del frente de batalla cada noche?
—Sí.
Gawyn percibió el descontento de Egwene; le habría gustado que las Aes Sedai tuvieran fuerza para quemar los cadáveres trollocs con el Poder Único a diario.
—Están haciendo acopio de comida —continuó Bryne—. Puede que decidan desplazarse hacia el este para rodearnos. Tenemos que mantenerlos ocupados aquí, lo cual podría llevarnos a lanzar una ofensiva en esas colinas. Normalmente resultaría muy costosa, pero ahora… —Meneó la cabeza y se acercó de nuevo a observar a través del acceso el frente de batalla—. Vuestras Aes Sedai dominan este campo de batalla, madre. Jamás había visto algo así.
—Tal es la razón de que la Sombra haya intentado todo cuanto está a su alcance para abatir a la Torre Blanca —contestó ella—. Lo sabía. La Torre Blanca tiene capacidad para dirigir esta guerra.
—Tendremos que estar atentos a la aparición de los Señores del Espanto —intervino Siuan mientras rebuscaba entre los papeles.
Informes de exploradores, suponía Gawyn. Conocía poco a Siuan Sanche a pesar de haberle perdonado la vida, pero Egwene solía hablar de su avidez por tener información.
—Sí. Vendrán —dijo Egwene.
—La Torre Negra —apuntó Bryne, ceñudo—. ¿Confiáis en lo que ha dicho lord Mandragoran?
—Le confiaría mi vida —fue la respuesta de Egwene.
—Asha’man luchando a favor del enemigo. ¿Por qué no ha hecho algo al respecto el Dragón Renacido? Luz, si todos los Asha’man que quedan se unen a la Sombra…
Egwene meneó la cabeza.
—Bryne, quiero que preparéis jinetes y los mandéis al área adyacente a la Torre Negra, donde aún pueden abrirse accesos —ordenó luego—. Ordenad que cabalguen sin descanso hasta llegar a donde acampan las hermanas en el exterior de la Torre Negra.
—¿Quieres que ataquen? —preguntó Gawyn, animado.
—No. Tienen que retroceder hasta donde puedan abrir accesos y que se reúnan con nosotros. No podemos permitirnos más retrasos. Las quiero aquí. —Dio golpecitos en la mesa con el dedo.
»Taim y sus Señores del Espanto vendrán. Han estado alejados de este frente de batalla y se han centrado en lord Mandragoran. Dejémosles dominar su frente de batalla mientras nosotros tenemos éste. Elegiré más hermanas para que vayan con el ejército fronterizo. Antes o después habremos de enfrentarnos a ellos.
Gawyn no dijo nada, pero apretó los labios. Que hubiera menos hermanas significaba más trabajo para Egwene y las otras.
—Y ahora tengo que… —continuó Egwene, aunque dejó sin acabar la frase al fijarse en la expresión de Gawyn—. Supongo que tengo que dormir. Si se me necesita para algo, que vayan a buscarme a… Por la Luz, no sé dónde voy a dormir hoy. ¿Gawyn?
—He preparado las cosas para que duermas en la tienda de Maerin Sedai. Entra de servicio en el próximo turno, así que tendrás varias horas de sueño ininterrumpido.
—A menos que se me necesite —le recordó Egwene, que se dirigió hacia los faldones de la entrada.
—Por supuesto —contestó Gawyn, siguiéndola fuera de la tienda, aunque antes les hizo a Bryne y a Siuan un gesto negativo con la cabeza.
Bryne sonrió y asintió de igual modo. En el campo de batalla, había pocas cosas que en realidad requirieran la atención de la Amyrlin. A la Antecámara de la Torre se le había entregado la supervisión directa de los ejércitos.
Fuera, Egwene suspiró y cerró los ojos. Gawyn la rodeó con el brazo y dejó que se recostara en él. Fue un momento que duró apenas unos segundos antes de que ella se apartara para ponerse erguida y adoptar el semblante de la Amyrlin.
«Tan joven y cuánto se le exige», pensó Gawyn.
Claro que Egwene no era mucho más joven que el propio al’Thor. A Gawyn le complació —y también lo sorprendió un poco— comprobar que el hecho de pensar en ese hombre no despertaba su ira. Al’Thor contendería su propia batalla. En realidad, lo que hiciera ese hombre no era de su incumbencia.
Condujo a Egwene al sector del Ajah Verde del campamento; los Guardianes que vigilaban el perímetro los saludaron con respetuosas inclinaciones de cabeza. Maerin Sedai tenía una tienda grande. A la mayoría de las Aes Sedai se les había permitido llevar todo el equipamiento y mobiliario que quisieran siempre y cuando fueran capaces de abrir el acceso para trasladarlo y se sirvieran de sus propios Guardianes para transportarlo. Si el ejército tenía que moverse deprisa, esas cosas se abandonarían. Muchas Aes Sedai habían preferido llevar consigo poco equipaje, pero otras… En fin, que no estaban acostumbradas a la austeridad. Maerin era una de ésas. Pocas habían cargado con tanto como ella.
Leilwin y Bayle Domon esperaban fuera de la tienda. Habían sido ellos los encargados de informar a Maerin Sedai que se iba a tomar prestada su tienda y que no tenía que decirle a nadie que Egwene iba a utilizarla. El secreto se descubriría de todos modos si alguien preguntaba por ahí, ya que no se habían ocultado al dirigirse hacia la tienda; sin embargo si alguien preguntaba dónde dormía la Amyrlin, llamaría la atención. Era lo mejor que Gawyn podía hacer para protegerla, ya que Egwene no quería Viajar a diario para dormir en otro lugar.
A Egwene se le agrió el humor en cuanto vio a Leilwin.
—Dijiste que querías tenerla cerca —apuntó Gawyn en voz baja.
—No me gusta que sepa dónde duermo. Si sus asesinos vienen al campamento buscándome, podría ser ella la que los condujera hasta mí.
Gawyn contuvo el impulso de discutir. Egwene era una mujer astuta, perspicaz, pero demostraba una absoluta incapacidad de razonar en todo lo relacionado con los seanchan. Él, por otro lado, sí que confiaba en Leilwin. Parecía una persona que decía lo que tuviera que decir sin andarse con dobleces.
—Estaré pendiente de ella —prometió.
Egwene respiró hondo y recobró la compostura, tras lo cual se encaminó hacia la tienda y pasó junto a Leilwin sin pronunciar palabra. Gawyn no la siguió adentro.
—La Amyrlin parece decidida a que no le proporcione servicio alguno —le dijo Leilwin con aquel modo de arrastrar las palabras que siempre revelaba a los seanchan.
—No se fía de ti —contestó con franqueza Gawyn.
—¿Es que la promesa de una persona tiene tan poco valor a este lado del océano? —inquirió Leilwin—. Le presté un juramento que nadie rompería, ni siquiera un muyami.
—Un Amigo Siniestro rompería cualquier juramento.
—Empiezo a pensar que la Amyrlin cree que todos los seanchan lo somos —dijo la mujer al tiempo que le asestaba una fría mirada.
—La golpeasteis y la encerrasteis para convertirla en un animal al que había que llevar atado con una correa —adujo Gawyn, que se encogió de hombros.
—Yo no hice tal cosa —replicó Leilwin—. Si un panadero hace un pan malo, ¿darías por sentado que todos ellos tienen el propósito de envenenarte? Bah. No digas nada. ¿De qué sirve discutir? Si no puedo prestarle ningún servicio, entonces te serviré a ti. ¿Has comido hoy, Guardián?
Gawyn vaciló. ¿Cuándo había sido la última vez que había comido algo? Por la mañana… No, estaba demasiado ansioso de incorporarse a la lucha. El estómago le sonó de forma ruidosa.
—Sé que no la dejarás sola —dijo Leilwin—, y menos si la custodia una seanchan. Vamos, Bayle. Hay que traerle a este tonto algo de comida para que no se desmaye si vienen unos asesinos.
Echó a andar y su corpulento esposo illiano la siguió. El tipo le asestó a Gawyn una mirada por encima del hombro que habría curtido el cuero.
Gawyn suspiró y se sentó en el suelo. Del bolsillo sacó tres anillos negros; seleccionó uno y volvió a guardar los otros dos en el bolsillo.
Hablar de asesinos siempre le recordaba los anillos que les había quitado a los seanchan que habían ido a matar a Egwene. Los anillos eran ter’angreal. Había sido gracias a ellos que esos Puñales Sanguinarios se habían movido tan deprisa, además de hacer posible que se camuflaran en las sombras.
Alzó el anillo hacia la luz. No se parecía a ningún ter’angreal de los que él había visto, pero un objeto del Poder podía tener el aspecto de cualquier cosa. Los anillos estaban hechos con una clase de piedra negra y pesada que le resultaba desconocida. La parte exterior tenía talladas espinas, si bien la superficie interior —el lado que tocaba la piel— era suave.
Le dio vueltas al anillo entre los dedos. Sabía que debería llevárselo a Egwene. También sabía lo que la Torre Blanca hacía con los ter’angreal; guardarlos bajo llave por miedo a experimentar con ellos. Pero ahora libraban la Última Batalla. Si había un momento en el que arriesgarse, era ahora o nunca…
«Decidiste permanecer a la sombra de Egwene, Gawyn —pensó—. Decidiste que la protegerías, que harías lo que necesitara que hicieras». Ella estaba ganando la guerra; ella y las Aes Sedai. ¿Iba a permitirse sentir tantos celos de Egwene como los había tenido de al’Thor?
—¿Es eso lo que creo que es?
Gawyn levantó la cabeza bruscamente mientras cerraba el puño en torno al anillo. Leilwin y Bayle Domon habían ido a la tienda del comedor y regresaban con un cuenco para él. Por el olor, debía de ser guiso de cebada otra vez. Los cocineros le ponían tanta pimienta que el sabor era casi nauseabundo. Gawyn sospechaba que lo hacían para que las motitas negras de la pimienta ocultaran las picaduras de los gorgojos.
«No debo actuar como si estuviera haciendo algo sospechoso —comprendió al instante—. No debo permitir que vaya a contárselo a Egwene».
—¿Esto? —preguntó mientras sostenía el ter’angreal en alto—. Es uno de los anillos que recuperamos de los asesinos seanchan que intentaron matar a Egwene. Supusimos que era una especie de ter’angreal, aunque la Torre Blanca nunca había tenido noticias de uno así.
Leilwin soltó un quedo bufido.
—Ésos sólo los otorga la emperatriz, así viva… —Se interrumpió e hizo una profunda inhalación—. Sólo se entregan a alguien a quien se designa como Puñal Sanguinario. Sólo alguien que ha entregado su vida a la emperatriz tiene permiso para llevar tal anillo. Que tú te pusieras uno sería una gran equivocación.
—Por suerte, no me lo he puesto —contestó Gawyn.
—Esos anillos son peligrosos —continuó Leilwin—. No sé mucho sobre ellos, pero se dice que matan a quienes los utilizan. No dejes que tu sangre toque el anillo o lo activarás, cosa que probablemente sea letal, Guardián. —Le tendió el cuenco de guisado y se alejó.
Domon no la siguió. El illiano se rascó la corta barba.
—Mi mujer no es siempre la mujer más servicial —le dijo a Gawyn—. Pero es fuerte y lista. Harías bien en prestar atención a sus palabras.
—Para empezar —contestó Gawyn mientras se guardaba el anillo en el bolsillo—, Egwene nunca me permitiría llevarlo. —Lo cual era muy cierto. Si supiera de su existencia—. Dile a tu mujer que agradezco su advertencia. Debería preveniros de que el asunto de los asesinos aún es un tema espinoso para la Amyrlin. Os sugeriría que evitaseis hablar de los Puñales Sanguinarios o de sus ter’angreal.
Domon asintió con la cabeza y luego fue en pos de Leilwin. Gawyn sólo experimentó un ligero remordimiento por el engaño. En realidad no había dicho nada que no fuera verdad. Pero no quería que Egwene empezara a hacer preguntas incómodas.
Ese anillo y sus iguales representaban algo. No eran el camino del Guardián. Estar junto a Egwene, atento a cualquier peligro para ella: Ése sí era el camino del Guardián. Para influir en el curso de la batalla debía servirla, no cabalgar como un héroe.
Se repitió lo mismo una y otra vez mientras comía el guisado. Para cuando hubo acabado la cena, casi se había convencido de que creía en ello.
Aun así, no le habló a Egwene de los anillos.
Rand recordaba la primera vez que había visto a un trolloc. No cuando las criaturas habían atacado su granja en Dos Ríos. La primera vez que los había visto de verdad. Durante la era anterior.
«Llegará el día en que ya no existirán», pensó mientras tejía Fuego y Aire para crear un muro explosivo de llamas que pareció rugir al cobrar vida en medio de un hatajo de trollocs. Cerca, los hombres de la Guardia del Lobo de Perrin alzaron las armas en un gesto agradecido. Rand contestó con un gesto de la cabeza. De momento, en ese combate iba disfrazado con los rasgos de Jur Grady.
Hubo un tiempo en que los trollocs no eran un azote para el mundo. Podían volver a ese estado. Si él mataba al Oscuro, ¿ocurría de inmediato tal cosa?
Las llamas de su muro de fuego hicieron que el sudor le corriera por la frente. Absorbió con cuidado del angreal del hombrecillo gordo —no debía parecer demasiado poderoso— y acabó con otro grupo de trollocs en el campo de batalla, allí, justo al oeste del río Alguenya. Las fuerzas de Elayne habían cruzado el Erinin y la campiña hacia el este, y esperaban a que se construyeran los puentes a través del Alguenya. Esos puentes casi estaban acabados, pero entretanto una vanguardia de trollocs los había alcanzado y el ejército de Elayne se había situado en formaciones defensivas para contenerlos hasta que pudieran cruzar el río.
Rand se alegraba de poder ayudar. El verdadero Jur Grady descansaba en el campamento de Kandor, agotado por realizar Curaciones. Un rostro conveniente que Rand podía llevar sin llamar la atención de los Renegados.
Era satisfactorio oír los gritos de los trollocs mientras se quemaban. Le había gustado ese sonido, cerca del final de la Guerra del Poder. Siempre le había producido la sensación de estar haciendo algo provechoso.
No había sabido qué eran los trollocs la primera vez que los vio. Oh, claro que estaba enterado de los experimentos de Aginor. Lews Therin lo había llamado demente en más de una ocasión. No lo había entendido; fueron muchos los que no lo entendieron. A Aginor le fascinaban en exceso sus trabajos de laboratorio. Demasiado. Lews Therin había cometido el error de dar por sentado que Aginor, al igual que Semirhage, se deleitaba torturando por la mera tortura en sí.
Y entonces habían llegado los Señores del Espanto.
Los monstruos seguían ardiendo, con los miembros retorcidos.
Con todo, a Rand le preocupaba que esas… «cosas» pudieran ser humanos renacidos. Aginor había utilizado seres humanos para crear los trollocs y los Myrddraal. ¿Era ésa la suerte que corrían algunos? ¿Renacer como mutaciones perversas? La idea le revolvía el estómago.
Echó un vistazo al cielo. Las nubes empezaban a dispersarse, como ocurría siempre allí donde él se encontrara. Podría obligarlas a no hacerlo, pero… no. Los hombres necesitaban la Luz, y tampoco podía combatir allí demasiado tiempo, no fuera a resultar obvio que uno de los Asha’man era demasiado fuerte para el rostro que tenía.
Rand dejó que llegara la luz.
Por todo el campo de batalla, cerca del río, la gente empezó a mirar hacia el cielo cuando los rayos del sol cayeron sobre ellos mientras las nubes oscuras se retiraban.
«Se acabó esconderse», pensó Rand mientras retiraba la Máscara de Espejos y alzaba la mano, prieto el puño, por encima de su cabeza. Tejió Aire, Fuego y Agua y creó una columna de luz que se extendió a partir de él hasta gran altura, en el cielo. Los soldados prorrumpieron en vítores a todo lo ancho y largo del frente de batalla.
No haría saltar las trampas que el Oscuro tenía esperándolo. Se movió a través de un acceso, de vuelta a Merrilor. Nunca estaba mucho tiempo en cualquiera de los frentes, pero siempre revelaba su presencia antes de marcharse. Dejaba que las nubes se abrieran en lo alto para demostrar que había estado allí y luego se iba.
Min lo esperaba en la zona de Viaje de Merrilor. Rand miró hacia atrás al tiempo que el acceso se cerraba, dejando que la gente combatiera sin él. Min le puso una mano en el brazo. Las Doncellas de su guardia esperaban también allí; aunque de mala gana, dejaban que luchara solo porque sabían que su presencia lo delataría.
—Pareces triste —dijo Min con suavidad.
Una brisa caliente soplaba desde algún punto del norte. Los soldados que se encontraban cerca lo saludaron. La mayor parte de los que tenía allí eran domani, tearianos y Aiel. Constituían la fuerza de asalto que, conducida por Rodel Ituralde y el rey Darlin, sería la encargada de asaltar y conservar en su poder el valle de Thakan’dar mientras él luchaba con el Oscuro.
Casi había llegado el momento. La Sombra lo había visto luchando en todos los frentes. Se había unido a la lucha de Lan, a la de Egwene y a la de Elayne por turnos. A esas alturas, la Sombra había enviado a casi todos sus ejércitos a combatir al sur. El momento de que Rand atacara Shayol Ghul estaba muy cerca. Miró a Min.
—Moraine dice que soy un necio por participar en esos combates —comentó—. Dice que incluso correr un pequeño riesgo que me ponga en peligro no merece lo que logro.
—Es probable que tenga razón —opinó Min—. A menudo la tiene. Pero yo te prefiero como la persona que haría algo así. Ésa es la persona capaz de derrotar al Oscuro: el hombre que no puede quedarse sentado haciendo planes mientras otros mueren.
Rand la rodeó por la cintura con el brazo. Luz, ¿qué habría hecho sin ella?
«Me habría venido abajo durante los meses de oscuridad… —pensó—. Seguro que habría caído».
Por encima del hombro de Min, Rand vio que se acercaba una mujer de cabello gris. Detrás de ella, una mujer más menuda vestida de azul se detuvo y dio la vuelta —intencionadamente— en dirección contraria. Cadsuane y Moraine evitaban encontrarse en el campamento. Le pareció captar en los ojos de Moraine un asomo de mirada fulminante cuando vio que Cadsuane se le había adelantado y se dirigía hacia él.
Cadsuane se acercó a Rand y se puso a caminar a su alrededor mientras lo miraba de arriba abajo. Asintió con la cabeza varias veces, como para sí.
—¿Intentando discernir si estoy capacitado para la empresa? —le preguntó Rand sin dejar que la voz delatara sus emociones, en este caso la irritación.
—Nunca lo he puesto en duda —contestó ella—. Incluso antes de descubrir que habías nacido, nunca dudé si sería capaz de hacer de ti el hombre que hacía falta que fueras. Dar vueltas a las cosas, al menos de esa forma, es de necios. ¿Tú lo eres, Rand al’Thor?
—Es una pregunta imposible de responder —manifestó Min—. Si dice que lo es, entonces se convierte en un necio. Si dice que no, entonces implica que no aspira a una sabiduría mayor.
—Bah. Has leído demasiado, muchacha. —Cadsuane lo dijo de un modo que sonó afectuoso. Se volvió hacia Rand—. Espero que le regales algo bonito.
—¿A qué te refieres? —preguntó él.
—Has estado regalando cosas a la gente —contestó Cadsuane—, como si te prepararas para morir. Eso es corriente en la gente mayor o en hombres que van a una batalla y no creen que ganarán. Una espada a tu padre, un ter’angreal para la reina de Andor, una corona para Lan Mandragoran, joyas para la chica Aiel. ¿Y para ésta? —Señaló con un gesto de la cabeza a Min.
Rand se puso en tensión. En cierta medida, había sabido lo que estaba haciendo, pero oírla a ella explicándolo resultaba desconcertante.
La expresión de Min se ensombreció y apretó los dedos de la mano posada en su brazo.
—Da un paseo conmigo —pidió Cadsuane—. Solos tú y yo, lord Dragón. —Lo miró—. Si me haces el favor.
Min volvió la vista hacia Rand, pero él le dio unas palmadas en el hombro y asintió con la cabeza.
—Me reuniré contigo en la tienda —le dijo a la joven.
Ella suspiró, pero se retiró. Cadsuane ya había echado a andar por el camino. Rand tuvo que dar varias zancadas para alcanzarla. Probablemente la mujer disfrutó al ver que se daba prisa.
—A Moraine Sedai le preocupa cada vez más tu retraso —dijo Cadsuane.
—¿Y tú qué piensas?
—Pues, que en parte tiene razón. Sin embargo, tu plan no me parece que sea del todo una idiotez. Aun así, no debes retrasarlo mucho más.
Rand no dijo a propósito cuándo daría la orden de atacar Shayol Ghul. Quería que todos hicieran conjeturas. Si nadie de su entorno sabía cuándo atacaría, entonces había muchas posibilidades de que el Oscuro tampoco lo supiera.
—En cualquier caso —continuó ella—, no he venido a hablar de tu retraso. Me parece que Moraine Sedai tiene controlada tu… educación en esa materia. A mí me preocupa mucho más otra cosa.
—¿Y cuál es?
—Que creas que vas a morir. Que renuncies a tanto y lo hagas de un modo tan evidente. Que ni siquiera te plantees sobrevivir.
Rand hizo una profunda inhalación. Detrás lo seguía un grupo de Doncellas. Pasó delante de las Detectoras de Vientos, apiñadas en su pequeño campamento y hablando del Cuenco de los Vientos. Los miraron a los dos con semblantes plácidos.
—Deja que vaya al encuentro de mi destino, Cadsuane —dijo Rand—. He abrazado la muerte. La aceptaré cuando llegue.
—Eso me complace —contestó ella—, y no creas ni por un momento que, llegado el caso, no intercambiaría tu vida por el mundo.
—Eso lo has dejado muy claro desde el principio. Así pues, ¿por qué preocuparse ahora? Esta batalla me costará la vida. Así ha de ser.
—No debes dar por hecho que morirás —insistió Cadsuane—. Aunque sea casi inevitable, no debes aceptarlo como totalmente inevitable.
—Elayne no deja de repetir eso mismo.
—Entonces, ha dicho algo sensato al menos una vez en su vida. Un promedio mejor de lo que yo había imaginado en ella.
Rand se negó a replicar al comentario, y Cadsuane esbozó una sonrisa. La complacía ver cómo se controlaba ahora. Por eso lo pinchaba cada dos por tres.
¿Es que nunca iban a acabar las pruebas?
«No —pensó—. No hasta la última. Y es la más importante».
Cadsuane se detuvo en el camino obligándolo a que hiciera lo mismo.
—¿Tienes también un regalo para mí?
—Se los estoy dando a los que me importan.
La respuesta consiguió que la sonrisa se acentuara más en el rostro de la mujer.
—Nuestros intercambios no siempre han sido cordiales, Rand al’Thor.
—Ésa sería una forma de exponerlo.
—Sin embargo —continuó, mirándolo a los ojos—, te confesaré que estoy complacida. Has salido bien.
—Entonces, ¿tengo tu permiso para salvar al mundo?
—Sí. —Ella miró hacia arriba, donde bullían las nubes grises.
Empezaban a abrirse por Rand, que no hizo nada para encubrir su presencia ni para mantener a raya a las nubes.
—Sí —repitió Cadsuane—, tienes mi permiso. Siempre y cuando lo hagas pronto. La oscuridad aumenta.
Como para darle la razón, se produjo un sordo retumbo en el suelo. Últimamente era algo que se repetía cada vez con más frecuencia. El campamento se sacudió y los hombres se tambalearon con gesto receloso.
—Cuando yo entre, habrá Renegados —dijo Rand—. Alguien tendrá que hacerles frente. Mi intención es pedirle a Aviendha que dirija la resistencia contra ellos. No le vendría mal tu ayuda.
—Haré cuanto esté en mi mano —confirmó Cadsuane, que asintió con la cabeza.
—Lleva a Alivia —instruyó Rand—. Es fuerte, pero me preocupa ponerla con otras. No entiende de límites como debería.
Cadsuane asintió de nuevo en silencio y, por la expresión de su mirada, Rand se preguntó si no habría planeado ya ocuparse de eso.
—¿Y la Torre Negra? —preguntó ella.
Rand apretó los dientes. La Torre Negra era una trampa. Sabía que lo era. Taim quería atraerlo hacia allí, a un sitio donde no podría escapar a través de un acceso.
—He enviado a Perrin para que ayude —informó.
—¿Y tu decisión de ir en persona?
«Tengo que ayudarlos. De algún modo he de hacerlo. Dejé que Taim los reclutara. No puedo dejarlos en sus manos…»
—Todavía no sabes con seguridad qué hacer —adivinó Cadsuane; la voz denotó insatisfacción—. Te arriesgarías, nos arriesgarías a todos, al meterte en esa trampa.
—Yo…
—Están libres. —Cadsuane dio media vuelta y echó a andar—. Taim y los suyos han sido expulsados de la Torre Negra.
—¿Qué? —demandó Rand al tiempo que la asía del brazo.
—Que tus hombres se han liberado por sí solos —contestó Cadsuane—. No obstante, por lo que me han contado, sufrieron un duro castigo al hacerlo. Son pocas personas las que lo saben. Es muy probable que la reina Elayne no pueda servirse de ellos durante un tiempo. Desconozco los detalles.
—¿Dices que se liberaron ellos mismos?
—Sí.
«Lo consiguieron. O lo consiguió Perrin».
Rand se regocijó con la noticia, pero lo acometió un sentimiento de culpa. ¿Cuántos habían perecido? ¿Habría podido salvarlos si hubiese ido? Ya hacía días que estaba enterado de su situación apurada; sin embargo, los había abandonado a su suerte por seguir el consejo de Moraine, que había insistido en que era una trampa que él no podía permitirse el lujo de hacer saltar.
Y ahora ellos habían escapado de esa trampa.
—Me habría gustado haber sabido cómo sonsacarte una respuesta respecto a qué te proponías conseguir allí —dijo Cadsuane. Suspiró al tiempo que meneaba la cabeza—. Aún hay grietas en ti, Rand al’Thor, pero habrá que conformarse.
Dicho lo cual, se marchó.
—Deepe era un buen hombre —dijo Antail—. Sobrevivió a la caída de Maradon. Estaba en la muralla cuando la hicieron saltar por los aires, pero vivió y siguió luchando. Al final, los Señores del Espanto vinieron por él y con una explosión remataron el trabajo. Deepe pasó los últimos instantes de su vida lanzándoles tejidos. Murió bien.
Los soldados malkieri alzaron las copas hacia Antail en un saludo a los caídos. Lan también levantó la suya aunque estaba fuera del corro de hombres reunidos alrededor de la hoguera. Ojalá Deepe hubiera seguido sus órdenes. Meneó la cabeza y bebió un sorbo de vino. Aunque era de noche, los hombres de Lan seguían haciendo turnos para estar despiertos en caso de que se produjera un ataque.
Lan giró la copa entre los dedos mientras pensaba en Deepe. Se dio cuenta de que le resultaba imposible experimentar ira por lo que el hombre había hecho. Deepe había querido matar a uno de los encauzadores de la Sombra más peligrosos. De habérsele presentado una oportunidad similar, Lan no creía que él la hubiera rechazado.
Los hombres siguieron con los brindis por los caídos. Se había convertido en una ceremonia que se repetía todas las noches, y esa práctica se había extendido por la totalidad de los campamentos fronterizos. A Lan le parecía alentador el hecho de que los hombres hubieran empezado a tratar a Antail y a Narishma como compañeros. Los Asha’man se mostraban distantes por lo general, pero la muerte de Deepe había forjado un vínculo entre los encauzadores y los soldados. Ahora la batalla les había pasado factura a todos ellos al cobrarse la vida de sus compañeros. Los hombres habían visto a Antail apenado por la pérdida de su amigo, y lo habían invitado a que hiciera un brindis por él.
Lan se alejó de la hoguera y caminó por el campamento. Se paró en las hileras de caballos estacados para comprobar cómo estaba Mandarb. El semental aguantaba bien a pesar de tener una herida grande en el flanco izquierdo, donde no volvería a crecerle el pelo en la cicatriz que le quedaría; sin embargo, parecía que se le estaba curando bien. Los mozos todavía hablaban en voz baja de cuando el caballo herido había aparecido en medio de la noche, tras el combate en el que Deepe había muerto. Ese día habían sido muchos los jinetes que habían perdido la vida o que habían sido derribados del caballo. Muy pocas monturas habían logrado escapar de los trollocs para encontrar el camino de vuelta al campamento. Lan palmeó a Mandarb en el cuello.
—Pronto descansaremos, amigo mío —le susurró al animal—. Te lo prometo.
Mandarb resopló en la oscuridad; cerca, varios caballos respondieron con más resoplidos.
—Crearemos un hogar —continuó Lan—. Derrotada la Sombra, Nynaeve y yo reclamaremos Malkier. Haremos que los campos renazcan, que el agua de los lagos se limpie. Crecerán verdes pastos. Ya no habrá más trollocs contra los que luchar. Unos niños montarán a tus lomos, viejo amigo. Podrás pasar los días en paz, comiendo manzanas y eligiendo la yegua que quieras.
Hacía mucho tiempo que Lan no pensaba en el futuro con el más mínimo atisbo de esperanza. Resultaba curioso que ahora lo hiciera en ese lugar, en esa guerra. Era un hombre curtido, duro. A veces, tenía la impresión de que compartía más cosas en común con las piedras y la tierra que con los hombres que reían sentados junto al fuego.
En eso se había convertido. En la persona que tenía que ser, el hombre que algún día viajaría de vuelta a Malkier para defender el honor de su familia. Rand al’Thor había empezado a agrietar ese caparazón, y luego el amor de Nynaeve lo había resquebrajado por completo.
«Me pregunto si Rand se dio cuenta alguna vez», pensó. Sacó la almohaza y la estregó por el pelaje de Mandarb. Lan sabía lo que era haber sido elegido, desde pequeño, para morir. Sabía lo que era que alguien señalara hacia la Llaga y le dijera que allí sacrificaría su vida. Luz, vaya si lo sabía. Probablemente Rand al’Thor nunca sabría cuán similares eran los dos.
Almohazó a Mandarb durante un rato a pesar de estar cansado hasta la médula. Quizá tendría que haber dormido. Nynaeve le habría dicho que durmiera. Se imaginó la conversación entre ellos y esbozó una sonrisa. Ella habría ganado, aduciendo que un general necesitaba dormir y que había mozos de cuadra más que de sobra para ocuparse de los caballos.
Pero Nynaeve no estaba allí, así que siguió cepillado a Mandarb.
Alguien se acercó a la hilera de caballos atados. Por supuesto, Lan oyó las pisadas mucho antes de que la persona llegara. Lord Baldhere cogió un cepillo del puesto de los mozos, saludó con un gesto de la cabeza a uno de los guardias que había, y se dirigió hacia su montura. Sólo entonces reparó en Lan.
—Lord Mandragoran —saludó.
—Lord Baldhere —contestó Lan al kandorés, acompañando las palabras con un gesto de la cabeza.
El Portador de la Espada de la reina Ethenielle era un hombre delgado, con alguno que otro mechón blanco en el cabello, por lo demás negro. Aunque Baldhere no era uno de los grandes capitanes, sí era un buen comandante y había servido bien a Kandor desde la muerte de su soberano. Muchos habían dado por sentado que la reina se casaría con él. Lo cual, por supuesto, era una estupidez; para Ethenielle era como un hermano. Además, cualquiera que prestara un poco de atención se daría cuenta de que Baldhere tenía una clara preferencia por los hombres.
—Siento molestaros, Dai Shan —le dijo a Lan—. No caí en la cuenta de que aquí podría haber otra persona. —Hizo intención de retirarse.
—Casi había acabado —contestó Lan—. No cambiéis de idea por mí y haced lo que hayáis venido a hacer.
—Los mozos son buenos en su trabajo —manifestó Baldhere—. No he venido para inspeccionar su labor. En ocasiones he notado que hacer algo sencillo y rutinario me ayuda a pensar.
—No sois el único que se ha dado cuenta de eso. —Lan siguió cepillando a Mandarb.
Baldhere rió entre dientes y se quedó callado un momento antes de hablar de nuevo.
—Dai Shan, ¿os preocupa lord Agelmar?
—¿En qué sentido?
—A mí me parece que se está exigiendo demasiado —dijo Baldhere—. Está tomando algunas decisiones que… me tienen desconcertado. No es que las opciones para la batalla sean malas. Simplemente me resultan demasiado agresivas.
—Estamos en guerra. No me parece que se pueda ser demasiado agresivo cuando el propósito es derrotar al enemigo —repuso Lan.
Baldhere guardó silencio de nuevo, pensativo.
—Desde luego —asintió después—. Sin embargo, ¿habéis reparado en la pérdida de los dos escuadrones de caballería de lord Yokata?
—Fue una maniobra desafortunada, pero a veces se cometen errores.
—Éste no es un error que lord Agelmar debería haber cometido. Ya ha pasado por situaciones como ésta con anterioridad, Dai Shan. Debió darse cuenta.
Todo había sucedido durante un reciente ataque contra los trollocs. Los Asha’man estaban prendiendo fuego a Fal Eisen y la campiña del entorno. Siguiendo las órdenes de Agelmar, Yokata había dirigido a su caballería en un movimiento envolvente alrededor de una gran colina para atacar el flanco derecho del ejército trolloc que avanzaba hacia los Asha’man. Realizando el clásico movimiento de tenaza, Agelmar debía enviar más caballería contra el flanco izquierdo enemigo, y los Asha’man volverían hacia atrás para salirles al paso a los trollocs de frente.
Sin embargo, los líderes de la Sombra vieron venir la maniobra. Antes de que Agelmar y los Asha’man tuvieran ocasión de actuar, un numeroso contingente de trollocs habían llegado por la cima de la colina para caer sobre el flanco derecho de Yokata, en tanto que los demás atacaban a Yokata de frente, rodeando así a la caballería.
En el asalto murieron todos los componentes de los dos escuadrones. Inmediatamente después, los trollocs se lanzaron contra los Asha’man, que se salvaron por los pelos.
—Lord Agelmar está cansado, Dai Shan —concluyó Baldhere—. Lo conozco. Jamás habría cometido semejante error si hubiese estado alerta y despejado.
—Baldhere, cualquiera podría haber tenido una equivocación así.
—Lord Agelmar es uno de los grandes capitanes. Debería enfocar la batalla de un modo diferente de como lo hacen los hombres corrientes.
—¿Estáis seguro de que no esperáis demasiado de él? —preguntó Lan—. Agelmar es un hombre, nada más. Todos lo somos, a fin de cuentas.
—Yo… A lo mejor tenéis razón —admitió Baldhere, con la mano en la espada, como si estuviera preocupado. No llevaba el arma de Ethenielle, por supuesto; sólo lo hacía cuando ella actuaba en cumplimiento de sus funciones como reina—. Supongo que todo se reduce a una intuición, Lan. Una sensación de inquietud. Agelmar parece estar muy cansado, y me preocupa que ese agotamiento esté afectando su capacidad para hacer planes. Sólo os pido que lo observéis, por favor.
—Lo haré —accedió Lan.
—Gracias. —Baldhere parecía menos preocupado ahora que cuando se había acercado.
Lan dio a Mandarb una última palmadita, dejó a Baldhere atendiendo a su montura, y caminó por el campamento hasta la tienda de mando. Entró en ella; la tienda estaba alumbrada y bien vigilada, aunque a los soldados que estaban de guardia no se les permitía ver con claridad los mapas de batalla.
Lan rodeó los paños colgados que tapaban la entrada y saludó con un cabeceo a los dos comandantes shienarianos, subordinados de Agelmar, a quien ayudaban en su sanctasanctórum. Uno de ellos estudiaba los mapas extendidos en el suelo. Agelmar no se hallaba presente. Un cabecilla tenía que dormir en algún momento.
Lan se puso en cuclillas para mirar el mapa. Tras la retirada del día siguiente, por lo visto llegarían a un sitio llamado Manantiales de Sangre, nombre que le venía por el modo en que las rocas que había debajo del agua le daban al río una tonalidad roja. En Manantiales de Sangre tendrían una ligera ventaja en cuanto a altitud merced a las colinas adyacentes, y Agelmar quería lanzar una ofensiva contra los trollocs con arqueros, en colaboración con formaciones de caballería. Y, por supuesto, habría más incendios en los campos.
Lan apoyó una rodilla en el suelo para echar un vistazo a las notas de Agelmar sobre qué ejército combatiría en qué lugar y cómo dividiría los ataques. Era una táctica ambiciosa, pero Lan no vio nada en particular que le pareciera preocupante.
Mientras examinaba el mapa sonaron los faldones de la entrada y Agelmar entró hablando en voz baja con lady Ells de Saldaea. Se paró al ver a Lan y se disculpó en un susurro por cortar la conversación. Se acercó a él.
A Agelmar no se le notaba que estuviera agotado, pero Lan había aprendido a buscar las señales de cansancio más allá de la apariencia de un hombre. Ojos enrojecidos. Aliento con olor a vellorita, una planta que se masticaba para mantener la mente despejada cuando uno llevaba demasiado tiempo sin descansar. Agelmar estaba fatigado, pero también lo estaba cualquiera en el campamento.
—¿Aprobáis lo que veis, Dai Shan? —preguntó mientras ponía rodilla en tierra a su lado.
—Es un plan muy agresivo para una retirada.
—¿Acaso podemos permitirnos otro tipo de maniobra? —preguntó Agelmar—. Dejamos una franja de tierras quemadas a nuestro paso, estamos destruyendo Shienar casi con tanta contundencia como si la Sombra hubiera ocupado el país. Haré que se derrame sangre trolloc para apagar esas cenizas.
Lan asintió con la cabeza.
—¿Baldhere ha hablado con vos? —inquirió Agelmar.
Lan alzó la cabeza con brusquedad y Agelmar esbozó una sonrisa lánguida.
—¿Me equivoco al suponer que su conversación versaba sobre la pérdida de Yokata y de sus hombres? —tanteó el general.
—No.
—Fue un error, es cierto —admitió Agelmar—. Me preguntaba si alguien se encararía conmigo a causa de ello. Baldhere es uno de los que creen que jamás debí cometer semejante equivocación.
—Le parece que os estáis exigiendo demasiado.
—Es bueno en tácticas, pero no sabe tanto como cree —comentó Agelmar—. Tiene la cabeza llena de relatos sobre grandes capitanes. Tengo defectos, Dai Shan. Éste no será el único error que cometa. Los veré, como he visto éste, y aprenderé de ellos.
—Aun así, quizá deberíais procurar dormir un poco más.
—Estoy perfectamente, lord Mandragoran. Conozco mis límites; he estado pendiente toda la vida para reconocerlos. Esta batalla me exigirá el máximo de mi capacidad, me llevará hasta esos límites, y he de dejar que sea así.
—Pero…
—Sustituidme o dejadme estar —lo interrumpió Agelmar—. Prestaré oídos a los consejos, porque no soy necio, pero no permitiré que se cuestione cada decisión que tome.
—De acuerdo. —Lan se puso de pie—. Confío en vuestro buen hacer y entender.
Agelmar asintió con la cabeza y bajó la vista a los mapas. Seguía trabajando en sus planes cuando por fin Lan se marchó para acostarse.