Tam utilizó su última flecha para salvar a un Capa Blanca. Lo cual era algo que jamás había imaginado que haría, pero allí estaba. El trolloc con rasgos lobunos trastabilló hacia atrás con la flecha hundida en un ojo, resistiéndose a caer hasta que el joven Capa Blanca se incorporó en el barro y lo golpeó en las rodillas.
Sus hombres se encontraban situados ahora en las pasarelas de la empalizada y disparaban andanadas de flechas a los trollocs que habían entrado allí a través del cauce del río. El número de monstruos había menguado, pero aún había muchos.
Hasta ese momento, la batalla había ido bien. Las fuerzas combinadas de Tam se habían desplegado a lo largo del río, en la orilla shienariana. Río abajo, la Legión del Dragón, los escuadrones de ballesteros y la caballería pesada contenían el avance trolloc. Los mismos hechos se desarrollaban ahí, río arriba, con arqueros, tropas de infantería y caballería frenando la incursión trolloc por el lecho del río. Hasta que los suministros empezaron a menguar y Tam se vio forzado a retirar a sus hombres a la relativa seguridad de la empalizada.
Tam miró a un lado. Abell alzó el arco y se encogió de hombros. Tampoco le quedaban flechas. De un extremo a otro de la empalizada, los hombres de Dos Ríos levantaban los arcos. No había flechas.
—No vendrán más —dijo en voz queda Abell—. El chico dijo que ese lote era el último.
El ejército de Capas Blancas, mezclado con miembros de la Guardia del Lobo de Perrin, luchaba con denuedo, pero los estaban empujando hacia atrás desde el cauce del río por el que llegaba un tropel tras otro. Luchaban en tres lados, y otra fuerza trolloc acababa de llegar dando un rodeo para encajonarlos del todo. El estandarte de Ghealdan ondeaba cerca de las ruinas. Arganda defendía esa posición junto con Nurelle y los restantes hombres de la Guardia Alada.
Si esa batalla hubiera sido otra, Tam habría hecho que sus hombres reservaran flechas para cubrir un repliegue. Ese día no habría retirada, y la orden de disparar había sido la correcta; los chicos se habían tomado tiempo con cada disparo. Seguramente debían de haber matado a millares de trollocs durante las horas que llevaban combatiendo. Mas ¿qué era un arquero sin su arco?
«Sigue siendo un hombre de Dos Ríos —pensó Tam—. Y sigue sin querer dar por perdida esta batalla».
—¡Bajad de las pasarelas y situaos en formación, con armas! —les gritó a los chicos—. Dejad aquí los arcos. Los recogeremos cuando nos lleguen más flechas.
No llegarían más flechas, pero los hombres de Dos Ríos estarían más contentos fingiendo que podrían volver a recoger sus arcos. Formaron en filas como Tam les había enseñado, armados con lanzas, hachas, espadas, incluso algunas guadañas. Todo, cualquier cosa que tuvieran a mano, además de escudos para los que empuñaban hachas o espadas, y buenas armaduras de cuero para todos ellos. Ninguna pica, por desgracia. Después de equipar a la infantería pesada, no había sobrado ninguna.
—Permaneced bien juntos —les dijo Tam—. Formad en dos cuñas. Atacaremos a los trollocs rodeando a los Capas Blancas.
Lo mejor que podía hacerse —al menos era lo mejor que se le había ocurrido a Tam— era caer sobre esos trollocs que acababan de rodear a las Capas Blancas, fragmentarlos y ayudar a los Capas Blancas a salir de la trampa.
Los hombres asintieron con la cabeza, aunque probablemente entendían poco las tácticas. Eso no importaba. Siempre y cuando mantuvieran la disciplina de la formación en líneas como él les había enseñado.
Se pusieron en marcha, corriendo, y Tam recordó otro campo de batalla. Nieve azotándole la cara, arrastrada por terribles ventoleras. En cierto modo, en ese campo de batalla había empezado todo aquello. Ahora terminaba allí.
Tam se situó en la punta de la primera cuña, y puso a Deoan —un hombre de Deven Ride que había servido en el ejército andoreño— en la punta de la otra. Guió a sus hombres hacia adelante a paso ligero para que ni ellos ni él mismo pensaran demasiado en lo que estaba a punto de suceder.
A medida que se acercaban a los corpulentos trollocs con sus espadas, lanzas de armas y hachas de guerra, Tam buscó la llama y el vacío. El nerviosismo desapareció. Toda emoción se evaporó. Desenvainó la espada que Rand le había dado, la de los dragones pintados en la vaina. Era el arma más magnífica que había visto en su vida. Esos pliegues del metal susurraban su origen antiguo. Parecía un arma demasiado buena para él. Siempre había sentido lo mismo con cada espada que había utilizado.
—¡Recordad, mantened la formación! —gritó Tam volviendo la cabeza hacia sus hombres—. No dejéis que nos separen. Si cae alguien, el que esté detrás que avance y ocupe su sitio mientras otro tira del caído hacia el centro de la cuña.
Ellos asintieron de nuevo con un gesto y luego atacaron a los trollocs por la retaguardia, donde habían rodeado a los Hijos de la Luz en el río.
Su formación golpeó y empujó hacia adelante. Los enormes trollocs se dieron la vuelta para luchar.
Fortuona despidió con un gesto de la mano a la so’jhin que intentaba sustituir con otros sus ropajes regios. Olía al humo del fuego y tenía los brazos quemados y con cortes en varios sitios. No aceptaría la Curación de una damane. Fortuona consideraba la Curación un avance útil —y algunos de los suyos empezaban a cambiar de actitud respecto a eso—, pero no estaba segura de que la emperatriz debiera someterse a ello. Además, las heridas no eran graves.
Los Guardias de la Muerte arrodillados delante de ella tendrían que recibir algún tipo de castigo. Ésta era la segunda vez que habían permitido que un asesino llegara hasta ella, y, aunque no los culpaba por el fallo en su tarea, negarles el castigo sería negarles el honor. Se le encogía el corazón al pensarlo, pero sabía lo que iba a tener que hacer.
Dio la orden en persona. Selucia, como su Voz, debería haberlo hecho, pero a Selucia estaban aplicándole remedios para las heridas. Y Karede merecía el pequeño honor de recibir su orden de ejecución por boca de la propia Fortuona.
—Todos los que estabais de servicio iréis a luchar contra las marath’damane enemigas directamente —ordenó a Karede—. Luchad valerosamente por el imperio allí e intentad matar a las marath’damane del enemigo.
Vio que Karede se relajaba. Era un modo de seguir sirviendo; probablemente se habría arrojado sobre su propia espada de haberle dado ocasión de hacerlo. Su orden era un gesto de clemencia.
Dio la espalda al hombre que había cuidado de ella durante su juventud, el hombre que había contravenido lo que se esperaba de él. Todo por ella. También ella recibiría su castigo por lo que debía hacer más tarde. En ese momento, le otorgaría todo el honor que pudiera.
—Darbinda —dijo, volviéndose hacia la mujer que insistía en llamarse a sí misma «Min» a pesar del honor del nombre nuevo que ella le había dado y que significaba «chica de imágenes» en la Antigua Lengua—, me has salvado la vida y posiblemente también has salvado la del Príncipe de los Cuervos. Te nombro perteneciente a la Sangre, Augur del Destino. Que tu nombre sea venerado por generaciones venideras.
Darbinda se cruzó de brazos. Cómo se parecía a Knotai. Obstinadamente humildes, esos habitantes del continente. De hecho, se sentían orgullosos —orgullosos, nada menos— de su ascendencia de baja cuna. Incomprensible.
Knotai estaba sentado en un tocón cercano, donde recibía informes de la batalla y espetaba órdenes. La batalla de las Aes Sedai por la zona occidental de los Altos empezaba a sumirse en el caos. Él buscó su mirada a través del pequeño espacio que los separaba e hizo un gesto de asentimiento.
Si había espías —y a ella le sorprendería que no hubiera alguno— había llegado el momento de engañarlos. Todos los que habían sobrevivido al ataque se encontraban reunidos a su alrededor. Fortuona había insistido en que estuvieran cerca, sin duda con el propósito de recompensar a quienes la habían servido bien y de castigar a los que no lo habían hecho. Todos los guardias, sirvientes y nobles oyeron lo que decía cuando empezó a hablar.
—Knotai, aún hemos de discutir lo que debería hacer respecto a ti. La Guardia de la Muerte tiene a su cargo la seguridad, pero a ti se te ha encomendado la defensa de este campamento. Si sospechabas que nuestro puesto de mando no era seguro, ¿por qué no lo dijiste antes?
—¿Acaso estás sugiriendo que lo ocurrido es culpa mía, puñetas?
Knotai se levantó e interrumpió los informes de los exploradores con un gesto.
—Te di el mando aquí —dijo Fortuona—. En última instancia, la responsabilidad por este fracaso es tuya, pues. ¿O no?
Cerca, el general Galgan frunció el entrecejo. Él no lo veía así. Otros miraron hacia Knotai con expresión acusadora. Nobles aduladores; le echarían la culpa porque no era seanchan. Era impresionante que Knotai se hubiera ganado a Galgan con tanta rapidez. ¿O es que Galgan hacía alarde de sus emociones a propósito? ¿Sería el espía? ¿Podría haber estado manipulando a Suroth, o simplemente era un espía encubierto, como segunda opción si Suroth fracasaba?
—No admito responsabilidad alguna por esto, Tuon —contestó Knotai—. Eres tú la que insistió en observar lo que pasaba desde el campamento, cuando podrías haber permanecido en otro sitio seguro, puñetas.
—Quizá tendría que haber hecho eso exactamente —replicó con frialdad ella—. Toda esta batalla ha sido un desastre. Pierdes terreno a cada momento. Hablas a la ligera y bromeas, rechazando de plano el protocolo debido; creo que no has abordado esto con la solemnidad apropiada a tu rango.
Knotai se echó a reír. Era una risa impetuosa, genuina. Lo hacía muy bien. Fortuona creía que era la única que veía las dos columnas de humo gemelas que se elevaban en los Altos, justo detrás de él. Un augurio apropiado para Knotai: una jugada fuerte brindaría grandes beneficios. O entrañaría un coste enorme.
—Se acabó, estoy harto de tus tonterías —declaró Knotai al tiempo que agitaba la mano en su dirección—. Tú y tus jodidas reglas seanchan que no dejan de poner obstáculos.
—Pues yo también estoy harta, no te aguanto más —dijo ella, alzando la barbilla—. Jamás debimos unirnos a esta batalla. Lo mejor que podemos hacer es preparar las defensas de nuestras tierras al suroeste. No permitiré que malgastes las vidas de mis soldados.
—Ve, pues —gruñó Knotai—. ¿Qué me importa a mí?
Ella giró bruscamente sobre sus talones y se alejó con gesto airado.
—Vamos —ordenó a los demás—. Reunid a vuestras damane. Todos, salvo los Guardias de la Muerte, Viajaremos al campamento de nuestro ejército junto al Erinin, y después regresaremos a Ebou Dar. Libraremos la verdadera Última Batalla allí, una vez que estos necios nos hayan hecho el favor de debilitar a los Engendros de la Sombra.
Los suyos la siguieron. ¿Habría sido convincente la estratagema? El espía había visto que enviaba a la muerte a hombres que la querían; ¿daría eso la idea de que actuaba de forma temeraria? ¿Lo bastante temeraria y presuntuosa para quitarle sus tropas a Knotai? Sí, era lo bastante creíble. En cierto modo, le gustaría hacer lo que había dicho, y combatir en el sur.
Por supuesto, hacer eso sería hacer caso omiso del cielo desgarrado, de la tierra sacudida por temblores y de la lucha del Dragón Renacido. Ésos no eran augurios que ella podía pasar por alto.
El espía no sabía eso. No la conocía. El espía vería a una mujer joven y lo bastante necia para querer luchar sin el apoyo de nadie. Al menos, era lo que esperaba que creyera.
El Oscuro envolvió una red de posibilidad en torno a Rand.
Rand sabía que este forcejeo entre ellos —la lucha por lo que podría ser— era vital para el resultado de la Última Batalla. Él no podía tejer el futuro. Él no era la Rueda ni nada parecido. A pesar de todo lo que le había ocurrido, seguía siendo simplemente un hombre.
Empero, en él radicaba la esperanza de la humanidad. La humanidad tenía un destino, una elección de futuro. El camino que tomara el género humano… lo decidiría esta batalla, la de su voluntad en colisión con la del Oscuro. Por el momento, aquello que podía llegar a ser podría convertirse en lo que sería. Si se desmoronaba ahora dejaría que el Oscuro eligiera ese futuro.
HELO AQUÍ, dijo el Oscuro mientras las líneas luminosas se unían y Rand entraba en otro mundo. Un mundo que todavía no existía, pero un mundo que muy bien podría llegar a ser pronto.
Rand frunció el entrecejo y alzó la vista al cielo. No estaba enrojecido en esta visión, ni el paisaje se hallaba devastado. Aquello era Caemlyn, una Caemlyn muy semejante a la que conocía. Oh, sí, había diferencias. Carretas de vapor traqueteaban por las calles y se mezclaban con el tráfico de carruajes tirados por caballos y el gentío que iba a pie.
La ciudad se había expandido más allá de la muralla nueva; alcanzaba a verlo desde lo alto de la colina central en la que se encontraba. Incluso divisaba el lugar donde Talmanes había abierto un agujero en la muralla. No lo habían reparado. En cambio, la ciudad se expandía hacia afuera a través de él. Edificios cubrían lo que otrora habían sido campos de extramuros.
Rand frunció el entrecejo, dio media vuelta y caminó calle abajo. ¿Qué juego se traía entre manos el Oscuro? A buen seguro, esa ciudad normal, incluso próspera, no sería parte de sus planes para el mundo. La gente iba limpia y no parecía oprimida. No vio señales de la degradación que caracterizaba al mundo previo que el Oscuro había creado para él.
Despierta la curiosidad, se acercó a un puesto donde una mujer vendía fruta. La esbelta joven le dirigió una sonrisa sugerente al tiempo que señalaba su mercancía.
—Bienvenido, buen señor. Soy Renel, y mi tienda es el segundo hogar de cuantos buscan las mejores frutas de todo el mundo. ¡Tengo duraznos de Tear!
—¡Duraznos! —exclamo Rand, horrorizado.
Todo el mundo sabía que eran venenosos.
—¡Ja! ¡No temáis, buen señor! A éstos les han quitado la toxina. Son tan sanos como yo honrada.
La mujer sonrió y dio un mordisco a uno para demostrarlo. Mientras lo hacía, una mano mugrienta apareció por debajo del puesto de fruta; allí había escondido un pilluelo, un chiquillo en el que Rand no había reparado antes.
El crío se apoderó de una fruta roja desconocida para Rand y luego salió disparado. Estaba tan delgado que Rand le veía las costillas marcadas en la piel de un cuerpo demasiado pequeño, y corría con unas piernas tan flacas que era sorprendente que el chico pudiera caminar.
La mujer siguió sonriendo a Rand mientras bajaba la mano al costado; sacó una pequeña vara con un percutor al lado, para el dedo. Tiró del percutor y la vara restalló.
El pilluelo murió en medio de una rociada de sangre. Se desplomó, despatarrado, en el suelo. La gente lo esquivaba para seguir en el flujo de transeúntes, aunque alguien —un hombre con muchos guardias— recogió la pieza de fruta. Limpió la sangre y le dio un mordisco mientras seguía caminando. Unos segundos después, una carreta de vapor pasó rodando por encima del cadáver y lo aplastó en la embarrada calzada.
Espantado, Rand miró a la mujer. Ella se guardó el arma, sin que se le borrara la sonrisa de la cara.
—¿Buscáis algún tipo de fruta en particular? —le preguntó a Rand.
—¡Acabas de matar a ese crío!
—Sí. —La mujer parecía desconcertada—. ¿Os pertenecía, buen señor?
—No, pero…
¡Luz! La mujer no mostraba el menor atisbo de remordimiento o de preocupación. Rand se volvió y vio que a nadie más parecía importarle lo más mínimo lo que había pasado.
—Señor, tengo la impresión de que debería conoceros —dijo la mujer—. Vestís ropas excelentes, aunque algo pasadas de moda. ¿A qué facción pertenecéis?
—¿Facción? —repitió Rand, que miró hacia atrás.
—¿Y dónde están vuestros guardias? —preguntó la mujer—. Un hombre tan rico como vos los tiene, desde luego.
Rand la miró a los ojos, y luego corrió hacia un lado al tiempo que la mujer bajaba la mano hacia el arma otra vez. Rand dobló en una esquina. La mirada de esos ojos… Una falta total de cualquier clase de preocupación o de compasión humana. Lo habría matado sin pensarlo un instante. Lo sabía.
Otros en la calle lo vieron. Dieron con el codo a los compañeros y señalaron hacia él.
—¡Di cuál es tu facción! —gritó un hombre que pasaba.
Otros empezaron a perseguirlo.
Rand dobló en otra esquina. El Poder Único. ¿Debería hacer uso de él? Ignoraba lo que ocurría en ese mundo. Como la vez anterior, le costaba trabajo disociarse de la visión. Sabía que no era completamente real, pero no podía evitar considerarse a sí mismo parte de ella.
No se arriesgó a abrazar el Poder Único y decidió fiarse de sus piernas de momento. No conocía muy bien Caemlyn, pero sí recordaba esa zona. Si llegaba al final de esa calle y giraba… ¡Sí, allí! Un poco más adelante vio un edificio conocido, con un letrero en la fachada en el que se representaba a un hombre arrodillado ante una mujer de cabello dorado rojizo. La Bendición de la Reina.
Rand llegó a la puerta principal en el momento en que los que lo perseguían se amontonaban en la esquina, detrás. Se detuvieron cuando Rand subió hacia la puerta dando traspiés, y la cruzó pasando junto a un tipo con aspecto de bruto que parecía montar guardia allí. ¿Un portero nuevo? Rand no lo conocía. ¿Seguiría siendo la posada de Basel Gill o habría cambiado de propietario?
Rand entró precipitadamente en una gran sala común, con el corazón latiéndole desbocado. Varios hombres que sostenían jarras de cerveza alzaron la vista hacia él. Rand estaba de suerte; detrás del mostrador, Basel Gill en persona frotaba una copa con un paño.
—¡Maese Gill! —dijo Rand.
El robusto posadero se volvió, fruncido el entrecejo.
—¿Os conozco, milord? —Miró a Rand de arriba abajo.
—¡Soy yo, Rand!
Gill ladeó la cabeza y luego esbozó una sonrisa.
—¡Ah, tú! Te había olvidado. Tu amigo no está contigo, ¿verdad? Ese con una mirada sombría.
Así que la gente no lo conocía como el Dragón Renacido en ese sitio. ¿Qué les había hecho el Oscuro?
—Tengo que hablar con vos, maese Gill —dijo Rand, que se dirigió hacia un comedor privado.
—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó Gill, yendo tras él—. ¿Estás metido en algún lío? ¿Otra vez?
—¿En qué era estamos? —inquirió Rand después de haber cerrado la puerta cuando hubo pasado Gill.
—En la cuarta, por supuesto.
—Entonces, ¿ha tenido lugar la Última Batalla?
—¡Sí, y ganamos! —repuso Gill. Miró a Rand con atención, entrecerrando los ojos—. ¿Te encuentras bien, hijo? ¿Cómo es que no sabes…?
—He pasado los últimos años en los bosques —dijo él—. Asustado por lo que ocurría.
—Ah, claro. Entonces, ¿no sabes nada de las facciones?
—No.
—¡Luz, muchacho! Tienes un gran problema. Veamos, te conseguiré un símbolo de una facción. ¡Necesitas uno cuanto antes! —Gill abrió la puerta y salió con rapidez.
Rand se cruzó de brazos y vio con disgusto que la chimenea enmarcaba una nada que había detrás.
—¿Qué les has hecho? —demandó.
DEJÉ QUE CREYERAN QUE HABÍAN GANADO.
—¿Por qué?
MUCHOS DE LOS QUE ME SIGUEN NO ENTIENDEN LA TIRANÍA.
—¿Qué tiene eso que ver con…?
Rand se calló al regresar Gill. No llevaba ningún «símbolo de una facción», fuera lo que fuera eso. En cambio, había reunido a tres guardias de cuello macizo. Señaló hacia él.
Rand retrocedió mientras abrazaba la Fuente.
—Gill, ¿qué estás haciendo?
—Bueno, supuse que esa chaqueta se vendería bien —contestó el posadero. No había el menor asomo de disculpa en la voz.
—¿Y por eso me robas?
—Bueno, sí. —Gill parecía confuso—. ¿Por qué no iba a hacerlo?
Los matones entraron en el comedor y miraron a Rand con precaución. Llevaban porras.
—Por la ley —contestó Rand.
—¿Por qué iba a haber leyes contra el robo? —preguntó Gill al tiempo que meneaba la cabeza—. ¿Qué clase de tipo eres para pensar tales cosas? Si un hombre no puede defender lo que posee, ¿por qué ha de tenerlo? Si un hombre no puede defender su vida, ¿de qué le sirve?
Gill hizo un gesto a los hombres para que avanzaran. Rand los ató con tejidos de Aire.
—Te apoderaste de sus conciencias, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
Gill había abierto los ojos como platos ante el uso del Poder Único. Intentó correr. Rand lo inmovilizó también con Aire.
LOS HOMBRES QUE PIENSAN QUE ESTÁN OPRIMIDOS LUCHARÁN ALGÚN DÍA. NO SÓLO LES QUITARÉ LA VOLUNTAD DE RESISTIRSE, SINO LA PROPIA SOSPECHA DE QUE PASA ALGO RARO.
—¿Así que los privas de tener compasión? —demandó Rand, que miraba a Gill a los ojos. El hombre parecía aterrado por miedo a que Rand lo matara, e igual les pasaba a los tres matones. Pero nada de remordimiento. Ni pizca.
LA COMPASIÓN NO ES NECESARIA.
—Este mundo es diferente del que me mostraste antes. —Rand sentía un frío mortal.
LO QUE TE MOSTRÉ ANTES ES LO QUE LOS HOMBRES ESPERAN. ES EL MAL QUE CREEN QUE COMBATEN. PERO YO CREARÉ UN MUNDO DONDE NO EXISTA EL BIEN NI EL MAL.
SÓLO YO.
—¿Lo saben tus siervos? —susurró Rand—. ¿Esos a los que llamas Elegidos? Creen que luchan para convertirse en señores y dirigentes de un mundo de su propia creación. En cambio, les das esto. El mismo mundo, sólo que sin Luz.
SÓLO YO.
Ni Luz. Ni amor humano. El horror de la idea le llegó a lo más hondo y lo sacudió. Ésa era una de las posibilidades que el Oscuro podría elegir si vencía. No significaba que venciera ni que tuviera que ocurrir, pero… Oh, Luz, era terrible. Mucho más que un mundo de cautivos, mucho peor que un mundo oscuro con un paisaje devastado.
Esto era el terror en estado puro. Era la corrupción total del mundo, era arrebatarle todo lo hermoso que tenía y dejar sólo una cáscara vacía. Una cáscara bonita, pero una cáscara.
Rand preferiría vivir mil años de tortura, conservando la parte de su ser que le otorgaba la capacidad para el bien, antes que vivir un momento en ese mundo sin Luz.
Se volvió, furioso, hacia la oscuridad. Ya consumía la pared del fondo y seguía extendiéndose.
—¡Cometes un error, Shai’tan! —gritó Rand a la nada—. ¿Crees que me harás perder la esperanza? ¿Crees que demolerás mi voluntad? Con esto no lo conseguirás, te lo juro. ¡Esto me afirma en que he de luchar!
Algo emitió un ruido sordo dentro del Oscuro. Rand gritó mientras empujaba hacia afuera con su voluntad e hizo pedazos el lóbrego mundo de mentiras y hombres que mataban con una falta absoluta de empatía. Explotó en hilos y Rand se encontró de nuevo en el lugar fuera del tiempo, con el Entramado ondeando a su alrededor.
—¿Me muestras tu verdadero corazón? —demandó a la nada mientras recogía aquellos hilos—. Yo te enseñaré el mío, Shai’tan. Hay un mundo opuesto a ese mundo sin Luz que tú crearías.
»Un mundo sin Sombra.
Mat se alejó con paso airado e intentó tranquilizarse. ¡Tuon parecía estar realmente enfadada con él! Volvería cuando la necesitara, ¿verdad?
—Mat… —llamó Min, que se acercó presurosa a él.
—Ve con Tuon. Cuida de ella por mí, Min.
—Pero…
—No es que necesite mucha protección —dijo Mat—. Es fuerte. Maldita sea, lo es. Pero hace falta que alguien esté pendiente de ella. Me preocupa, Min. Sea como sea, tengo que ganar esta guerra. No puedo hacerlo si me voy con ella. Así que ¿irás tú y la cuidarás, por favor?
Min aflojó el paso y, de forma inesperada, le dio un abrazo.
—Suerte, Matrim Cauthon.
—Suerte, Min Farshaw —contestó él.
La soltó para que se marchara y después se echó al hombro la ashandarei. Los seanchan habían empezado a abandonar Alcor Dashar y se dirigían de vuelta al Erinin antes de abandonar definitivamente Campo de Merrilor. Demandred los dejaría ir; sería un necio si no lo hiciera. Rayos y truenos, ¿en qué se estaba metiendo? Acababa de despedir a una buena cuarta parte de sus tropas.
«Regresarán», pensó. Si su arriesgada jugada funcionaba. Si los dados caían como necesitaba que lo hicieran.
Sólo que esta batalla no era un juego de dados. Había demasiada sutileza para eso. Era una partida de cartas, en todo caso. Por lo general, él ganaba a las cartas. Por lo general.
A su derecha, un grupo de hombres con armadura oscura seanchan marchaba hacia el campo de batalla.
—¡Eh, Karede! —gritó Mat.
El hombretón le dirigió una mirada sombría. De repente, Mat supo lo que un lingote de metal sentía cuando Perrin lo miraba mientras levantaba el martillo. Karede se acercó con paso iracundo y, a pesar de que saltaba a la vista que hacía un esfuerzo para mantener el rostro impasible, Mat percibía la ira que sentía.
—Gracias —dijo Karede, con voz tirante— por ayudar a proteger a la emperatriz, así viva para siempre.
—Crees que tendría que haberla mantenido en algún lugar seguro, no en el puesto de mando.
—No soy quién para cuestionar a un miembro de la Sangre, Poderoso Señor.
—No estás cuestionándome, estás pensando en clavarme algo afilado. Es algo totalmente diferente.
Karede exhaló larga y profundamente.
—Disculpad, Poderoso Señor —dijo, volviéndose para partir—. He de ponerme al frente de mis hombres y morir.
—Creo que no. Vais a venir conmigo.
Karede se volvió de nuevo hacia él.
—La emperatriz, así viva para siempre, ordenó que… —empezó a decir.
—Que fueseis al frente —lo interrumpió Mat; hizo visera con la mano para protegerse la vista mientras examinaba el cauce del río, desbordado por el enjambre de trollocs—. Estupendo. ¿Y adónde puñetas crees que voy yo?
—¿Combatiréis a caballo? —preguntó Karede.
—Yo pensaba en algo más tranquilo, como dar un paseo —repuso Mat. Meneó la cabeza—. Tengo que palpar el ambiente para hacerme una idea de lo que Demandred se trae entre manos… Voy allí, Karede, y teneros a vosotros entre los trollocs y yo suena maravilloso. ¿Venís?
Karede no contestó, aunque tampoco siguió adelante.
—Piénsalo, ¿qué opciones tenéis? —prosiguió Mat—. ¿Cabalgar hasta allí y morir sin un propósito real? ¿O venir e intentar mantenerme con vida para vuestra emperatriz? Casi estoy seguro de que me tiene aprecio. Quizá. Tuon no es una persona fácil de entender.
—No la llaméis por ese nombre —le advirtió Karede.
—La llamaré como me dé la jodida gana.
—No si os acompañamos. Si voy a cabalgar con vos, Príncipe de los Cuervos, no permitiré que mis hombres os oigan decir eso. Sería un mal presagio.
—Vale, no queremos que haya ninguno de ésos —dijo Mat—. De acuerdo pues, Karede. Metámonos de nuevo en este enredo y veamos qué podemos hacer. En nombre de Fortuona.
Tam levantó la espada como para iniciar un duelo, pero allí no encontró adversarios honorables. Sólo trollocs feroces que gruñían y aullaban, a los que habían apartado de los acosados Capas Blancas en la batalla cercana a las ruinas.
Los trollocs se volvieron hacia los hombres de Dos Ríos y atacaron. Tam, plantado en la punta de la cuña, adoptó la pose Junco al viento y se negó a dar un solo paso atrás. Se doblaba hacia aquí y hacia allá, pero aguantó firme hasta romper la línea trolloc atacando con la espada en movimientos rápidos.
Los hombres de Dos Ríos presionaban hacia adelante, una espina en el pie del Oscuro y una zarza en la mano. En el caos que siguió, gritaron y maldijeron y lucharon para separar a los trollocs.
Pero enseguida tuvieron que centrarse en no ceder terreno. Los trollocs empezaron a rodearlos. La formación en cuña por lo general era una táctica ofensiva, y allí también funcionó bien. Los trollocs se movieron a lo largo de los lados de la cuña y recibieron los golpes de los hombres de Dos Ríos que atacaban con hachas, espadas y lanzas.
Tam dejó que el entrenamiento de sus hombres los guiara. Habría preferido encontrarse en el centro de la cuña infundiéndoles ánimos a gritos, como ahora hacía Dannil, pero él era uno de los pocos que tenían un entrenamiento real de combate, y la formación en cuña dependía de tener una punta que aguantara inamovible.
De modo que fue lo que hizo: aguantar con entereza. Dentro de la calma del vacío, dejó que los trollocs chocaran contra él. Pasó de Sacudir el rocío de la rama a Flores de manzano al viento y a Caen piedras en el estanque… Todas las poses que lo afianzaban en una posición para combatir con múltiples oponentes.
A pesar de haber practicado durante los últimos meses, Tam no era ni de lejos tan fuerte como en su juventud. Por suerte, un junco no necesitaba tener fuerza. No tenía tanta práctica como antaño, pero ningún junco tenía que practicar para saber cómo doblarse al viento.
Simplemente lo hacía.
Años de madurar, de ganar experiencia, habían llevado a Tam a una comprensión del vacío. Ahora lo entendía mejor de lo que lo había entendido nunca. Años de enseñar a Rand a tener responsabilidad, años de vivir sin Kari, años de oír el silbido del viento y el susurrar de las hojas…
Tam al’Thor se convirtió en el vacío. Atrajo a los trollocs a ese vacío, mostrándoselo y arrojándolos a sus profundidades.
Danzó alrededor de un trolloc con testa de carnero, descargó un golpe lateral con la espada y le cortó una pierna por el tobillo. El trolloc se tambaleó y Tam se volvió para dejar que los hombres que llegaban detrás acabaran con él. Alzó la espada con gran rapidez —mientras el arma soltaba sangre por la hoja— y salpicó las oscuras gotas en los ojos de otro trolloc que parecía producto de una pesadilla. El ser aulló, cegado, y Tam prolongó el grácil movimiento hacia adelante, de forma que le abrió el estómago por debajo del peto. El trolloc trastabilló ante un tercer monstruo que atacó a Tam con un hacha, pero que en cambio le dio a su compañero.
Cada paso era parte de una danza, y Tam invitaba a los trollocs a bailar con él. Sólo había luchado otra vez así, largo tiempo atrás, si bien la memoria era algo que el vacío no permitía. No pensaba en otros tiempos; no pensaba en nada. Si sabía que esto ya lo había hecho antes era por la resonancia de sus movimientos, un conocimiento que parecía calar en los propios músculos de su cuerpo.
Tam ensartó el cuello de un trolloc con una cara que casi parecía humana, sólo que con más pelo de lo normal en las mejillas. El ser se desplomó hacia atrás y cayó al suelo; de pronto, Tam se encontró sin más enemigos. Se paró y alzó la espada al sentir un suave soplo de aire que lo tocaba. Las oscuras bestias corrían río abajo, a la fuga, perseguidas por jinetes que ondeaban banderas fronterizas. Poco después los trollocs chocaban con un muro de tropas, la Legión del Dragón, y acabaron aplastados entre ellos y los fronterizos que los perseguían.
Tam limpió la hoja de la espada y abandonó el vacío. La gravedad de la situación lo aturdió. ¡Luz! Sus hombres podrían estar muertos. Si esos fronterizos no hubieran llegado…
Enfundó de nuevo la espada en la vaina lacada. El dragón rojo y dorado reflejó la luz del sol con un destello, aunque Tam no habría imaginado que hubiera luz que devolver con aquel manto de nubes en el cielo. Buscó el sol y lo halló —tras las nubes— cerca del horizonte. ¡Casi era de noche!
Por suerte, parecía que los trollocs de la batalla en las ruinas se venían abajo por fin. Ya muy debilitados por el agotador cruce de río, ahora se desplomaban a medida que los hombres de Lan los atacaban por detrás.
Poco después todo había terminado. Tam había resistido en su posición.
Cerca, un caballo negro se acercaba al trote. Su jinete, Lan Mandragoran —con portaestandarte y guardias detrás—, miró a los hombres de Dos Ríos.
—Hacía mucho tiempo que sentía curiosidad respecto a la persona que había dado a Rand esa espada con la marca de la garza —dijo Lan—. Me preguntaba si se la habría ganado realmente. Ahora lo sé. —Lan levantó su propia espada en un saludo.
Tam se volvió hacia sus hombres, un grupo exhausto, ensangrentado, con las armas aferradas. El paso de su cuña se distinguía claramente en la llanura pisoteada: docenas de trollocs yacían detrás, donde la cuña se había abierto paso entre ellos. Al norte, los integrantes de la segunda cuña levantaron sus armas. Los habían hecho retroceder casi hasta el bosque, pero habían aguantado allí y algunos habían sobrevivido. Tam no pudo sino ver esas docenas de buenos hombres que habían muerto.
Sus exhaustas tropas se sentaron allí mismo, en el campo de batalla, rodeados de cadáveres. Algunos empezaron a ponerse vendajes sin apenas fuerzas mientras otros se ocupaban de los heridos que habían metido en el interior de la cuña. Hacia el sur, Tam divisó algo desalentador. ¿Aquellos que se alejaban del campamento de Alcor Dashar eran los seanchan?
—Entonces, ¿hemos ganado? —preguntó Tam.
—En absoluto —contestó Lan—. Nos hemos apoderado de esta parte del río, pero esta lucha es la menos decisiva. Demandred presionó con fuerza a sus trollocs aquí para impedirnos retirar recursos para la batalla más importante que se libra en el vado, río abajo. —Lan hizo dar media vuelta a su caballo—. Reunid a vuestra gente, maestro espadachín. Esta batalla no se detendrá con la puesta de sol. En las próximas horas se os necesitará otra vez. Tai’shar Manetheren.
Lan salió a galope hacia sus fronterizos.
—Tai’shar Malkier —gritó Tam a la espalda de Lan, tardíamente.
—Entonces, ¿aún no hemos acabado? —inquirió Dannil.
—No, muchacho. No hemos acabado. Pero haremos un descanso, llevaremos a los hombres para que los Curen y buscaremos algo de comida.
Vio que se abrían accesos junto al campo de batalla. Cauthon había sido muy hábil al enviar los medios para que Tam llevara a sus heridos a Mayene. Era…
A través de los accesos empezó a salir gente a montones. Cientos, miles de personas. Tam frunció el entrecejo. Cerca, los Capas Blancas empezaban a levantarse; habían recibido un fuerte castigo con los ataques de los trollocs, pero la llegada de Tam y de sus hombres había impedido que acabaran con ellos. La fuerza de Arganda formaba en las ruinas, y la Guardia del Lobo enarbolaba su ensangrentada bandera bien alto, con montones de cadáveres de trollocs a su alrededor.
Tam caminó penosamente a través del campo. Ahora comenzaba a sentir las extremidades como pesos muertos. Estaba más agotado que si hubiera pasado un mes sacando tocones.
En el primer acceso encontró a Berelain junto a unas cuantas Aes Sedai. La hermosa mujer parecía estar fuera de lugar en aquel sitio de barro y muerte. El vestido negro y plateado, la diadema en el cabello… Luz, no encajaba allí.
—Tam al’Thor —dijo ella—, ¿estáis al frente de esta fuerza?
—Puede decirse que sí. Perdonad, milady Principal, pero ¿quiénes son estas gentes?
—Los refugiados de Caemlyn —contestó Berelain—. Envié a varias personas para ver si necesitaban Curación. La rechazaron e insistieron en que los trajera a la batalla.
Tam se rascó la cabeza. ¿A la batalla? Cualquier hombre —y cualquier mujer— en condiciones de sostener una espada ya se había unido al ejército. La gente que veía salir de los accesos eran en su mayoría chiquillos y personas mayores, así como algunas mujeronas madres de familia, que se habían quedado atrás para ocuparse de los pequeños.
—Perdón, pero esto es una zona de combate.
—Es lo que he intentado explicarles —replicó Berelain con un atisbo de exasperación en la voz—. Afirman que pueden ser de utilidad. Mejor esto que quedarse a esperar que acabe la Última Batalla apiñados en la calzada a Puente Blanco, es lo que han dicho.
Tam observó ceñudo a los niños que se desperdigaban por el campo. Le revolvía el estómago que los pequeños vieran la horripilante matanza, y muchos se asustaron al principio. Otros empezaron a moverse entre los caídos buscando señales de vida en esas personas para que las Curaran. Algunos soldados mayores que se habían quedado para proteger a los refugiados se encontraban entre ellos, atentos por si había trollocs que no estuvieran muertos del todo.
Mujeres y niños se pusieron a recoger flechas entre los caídos. Eso sería útil. Mucho. Con sorpresa, Tam vio salir por los accesos a centenares de gitanos que comenzaron a buscar heridos bajo la dirección de varias hermanas Amarillas.
Tam se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. Todavía le preocupaba que los niños pudieran ver esas escenas de muerte.
«En fin —pensó—, verán cosas peores si fracasamos aquí». Si querían ser de utilidad, había que permitírselo.
—Decidme, Tam al’Thor —preguntó Berelain—. ¿Está…? ¿Se encuentra bien Galad Damodred? Veo a sus hombres aquí, pero no su estandarte.
—Fue llamado a otros cometidos, milady Principal —repuso Tam—. Río abajo. Hace horas que no sé nada de él, me temo.
—Ah. En fin, Curemos y demos de comer a vuestros hombres. Quizá mientras tanto nos llegue alguna noticia de lord Damodred.
Elayne tocó la mejilla de Gareth con suavidad. Le cerró los ojos, uno y después el otro, antes de hacer un gesto de asentimiento a los soldados que habían encontrado el cadáver. Se llevaron a Bryne con las piernas colgando por el borde de su escudo y la cabeza por el otro extremo.
—De repente salió a galope, gritando —relató Birgitte—. Directo a las líneas enemigas. Fue imposible detenerlo.
—Siuan está muerta —dijo Elayne, y la asaltó una sensación de pérdida casi abrumadora. Siuan… Siuan había sido siempre tan fuerte… Elayne controló las emociones con esfuerzo. Tenía que mantener la atención en la batalla—. ¿Ha llegado alguna noticia del puesto de mando?
—El campamento de Alcor Dashar ha sido abandonado —informó Birgitte—. No sé dónde está Cauthon. Los seanchan nos han dejado solos.
—Enarbola mi estandarte bien alto —le indicó Elayne—. Hasta que sepamos algo de Mat, tomo el mando en este campo de batalla. Que vengan mis consejeros.
Birgitte fue a cumplir las órdenes. Las mujeres de la guardia de Elayne permanecían vigilantes y rebullían con nerviosismo al observar que los trollocs presionaban a los andoreños en el río. Habían llenado por completo la cañada entre los Altos y las ciénagas, y amenazaban con desbordarse por suelo shienariano. Parte del ejército de Egwene había atacado a los trollocs desde el otro lado de la cañada, con lo que le había quitado algo de la presión a su ejército durante un tiempo; pero más trollocs habían atacado desde arriba y parecía que los hombres de Egwene estaban recibiendo un fuerte castigo.
Elayne tenía una sólida instrucción en tácticas de batalla, aunque poca experiencia en el campo, y ahora veía lo mal que iban las cosas. Sí, había recibido la noticia de que los trollocs en la posición de río arriba habían sido destruidos por la llegada de Lan y de los fronterizos. Pero eso era un parvo alivio habida cuenta de la situación que había en el vado.
El sol se metía ya por el horizonte. Los trollocs no daban señales de retirarse, y sus soldados, de mala gana, empezaron a encender hogueras y antorchas. Organizar a sus hombres en formaciones en cuadro funcionaba mejor para defensa, pero significaba renunciar a toda esperanza de presionar y avanzar. Los Aiel luchaban allí también, al igual que los cairhieninos. Pero esos cuadros de picas eran la parte esencial de su plan de batalla.
«Nos están rodeando poco a poco», pensó. Si los trollocs conseguían hacerlo, los estrujarían hasta que los andoreños explotaran. «Luz, esto va mal».
El sol puso un repentino fuego rojizo tras las nubes del horizonte. Con la noche, los trollocs tenían una ventaja más. La temperatura había bajado con la llegada de la oscuridad. Sus conjeturas previas de que esa batalla duraría días ahora le parecían absurdas. La Sombra presionaba con toda su potencia. A la humanidad no le quedaban días sino horas.
—Majestad —saludó el capitán Guybon, que se acercó a caballo con sus comandantes.
Las armaduras abolladas y los tabardos manchados de sangre ponían de manifiesto que nadie se libraba de participar en la lucha, ni siquiera los oficiales de alto rango.
—Consejo —dijo Elayne y lo miró a él, a Theodohr, comandante de la caballería, y a Birgitte, que era capitán general de su guardia.
—¿Retirada? —sugirió Guybon.
—¿Crees de verdad que podríamos destrabarnos? —replicó Birgitte.
Guybon vaciló, pero después meneó la cabeza.
—Bien, pues —dijo Elayne—. ¿Cómo podemos vencer?
—Resistiendo —contestó Theodohr—. Hemos de confiar en que la Torre Blanca sea capaz de vencer en su lucha contra los encauzadores sharaníes y venga en nuestra ayuda.
—No me gusta quedarme quieta aquí, sin hacer nada —opinó Birgitte—. Lo…
Un haz blanco de fuego candente cortó a través de la guardia de Elayne y vaporizó a docenas de mujeres. El caballo de Guybon desapareció bajo él, aunque la barra de luz no le dio al capitán por poco. El caballo de Elayne se encabritó y se puso en dos patas.
Mascullando juramentos, Elayne se debatió con la montura para controlarla. ¡Eso había sido fuego compacto!
—¡Lews Therin! —Una voz potenciada por el Poder retumbó en el campo—. ¡Doy caza a una mujer que amas! ¡Enfréntate a mí, cobarde! ¡Lucha!
La tierra explotó cerca de Elayne y lanzó al aire a su portaestandarte; la bandera estalló en llamas. Esta vez, Elayne fue arrojada del caballo y el golpe fue fuerte.
«¡Mis bebés!», gimió mientras giraba sobre sí y unas manos la agarraban. Birgitte. La Guardiana la subió a la silla, detrás de ella, ayudada por varias mujeres de la guardia.
—¿Puedes encauzar? —preguntó Birgitte—. No. Da igual. Estarán pendientes de eso. ¡Celebrain, enarbola otro estandarte! Cabalga río abajo con un escuadrón de guardias. ¡Yo conduciré a la reina a otra parte!
La mujer que estaba de pie junto al caballo de Birgitte saludó. ¡Era una sentencia de muerte!
—Birgitte, no —dijo Elayne.
—Demandred ha decidido que tú conseguirás hacer salir a descubierto al Dragón Renacido —contestó Birgitte, que hizo dar media vuelta a su caballo—. Y yo no estoy dispuesta a que pase tal cosa. ¡Jia!
Taconeó al animal para ponerlo a galope cuando los rayos se descargaban sobre las guardias de Elayne y hacían volar cuerpos en el aire.
Elayne rechinó los dientes. Sus ejércitos estaban en peligro de ser vencidos, rodeados… Todo ello mientras Demandred soltaba descarga tras descarga de fuego compacto, rayos y tejidos de Tierra. Ese hombre era tan peligroso como un ejército completo.
—No puedo marcharme —le dijo desde atrás a Birgitte.
—Oh, sí, ya lo creo que puedes, y vas a hacerlo —replicó la mujer de mal humor mientras el caballo galopaba—. Si Mat ha caído, y quiera la Luz que no haya ocurrido tal cosa, tendremos que montar un nuevo puesto de mando. Hay una razón para que Demandred atacara Alcor Dashar y después a ti directamente. Intenta destruir nuestra estructura de mando. Tu deber es asumirlo desde un lugar seguro y secreto. Una vez que estemos lo bastante lejos para que los exploradores de Demandred no puedan percibir que encauzas, harás un acceso y volverás a tomar el mando. Sin embargo, ahora mismo, Elayne, tienes que cerrar el pico y dejar que te proteja.
Tenía razón. Maldita sea, la tenía. Se agarró con firmeza a Birgitte mientras galopaban a través del campo de batalla; el caballo levantó pegotes de tierra tras ellas en una huida hacia la seguridad.
«Al menos facilita la tarea de encontrarlo», pensó Galad mientras cabalgaba y observaba las líneas de fuego que se descargaban desde la posición enemiga hacia el ejército de Elayne.
Galad hundió los talones en los flancos del caballo robado que montaba para avanzar deprisa a través de los Altos hacia el borde oriental. Veía una y otra vez el cuerpo moribundo de Gawyn en sus brazos.
—¡Enfréntate a mí, Lews Therin!
La voz atronadora de Demandred sacudía el suelo un poco más adelante. Había matado a su hermano y ahora ese monstruo estaba dando caza a su hermana.
Para él siempre había estado claro lo que era correcto, pero jamás había sentido antes que algo lo fuera tanto como lo que iba a hacer. Los zigzagueos luminosos de los tejidos eran como indicadores en un mapa, flechas que señalaran el camino que debía seguir. La Luz lo había guiado. Lo había preparado, situándolo allí en ese momento.
Atravesó veloz la retaguardia de la fuerza sharaní hacia donde se encontraba Demandred, justo encima del cauce del río, asomado hacia donde se hallaban las tropas de Elayne. A su alrededor se clavaron flechas en el suelo; los arqueros disparaban sin preocuparles la posibilidad de dar a sus compañeros. Con la espada desenvainada, Galad sacó el pie del estribo, preparado para poder bajar de un salto.
Una flecha acertó al caballo y Galad se tiró del animal. Cayó con fuerza y se paró tras deslizarse un poco sobre el suelo; rebanó la mano de un ballestero que había cerca. Gruñendo, un encauzador se acercó a él y el medallón de la cabeza de zorro se puso frío en contacto con su pecho.
Galad atravesó el cuello al hombre de un golpe. El tipo bramó con rabia mientras la sangre le salía a borbotones por la garganta con cada latido del corazón. No parecía sorprendido al morir, sólo furioso. Los berridos del hombre llamaron la atención de más sharaníes.
—¡Demandred! —gritó—. ¡Demandred, llamas al Dragón Renacido! ¡Demandas luchar con él! ¡No está aquí, pero su hermano sí está! ¿Quieres enfrentarte a mí?
Docenas de ballestas se levantaron. Detrás de Galad, su caballo se desplomó echando sangre espumosa por los ollares.
Rand al’Thor. Su hermano. La conmoción por la muerte de Gawyn había aletargado en él el impacto de esa revelación. Tendría que afrontarla finalmente, si sobrevivía. Todavía no sabía si se sentiría orgulloso o avergonzado.
Una figura con una armadura extraña hecha con monedas avanzó a través de las filas sharaníes hacia él. Demandred era un hombre orgulloso; sólo había que mirarle la cara para darse cuenta de ello. De hecho, le recordaba la actitud de al’Thor. La sensación que irradiaban era similar.
—¿Es tu hermano? —preguntó Demandred.
—Hijo de Tigraine —dijo Galad—, que se convirtió en Doncella Lancera. Que dio a luz a mi hermano en el Monte del Dragón, la tumba de Lews Therin. Yo tenía dos hermanos. Has matado a uno en este campo de batalla.
—Veo que llevas un artefacto interesante —comentó Demandred en el momento en que el medallón se puso frío otra vez—. Supongo que no pensarás que eso impedirá que corras la misma suerte que tu patético hermano, ¿verdad? Me refiero al que ha muerto.
—¿Luchamos, hijo de la Sombra? ¿O charlamos?
Demandred desenvainó la espada que lucía garzas en la hoja y en la empuñadura.
—Ojalá que me ofrezcas un combate mejor que el de tu hermano, hombrecillo. Estoy muy molesto. Lews Therin puede odiarme o despotricar contra mí, pero no debería pasarme por alto.
Galad se adelantó hacia el centro del círculo formado por ballesteros y encauzadores. Si vencía, de todos modos moriría. Pero, Luz, ojalá se llevara con él a un Renegado. Sería un final adecuado.
Demandred fue hacia él y la liza empezó.
Con la espalda pegada contra una estalagmita, sin ver nada más que la luz de Callandor reflejada en las paredes de la caverna, Nynaeve bregó por mantener a Alanna con vida.
En la Torre Blanca había quienes se mofaban de su confianza en las técnicas corrientes de sanación. ¿Qué podían hacer dos manos e hilo que el Poder Único no hiciera?
Si cualquiera de esas mujeres hubiera estado allí en lugar de ella, el mundo habría acabado.
Las condiciones eran horribles. Poca luz y ningún instrumento aparte de los que llevaba en la bolsita. Aun así, cosió la herida utilizando la aguja y el hilo que siempre llevaba encima. Había mezclado una dosis de hierbas para Alanna y se la había hecho tragar abriéndole la boca. No serviría de mucho, pero un poco de varias cosas podría ayudar. Mantendría a Alanna con fuerza, la ayudaría con el dolor, e impediría que el corazón dejara de latirle mientras ella trabajaba.
La herida era complicada y desagradable, pero ya había curado otras iguales antes. Aunque por dentro temblaba, las manos de Nynaeve se mantuvieron firmes mientras cosía la herida y lograba detener el tránsito de la mujer que estaba al borde de la muerte.
Rand y Moridin no se movían, pero sentía una vibración procedente de los dos hombres. Rand libraba una batalla que ella no podía ver.
—Matrim Cauthon, puñetero mentecato. ¿Sigues vivo?
Mat miró hacia Davram Bashere, que se acercaba a él a caballo bajo la tenue oscuridad del inicio de la noche. Mat se había desplazado con la Guardia de la Muerte hacia las tropas de la retaguardia andoreña que luchaban en el río.
Bashere iba acompañado de su esposa y una guardia de saldaeninos. A juzgar por la sangre que manchaba el vestido la mujer, ella también había participado en la lucha.
—Sí, aún estoy vivo —dijo Mat—. Por lo general se me da bastante bien seguir con vida. Sólo he fallado en una ocasión, que yo recuerde, y aquella vez en realidad no cuenta. ¿Qué hacéis aquí? ¿No os…?
—Se colaron en mi puñetera mente —explicó Bashere, ceñudo—. Vaya si lo hicieron, muchacho. Deira y yo estuvimos hablando de eso. No podré dirigir ejércitos, pero ¿por qué iba a impedirme eso que matara unos cuantos trollocs?
Mat asintió con la cabeza. Con la muerte de Tenobia, ese hombre se había convertido en rey de Saldaea, pero hasta ahora había rehusado la corona. La corrupción en su mente lo había conturbado. Se limitó a manifestar que Saldaea debía luchar junto a Malkier, y les había dicho a las tropas que siguieran a Lan. Lo del trono ya se solucionaría si todos sobrevivían a la Última Batalla.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Bashere—. He oído que el puesto de mando ha caído.
Mat asintió con la cabeza.
—Los seanchan nos han abandonado —dijo.
—¡Maldición! —gritó Bashere—. Por si fuera poco con lo que tenemos encima. Jodidos perros seanchan.
No hubo reacción a esas palabras en los Guardias de la Muerte que acompañaban a Mat.
Las fuerzas de Elayne aguantaban —aunque con apuros— a lo largo de la orilla del río, pero los trollocs empezaban a cercarlas lentamente dando un rodeo río arriba. Las líneas de Elayne sólo aguantaban a fuerza de tenacidad y un entrenamiento excelente. Cada gran formación en cuadro sostenía las picas apuntando hacia afuera, erizada como un puerco espín.
Esas formaciones podrían separarse si Demandred metiera cuñas entre ellas de forma correcta. Mat había empleado cargas de caballería, incluida la andoreña y la de la Compañía, para intentar impedir con rápidos barridos que los trollocs penetraran en los cuadros de picas o que rodearan a Elayne.
El ritmo de la batalla le palpitaba en las yemas de los dedos. Percibía lo que Demandred estaba haciendo. Para cualquier otra persona, probablemente el final de la batalla parecería cosa fácil ahora. Un ataque en masa, romper las formaciones de picas, machacar las defensas de Mat. Pero era mucho más sutil.
Los fronterizos de Lan habían acabado con los trollocs de río arriba, y había que pasarles órdenes. Bien. Mat necesitaba a esos hombres para el siguiente paso de su plan.
Tres de las enormes formaciones de picas habían comenzado a flaquear; pero, si conseguía situar a una o dos encauzadoras en el centro de cada formación, podría reforzarlas. Que la Luz bendijera a quienquiera que estuviera distrayendo a Demandred. Los ataques del Renegado habían destruido formaciones enteras de piqueros. Demandred no tenía que matar a los hombres de uno en uno: le bastaba con lanzar ataques con el Poder Único para destrozar la formación. Así los trollocs podían machacarlos.
—Bashere —dijo Mat—, decidme por favor que alguien tiene noticias de vuestra hija.
—Nadie sabe nada de ella —repuso Deira—. Lo siento.
«Maldición —pensó Mat—. Pobre Perrin».
Y pobre de él. ¿Cómo iba a hacer esto sin el Cuerno? Luz. Ni siquiera estaba seguro de poder conseguirlo con el jodido Cuerno.
—Id a reuniros con Lan —instruyó Mat mientras cabalgaba—. Está río arriba. ¡Decidle que ataque a esos trollocs que intentan rodear el flanco derecho andoreño! Y decidle que dentro de poco tendré órdenes para él.
—Pero yo…
—¡Me trae sin cuidado si os ha tocado la Sombra, puñetas! —exclamó Mat—. Todos hemos tenido los dedos del Oscuro en el corazón, y es la pura verdad. Eso no os impide luchar. ¡Así que cabalgad en busca de Lan y decidle lo que hay que hacer!
Bashere se puso un poco tenso al principio; luego, cosa extraña, sonrió de oreja a oreja bajo el largo y poblado bigote. Malditos saldaeninos. Les gustaba que les gritaran. Las palabras de Mat parecieron infundirle ánimos y salió a galope con su esposa al lado. Ella le dirigió una mirada afectuosa a Mat, lo cual lo hizo sentirse incómodo.
Bien… Necesitaba un ejército. Y un acceso. Necesitaba un jodido acceso.
«Estúpido», se dijo. Había mandado marcharse a las damane. ¿No podría haberse quedado con una al menos? Aunque le ponían la carne de gallina, como si le corrieran arañas por la piel.
Mat sofrenó a Puntos, y los Guardias de la Muerte dejaron de correr y se pararon junto él. Unos cuantos encendieron antorchas. Desde luego, al unirse a él en la lucha contra los sharaníes habían conseguido recibir la paliza que querían. Aunque parecían estar deseosos de castigarse más.
«Allí», pensó Mat, que taconeó a Puntos hacia una fuerza de tropas, al sur de la formación de picas de Elayne: los Juramentados del Dragón. Antes de que los seanchan abandonaran Alcor Dashar, Mat había enviado ese ejército a reforzar las tropas de Elayne.
Todavía no sabía qué pensar de ellos. No había estado en Campo de Merrilor cuando se habían reunido, pero le habían llegado informes. Gentes de toda condición y categoría, de todas las nacionalidades, que se habían unido para luchar en la Última Batalla sin tener en cuenta lealtades o fronteras nacionales. Rand rompía todos los vínculos y juramentos.
Mat cabalgaba a trote rápido a lo largo de la retaguardia de las líneas andoreñas, con los Guardias de la Muerte corriendo para no quedarse atrás. Luz, esas líneas estaban derrumbándose. Eso era malo. En fin, él ya había hecho su apuesta. Ahora lo único que podía hacer era dejar que la batalla siguiera su curso y confiar en que no se desmoronaran demasiado.
Mientras galopaba hacia los Juramentados del Dragón oyó algo incongruente. ¿Un cántico? Mat se paró. Los Ogier se habían quedado aislados en el combate con los trollocs y ahora presionaban a través del cauce seco del río para ayudar en la lucha al flanco izquierdo de Elayne, a través de las ciénagas, e impedir que los trollocs dieran un rodeo por allí.
Aguantaban firmes, tan inamovibles como robles en una inundación, repartiendo hachazos mientras cantaban. Montones de trollocs yacían a su alrededor.
—¡Loial! —gritó Mat, de pie en los estribos—. ¡Loial!
Uno de los Ogier retrocedió alejándose de la lucha y se volvió. Mat se quedó impresionado. Su amigo, por lo general sosegado, tenía las orejas echadas hacia atrás, los dientes apretados con rabia, y en la mano un hacha empapada de sangre. Luz, la expresión de Loial hizo estremecer a Mat. ¡Antes se enfrentaría a diez hombres que creyeran que les había hecho trampas que luchar con un solo Ogier furioso!
Loial les gritó algo a los otros y luego se reunió de nuevo con ellos en la lucha. Siguieron atacando a los trollocs que estaban cerca y haciéndolos pedazos. Trollocs y Ogier eran más o menos de la misma talla, pero de algún modo los Ogier parecían descollar, imponentes, sobre los Engendros de la Sombra. No luchaban como soldados, sino como leñadores que talaran árboles. Tajo a un lado, luego al siguiente, derribando trollocs. Pero Mat sabía que los Ogier detestaban talar árboles, mientras que, por lo visto, disfrutaban derribando trollocs.
Los Ogier machacaron al pelotón de trollocs con el que luchaban, y los pocos supervivientes huyeron. Los soldados de Elayne se adelantaron y rechazaron al resto del ejército adversario. Varios cientos de Ogier regresaron junto a Mat, quien advirtió que entre ellos había bastantes Ogier seanchan, los Jardineros. Él no había dado esa orden. Los dos grupos combatían juntos, pero casi ni se miraban entre ellos.
Todos, varones o hembras, tenían numerosos cortes en brazos y piernas. No llevaban armadura, pero muchos de esos cortes parecían superficiales, como si su piel tuviera la consistencia de una corteza.
Loial se acercó a Mat y a los Guardias de la Muerte echándose el hacha el hombro; tenía los pantalones oscurecidos hasta el muslo, como si hubiera caminado a través de vino.
—Mat —saludó el Ogier, haciendo una profunda inhalación—, hemos hecho lo que nos pediste, luchar aquí. Ningún trolloc consiguió traspasar nuestra posición.
—Lo habéis hecho bien, Loial. Gracias.
Esperó una respuesta. Algo prolijo y entusiasmado, sin duda. Loial se limitó a inhalar y exhalar aire con unos pulmones que podrían contener suficiente aire para llenar una habitación. Ni una palabra. Los que lo acompañaban, aunque muchos eran mayores que Loial, tampoco hablaron. Algunos enarbolaban antorchas. El brillo del sol se había desvanecido tras el horizonte. La noche ya había caído sobre ellos.
Ogier silenciosos. Eso era extraño en verdad. Ogier en guerra, sin embargo…, era algo que Mat jamás había visto. No guardaba memoria de nada así en los recuerdos que no eran suyos.
—Os necesito —dijo—. Tenemos que darle la vuelta a esta batalla o estaremos acabados. Vamos.
—¡Órdenes del Tocador del Cuerno! —bramó Loial—. ¡Arriba las hachas!
Mat hizo una mueca y se encogió. Si alguna vez necesitaba que alguien transmitiera un mensaje a viva voz desde Caemlyn a Cairhien, ya sabía a quién pedírselo. Sólo que, probablemente, lo oirían también hasta en la Llaga.
Taconeó a Puntos para que se pusiera en marcha, y los Ogier los rodearon a él y a los Guardias de la Muerte. Los Ogier no tuvieron problema para llevar el paso.
—Enaltecido Señor —dijo Karede—, a los míos y a mí nos ordenaron…
—Que fueseis a morir al frente. Estoy en ello, puñetas. Karede, ten la bondad de mantener la espada lejos de tu barriga de momento.
La expresión del hombre se ensombreció, pero se calló.
—En realidad, ella no quiere que mueras, lo sabes, ¿no? —dijo Mat. No podía añadir nada más sin revelar el regreso planeado de Tuon.
—Si mi muerte sirve a la emperatriz, así viva para siempre, entonces daré mi vida de buena gana.
—Estás mal de la cabeza, Karede. Por desgracia, yo también. Así que estás en buena compañía. ¡Eh, los de ahí! ¿Quién manda esa fuerza?
Habían llegado a la retaguardia, donde se encontraban las tropas de reserva de los Juramentados del Dragón, los heridos y los que descansaban de su turno en el frente.
—Milord —dijo uno de los exploradores—, la comanda lady Tinna.
—Ve a buscarla —ordenó Mat.
Esos dados no dejaban de repicar dentro de su cabeza. También sentía un tirón desde el norte, insistente, como si unos hilos ceñidos al pecho halaran de él.
«Ahora no, Rand —pensó—. Estoy muy ocupado, maldita sea».
No surgieron colores, sólo oscuridad. Negra como el corazón de un Myrddraal.
«Ahora… no…» Desechó la visión.
Tenía trabajo que hacer allí. Tenía un plan. Oh, Luz; que funcionara, por favor…
Tinna resultó ser una muchacha bonita, más joven de lo que él esperaba, alta, de extremidades fuertes. Llevaba el largo cabello castaño recogido en una cola, aunque algunos rizos parecían querer soltarse aquí y allí. Vestía polainas y ya había participado en la lucha a juzgar por esa espada a la cadera y la oscura sangre trolloc en las mangas.
Se acercó a caballo hasta él y lo miró de arriba abajo con ojos expertos.
—Por fin os acordáis de nosotros, ¿verdad, lord Cauthon?
Sí, definitivamente esa chica le recordaba a Nynaeve. Mat alzó la mirada hacia los Altos. La lucha de fuego entre Aes Sedai y sharaníes allí arriba se había vuelto turbulenta.
«Más vale que venzas, Egwene. Cuento contigo».
—Tu ejército —dijo Mat, dirigiéndose a Tinna—. ¿Es cierto que algunas Aes Sedai se unieron a vosotros?
—Algunas, sí —contestó ella con cautela.
—¿Eres una de ellas?
—Exactamente no.
—¿Exactamente no? ¿Qué quieres decir con eso? Mira, mujer, necesito un acceso. Si no tenemos uno, esta batalla podría perderse. Por favor, dime que tenemos algunas encauzadoras aquí que pueden situarme donde he de ir.
—No es mi intención irritaros, lord Cauthon. —Apretó los labios—. Las viejas costumbres son como fuertes ataduras, y he aprendido a no hablar de ciertas cosas. Me echaron de la Torre Blanca por… motivos complicados. Lo siento, pero no conozco el tejido de Viajar. Sé a ciencia cierta que la mayoría de las que se unieron a nosotros son demasiado débiles para realizar ese tejido. Requiere manejar mucho Poder Único, tanto que supera la capacidad de muchas que…
—Para hacer uno, yo tengo capacidad.
Una mujer de rojo, que estaba agachada en las líneas de heridos —al parecer, Curando—, se incorporó. Era delgada y huesuda, y con una expresión avinagrada, pero la alegría de Mat al verla fue tanta que la habría besado. Como besar cristales rotos, eso era lo que habría sido. De todos modos lo habría hecho.
—¡Teslyn! —gritó—. ¿Qué hacéis aquí?
—Luchar en la Última Batalla, me parece que hago —contestó mientras se sacudía las manos—. ¿Y no es eso lo que hacemos todos?
—Pero ¿con Juramentados del Dragón? —se extrañó Mat.
—No encontré que la Torre Blanca fuera un lugar cómodo cuando regresé, no —dijo la mujer—. Ha cambiado, vaya que sí. Así que aproveché para venir aquí, donde la necesidad era mayor. ¿Cómo quieres el acceso? ¿De qué tamaño?
—Lo bastante grande para trasladar tantos efectivos de esta fuerza como podamos, Juramentados del Dragón, los Ogier y este escuadrón de caballería de la Compañía de la Mano Roja —enumeró Mat.
—Necesitaré un círculo, Tinna —declaró Teslyn—. Nada de protestar que no puedes encauzar; lo percibo en ti, y aquí todas las previas lealtades y juramentos para nosotras están rotos. Reúne a las mujeres. ¿Adónde vamos, Cauthon?
—A la cumbre de los Altos —repuso Mat con una sonrisa.
—¡Los Altos! —exclamó Karede—. Pero si abandonasteis esa posición al inicio de la batalla. ¡Se la entregasteis a los Engendros de la Sombra!
—Sí, lo hice.
Y ahora… Ahora tenía una oportunidad de poner fin a aquello. Las fuerzas de Elayne aguantaban a lo largo del río, Egwene luchaba al oeste… Él tenía que tomar la parte septentrional de los Altos. Sabía que con la marcha de los seanchan y la mayoría de sus tropas enzarzadas alrededor de la zona baja de los Altos, Demandred enviaría una fuerza numerosa de sharaníes y trollocs a través de la cumbre hacia el nordeste para descender con un giro, cruzar el cauce del río y salir por detrás del ejército de Elayne. Los ejércitos de la Luz quedarían rodeados y a merced de Demandred. Su única opción era impedir que las tropas del Renegado bajaran de los Altos, a despecho de su superioridad numérica. Luz. Era una apuesta arriesgada, pero a veces uno tenía que jugárselo todo a una carta.
—Nos estáis dispersando de un modo que puede ser peligroso —dijo Karede—. Lo arriesgáis todo al mover ejércitos que hacen falta aquí para subir a los Altos.
—Querías ir al frente, ¿no? —replicó Mat—. Loial, ¿estáis con nosotros?
—¿Un ataque al núcleo central del enemigo, Mat? —preguntó Loial, que levantó el hacha—. No será el peor sitio en el que me he encontrado siguiéndoos a cualquiera de vosotros tres. Confío en que Rand esté bien. Es lo que tú crees, ¿verdad?
—Si Rand hubiera muerto, lo sabríamos —afirmó Mat—. Esta vez tendrá que componérselas sin que Matrim Cauthon vaya a salvarlo. ¡A ver ese acceso, Teslyn! Tinna, organiza a tus fuerzas. Que estén prontas para cargar a través del acceso. ¡Hemos de tomar la vertiente norte de los Altos con rapidez y resistir, nos lance lo que nos lance la Sombra!
Egwene abrió los ojos. Aunque no tendría que estar en una habitación, se encontraba tumbada en una. Además era un cuarto lujoso. El aire fresco olía a sal, y ella yacía en un mullido colchón.
«Debo de estar soñando», pensó. O quizás había muerto. ¿Explicaría eso el dolor? Un dolor horrible. La nada sería mejor, mucho mejor, que ese dolor espantoso.
Gawyn había muerto. Y a ella le habían arrancado de cuajo una parte de sí misma.
—Se me olvida lo joven que es —llegó un susurro a través de la habitación. Era una voz conocida. ¿Silviana?—. Cuida de ella. Yo he de regresar a la batalla.
—¿Cómo va?
Esa voz también le resultaba conocida a Egwene. Rosil, del Amarillo. Había ido a Mayene con las novicias y Aceptadas para ayudar con la Curación.
—¿La batalla? Mal. —Silviana no era de las que ponían paños calientes—. Cuídala, Rosil. Es fuerte, y sé que saldrá de ésta, pero siempre queda la preocupación.
—He ayudado antes a mujeres que perdieron a sus Guardianes, Silviana —dijo Rosil—. Te aseguro que sé lo que me hago. En los próximos días no tendrá ánimo para nada, pero después empezará a recobrarse.
—Ese chico… —Silviana resopló—. Tendría que haberme dado cuenta de que la destrozaría, tendría que haberlo pillado por la oreja y llevado a una granja lejana para ponerlo a trabajar durante la próxima década.
—No es fácil controlar el corazón, Silviana.
—Los Guardianes son una debilidad —sentenció Silviana—. Eso es lo único que han sido y lo único que serán. Ese muchacho… Ese estúpido muchacho…
—Ese estúpido muchacho me salvó la vida de los asesinos seanchan —dijo Egwene—. No estaría aquí hoy para llorarlo si él no lo hubiera hecho. Te sugiero que recuerdes eso, Silviana, cuando hables de los muertos.
Las otras se quedaron calladas. Egwene trató de sobreponerse al dolor de la pérdida. Estaba en Mayene, desde luego. Silviana la habría llevado con las Amarillas.
—Lo recordaré, madre —repuso Silviana. De hecho, se las arregló para decirlo en tono contrito—. Que descanséis. Yo me…
—Descansar es para los muertos, Silviana. —Egwene se sentó en la cama.
Silviana y Rosil se encontraban en la puerta de la hermosa habitación, que tenía colgaduras de tela azul bajo el techo adornado con incrustaciones de madreperla. Las dos mujeres se cruzaron de brazos y le dirigieron una mirada severa.
—Habéis pasado por algo extremadamente doloroso, madre —le recordó Rosil. Cerca de la puerta, Leilwin montaba guardia—. La pérdida de un Guardián basta para inmovilizar a cualquier mujer. No es censurable sumirse en el pesar hasta superarlo.
—Egwene al’Vere puede sumirse en el pesar —replicó Egwene al tiempo que se ponía de pie—. Egwene al’Vere ha perdido al hombre que amaba y lo sintió morir a través del vínculo. La Amyrlin se compadece de ella, como se compadecería de cualquier Aes Sedai que afrontara semejante pérdida. Pero, ante la Última Batalla, la Amyrlin esperaría que esa mujer sacara fuerzas de flaqueza y volviera a la batalla.
Cruzó la estancia, y cada paso que daba era más firme. Tendió la mano a Silviana y señaló con la cabeza el sa’angreal de Vora que la Guardiana de las Crónicas sostenía en la mano.
—Voy a necesitar eso —dijo.
Silviana vaciló.
—A menos que queráis descubrir cuán en forma estoy en este momento, no aconsejaría la desobediencia —advirtió con suavidad.
Silviana miró a Rosil, que suspiró y asintió con la cabeza de mala gana. Silviana le tendió la vara.
—No apruebo esto, madre —manifestó Rosil—. Pero si insistís…
—Insisto —la interrumpió.
—Entonces os haré una sugerencia. La emoción alcanzará cotas que podrían machacaros. Ése es el peligro. Ante la muerte de un Guardián, conectar al Saidar resulta difícil. Si lo conseguís, es probable que no podáis alcanzar la serenidad Aes Sedai. Eso puede ser peligroso. Muy peligroso.
Egwene se abrió al Saidar. Como Rosil había apuntado, abrazar la Fuente le costaba trabajo. Arrolladoras, demasiadas emociones se disputaban su atención y ahuyentaban la serenidad. Enrojeció cuando falló por segunda vez.
Silviana abrió la boca, sin duda para sugerirle que se sentara otra vez. En ese momento Egwene tocó el Saidar, floreció el capullo en su mente y el Poder Único entró a raudales en ella. Lanzó una mirada desafiante a Silviana y después empezó a tejer un acceso.
—No habéis oído el resto de mi consejo, madre —dijo Rosil—. No podréis desechar las emociones que os afligen. No del todo. La única opción que tenéis para ahogar esas emociones dolorosas no es cómoda. Debéis recurrir a emociones más intensas.
—Eso no tendría que presentar ninguna dificultad —contestó Egwene.
Respiró hondo y absorbió más Poder Único. Se permitió sentir rabia. Ira hacia los Engendros de la Sombra que amenazaban el mundo, cólera contra ellos por haberle arrebatado a Gawyn.
—Necesitaré unos ojos que me guarden —añadió, en desafío a las palabras previas de Silviana. Gawyn no había sido una debilidad para ella—. Voy a necesitar otro Guardián.
—Pero… —empezó Rosil.
Egwene la hizo callar con una mirada. Sí, la mayoría de las mujeres esperaban. Sí, Egwene al’Vere sufría por su pérdida, y a Gawyn nadie podría reemplazarlo jamás. Pero ella creía en los Guardianes. La Sede Amyrlin necesitaba que alguien le guardara las espaldas. Aparte de eso, toda persona con un vínculo de Guardián era un luchador mejor que quienes no lo tenían. Estar sin Guardián era negarle a la Luz otro soldado.
Había una persona allí que le había salvado la vida.
«No —objetó una parte de Egwene mientras detenía la mirada en Leilwin—. Una seanchan no».
Pero otra parte de ella, la Amyrlin, se rió.
«Deja de comportarte como una chiquilla». Tendría un Guardián.
—Leilwin Sin Barco —dijo en voz alta—, ¿quieres aceptar ese cometido?
La mujer se arrodilló e inclinó la cabeza.
—Yo… Sí.
Egwene ejecutó el tejido del vínculo. Leilwin se puso de pie con un aspecto menos fatigado e hizo una profunda inhalación. Egwene abrió un acceso al otro lado de la habitación y después utilizó su conocimiento inmediato de la estancia para abrir otro a donde los suyos combatían. El estruendo de armas chocando contra escudos, de explosiones y de gritos entró en tromba por el acceso.
Egwene regresó a los campos de muerte llevando consigo la cólera de la Amyrlin.
Demandred era un maestro espadachín. Galad había imaginado que tal sería el caso, pero prefería confirmar sus suposiciones.
Los dos danzaron adelante y atrás dentro del círculo de sharaníes que presenciaban el duelo. Galad llevaba una armadura más ligera —cota de malla debajo del tabardo— y se movía con más rapidez. Las monedas entrelazadas que protegían a Demandred pesaban más que una simple cota, pero eran más eficaces contra una espada.
—Eres mejor que tu hermano —dijo el Renegado—. A él lo maté con facilidad.
Su adversario intentaba encolerizarlo, pero no tuvo éxito. Galad avanzó. Cauteloso, frío. El cortesano golpea ligeramente el abanico. Demandred respondió con algo muy similar a El halcón se inclina y desvió su ataque; luego retrocedió y caminó alrededor del perímetro del círculo, con la espada extendida al costado, apuntando hacia afuera. Al principio había hablado mucho. Ahora sólo lanzaba alguna que otra pulla de vez en cuando.
Giraron el uno en torno al otro en la oscuridad alumbrada por antorchas que sostenían los sharaníes. Una vuelta. Dos.
—Oh, vamos —lo animó Demandred—. Estoy esperando.
Galad siguió callado. Cada instante que lo entretenía era un instante en el que Demandred no arrojaba destrucción sobre los ejércitos de Elayne. El Renegado pareció darse cuenta de ello, pues se abalanzó con rapidez. Tres golpes: hacia abajo, lateral, de revés. Galad los detuvo todos con tal celeridad que apenas podía seguirse el movimiento de los brazos.
Algo se movió a un lado. Era una roca lanzada por Demandred con el Poder. Galad la esquivó por poco y después levantó la espada para detener los golpes que llegaron a continuación. Arremetidas feroces hacia abajo y El jabalí baja corriendo la montaña, que chocaron contra la espada de Galad. Aguantó eso, pero no pudo detener el siguiente giro de espada, que le cortó el antebrazo.
Demandred se retiró hacia atrás con la hoja de la espada goteando sangre de Galad. Caminaron de nuevo uno alrededor del otro. Galad sentía la calidez de la sangre dentro del guante, donde había escurrido por el brazo abajo. La pérdida de sangre, aunque no fuera mucha, restaba rapidez de reflejos a un hombre y lo debilitaba.
Galad inhaló y exhaló mientras desechaba pensamientos, preocupaciones. Cuando Demandred atacó de nuevo, Galad se anticipó desplazándose hacia un lado y descargando un golpe a dos manos que llegó al cuero de la parte trasera de la rodillera del Renegado. La espada rebotó en la armadura, pero aun así cortó. Al girar sobre sí mismo con rapidez, Galad vio que Demandred cojeaba.
—Me has hecho sangrar —dijo—. Había pasado mucho tiempo desde que alguien lograba hacerlo.
El suelo empezó a subir y a bajar y a resquebrajarse debajo de Galad. Desesperado, saltó hacia adelante, acercándose al Renegado para forzarlo a que dejara de encauzar si no quería perder también el equilibrio. El Renegado gruñó y descargó un tajo lateral, pero Galad había salvado la defensa de su enemigo, dentro ya del arco trazado por la espada.
Demasiado próximos para blandir la espada, Galad levantó el arma y la estrelló —con el pomo por delante— en la cara de Demandred. El Renegado le asió la mano con la suya, pero Galad agarró a Demandred por el yelmo y lo sujetó con fuerza tratando de taparle los ojos con él. Entre gruñidos, los dos hombres se quedaron trabados, sin moverse.
Entonces, con un sonido nauseabundo, Galad oyó con claridad cómo se desgarraba el músculo donde había recibido la herida del brazo. La espada resbaló de los dedos insensibles, el brazo se le contrajo de forma espasmódica, y Demandred lo empujó hacia atrás y atacó con un golpe de espada relampagueante.
Galad se derrumbó de rodillas. El brazo derecho —cortado por el hombro con el tajo de Demandred— cayó al suelo delante de él.
Demandred se apartó, jadeante. Había estado preocupado. Bien. Galad se agarró el muñón sangrante y luego escupió a los pies del Renegado.
El Renegado resopló con desdén y blandió la espada una vez más.
Todo se volvió negro.
Androl se sentía como si hubiera olvidado lo que era respirar aire limpio. La tierra a su alrededor ardía lentamente y se estremecía, el humo se arremolinaba con el viento, que arrastraba el hedor de cuerpos quemándose.
Buscando a Taim, otros y él se habían desplazado hacia el lado occidental a través de la cumbre de los Altos. La mayor parte del ejército sharaní combatía allí contra las fuerzas de la Torre Blanca.
Grupos de encauzadores se arrojaban fuego de un bando a otro, por lo que Androl cruzó solo el horrendo panorama. Encorvado, pasó por zonas de suelo humeante tratando de aparentar ser un hombre herido que intentaba llegar a terreno seguro. Todavía llevaba el rostro de Nensen, pero con la cabeza gacha y la postura inclinada eso poco importaba.
Percibió una repentina alarma en Pevara, que avanzaba sola a corta distancia.
¿Qué pasa?, transmitió. ¿Te encuentras bien?
Tras un momento de tensión, le llegaron los pensamientos de la mujer.
Estoy bien. Un sobresalto por algunos sharaníes. Los convencí de que era uno de los suyos antes de que atacaran.
Lo extraordinario es que alguien sepa distinguir amigo de enemigo aquí, transmitió Androl. Ojalá que Emarin y Jonneth estuvieran a salvo. Los dos se habían ido juntos, pero si…
Se quedó inmóvil. Un poco más adelante, a través del humo arremolinado, vio un círculo de trollocs que protegían algo. Se encontraban en un afloramiento rocoso que sobresalía de la ladera como el asiento de una silla.
Avanzó cautelosamente, con la esperanza de echar una ojeada a hurtadillas.
¡Androl! La voz de Pevara en la mente le dio un susto tremendo.
¿Qué?
Algo te había alarmado. Es lo que me hizo reaccionar así, dijo ella.
He encontrado algo. Sólo será un momento, respondió tras respirar despacio varias veces para tranquilizarse. De hecho se acercó lo bastante para notar que dentro del círculo se estaba encauzando. No sabía si…
Los trollocs se apartaron cuando alguien bramó una orden desde el interior de grupo. Mishraile se asomó y al verlo se puso ceñudo.
—¡Sólo es Nensen!
El corazón empezó a latirle desbocado a Androl.
Un hombre de negro se volvió dejando de contemplar la batalla. Taim. En las manos llevaba un disco delgado en blanco y negro. Lo frotaba con el pulgar mientras inspeccionaba el campo de batalla con gesto desdeñoso, como mostrando desprecio por los encauzadores inferiores que luchaban con esfuerzo todo en derredor.
—¿Y bien? —espetó a Androl mientras se volvía y guardaba el disco en una bolsita que llevaba a la cintura.
—He visto a Androl —dijo Androl, reaccionando con rapidez. Luz, los otros esperaban que se acercara, así que lo hizo. Pasó entre los trollocs, metiéndose en las fauces de la bestia. Si pudiera acercarse lo suficiente…—. Lo seguí un trecho.
Nensen tenía la voz grave, algo ronca, y Androl hizo cuanto pudo para imitarla. Pevara podría haber incluido la voz en el tejido, pero no sabía muy bien cómo hacerlo.
—¡Me trae sin cuidado ése! Estúpido. ¿Qué hace Demandred?
—Me vio —contestó Androl—. No le gustó que estuviera por allí. Me ordenó que volviera contigo y amenazó que, si nos veía a cualquiera de nosotros fuera de esta posición, lo mataría.
Androl… transmitió Pevara, preocupada. No podía perder la concentración para responder a la mujer. Hubo de hacer acopio de valor para acercarse a Taim. Éste se frotó la frente con dos dedos y cerró los ojos.
—Y yo que pensaba que podrías hacer algo tan sencillo —dijo y a continuación creó un tejido complejo de Energía y Fuego que lo golpeó como una víbora.
El dolor le subió por el cuerpo de repente, empezando por los pies y ascendiendo veloz por las extremidades. Androl gritó y cayó al suelo.
—¿Te ha gustado eso? —preguntó Taim—. Lo aprendí de Moridin. Creo que intenta ponerme en contra de Demandred.
Androl gritó con su propia voz. Eso lo aterró, pero los otros no parecieron darse cuenta. Cuando Taim soltó por fin el tejido, el dolor remitió. Androl se quedó postrado en el sucio suelo, con las extremidades sacudidas todavía por espasmos en respuesta al dolor que su cerebro aún recordaba.
—Levántate —gruñó Taim.
Androl empezó a incorporarse a trompicones.
Voy hacia allí, transmitió Pevara.
Quédate donde estás, repuso él. Luz, qué desvalido se sentía. Al levantarse chocó con Taim; las piernas se negaban a funcionar como deberían.
—Estúpido. —Taim lo apartó de un empellón y Mishraile lo sujetó—. Estate quieto.
Taim empezó otro tejido. Androl intentó prestar atención, pero estaba demasiado nervioso para captar los detalles del tejido, que flotó delante de él y después se enroscó a su alrededor.
—¿Qué haces? —exclamó.
No tuvo que fingir el temblor en la voz. Aquel dolor…
—¿Dijiste que viste a Androl? —contestó Taim—. Pues bien, te pongo la Máscara de Espejos e invierto el tejido para hacer que te parezcas a él. Quiero que finjas que eres el paje. Encuentra a Logain y mátalo. Usa un cuchillo o un tejido, me da lo mismo.
—¿Has hecho que me parezca a… Androl? —preguntó.
—Androl es uno de los perros fieles de Logain —dijo Taim—. No sospechará de ti. Lo que te pido es algo excepcionalmente fácil, Nensen. ¿Crees que, por una vez, podrás evitar que acabe en un desastre?
—Sí, M’Hael.
—Bien. Porque, si fallas, te mataré. —El tejido se colocó y desapareció.
Mishraile gruñó, soltó a Androl y se apartó de él.
—Creo que Androl es más feo, M’Hael —opinó.
Taim resopló con sorna y luego hizo un gesto con la mano a Androl.
—Vale así —dijo—. Quítate de mi vista. Regresa con la cabeza de Logain o no vuelvas.
Androl se alejó a trompicones, respirando con dificultad, sintiendo los ojos de los otros en la espalda. Una vez que estuvo a una distancia segura, se metió detrás de un arbusto que estaba quemado en su mayor parte, y casi tropezó con Pevara, Emarin y Jonneth, que se habían escondido allí.
—¡Androl! —susurró Emarin—. ¡Tu disfraz! ¿Qué ha pasado? ¿Ése era Taim?
Androl se sentó encogido e intentó aquietar los latidos del corazón. Luego sostuvo en alto la bolsita que le había quitado a Taim del cinturón cuando, al incorporarse, se tambaleó contra él.
—Era Taim, sí. No vais a creerlo, pero…
Sentado a lomos de Poderoso, Arganda sostuvo el trozo de papel en el hueco de la mano y sacó de un bolsillo la lista de códigos. Esos trollocs seguían lanzando flechas. Hasta ahora, había evitado que le diera alguna. Al igual que la reina Alliandre, que todavía cabalgaba con él. Al menos había accedido a permanecer más atrás con sus fuerzas de reserva, donde se hallaba más protegida.
Además de la Legión del Dragón y los fronterizos, su fuerza, junto con la Guardia del Lobo y los Capas Blancas, se habían desplazado río abajo tras la batalla en las ruinas. Él contaba con más soldados de infantería que los otros, y los habían seguido más despacio.
Allí habían encontrado lucha de sobra con los trollocs y los sharaníes que intentaban rodear los ejércitos de Andor por el cauce seco del río. Arganda llevaba combatiendo allí unas cuantas horas, y ahora la puesta de sol daba paso a las sombras. No obstante, se había retirado en cuanto recibió el mensaje.
—Qué jodida letra más horrible —rezongó mientras volvía hacia la antorcha la pequeña lista de códigos.
Las órdenes eran auténticas. O eso, o era que alguien había descifrado el código.
—¿Y bien? —preguntó Turne.
—Cauthon está vivo —dijo Arganda con un gruñido.
—¿Dónde está?
—No lo sé. —Arganda dobló el papel y guardó los códigos—. El mensajero dijo que Cauthon abrió un acceso delante de él, le lanzó la carta a la cara y le dijo que me buscara.
Arganda giró hacia el sur y escudriñó en la oscuridad. Preparándose para la noche, sus hombres habían llevado aceite a través de accesos y habían prendido fuego a los montones de madera. A la luz de las hogueras, alcanzó a ver a los hombres de Dos Ríos que se encaminaban hacia allí, como decían las órdenes.
—¡Eh, Tam al’Thor! —llamó Arganda al tiempo que alzaba una mano.
No había visto a su comandante desde que se habían separado tras la batalla en las ruinas, horas atrás.
Los hombres de Dos Ríos parecían tan agotados como se sentía el propio Arganda. Había sido un día muy, muy largo y la batalla no había acabado ni mucho menos.
«Ojalá estuviera aquí Gallenne —pensó, observando a los trollocs en el río en tanto que los hombres de al’Thor se acercaban—. Me vendría bien tener alguien con quien discutir».
Justo río abajo se oían gritos y entrechocar armas donde las formaciones de picas andoreñas aguantaban —a duras penas— las oleadas de trollocs. A esas alturas, la batalla se había ido extendiendo a lo largo del Mora, casi hasta Alcor Dashar. Sus hombres habían ayudado a evitar que el enemigo flanqueara a los andoreños.
—¿Qué noticias hay, Arganda? —preguntó Tam cuando llegó.
—Cauthon está vivo —contestó Arganda—. Y eso es sorprendente si tenemos en cuenta que alguien hizo saltar por el aire el jodido puesto de mando, le prendió fuego al pabellón, mató a un puñado de esas damane, y ahuyentó a su esposa. Cauthon salió de allí de algún modo.
—¡Ja! —exclamó Abell Cauthon—. Ése es mi muchacho.
—Me dijo que veníais —dijo Arganda—. Y que tendríais flechas. ¿Es verdad?
—Sí. Las últimas órdenes recibidas nos enviaron a través de un acceso a Mayene para recibir la Curación y para reabastecernos. Ignoro cómo supo Mat que venían más flechas, pero llegó un cargamento de las mujeres de Dos Ríos justo cuando nos preparábamos para regresar aquí. Tenemos arcos largos para que los uséis, si los necesitáis.
—Sí, los necesitamos. Cauthon quiere que todas nuestras tropas regresen río arriba, a las ruinas, que crucemos el cauce del río y marchemos hacia los Altos desde la ladera nororiental.
—No sé bien a qué viene eso, pero supongo que él sabe lo que se hace… —masculló Tam.
Juntas, sus fuerzas se desplazaron río arriba dejando atrás a los combatientes andoreños, cairhieninos y Aiel.
«Que el Creador os dé cobijo, amigos», pensó Arganda.
Cruzaron el cauce del río y empezaron a ascender por la vertiente nororiental. Arriba, a ese lado de los Altos, estaba silencioso, pero el brillo de las hileras de antorchas era evidente.
—Esto va a ser un hueso duro de roer si esos sharaníes están ahí arriba —dijo Tam en voz baja, puesta la mirada en la oscura ladera.
—Cauthon decía en la nota que tendríamos ayuda —informó Arganda.
—¿Qué clase de ayuda?
—No lo sé. No decía…
Un trueno cercano lo interrumpió, y Arganda torció el gesto. Se suponía que la mayoría de los encauzadores luchaban al otro lado de los Altos, pero eso no significaba que no fuera a haber ninguno allí. Odiaba esa sensación, la impresión de que un encauzador podía estar observándolo y decidiendo si matarlo con fuego, rayos o tierra.
Encauzadores. Definitivamente, el mundo estaría mucho mejor sin ellos. Pero resultó que ese sonido no era de un trueno. Un grupo de jinetes a galope que portaba antorchas apareció saliendo de la noche y cruzó el cauce del río para unirse a Arganda y sus hombres. El estandarte de la Grulla Dorada ondeaba en el centro de otras banderas fronterizas.
—¡Que me convierta en un jodido trolloc! —gritó Arganda—. ¿Los fronterizos habéis decidido uniros a nosotros?
Lan Mandragoran saludó y la plateada espada fulgió a la luz de las antorchas.
—Así que vamos a luchar aquí —dijo, mientras echaba una ojeada vertiente arriba.
Arganda asintió con un cabeceo.
—Bien. Acabo de recibir información sobre un gran ejército sharaní moviéndose hacia el nordeste a través de la cumbre de los Altos. Para mí es evidente que quieren dar un rodeo por detrás de los nuestros que combaten a los trollocs en el río; entonces quedarían rodeados y a su merced. Parece que nuestro trabajo es impedir que eso ocurra. —Se volvió hacia Tam—. ¿Estáis preparados para debilitarlos para nosotros, arquero?
—Creo que podremos ocuparnos de eso, sí —contestó Tam.
Lan asintió con la cabeza y después alzó la espada. Un malkieri que estaba junto a él ondeó bien alto la Grulla Dorada. Y entonces cargaron cuesta arriba por aquella vertiente. Yendo hacia ellos había un enorme ejército enemigo desplegado en anchas filas a través del paisaje; los millares de antorchas que llevaban iluminaban el cielo.
Tam al’Thor ordenó a voces a sus hombres que se alinearan para disparar.
—¡Ahora!
A su grito, salieron andanada tras andanada de flechas hacia los sharaníes.
Entonces empezaron a volar flechas hacia ellos en respuesta, ahora que la distancia entre los dos ejércitos se había reducido. Arganda supuso que los arqueros no serían tan diestros en la oscuridad como podrían serlo de día, pero eso funcionaría igual para ambos bandos.
Los hombres de Dos Ríos soltaron otra oleada de muerte, flechas tan veloces como alcotanes en picado.
—¡Alto! —gritó Tam a sus hombres.
Dejaron de disparar justo a tiempo para que la caballería de Lan cargara contra las líneas sharaníes debilitadas.
«¿Dónde obtendría Tam su experiencia en batallas?», pensó Arganda mientras recordaba las veces que lo había visto combatir. Él había conocido generales veteranos con mucha menos percepción de un campo de batalla que ese pastor.
Los fronterizos se retiraron para dejar que Tam y sus hombres dispararan más flechas. Después, Tam hizo una señal a Arganda.
—¡Ahora! —gritó Arganda a sus soldados de infantería—. ¡Adelante todas las compañías!
El ataque combinado de arqueros y caballería pesada era poderoso, pero tenía una ventaja limitada una vez que el enemigo fijaba sus defensas. Poco después, los sharaníes tendrían un sólido muro de escudos y lanzas para rechazar a los jinetes, o los arqueros los alcanzarían con sus flechas. Ahí era donde entraba la infantería.
Arganda desenganchó su maza —esos sharaníes llevaban cota de malla y cuero— y la enarboló bien alto para dirigir a sus hombres a través de los Altos. A mitad de camino se encontraron con los sharaníes, que habían avanzado para salirles al paso. Las tropas de Tam eran Capas Blancas, ghealdanos, la Guardia del Lobo de Perrin y la Guardia Alada mayeniense, pero se veían a sí mismos con un ejército. Menos de seis meses atrás Arganda habría jurado por la tumba de su padre que hombres como ésos jamás lucharían juntos, cuanto menos acudir en ayuda unos de otros, como había hecho la Guardia del Lobo cuando los Capas Blancas se vieron superados.
Se oía gritar a algunos trollocs y las bestias empezaron a unirse a los sharaníes. ¡Luz! ¿También trollocs?
Arganda arremetió a uno y otro lado con la maza hasta que el brazo pareció que le ardía; entonces cambió de mano y continuó rompiendo huesos, aplastando manos y brazos hasta que todo el pelaje de Poderoso estuvo salpicado de sangre.
De repente, salieron lanzados destellos de luz desde el lado opuesto de los Altos hacia los andoreños que defendían la zona baja. Arganda apenas reparó en ello, volcado como estaba en la lucha, pero algo en su interior gimió. Demandred debía de haber reanudado sus ataques.
—¡He derrotado a tu hermano, Lews Therin! —retumbó la voz del Renegado a través del campo de batalla, fragorosa como el estampido del relámpago—. ¡Se está desangrando hasta morir, apenas le queda vida!
Arganda hizo recular a Poderoso y giró cuando un enorme trolloc con una cara casi humana apartó de un empellón al sharaní herido que estaba su lado y soltó un bramido. La sangre le manaba de un corte en un hombro, pero no parecía notarlo. Se volvió mientras levantaba un mayal de armas con cadena corta y una cabeza gruesa como un tronco y cubierta de pinchos.
El mayal se estrelló contra el suelo justo al lado de Poderoso y asustó al caballo. Mientras Arganda se esforzaba por controlar al animal, el inmenso trolloc avanzó y asestó con la otra mano un puñetazo en la cabeza de Poderoso tan tremendo que el caballo se fue al suelo.
—¿Es que no te importa nada esta sangre de tu sangre? —tronaba Demandred en la distancia—. ¿No sientes aprecio por aquel que te llamó hermano, este hombre de blanco?
La cabeza de Poderoso se había cascado como un huevo. Las patas del caballo se agitaban con espasmos y sacudidas. Arganda se puso de pie. No recordaba haber saltado de la silla cuando el animal había caído, pero el instinto lo había salvado. Por desgracia, al rodar sobre sí mismo en el suelo se había apartado de sus guardias, que luchaban a vida o muerte contra un grupo de sharaníes.
Sus hombres iban ganando terreno y los sharaníes retrocedían poco a poco. Sin embargo, no le dio tiempo de mirar hacia allí. Tenía encima a ese trolloc. Arganda levantó la maza y alzó la vista hacia la imponente bestia que tenía delante y que sacudía el mayal por encima de su cabeza mientras pasaba sobre el caballo moribundo.
Arganda no se había sentido tan pequeño en toda su vida.
—¡Cobarde! —bramaba Demandred—. ¿Y tú te llamas el salvador de este mundo? ¡Yo reclamo ese título como mío! ¡Enfréntate a mí! ¿Es que voy a tener que matar a este pariente tuyo para hacerte salir?
Arganda hizo una profunda inhalación y a continuación saltó hacia adelante. Imaginó que era lo último que el trolloc esperaba que hiciera. De hecho, el ataque de la bestia le pasó de largo. Arganda consiguió asestarle un golpe contundente en el costado; la maza alcanzó la pelvis del trolloc y rompió hueso.
Entonces el ser le asestó un revés con todas sus fuerzas. A Arganda se le pusieron los ojos en blanco y los ruidos de la batalla se apagaron. Gritos, golpeteo de pisadas, chillidos. Gritos y chillidos. Chillidos y gritos… Nada.
Al cabo de cierto tiempo —no sabía cuánto— sintió que lo levantaban. ¿El trolloc? Parpadeó, decidido a escupir a la cara a su asesino, al menos, pero se encontró con que lo subían a una silla de montar, detrás de al’Lan Mandragoran.
—¿Estoy vivo? —dijo.
Una oleada de dolor en el costado izquierdo le dejó claro que, en efecto, lo estaba.
—Acabasteis con uno grande, ghealdano —repuso Lan, que espoleó a su caballo para ponerlo a galope hacia la retaguardia. Arganda vio que los otros fronterizos cabalgaban con ellos—. El trolloc os golpeó cuando ya estaba en las últimas, pero no pude venir a recogeros hasta que los hicimos retroceder. Lo habríamos pasado mal de no ser porque ese otro ejército sorprendió a los sharaníes.
—¿Otro ejército? —Arganda se tanteó el brazo.
—Cauthon tenía un ejército al acecho en el lado nororiental de los Altos. Por lo que me pareció ver, eran Juramentados del Dragón y un escuadrón de caballería, probablemente parte de la Compañía. Más o menos cuando estabais peleando con ese trolloc, cayeron sobre los sharaníes por el flanco izquierdo y los dispersaron. Les va a llevar tiempo volver a reagruparse.
—Luz —gimió Arganda.
Notaba que tenía el brazo izquierdo roto. Bueno, estaba vivo. De momento, bastaba con eso. Miró hacia el frente, donde sus soldados todavía mantenían la formación de las líneas. La reina Alliandre cabalgaba entre las filas atrás y adelante, animando a los hombres. Luz. Ojalá la reina hubiera accedido a prestar servicio en el hospital de Mayene.
De momento ahí había tranquilidad; los sharaníes habían recibido un castigo lo bastante duro para obligarlos a replegarse y a dejar un sector de terreno despejado entre los ejércitos oponentes. Probablemente no habían esperado un ataque tan fuerte y tan repentino.
Un momento… Unas sombras se acercaban por la derecha de Arganda, unas figuras enormes que salían de la oscuridad. ¿Más trollocs? Apretó los dientes para aguantar el dolor. Había dejado caer la maza, pero todavía le quedaba el cuchillo que llevaba en la bota. No se iría de este mundo sin…, sin…
«Ogier —comprendió, y parpadeó—. Ésos no son trollocs. Son Ogier». Los trollocs no llevarían antorchas como hacían esos seres.
—¡Gloria a los constructores! —gritó Lan a los Ogier—. Así que formabais parte del ejército que Cauthon envió a atacar el flanco de los sharaníes. ¿Dónde está? ¡Querría tener unas palabras con él!
Uno de los Ogier soltó una risa estentórea.
—¡No sois el único, Dai Shan! Cauthon se mueve como una ardilla a la caza de frutos secos en la maleza. En cierto momento está aquí, y al siguiente se ha marchado. Tengo que transmitiros que hemos de frenar este avance sharaní cueste lo que cueste.
Más luces destellaron en el lejano lado opuesto de los Altos. Las Aes Sedai y los sharaníes luchaban allí. Cauthon estaba intentando encajonar a las fuerzas de la Sombra. Arganda rechazó el dolor e intentó pensar.
¿Y dónde andaba Demandred? Arganda vio entonces otra oleada de destrucción lanzada por el Renegado que abrasó defensores a través del río. Las formaciones de piqueros habían empezado a desmoronarse; cada estallido de luz mataba a cientos.
—Encauzadores sharaníes a lo lejos por un lado, y uno de los Renegados por el otro —masculló—. ¡Luz! Hasta este instante no he sido consciente de la cantidad de trollocs que hay. Son incontables. —Ahora los veía, enfrentados a las tropas de Elayne; los destellos de Poder Único mostraban millares de ellos—. Estamos acabados, ¿verdad?
El rostro de Lan reflejaba la luz de las antorchas. Ojos como pizarra, rostro granítico. No le llevó la contraria.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Arganda—. Para vencer… ¡Luz, para vencer tendríamos que batir a estos sharaníes, rescatar a los piqueros, que pronto estarán rodeados por los trollocs, y cada uno de nuestros hombres tendría que matar al menos a cinco de esas bestias!
Tampoco ahora hubo respuesta de Lan.
—Estamos condenados —dijo Arganda.
—En ese caso —respondió Lan—, nos quedamos en terreno alto y luchamos hasta morir, ghealdano. No hay más rendición que la muerte. A muchos hombres les han dado menos opciones.
Los hilos de la posibilidad se le resistían a Rand al tejerlos en el mundo que imaginaba. Ignoraba qué significaba eso. Quizá que lo que pretendía era muy poco probable. Aquello que hacía utilizando hilos para mostrar lo que podía ser, era algo más que una simple ilusión. Implicaba considerar mundos que ya habían sido, mundos que podían ser otra vez. Espejos de la realidad en la que vivía.
No creaba esos mundos. Simplemente… los hacía manifiestos. Obligó a los hilos a abrirse a la realidad que demandaba y, por fin, obedecieron. Una vez más, la oscuridad se hizo luz y la nada se hizo algo.
Entró en un mundo que no conocía al Oscuro.
Eligió Caemlyn como punto de entrada. Quizá porque el Oscuro había usado ese sitio en su última creación, y Rand quería demostrarse a sí mismo que la terrible visión no era inevitable. Necesitaba ver la ciudad otra vez, pero no corrompida.
Caminó por la calzada que pasaba por el palacio y respiró hondo. Los árboles llamados lluvia de oro estaban en flor y los capullos amarillos se derramaban fuera de los jardines colgando por encima de los muros del patio. Los niños jugaban en ellos y lanzaban pétalos al aire.
Ni una sola nube rompía el límpido azul del cielo. Rand miró hacia arriba, alzó los brazos y salió de debajo de las ramas floridas a la cálida luz del sol. No había guardias en las puertas de palacio, sólo un afable criado que respondía a las preguntas de algunos visitantes.
Rand siguió adelante dejando huellas de pétalos dorados conforme se acercaba a la entrada. Una pequeña corrió hacia él y Rand se detuvo, sonriéndole.
Ella se aupó para tocar la espada que Rand llevaba a la cintura. La pequeña parecía confusa.
—¿Qué es? —preguntó al tiempo que alzaba la cabeza para mirarlo con los ojos muy abiertos.
—Una reliquia —susurró Rand.
Las risas de los otros niños hicieron que la pequeña girara la cabeza y se marchara, risueña, cuando uno de los niños lanzó al aire un montón de pétalos.
Rand siguió caminando.
¿ESTO ES LA PERFECCIÓN PARA TI?
La voz del Oscuro sonaba lejana. Podía penetrar esa realidad para hablar con él, pero no podía aparecer allí como había hecho en las otras visiones. Este sitio era su antítesis.
Porque éste sería el mundo que existiría si Rand acababa con él en la Última Batalla.
—Ven y verás —le dijo Rand, sonriente.
No hubo respuesta. Si el Oscuro se acercaba demasiado a esa realidad, dejaría de existir. En aquel lugar Shai’tan había muerto.
Todas las cosas giraban y volvían de nuevo. Ése era el significado de la Rueda del Tiempo. ¿De qué servía ganar una única batalla contra el Oscuro sabiendo que regresaría? Rand podía hacer algo más. Podía hacer… eso que contemplaba.
—Me gustaría ver a la reina —pidió al criado de las puertas de palacio—. ¿Está aquí?
—Imagino que podréis encontrarla en los jardines, joven —repuso el guía.
Miró la espada de Rand, pero sin curiosidad, sin preocupación. En ese mundo los hombres no concebían que una persona quisiera hacer daño a otra. Eso no ocurría.
—Gracias —dijo Rand, que se adentró en palacio.
Los pasillos le resultaban familiares pero, aun así, diferentes. Caemlyn casi había sido arrasado durante la Última Batalla y el palacio había ardido. La reconstrucción se parecía a lo que había sido antes, pero no del todo.
Rand recorrió los pasillos. Algo le preocupaba; algo, en su fuero interno, lo incomodaba. ¿Qué era lo…?
«No te enredes aquí —comprendió—. No seas demasiado complaciente contigo mismo». Ese mundo no era real, no del todo. No todavía.
¿Podría ser éste un plan del Oscuro? ¿Engañarlo a fin de que creara un paraíso para sí mismo con el resultado de entrar en él y quedar atrapado mientras la Última Batalla proseguía con furia? Había gente que estaba muriendo mientras luchaba.
Debía tener presente eso. No podía dejar que esa fantasía lo consumiera. Pero no fue fácil recordarlo tras entrar en la galería, un largo pasillo bordeado por lo que parecían ventanales. Sólo que no se asomaban a Caemlyn. Eran nuevos portales de cristal que le permitían a uno contemplar otros lugares, como un acceso siempre abierto en su sitio.
Rand pasó uno con vistas al fondo de una bahía donde peces de colores nadaban con movimientos rápidos de un lado para otro. Otro daba a un paisaje de una alta y tranquila pradera en las Montañas de la Niebla. Flores rojas se abrían paso entre la hierba, como motas de pintura esparcida en el suelo tras el trabajo diario de un pintor.
Al otro lado, los ventanales se asomaban a grandes ciudades del mundo. Rand pasó por Tear, donde la Ciudadela era ahora un museo de los tiempos de la Tercera Era, con los Defensores como sus conservadores. Nadie de esta generación había llevado encima un arma jamás, y se quedaban perplejos con los relatos de que sus abuelos habían luchado. Otro mostraba las Siete Torres de Malkier reconstruidas, formidables, pero como un monumento, no como una fortificación. La Llaga había desaparecido al desaparecer el Oscuro, y los Engendros de la Sombra se habían desplomado muertos de inmediato, como si el Oscuro los hubiera tenido vinculados a todos, al igual que un Fado dirigía un pelotón de trollocs.
Las puertas no tenían cerraduras. El sistema monetario casi era una excentricidad caída en el olvido. Los encauzadores ayudaban a crear comida para todo el mundo. Rand pasó por un ventanal que daba a Tar Valon, donde las Aes Sedai Curaban a cualquiera que iba allí y creaban accesos para que la gente se reuniera con sus seres queridos. Todos tenían lo que necesitaban.
Vaciló junto a la siguiente ventana. Se veía Rhuidean. ¿De verdad esa ciudad había estado alguna vez en un desierto? El Yermo florecía, desde Shara hasta Cairhien. Y allí, a través del ventanal, Rand vio Campos de Soras —un bosque de esos árboles de leyenda— que rodeaban la ciudad legendaria. Aunque no oía las voces, vio que los Aiel cantaban.
No más armas. No más lanzas con las que danzar. De nuevo, los Aiel eran un pueblo pacífico.
Siguió adelante. Bandar Eban, Ebou Dar, el continente de Seanchan, Shara. Todas las naciones estaban representadas, aunque en la actualidad la gente no hacía mucho caso de las fronteras. Otra reliquia. ¿A quién le importaba vivir en una u otra nación y por qué alguien iba a querer «poseer» tierras? Había suficiente para todos. El florecimiento del Yermo había proporcionado espacio para nuevas ciudades, nuevas maravillas. Muchos de los ventanales por los que Rand pasaba parecían asomarse a sitios que no conocía, aunque lo complació ver Dos Ríos con un aspecto tan majestuoso, casi como si Manetheren hubiera resurgido.
El último ventanal lo hizo vacilar. Se asomaba a un valle que antaño había sido las Tierras Malditas. Una losa de mármol en el lugar donde un cuerpo había sido incinerado largo tiempo atrás, descansaba allí en soledad. Estaba cubierta de vida: enredaderas, hierba, flores. Una araña peluda del tamaño de la mano de un niño pasó corriendo sobre las piedras.
Era su tumba. El sitio donde habían incinerado su cuerpo tras la Última Batalla. Se quedó largo rato ante aquel ventanal hasta que, por fin, se obligó a seguir adelante; salió de la galería y se encaminó hacia los jardines de palacio. Los criados se mostraron serviciales cada vez que les habló. Nadie cuestionó por qué quería ver a la reina.
Dio por sentado que cuando la encontrara estaría rodeada de gente. Si cualquiera podía ver a la reina, ¿no requeriría que se dedicara todo el tiempo a tal menester? Empero, cuando se acercó a ella la vio sola, sentada en los jardines debajo de las enormes ramas del árbol sora de palacio.
Era un mundo sin problemas. Un mundo donde la gente solucionaba sus discrepancias con facilidad. Un mundo de cooperación, no de controversia. ¿Qué podría necesitar alguien de la reina?
Elayne seguía siendo tan bella como cuando se habían separado la última vez. Ya no estaba embarazada, por supuesto. Habían pasado cien años desde la Última Batalla, pero parecía que no hubiera envejecido un solo día.
Se acercó a ella con la mirada prendida en el muro del jardín del que antaño se había caído; allí se habían visto por primera vez. Los jardines de ahora eran muy diferentes, pero ese muro seguía allí. Había resistido bien el paso del tiempo, así como el impacto de la nueva Caemlyn y la llegada de una nueva era.
Elayne lo miró desde el banco. De inmediato, los ojos se le abrieron de par en par, y se llevó la mano a la boca.
—¿Rand?
Se quedó mirándola con la mano apoyada en el pomo de la espada de Laman. Una postura ceremoniosa. ¿Por qué habría llevado el arma?
—¿Es esto una travesura? Hija, ¿dónde estás? ¿Has usado otra vez la Máscara de Espejos para gastarme una broma?
—No es una broma, Elayne —dijo Rand, que se inclinó delante de ella con una rodilla en tierra y así las cabezas de ambos estuvieron al mismo nivel. La miró a los ojos.
Algo estaba mal.
—¡Oh! Pero ¿cómo es posible? —preguntó ella.
Ésa no era Elayne, ¿verdad? El tono parecía errado, las maneras erróneas. ¿Habría cambiado tanto? Habían pasado cien años.
—Elayne, ¿qué te ha pasado? —inquirió.
—¿Ocurrirme? ¡Nada! Hace un día maravilloso, magnífico. Hermoso y tranquilo. Me encanta sentarme en mis jardines y disfrutar del sol.
Rand frunció el entrecejo. Ese tono afectado, esa reacción banal… Elayne jamás había sido así.
—¡Tendremos que preparar una fiesta! —exclamó Elayne al tiempo que batía palmas—. ¡Invitaré a Aviendha! Es su semana libre de cantar, aunque probablemente estará prestando servicio en la guardería. Por lo general se ofrece como voluntaria allí.
—¿Servicio en la guardería?
—En Rhuidean —dijo Elayne—. A todo el mundo le gusta jugar con los niños, tanto aquí como allí. ¡Hay mucha competencia para cuidar a los pequeños! Pero comprendemos que hay que turnarse.
Aviendha. Atendiendo niños y cantando a los árboles sora. En realidad no había nada de raro en eso. ¿Por qué no iba a disfrutar de tales actividades?
Pero también era erróneo. Estaba convencido de que Aviendha debía de ser una madre maravillosa, pero no la imaginaba deseando pasar todo el día jugando con los hijos de otros…
Rand miró a Elayne a los ojos con intensidad, profundamente. Detrás de ellos, en el fondo, acechaba una sombra. Oh, era una sombra inocente, pero sombra de todos modos. Era como… como esa que…
Como la que había en el fondo de los ojos de alguien que había sido Trasmutado al Oscuro.
Rand se incorporó de un brinco y retrocedió a trompicones.
—¡¿Qué has hecho aquí?! —le gritó al cielo—. ¡Shai’tan! ¡Responde!
Elayne ladeó la cabeza. No parecía asustada. El miedo no existía en ese lugar.
—¿Shai’tan? Juraría que conozco ese nombre. Aunque de hace muchísimo tiempo… A veces soy olvidadiza.
—¡¡SHAI’TAN!! —bramó Rand.
NO HE HECHO NADA, ADVERSARIO. ÉSTA ES TU CREACIÓN. La voz sonaba distante.
—¡Tonterías! ¡La has cambiado! ¡Los has cambiado a todos!
¿CREÍAS QUE APARTARME DE SUS VIDAS NO TENDRÍA REPERCUSIONES EN ELLOS?
Las palabras retumbaron contra Rand. Horrorizado, retrocedió cuando Elayne se levantó del banco, obviamente preocupada por él. Sí, ahora lo veía, veía lo que había detrás de sus ojos. No era ella misma… Y no lo era porque él le había arrebatado la capacidad de serlo.
YO TRASMUTO HOMBRES, dijo Shai’tan. ES CIERTO. NO PUEDEN ELEGIR EL BIEN UNA VEZ QUE LOS HE HECHO MÍOS DE ESE MODO. ¿EN QUÉ SE DIFERENCIA ESTO DE LO QUE HAGO YO, ADVERSARIO?
SI HACES ESTO, SOMOS UNO.
—¡No! —gritó Rand; sujetándose la cabeza con la mano, cayó de rodillas—. ¡No! ¡El mundo sería perfecto sin ti!
PERFECTO. INVARIABLE. MALOGRADO. HAZ ESTO SI QUIERES, ADVERSARIO. ACABANDO CONMIGO, GANARÉ YO.
HAGAS LO QUE HAGAS, GANO YO.
Rand gritó y se hizo un ovillo cuando el siguiente ataque del Oscuro lo acometió. La pesadilla que Rand había creado explotó y los hilos de luz se diseminaron como trazos de humo.
La oscuridad a su alrededor se sacudió y tembló.
NO PUEDES SALVARLOS.
El Entramado —reluciente, vibrante— se enroscó alrededor de Rand otra vez. El Entramado real. La verdad de lo que estaba ocurriendo. Al crear su visión de un mundo sin el Oscuro, había creado algo horrible. Algo espantoso. Algo peor de lo que habría sido antes.
El Oscuro volvió a atacar.
Mat se apartó de la lucha y se apoyó la ashandarei en el hombro. Karede había demandado la ocasión de combatir; cuanto más desesperada la situación, mejor. En fin, el hombre debería estar puñeteramente complacido con esto. ¡Tendría que estar bailando y riendo! Había recibido lo que quería. Luz, vaya si lo había recibido.
Se sentó en un trolloc muerto —el único asiento disponible— y bebió profusamente del odre. Había captado el pulso de la batalla, su ritmo. El compás que marcaba era desesperado. Demandred era listo. No había ido por el cebo que Mat le había puesto en el vado, donde había situado un ejército más pequeño. Demandred había mandado trollocs allí, pero había retenido a sus sharaníes. Si el Renegado hubiera abandonado los Altos para atacar al ejército de Elayne, él habría empujado a sus ejércitos a través de la cumbre de los Altos desde el oeste y el nordeste para machacar a las fuerzas de la Sombra desde atrás. Ahora Demandred intentaba situar sus fuerzas detrás de las de Elayne, y él se lo había impedido de momento. Mas ¿durante cuánto tiempo podría contenerlo?
A las Aes Sedai no les iban bien las cosas. Los encauzadores sharaníes estaban ganando esa batalla.
«Suerte —pensó Mat—. Vamos a necesitarte hoy, y en cantidad. No me abandones ahora».
Ése sería un final apropiado para Matrim Cauthon. Al Entramado le gustaba burlarse de él. De repente vio la jugarreta que le había gastado al darle suerte cuando no era importante, para después quitársela por completo cuando realmente tenía importancia.
«Rayos y truenos», pensó mientras guardaba el odre, alumbrado por una antorcha que Karede llevaba. Mat no notaba su suerte en ese momento. Eso ocurría a veces. No sabía si lo acompañaba o no.
Bueno, pues si no podían contar con un Matrim Cauthon afortunado, al menos tendrían a un Matrim Cauthon obstinado. No tenía intención de morir ese día. Todavía quedaban danzas que bailar; todavía quedaban canciones que cantar y mujeres que besar. Al menos una.
Se puso de pie y se reunió con los Guardias de la Muerte, los Ogier, el ejército de Tam, la Compañía, los fronterizos; todos los que había situado allí. La batalla se había reanudado y combatían duro; incluso habían hecho retroceder a los sharaníes un par de cientos de pasos. Pero Demandred se había dado cuenta de lo que intentaba y había empezado a mandar vertiente arriba a trollocs que luchaban en el río para que se unieran a la contienda. Era la zona más empinada —la más difícil por la que trepar—, pero el Renegado sabía que tenía que meterle presión.
Esos trollocs eran un verdadero peligro. Había suficientes en el río para poder rodear a Elayne y abrirse paso vertiente arriba hacia la cumbre de los Altos. Si cualquiera de sus ejércitos se venía abajo, estaban perdidos.
En fin, había tirado los dados y había enviado sus órdenes. Ya sólo quedaba luchar, sangrar y confiar.
Un chorro de luz, como fuego líquido, llameó en el lado occidental de los Altos. Gotas ardientes de piedra derretida cayeron por el oscuro aire. Al principio, Mat pensó que Demandred había decidido atacar desde esa dirección, pero el Renegado seguía centrado en destruir a los andoreños.
Otro estallido de luz. Eso había sido donde luchaban las Aes Sedai. En medio de la oscuridad y el humo, a Mat le pareció ver… No, estaba seguro. Eran sharaníes huyendo a través de los Altos, del oeste al este. Mat se sorprendió sonriendo.
—Mirad —dijo, al tiempo que daba una palmada a Karede en el hombro para atraer la atención del hombre.
—¿Qué es?
—No lo sé, pero está prendiendo fuego a los sharaníes, así que creo poder decir que me gusta. ¡Sigamos luchando!
Condujo a Karede y a los otros en otra carga contra los soldados sharaníes.
Olver caminaba doblado bajo el peso del haz de flechas atadas a la espalda. Tenían que cargar con peso real; había insistido en ello. ¿Qué ocurriría si alguna persona de la Sombra inspeccionaba la mercancía y descubría que su haz iba relleno de ropa por dentro?
Setalle y Faile no tenían por qué mirarlo de continuo, como si fuera a romperse en cualquier momento. El bulto no era tan pesado. Por supuesto, eso no iba a impedirle exprimir toda la compasión posible de Setalle cuando hubieran regresado. Tenía que practicar ese tipo de cosas o acabaría siendo tan patético como Mat.
La fila siguió adelante hacia el puesto de abastecimiento de las Tierras Malditas, y, a medida que avanzaban, Olver admitió para sus adentros que no le habría importado que el haz pesara un poco menos. Y no porque estuviera cansado. ¿Cómo iba a luchar si tenía que hacerlo? Tendría que deshacerse del bulto con rapidez y ése no parecía el tipo de fardo que lo dejaba a uno hacer nada deprisa.
El polvo gris le cubría los pies. No llevaba zapatos, y la ropa ahora no serviría ni para trapos. Poco antes, Faile y la Compañía habían atacado una de las lastimosas caravanas que se dirigían hacia el puesto de abastecimiento de la Sombra. Tampoco es que hubiera habido mucha pelea; sólo eran tres Amigos Siniestros y una sebosa mercader que vigilaban una fila de cautivos agotados y mal alimentados.
Muchas de las provisiones llevaban la marca de Kandor, un caballo rojo. De hecho, muchos de esos cautivos eran kandoreses. Faile les había ofrecido la libertad enviándolos hacia el sur, pero sólo la mitad se había marchado. Los demás habían insistido en unirse a ella y marchar a la Última Batalla, aunque Olver había visto pordioseros en las calles con más carne en el cuerpo que esos tipos. Aun así, sirvieron para que la caravana de Faile pareciera auténtica.
Eso era importante. Olver echó una ojeada hacia arriba cuando se aproximaban al puesto de abastecimiento; el camino estaba alumbrado con antorchas en la fría noche. A un lado había varios de esos rojos, viendo pasar la fila. Olver bajó de nuevo la vista para que no vieran el odio en su mirada. Había sabido desde el principio que no se podía confiar en los Aiel.
Un par de guardias —no Aiel, sino más de esos Amigos Siniestros— ordenaron a la fila que se parara. Aravine se adelantó, vestida con la ropa de la mujer mercader a la que habían matado. Era evidente que Faile era saldaenina, y habían decidido que podría ser demasiado peculiar para interpretar el papel de mercader Amiga Siniestra.
—¿Dónde están tus guardias? —preguntó el soldado—. Ésta es la ruta de Lifa, ¿no? ¿Qué ha pasado?
—¡Esos estúpidos! —dijo Aravine, y a continuación escupió en el suelo. Olver disimuló una sonrisa. La expresión del semblante le había cambiado por completo. Sabía cómo interpretar un papel—. ¡Están muertos, y allí los he dejado! Les dije que no merodearan de noche. No sé qué comerían los tres, pero los encontramos al borde del campamento, hinchados, con la piel negra. —Puso cara de estar revuelta—. Creo que algo puso huevos en los estómagos sin fondo de esos tres tragones. No quisimos descubrir qué incubaban.
—¿Y tú eres? —gruñó el soldado.
—Pansai —contestó Aravine—. Socia de Lifa.
—¿Desde cuándo tiene Lifa una socia?
—Desde que la apuñalé y me apoderé de su ruta.
La información que tenían de Lifa procedía de los cautivos rescatados. Y era escasa. Olver empezó a sudar. El guardia dirigió una larga mirada a Aravine y luego caminó fila abajo.
Los soldados de Faile, mezclados entre los cautivos kandoreses, intentaban adoptar la postura adecuada.
—Tú, mujer —dijo el guardia, señalando a Faile—. Saldaenina, ¿eh? —Se echó a reír—. Creía que una saldaenina mataría a un hombre antes que permitir que la tomara cautiva. —Le dio un empujón en el hombro.
Olver contuvo la respiración. ¡Oh, rayos y centellas! Lady Faile no iba a poder aguantar eso. ¡El guardia comprobaba si los cautivos estaban realmente domeñados o no! La postura de Faile, su actitud, la descubrirían. Era una noble, y…
Faile se encogió, se empequeñeció y gimoteó una respuesta que Olver no alcanzó a oír.
Olver se quedó boquiabierto, y luego se obligó a cerrar la boca y bajar la vista al suelo. ¿Cómo? ¿Cómo había aprendido a actuar como una criada una dama como Faile?
—Seguid —gruñó el guardia, que hizo un gesto a Aravine—. Esperad allí hasta que os mandemos venir.
El grupo avanzó pesadamente hacia un espacio de tierra que había cerca, donde Aravine ordenó a todos que se sentaran. Ella se quedó al lado, cruzada de brazos, dando golpecitos con un dedo mientras esperaba. Retumbó un trueno, y Olver sintió un extraño helor. Alzó la vista y se encontró con el rostro sin ojos de un Myrddraal.
Una sacudida le recorrió el cuerpo a Olver, como si lo hubieran tirado a un lago helado. No podía respirar. El Myrddraal pareció deslizarse cuando se movió, la capa inmóvil y muerta, mientras caminaba alrededor del grupo. Tras unos instantes horribles, siguió adelante, de vuelta hacia el campamento de suministros.
—Buscaba encauzadores —le susurró Faile a Mandevwin.
—La Luz nos asista —susurró el hombre.
La espera se hizo casi insufrible. Por fin, una mujer rolliza vestida de blanco se acercó y tejió un acceso. Aravine les ordenó con brusquedad a todos que se levantaran y luego les hizo un ademán para que lo cruzaran. Olver se unió a la fila, cerca de Faile, y pasaron de la tierra de arena roja y aire frío a un lugar que olía como si hubiera fuego.
Entraron en un campamento desorganizado repleto de trollocs. Varios calderos enormes cocían cerca. Justo detrás del campamento, una pendiente escarpada ascendía hacia una especie de meseta. Chorros de humo se arremolinaban en lo alto, y desde allí, en algún punto a la izquierda de Olver, llegaba el estruendo del combate. A lo lejos, volviéndose hacia el lado opuesto de la pendiente, vio el perfil de un alto afloramiento rocoso que se alzaba en la planicie como una vela medio gastada en mitad de una mesa.
Volvió de nuevo la vista a la pendiente, detrás del campamento, y el corazón le dio un brinco. Aferrando todavía en la mano un estandarte —uno que llevaba una gran mano roja— un cuerpo caía a plomo desde lo alto del repecho. ¡La Compañía de la Mano Roja! Hombre y estandarte cayeron en medio de un grupo de trollocs que comía trozos de carne chisporroteante alrededor de una hoguera. Saltaron chispas en todas direcciones y las furiosas bestias sacaron al intruso del fuego con violencia, aunque a ese pobre hombre ya había dejado de importarle lo que le hicieran.
—Faile —musitó Olver.
—Ya lo he visto. —El fardo que llevaba escondía la bolsa con el Cuerno dentro. Con voz casi inaudible, añadió—: Luz, ¿cómo vamos a llegar hasta Mat?
Se movieron hacia un lado a medida que el resto del grupo pasaba a través del acceso. Tenían espadas, pero las llevaban atadas como flechas, en haces; unos cuantos hombres las llevaban cargadas a la espalda como si fueran paquetes atados de suministros para el campo de batalla.
—Rayos y truenos —susurró Mandevwin, que se unió a ellos. En un corral cercano, unos cautivos gimoteaban—. ¿Nos meterán ahí a nosotros? Podríamos escabullirnos de noche.
—No quitarán los bultos que cargamos —dijo Faile al tiempo que meneaba la cabeza—. Nos dejarán desarmados.
—Entonces, ¿qué hacemos? —Mandevwin miró hacia un lado mientras pasaba un grupo de trollocs que arrastraban cadáveres recogidos del frente—. ¿Empezamos a luchar? ¿Confiar en que lord Mar nos vea y mande ayuda?
A Olver no le parecía que ése fuera un plan ni medianamente bueno. Quería luchar, pero esos trollocs eran… enormes. Pasó cerca uno de ellos y la cabeza semejante a la de un lobo se volvió hacia él. Los ojos, que podrían haber pertenecido a un hombre, lo miraron de arriba abajo como si tuviera hambre. Olver retrocedió y a continuación llevó la mano hacia el fardo que cargaba, donde había escondido su cuchillo.
—Echaremos a correr —respondió Faile, también en un susurro, cuando el trolloc hubo pasado—. Nos dispersamos en una docena de direcciones, a ver si los desorientamos. Tal vez unos cuantos de nosotros consigamos escapar. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué se retrasa tanto Aravine?
Casi no acababa de decirlo cuando Aravine pasó a través del acceso. La mujer de blanco que había encauzado cruzó tras ella, y entonces Aravine señaló a Faile.
Faile se sacudió cuando algo la alzó en el aire. Olver dio un respingo y Mandevwin barbotó una maldición al tiempo que tiraba la carga e intentaba sacar la espada, en tanto que Arrela y Selande gritaban. Un instante después, los tres se encontraron suspendidos en el aire por tejidos y los Aiel con velos rojos salían corriendo a través del acceso con las armas enarboladas.
Se desató un pandemónium. Unos cuantos soldados de Faile cayeron al intentar luchar con los puños. Olver se tiró al suelo y se puso a buscar su cuchillo; pero, para cuando tuvo la mano en la empuñadura, la escaramuza había terminado. Todos los demás estaban reducidos o atados en el aire.
«¡Tan deprisa!», pensó Olver con desesperación. ¿Por qué nadie le había advertido que los combates sucedían con tanta rapidez?
Todo el mundo parecía haberse olvidado de él, pero no sabía qué hacer.
Aravine se acercó a Faile, que seguía colgada en el aire. ¿Qué era lo que pasaba? Aravine… ¿los había traicionado?
—Lo siento, milady —le habló la mujer a Faile.
Olver casi no oía lo que decía. Seguían sin reparar en él; los Aiel empujaron a los soldados y los reunieron en un grupo para mantenerlos bajo vigilancia. Unos cuantos yacían en el suelo, sangrando.
Faile se debatió en el aire y el rostro se le enrojeció por los esfuerzos. Era evidente que la tenían amordazada, porque ella no se habría quedado callada en un momento así.
Aravine desató la bolsa del Cuerno que Faile llevaba en la espalda y después miró dentro. Abrió los ojos de par en par. Cerró la boca de la bolsa y la apretó contra sí.
—Tenía la esperanza de dejar atrás mi vida de antes —le susurró a Faile—. Empezar de cero. Creí que podría esconderme o que se olvidarían de mí, que podría regresar a la Luz. Pero el Gran Señor no olvida y nadie puede esconderse de él. Dieron conmigo la primera noche que llegamos a Andor. No era esto lo que pretendía, pero es lo que debo hacer. —Aravine dio media vuelta.
—¡Un caballo! —pidió—. Entregaré este paquete a lord Demandred en persona, como se me ha ordenado.
La mujer de blanco se acercó a ella y las dos empezaron a discutir en voz baja. Olver echó una ojeada a su alrededor. Nadie lo miraba.
Los dedos empezaron a temblarle. Había sabido que los trollocs eran grandes y feos. Pero… esas cosas eran pesadillas. Pesadillas de todas todas. ¡Oh, Luz!
¿Qué haría Mat en un caso así?
—Dovie’andi se tovya sagain —susurró mientras desenvainaba el cuchillo.
Con un grito, se lanzó contra la mujer de blanco y le hincó el cuchillo en la zona lumbar.
Ella chilló. Faile cayó al suelo, libre de las ataduras de Aire. Y entonces, de repente, los corrales de cautivos se abrieron de golpe y un grupo de hombres, gritando, salieron a trompicones a la libertad.
—¡Hacedlo más alto! —gritó Doesine—. ¡Deprisa, maldita sea!
Leane obedeció y tejió Tierra con las otras hermanas. El suelo tembló delante de ellas y empezó a subir y a bajar, plegándose como una alfombrilla al sacudirla. Terminaron y a continuación utilizaron la tierra amontonada para mantenerse a resguardo mientras el fuego caía desde la parte alta de la vertiente.
Doesine dirigía el grupo variopinto. Más o menos una docena de Aes Sedai, y unos pocos Guardianes y soldados. Los hombres asían las armas con fuerza, pero hacía rato que resultaban tan eficaces para la lucha como unas hogazas de pan. El Poder chisporroteó y siseó en el aire. El improvisado parapeto se sacudió con violencia cuando los sharaníes lo atacaron con fuego.
Asida el Poder Único, Leane echó un vistazo por encima de las defensas. Se había recuperado de su encuentro con el Renegado Demandred. Había sido una experiencia perturbadora; había estado por completo a su merced, y él podría haber acabado con su vida en un instante. También la inquietaba la intensidad de sus desvaríos; jamás había visto un odio semejante al que el Renegado sentía por el Dragón Renacido.
Un grupo de sharaníes bajó por la pendiente y juntos lanzaron tejidos a la improvisada fortificación. Leane cortó un tejido en el aire del mismo modo que un cirujano cortaría un trozo de carne gangrenada. Ahora era mucho más débil que antes con el Poder Único.
En consecuencia, tenía que ser más eficaz en su forma de encauzar. Resultaba sorprendente lo que una mujer era capaz de lograr con menos.
El parapeto explotó.
Leane se lanzó hacia un lado cuando los pegotes de tierra empezaron a caer. Tosiendo, rodó sobre sí misma en medio del humo arremolinado, sin soltar el Saidar. Se puso de pie; tenía el vestido hecho jirones por la explosión, y los brazos marcados de arañazos. Captó un atisbo de azul asomando por un surco cercano. Doesine. Se acercó a trompicones.
Encontró el cuerpo de la mujer allí, pero no la cabeza.
Leane sintió una inmediata y casi insoportable sensación de pérdida y tristeza. Doesine y ella no habían estado muy unidas, pero habían luchado juntas allí. Tanta destrucción y tanta muerte estaban pasándole factura. ¿Cuánto más podrían soportar? ¿A cuántos más tendría que ver morir?
Se armó de valor, aunque le costó un gran esfuerzo. Luz, aquello era un desastre. Habían esperado que hubiera Señores del Espanto del enemigo, pero había cientos y cientos de esos sharaníes. Lo mejor de la nación entre sus encauzadores, todos entrenados para la guerra. El campo de batalla se hallaba sembrado de fragmentos de colores: Aes Sedai caídas. Sus Guardianes cargaban vertiente arriba gritando con rabia por la pérdida de sus Aes Sedai y caían aniquilados por los estallidos de Poder.
Leane avanzó dando trompicones hacia un grupo de Rojas y Verdes que luchaban desde una oquedad abierta en el suelo de la ladera occidental. El terreno las protegía de momento, pero ¿cuánto tiempo podrían resistir esas mujeres?
Con todo, se sintió orgullosa. Aunque superadas en número y desbordadas, las Aes Sedai seguían luchando. Eso no se parecía ni de lejos a la noche del ataque seanchan, cuando una Torre dividida se había roto de dentro afuera. Esas mujeres resistían con firmeza; cada vez que dispersaban uno de sus grupos, volvían a reagruparse y seguían combatiendo. El fuego les caía encima, pero también era mucho el que volaba de vuelta, y los rayos se descargaban en ambos lados.
Leane se acercó al grupo con todo tipo de precauciones, y se reunió con Raechin Connoral, que estaba agachada junto a un peñasco y lanzaba tejidos de Fuego a los sharaníes que avanzaban. Leane esperó la respuesta de tejidos, y entonces desvió uno con un rápido tejido de Agua, haciendo que la bola de fuego se deshiciera en minúsculas chispas.
Raechin le hizo un gesto con la cabeza.
—Y yo que pensé que habías dejado de ser útil para algo que no fuera guiñar el ojo a los hombres —dijo luego la Roja.
—Las artes domani se basan en lograr lo que uno quiere con el menor esfuerzo posible, Raechin —replicó Leane con frialdad.
La Roja resopló y lanzó unas cuantas bolas de fuego hacia los sharaníes.
—Debería pedirte consejo sobre eso algún día —dijo—. Si de verdad existe una forma de conseguir que los hombres hagan lo que una quiere, me gustaría muchísimo saber cómo.
La idea era tan absurda que casi hizo reír a Leane a pesar de las terribles circunstancias. ¿Una Roja? ¿Usando afeites y aprendiendo las sutiles artes domani de manipulación?
«Bueno, ¿y por qué no?», pensó Leane al tiempo que derribaba otra bola de fuego. El mundo estaba cambiando, y los Ajahs —aunque de una manera muy sutil— cambiaban con él.
La resistencia de las hermanas empezaba a atraer la atención de más encauzadores sharaníes.
—Tendremos que abandonar pronto esta posición —dijo Raechin.
Leane se limitó a asentir con la cabeza.
—Esos sharaníes… —gruñó la Roja—. ¡Fíjate en eso!
Leane dio un respingo. Muchas de las tropas sharaníes en esa zona se habían retirado de la lucha —al parecer, enviadas a otra parte por alguna razón—, pero los encauzadores las habían reemplazado con un gran grupo de personas aparentemente asustadas y las conducían hacia el frente para que atrajeran los ataques. Muchos llevaban palos o herramientas de algún tipo para luchar, pero iban apiñados unos contra otros y sostenían las armas con inseguridad.
—Pero qué puñetas —rezongó Raechin, con lo que consiguió que Leane enarcara una ceja y la mirara.
Siguió tejiendo e intentó lanzar los rayos de forma que cayeran detrás de las líneas de la gente asustada. Aun así, alcanzaron a muchas. Leane tenía el corazón en un puño, pero se unió a los ataques.
Mientras continuaban con la tarea, Manda Wan subió hacia ellas gateando. Con la cara tiznada de hollín y la ropa manchada, la Verde tenía un aspecto espantoso.
«Probablemente tan horrible como el mío», pensó Leane, que bajó la vista para echarse una ojeada a los brazos arañados y tiznados.
—Retrocedemos —dijo Manda—. Puede que tengamos que utilizar accesos.
—¿E ir adónde? —preguntó Leane—. ¿Abandonamos la batalla?
Las tres se quedaron calladas. No. No había retirada de esa lucha. Allí era vencer o nada.
—Estamos demasiado fragmentadas —repuso Manda—. Hemos de retroceder para reagruparnos al menos. Hay que reunir a las mujeres, y esto es lo único que se me ha ocurrido. A menos que tengas una idea mejor.
Manda miraba a Raechin. Leane era ahora demasiado débil en el Poder para que su opinión tuviera peso. Empezó a cortar tejidos mientras las otras dos seguían hablando en susurros. Las Aes Sedai que estaban cerca empezaron a retroceder hacia la oquedad de la ladera y a bajar la pendiente. Se reagruparían, harían un acceso hacia Alcor Dashar y decidirían qué hacer a continuación.
Un momento. ¿Qué era eso? Leane percibía que alguien poderoso encauzaba cerca. ¿Habían creado un círculo los sharaníes? Entrecerró los ojos; ya era bien entrada la noche, pero había suficientes incendios en los alrededores para dar luz. También creaban un montón de humo, y Leane tejió Aire para apartarlo. Pero de pronto la humareda se levantó por sí misma y se dividió como si soplara un viento fuerte.
Egwene al’Vere pasó junto a ellas, ladera arriba, brillando con la potencia de un centenar de hogueras. Eso era más Poder de lo que Leane había visto jamás que una mujer pudiera absorber. La Amyrlin avanzó con una mano extendida hacia adelante, sosteniendo la vara blanca, y los ojos resplandecientes.
Con un estallido de luz y fuerza, Egwene lanzó una docena de flujos de Fuego por separado. Una docena, nada menos. Machacaron la parte alta de la ladera y arrojaron al aire cuerpos de encauzadores sharaníes.
—Manda —dijo Leane—, creo que hemos encontrado un punto de concentración mejor.
Talmanes prendió una ramita con la llama de la linterna y la utilizó para encender la pipa. Sólo dio una chupada antes de ponerse a toser mientras vaciaba la cazoleta en el suelo de piedra. El tabaco se había estropeado. Sabía horrible. Carraspeó más y aplastó el asqueroso tabaco con el tacón de la bota.
—¿Estáis bien, milord? —preguntó Melten, que pasaba por allí haciendo juegos malabares con dos martillos en la mano derecha mientras caminaba.
—Todavía estoy vivo —dijo Talmanes—. Que es mucho más de lo que probablemente sería de esperar.
Melten asintió con gesto inexpresivo y siguió adelante para unirse a uno de los equipos que trabajaban en los dragones. En la profunda caverna donde se hallaban se levantaban ecos con los golpes de martillo en la madera; la Compañía hacía todo cuanto estaba en su mano para rehabilitar las armas. Talmanes dio golpecitos a la linterna para calcular el aceite. Olía horrible al quemarse, aunque ya empezaba a acostumbrarse a ello. Todavía les quedaba para unas cuantas horas.
Eso era una suerte, puesto que —que él supiera— esa caverna no tenía salidas al campo de batalla que se extendía encima. Sólo podía llegarse a ella a través de un acceso. Un Asha’man conocía su existencia. Un tipo extraño. ¿Qué clase de hombre conocía cavernas a las que no había acceso, salvo con el Poder Único?
Fuera como fuese, la Compañía se encontraba atrapada allí, en un lugar seguro pero aislado. Sólo les llegaba alguna que otra información con los mensajeros de Mat.
Talmanes aguzó el oído, creyendo oír a lo lejos los sonidos de los encauzadores que luchaban encima, pero sólo eran imaginaciones suyas. Meneó la cabeza y se acercó a uno de los grupos de trabajo.
—¿Cómo va eso?
Dennel señaló unas cuantas hojas de papel que Aludra le había dado con el procedimiento que debían seguir para reparar ese dragón en particular. La mujer estaba dando instrucciones precisas a otro de los grupos de trabajo; su voz, con un leve acento, levantaba ecos en la caverna.
—La mayoría de los tubos están en buenas condiciones —explicó Dennel—. Si uno lo piensa, están construidos para resistir un poco de fuego y una explosión de vez en cuando… —Soltó una risita y después se calló al mirar a Talmanes.
—No dejes que mi expresión disipe tu buen humor —dijo Talmanes mientras guardaba la pipa—. Ni dejes que te preocupe que estemos luchando cuando parece que se va a acabar el mundo, o que el número de efectivos del enemigo supere extraordinariamente al de nuestros ejércitos, o que, si perdemos, hasta nuestras almas serán destruidas por el Señor Oscuro y todo el mal.
—Lo siento, milord.
—Sólo era una broma.
—¿Lo era? —Dennel parpadeó.
—Sí.
—Era una broma.
—Sí.
—Tenéis un sentido del humor muy interesante, milord —comentó Dannil.
—Eso me han dicho, sí. —Talmanes se agachó e inspeccionó la cureña del dragón. La madera quemada estaba sujeta con tornillos y tablas nuevas—. No parece que sea muy funcional.
—Funcionará, milord. No podremos moverlo con rapidez, sin embargo. Como decía, los tubos aguantaron muy bien, pero las cureñas… En fin, hemos hecho lo que hemos podido con material reutilizable y suministros de Baerlon, pero tampoco puede hacerse más con el tiempo de que disponemos.
—Que es nada —dijo Talmanes—. Lord Mat podría llamarnos en cualquier momento.
—Si es que siguen vivos ahí arriba. —Dennel miró hacia el techo de la caverna.
Una idea muy inquietante. La Compañía podía acabar sus días atrapada allí abajo. Al menos no serían muchos. O el mundo acababa o la Compañía se quedaba sin víveres. No durarían ni una semana. Enterrados allí. En la oscuridad.
«Maldita sea, Mat. Más te vale no perder ahí arriba. ¡Más te vale!» A la Compañía todavía le quedaba combatividad. No iban a acabar esa batalla muriéndose de hambre bajo tierra.
Talmanes recogió la linterna para volver a su puesto anterior, pero se fijó en algo. Los soldados que trabajaban en los dragones proyectaban una sombra distorsionada en el muro, como una figura con capa y con la cabeza cubierta para que no se le viera la cara.
Dennel siguió la mirada de Talmanes.
—Luz —dijo—. Es como si nos estuviera vigilando la vieja Dama de las Sombras en persona, ¿verdad?
—Y tanto que sí —se mostró de acuerdo Talmanes. Luego, gritó en voz alta—: ¡Aquí hay demasiado silencio, chicos! Venga, cantemos algo.
Algunos de los hombres se quedaron parados. Aludra se incorporó, se puso en jarras y le asestó una mirada de desagrado.
En vista de lo cual, Talmanes se puso a cantar él:
Apuraremos la copa de vino,
y besaremos a las chicas para que no lloren,
y tiraremos los dados hasta que partamos
a bailar con la Dama de las Sombras.
Silencio.
Entonces, todos entonaron la canción:
A voces lanzaremos una jodida maldición.
Abracemos a las camareras (podría ser peor)
y vayamos, tras birlarle al Oscuro la bolsa,
¡a bailar con la Dama de las Sombras!
Las voces resonaron contra las piedras mientras trabajaban y se preparaban frenéticamente para el papel que les tocaría interpretar.
Y lo interpretarían. Talmanes se aseguraría de que lo hicieran. Aunque para ello tuvieran que abrirse paso reventando esa tumba con una tormenta de fuego de dragón.
Cuando Olver acuchilló a la mujer de blanco, las ataduras de Faile desaparecieron. Cayó al suelo y se tambaleó, pero logró guardar el equilibrio y se mantuvo de pie. Mandevwin cayó a su lado con una maldición.
Aravine. Luz, Aravine… Sumisa, meticulosa, competente. Aravine era una Amiga Siniestra.
Y tenía el Cuerno.
Aravine miró a la Aes Sedai caída que Olver había atacado; entonces le entró el pánico y, asiendo las riendas del caballo que un criado le había llevado, saltó a la silla.
Faile corrió hacia ella mientras los cautivos salían con mucho estruendo de los cercanos corrales y se lanzaban contra los trollocs tratando de desarmarlos. Faltó poco para que alcanzara a Aravine antes de que la mujer huyera a galope llevándose consigo el Cuerno. Se dirigía hacia las vertientes suaves que le permitirían cabalgar hacia la cumbre de los Altos.
—¡No! —gritó Faile—. ¡Aravine! ¡No lo hagas! —Faile echó a correr tras ella, pero comprendió que sería inútil.
Un caballo. Necesitaba un caballo. Faile miró en derredor, frenética, y vio a los pocos animales de carga que habían pasado a través del acceso. Corrió junto a Bela y cortó la correa con unos cuantos golpes de cuchillo para quitarle la silla y los bultos que cargaba. Saltó a lomos de la yegua montando a pelo, asió las riendas y la taconeó para que emprendiera la marcha.
La peluda yegua galopó en pos de Aravine, y Faile se agachó sobre el cuello del animal.
—Corre, Bela —la animó Faile—. Si te queda algo de fuerza, ahora es el momento de usarla. Por favor. Corre, chica. Corre.
Bela cargó a través del suelo irregular, la trápala de los cascos acompañada por los atronadores estallidos de arriba. El campamento trolloc era un lugar de oscuridad alumbrado por las lumbres de cocinar y alguna que otra antorcha. Faile se sentía como si cabalgara en medio de una pesadilla.
Más adelante, unos pocos trollocs irrumpieron en el sendero para interceptarla. Faile se agachó más y rogó a la Luz que fallaran cuando la atacaran. Bela bajó el ritmo, y entonces dos jinetes que enarbolaban lanzas pasaron junto a Faile, a la carga. Uno atravesó el cuello a un trolloc y, aunque el segundo jinete no acertó a dar en el blanco, su caballo apartó de un empellón a otro al golpearlo con el costado. Bela galopó entre los desorientados trollocs y alcanzó a los dos hombres que cabalgaban delante, uno de contorno orondo y el otro enjuto. Vanin y Harnan.
—¡Vosotros dos! —exclamó Faile.
—¡Hola, milady! —saludó Harnan entre risas.
—¡¿Cómo?! —les gritó para hacerse oír por encima del golpeteo de los cascos.
—¡Dejamos que nos encontrara una caravana! —respondió Harnan también a gritos—, y dejamos que nos tomaran cautivos. Nos trajeron a través del acceso hace unas horas, y hemos estados preparando a los cautivos para que salieran de los corrales. ¡Vuestra llegada nos dio la oportunidad que necesitábamos!
—¡El Cuerno! ¡Intentasteis robar el Cuerno!
—¡No! —respondió a voces Harnan—. ¡Intentamos robar un poco de tabaco de Mat!
—¡Creía que lo habíais enterrado para dejarlo atrás! —vociferó Vanin desde el otro lado—. Supuse que a Mat no le importaría. ¡De todos modos me debe unos cuantos marcos! Cuando abrí la bolsa y encontré el jodido Cuerno de Valere… ¡Maldita sea! ¡Apuesto a que oyeron mi grito hasta en Tar Valon!
Faile gimió e imaginó la escena. El grito que ella había oído había sido de sorpresa, y era lo que había empujado al espanto con aspecto de oso a atacar.
En fin, no se podía dar marcha atrás a ese momento y hacer las cosas de forma distinta. Se aferró a Bela con las rodillas y la azuzó para que corriera más. Un poco más adelante, Aravine galopaba entre trollocs dirigiéndose hacia donde el declive de las pendientes empezaba a disminuir cerca de la cumbre. Aravine llamó con frenesí a los trollocs para que la ayudaran. No obstante, los caballos se movían más deprisa que los Engendros de la Sombra.
Demandred. Aravine había dicho que llevaría el Cuerno a uno de los Renegados. Faile volvió a gemir, se pegó más sobre Bela y, cosa sorprendente, la yegua adelantó a Vanin y a Harnan. No les preguntó dónde habían conseguido los caballos. Centró toda su atención en Aravine.
Un grito resonó a través del campamento, y Vanin y Harnan se separaron para interceptar a los jinetes que iban por Faile. Ella hizo un quiebro hacia un lado y apremió a Bela para que salvara de un salto un montón de suministros y cargara a través del centro de un grupo de gente con ropajes extraños que comían junto a una lumbre pequeña. La increparon con un acento muy marcado.
Palmo a palmo, acortó distancias con Aravine. Bela resoplaba y el sudor le oscurecía el pelaje. La caballería saldaenina se encontraba entre las mejores del continente, y Faile sabía de caballos. Había montado ejemplares de todas las razas. En esos minutos en el campo de batalla, Bela habría podido competir con el mejor caballo teariano. La peluda yegua, sin pertenecer a ninguna casta de renombre, galopaba como una campeona.
Sintiendo el ritmo de los cascos bajo ella, Faile sacó un cuchillo de la manga. Animó a Bela para que saltara una pequeña depresión del terreno, y quedaron suspendidas en el aire un instante. Faile calculó la velocidad del viento, la caída, el momento; echó el brazo hacia atrás y lanzó el cuchillo a través del aire justo antes de que los cascos de Bela tocaran el suelo.
El cuchillo voló certero y se hundió en la espalda de Aravine. La mujer resbaló de la silla y cayó al suelo; la bolsa resbaló de sus dedos.
Faile desmontó de un salto y tocó el suelo cuando todavía se movía con el impulso de la cabalgada; se deslizó un trecho hasta detenerse junto a la bolsa. Desató la cuerda que cerraba la boca y dentro vio el reluciente Cuerno.
—Lo… siento… —susurró Aravine, volviéndose un poco boca arriba; no movía las piernas—. No le contéis a Aldin lo que he hecho. Tiene tan… poca vista… con las mujeres…
Faile se incorporó y luego la miró con pena.
—Ruega porque el Creador acoja tu alma, Aravine —dijo, y montó de nuevo en Bela—. Porque, si no, tendrás que rendir cuentas al Oscuro. Ojalá sea así. —Taconeó a Bela para que se pusiera en marcha.
Había más trollocs delante y se fijaron en ella. Gritaron y varios Myrddraal se deslizaron a la par que señalaban a Faile. Empezaron a rodearla, cerrándole el paso.
Faile apretó los dientes con gesto sombrío y taconeó a Bela de vuelta por donde había llegado con la esperanza de encontrar a Harnan, a Vanin o a cualquier otro que pudiera ayudarla.
El campamento bullía de actividad y Faile vio jinetes que iban en su persecución.
—¡Lleva el Cuerno de Valere! —vociferaban.
En algún lugar en lo alto de la loma, las fuerzas de Mat Cauthon luchaban contra la Sombra. ¡Tan cerca!
Una flecha se clavó en el suelo, a su lado, y la siguieron otras. Faile llegó a los corrales de los cautivos, donde la valla seguía tirada, rota en pedazos. El suelo estaba sembrado de cadáveres. Bela resoplaba, quizás al borde de sus fuerzas. Faile vio otro caballo cerca, un ruano castrado, ensillado, que empujaba con el hocico a un soldado caído a sus pies.
Faile aflojó el paso. ¿Qué hacer? Cambiar de caballo y luego ¿qué? Echó una ojeada sobre el hombro y se agachó para esquivar otra flecha que le pasó por encima. Había atisbado alrededor de una docena de soldados sharaníes a caballo, todos dándole caza; llevaban armadura de tela cosida con pequeños aros. Los seguía un centenar de trollocs.
«Ni siquiera con un caballo descansado podría dejarlos atrás». Condujo a Bela al otro lado de unas carretas de suministros para ocultarse y desmontó de un salto con intención de correr hacia el ruano.
—Lady Faile… —llamó una vocecilla.
Faile bajó la vista. Olver estaba acurrucado debajo de la carreta y empuñaba un cuchillo.
Tenía a los jinetes casi encima. No quedaba tiempo para pensar. Sacó de una sacudida el Cuerno de la bolsa y lo puso en los brazos de Olver.
—Guarda esto —dijo—. Escóndete. Llévaselo a Mat Cauthon cuando sea más de noche.
—¿Me vais a dejar? —preguntó Olver—. ¿Solo?
—He de hacerlo. —Metió un puñado de flechas en la bolsa; el corazón le palpitaba desbocado en el pecho—. ¡Una vez que esos jinetes hayan pasado, encuentra otro sitio donde esconderte! Regresarán para buscar donde he estado, después de que…
«Después de que me capturen».
Tendría que quitarse la vida con su cuchillo, no fuera a ser que le sacaran mediante tortura lo que había hecho con el Cuerno. Asió a Olver por el brazo.
—Siento cargarte con este peso, pequeño. No hay nadie más. Lo hiciste bien antes; también podrás hacer esto. Lleva el Cuerno a Mat o todo estará perdido.
Corrió a terreno abierto haciendo que fuera obvio que llevaba la bolsa. Algunos de esos forasteros de ropajes extraños la vieron y señalaron hacia ella. Alzó la bolsa bien alto y subió a lomos del ruano, al que taconeó para ponerlo a galope.
Los trollocs y los Amigos Siniestros la siguieron, dejando al muchachito con su pesada carga encogido debajo de la carreta en medio del campamento trolloc.
Logain le dio la vuelta al fino disco mitad negro, mitad blanco, y dividido por una línea sinuosa. Cuendillar, supuestamente. Las escamas que se le quedaron en los dedos al frotar el disco parecían burlarse del carácter eterno de la piedra del corazón.
—¿Por qué no los ha roto Taim? —preguntó Logain—. Podría haberlo hecho. Están tan quebradizos como cuero viejo.
—Lo ignoro. —Androl miró a los otros de su grupo—. Quizá no era —el momento todavía.
—Si se rompen en el momento oportuno, ayudarán al Dragón —dijo el hombre que se hacía llamar Emarin. Parecía preocupado—. Si se rompen en el momento equivocado… ¿qué?
—Nada bueno, sospecho —intervino Pevara. Una Roja.
¿Alguna vez se vengaría de las que lo habían amansado? Antes ese odio por sí solo lo había empujado a sobrevivir. Ahora había encontrado un ansia nueva dentro de sí. Había derrotado a las Aes Sedai, las había reducido y las había reclamado como suyas. La venganza parecía algo… vacío. Su ansia de matar a M’Hael, cocinada a fuego lento, llenaba un poco ese vacío, pero no era suficiente. ¿Qué más había?
Otrora, se había llamado a sí mismo el Dragón Renacido. Otrora, se había preparado para dominar el mundo. Para meterlo en vereda. Toqueteó el sello de la prisión del Oscuro mientras se quedaba en el perímetro de la batalla. Se encontraba lejos, al sudoeste, en un pequeño campamento base que sus Asha’man tenían más abajo de las ciénagas. Retumbos lejanos sonaban en los Altos, explosiones de tejidos intercambiados entre Aes Sedai y sharaníes.
Gran parte de sus Asha’man habían combatido allí, pero los encauzadores sharaníes superaban en número a la suma de Aes Sedai y Asha’man. Otros merodeaban por el campo de batalla dando caza a los Señores del Espanto y matándolos.
Las bajas entre sus hombres se producían con más rapidez que entre las fuerzas de la Sombra. Había demasiados enemigos.
Sostuvo en alto uno de los sellos. Había poder en él. ¿Poder para proteger la Torre Negra de algún modo?
«Si no nos temen, si no me temen a mí, ¿qué nos ocurrirá una vez que el Dragón haya muerto?»
La insatisfacción irradió a través del vínculo. Buscó la mirada de Gabrelle. La mujer había estado observando la batalla, pero ahora tenía los ojos puestos en él. Desafiantes. ¿Amenazadores?
¿De verdad había pensado antes que había domeñado Aes Sedai? La idea tendría que haberlo hecho reír. Era imposible domar a cualquier Aes Sedai, jamás.
Con un gesto significativo, deliberado, se guardó el sello junto a los otros en la bolsa que llevaba en el cinturón. Luego cerró la cuerda de la boca, todo ello sin apartar la mirada de los ojos de Gabrelle. La preocupación de la mujer creció. Durante un instante había sentido que esa preocupación era por él, no a causa de él.
A lo mejor estaba aprendiendo a manipular el vínculo a fin de transmitirle sentimientos con los que creía que lo embaucaría. No, a las Aes Sedai no se las podía domeñar. Vincularlas no las había controlado. Sólo había generado más complicaciones.
Se llevó la mano al cuello alto de la chaqueta y, soltando el alfiler del dragón que llevaba en él, se lo tendió a Androl.
—Androl Genhald, has entrado en la fosa de la propia muerte y has regresado. Dos veces ya, y estoy en deuda contigo. Te nombro Asha’man de pleno derecho. Lleva el alfiler con orgullo.
Antes le había entregado el otro alfiler de la espada que ya había sido suyo, devolviéndole así el rango de Dedicado.
Androl vaciló, pero después alargó la mano y aceptó el alfiler con gesto reverente.
—¿Y los sellos? —preguntó Pevara, cruzada de brazos—. Pertenecen a la Torre Blanca; la Amyrlin es su Vigilante.
—La Amyrlin puede decirse que está prácticamente muerta, por lo que he oído —contestó Logain—. En su ausencia, soy el administrador apropiado.
Asió la Fuente, aferrándola, dominándola, y abrió un acceso de vuelta a la cumbre de los Altos. La guerra —la confusión, el humo y los gritos— reapareció ante él con toda su intensidad. Cruzó el acceso, seguido por los demás. El encauzamiento poderoso de Demandred brillaba como un faro, y la voz tonante seguía lanzando pullas al Dragón Renacido.
Rand al’Thor no estaba allí. Bien, pues, en ese campo de batalla, lo más parecido que había al Dragón era el propio Logain. De nuevo el sustituto.
—Voy a enfrentarme a él —les dijo a los otros—. Gabrelle, tú te quedarás aquí y esperarás mi regreso, ya que es posible que necesite Curación. El resto de vosotros encargaos de los hombres de Taim y de esos encauzadores sharaníes. No dejéis vivo a ningún hombre que se haya pasado a la Sombra, ya sea por propia elección o a la fuerza. Ejerced la justicia con el uno y la misericordia con el otro.
Ellos asintieron con la cabeza. Gabrelle parecía impresionada, quizá por su decisión de atacar el corazón del enemigo. No se daba cuenta. Ni siquiera uno de los Renegados podía ser tan poderoso como parecía serlo Demandred.
El Renegado tenía un sa’angreal que era muy potente. Similar en poder a Callandor, puede que más. Con eso en sus manos, muchas cosas cambiarían en este mundo. El mundo los conocería a él y a la Torre Negra, y temblaría en su presencia como nunca lo había hecho ante la Sede Amyrlin.
Egwene dirigía un asalto como no se veía hacía milenios. Las Aes Sedai salieron de sus fortificaciones defensivas y se unieron a ella para avanzar pendiente arriba por la vertiente occidental a paso regular. Los tejidos volaban por el aire como un estallido de cintas atrapadas al viento.
El cielo se desgarraba con la luz de un millar de descargas, el suelo gemía y temblaba con los impactos. Demandred continuaba lanzando ataques por el aire sobre los andoreños desde el otro lado de la cima de los Altos, y cada descarga de fuego compacto provocaba ondas en el aire. El suelo se había ido cuarteando cada vez más con finas grietas semejantes a telarañas negras, y ahora unos zarcillos repugnantes empezaron a brotar por las fisuras. Se extendió como una infección por las piedras resquebrajadas de la ladera.
El aire parecía haber cobrado vida con el Poder, y la energía era tan densa que Egwene casi pensó que el Poder Único se había vuelto visible para todo el mundo. Durante todo eso, ella absorbió tanta energía como le fue posible a través del sa’angreal de Vora. Se sentía igual que cuando había luchado contra los seanchan, sólo que con más control de algún modo. En aquella ocasión, la ira que sentía estaba rodeada de desesperación y terror.
Esta vez era algo al rojo blanco, como un metal calentado más allá del punto en que podría trabajarlo un herrero.
A ella, Egwene al’Vere, le había sido entregada la gestión de esas tierras.
Y ella, la Sede Amyrlin, no se dejaría intimidar más por la Sombra.
No retrocedería. No se doblegaría cuando le faltaran recursos.
Lucharía.
Encauzó Aire y creó un torbellino tormentoso de polvo, humo y plantas muertas. Lo mantuvo ante sí, nublando la vista de aquellos que intentaban localizarla desde arriba. Los rayos se descargaron a su alrededor, pero ella tejió Tierra, ahondó mucho en la roca e hizo surgir un chorro de hierro fundido que al enfriarse se concretó en una aguja junto a ella. Los rayos cayeron sobre la aguja, que los desvió mientras ella mandaba la aullante tormenta de aire repecho arriba.
Un movimiento a su lado. Egwene sintió a Leilwin que se acercaba. Esa mujer… había demostrado ser leal. Qué sorpresa. Tener un nuevo Guardián no calmaba la desesperación por la muerte de Gawyn, pero ayudaba de otra forma. Aquel nudo de emociones en el fondo de su mente había sido reemplazado por otro nuevo, muy distinto, pero aun así tremendamente leal.
Egwene alzó el sa’angreal de Vora y continuó con sus ataques al tiempo que ascendía la pendiente, con Leilwin a su lado. Más arriba, los sharaníes estaban agachados para capear el vendaval. Los encauzadores trataron de atacarla a través de la tolvanera, pero los tejidos salieron mal al tener los ojos cegados con el polvo. Tres soldados atacaron por un lado, pero Leilwin los despachó con eficacia.
Egwene hizo girar el viento y, usándolo como manos, levantó a los encauzadores y los lanzó al aire. Los rayos que caían de arriba envolvieron a los hombres en un feroz abrazo y los cadáveres humeantes cayeron a plomo en la ladera. Egwene siguió adelante, y su ejército de Aes Sedai avanzó arrojando tejidos como flechas de luz.
Se les unieron Asha’man. Antes ya habían luchado junto a la Torre Blanca de vez en cuando, pero ahora parecían haber llegado en masa. Se reunieron docenas de hombres mientras ella encabezaba la marcha. El aire se saturó de Poder Único.
La ventolera cesó.
La tormenta de polvo se desmoronó de repente, sofocada como una vela bajo una manta. Ninguna fuerza natural había hecho eso. Egwene se encaramó a un afloramiento rocoso y miró hacia un hombre de negro y rojo que se encontraba en la cumbre, con la mano extendida ante sí. Por fin había conseguido hacer salir a quien dirigía esa fuerza. Sus Señores del Espanto luchaban junto a los sharaníes, pero ella buscaba a su cabecilla. Taim. M’Hael.
—¡Está tejiendo rayos! —gritó un hombre detrás de ella.
Egwene hizo surgir al instante otra aguja de hierro fundido y la enfrió para que atrajera los rayos que cayeron un instante después. Miró hacia un lado. El que había hablado era Jahar Narishma, el Asha’man Guardián de Merise. Egwene sonrió y volvió la mirada hacia Taim.
—Mantened alejados de mí a los otros —ordenó en voz alta—. Todos menos vosotros, Narishma y Merise. Los avisos de Narishma me serán útiles.
Hizo acopio de fuerza y empezó a lanzar una tormenta al traidor M’Hael.
Ila se abría camino con cuidado entre los muertos del campo de batalla, cerca de las ruinas. Aunque la lucha se había desplazado río abajo, oía a lo lejos los gritos y las explosiones en mitad de la noche.
Buscaba a los heridos entre los caídos y pasaba por alto flechas y espadas cuando las encontraba. Otros las recogerían, aunque ojalá no lo hicieran. Las espadas y las flechas habían causado gran parte de esas muertes.
Raen, su esposo, se afanaba cerca dando empujoncitos a los cuerpos y luego escuchando si el corazón latía. Tenía los guantes llenos de sangre, que también le manchaba las ropas de colores debido a que pegaba la oreja al pecho de los cuerpos. Una vez que confirmaban que alguien estaba muerto, dibujaban una «X» en una mejilla, a menudo con la sangre de la propia persona. Eso evitaría que otros hicieran lo mismo.
Raen parecía haber envejecido una década en el último año, e Ila se sentía como si a ella le hubiera pasado lo mismo. En ocasiones, la Filosofía de la Hoja era una doctrina sencilla que proporcionaba una vida de alegría y paz. Pero una hoja caía con brisa calma y con tempestad; la dedicación exigía que uno aceptara la última al igual que la primera. Tener que desplazarse de país en país, sufrir hambruna a medida que la tierra moría y luego, finalmente, llegar para descansar en las tierras de los seanchan… Ésa había sido la vida que habían llevado.
Nada de todo eso igualaba a la pérdida de Aram. Había sido un dolor mucho mayor y más profundo que perder a su madre a manos de los trollocs.
Pasaron junto a Morgase, la anterior reina, que organizaba a los trabajadores y les impartía órdenes. Ila siguió adelante. Las reinas le importaban poco. No habían hecho nada por ella ni por los suyos.
Cerca, Raen se detuvo y alzó la linterna para examinar una aljaba llena de flechas que un soldado llevaba cuando murió. Ila bufó y se recogió la falda para pasar alrededor de los cadáveres y llegar junto a su marido.
—¡Raen!
—Paz, Ila —dijo él—. No voy a cogerlo. Sin embargo, me pregunto…
Alzó la vista hacia los lejanos destellos río abajo y en la cumbre de los Altos, donde los ejércitos seguían con sus terribles actos de matar. Tantos destellos en la noche, como centenares de rayos y relámpagos… Ya era bien pasada la medianoche. Llevaban en ese campo horas, buscando a los que aún estuvieran vivos.
—¿Te preguntas, dices? ¿Qué? —inquirió Ila—. Raen…
—¿Cómo tratarlos como querríamos que ellos nos trataran, Ila? Los trollocs no seguirían la Filosofía de la Hoja.
—Hay lugares de sobra para huir —dijo ella—. Míralos. Vinieron a enfrentarse a los trollocs cuando los Engendros de la Sombra apenas habían salido de la Llaga. Si esa energía se hubiera empleado en reunir a la gente y conducirla hacia el sur…
—Los trollocs habrían ido detrás —objetó Raen—. Y entonces ¿qué, Ila?
—Hemos vivido bajo muchos señores —contestó Ila—. La Sombra podría habernos tratado mal, pero ¿de verdad sería peor que el trato que hemos recibido estando en manos de otros?
—Sí —repuso Raen con suavidad—. Sí, Ila. Sería peor. Mucho, muchísimo peor.
Ila lo miró. Raen meneó la cabeza y suspiró.
—No voy a abandonar la Filosofía, Ila. Es mi modo de vida, y es bueno para mí. Quizá… Quizá a partir de ahora no pensaré tan mal de quienes siguen otro camino. Si sobrevivimos a estos tiempos, será el legado dejado por quienes murieron en este campo de batalla, tanto si deseamos aceptar su sacrificio como si no. —Echó a andar y se alejó.
«Sólo es la oscuridad de la noche —pensó ella—. Lo superará cuando el sol vuelva a brillar. Eso es lo correcto, ¿no?»
Alzó la mirada al cielo nocturno. Ese nuevo sol… ¿Podrían verlo cuando saliera? Las nubes, enrojecidas ahora por los fuegos de abajo, parecían hacerse más y más densas. De repente sintió frío y se ajustó el chal amarillo chillón.
«Puede que yo tampoco piense tan mal de quienes siguen otro camino». Parpadeó para librarse de las lágrimas que le empañaban los ojos.
—Luz —susurró mientras algo se retorcía en su interior—. No debí darle la espalda. Tendría que haber intentado ayudarlo a volver con nosotros, no expulsarlo. Luz, oh, Luz. Acógelo…
Cerca, un grupo de mercenarios encontró las flechas y las recogió.
—¡Eh, Hanlon! —llamó uno—. ¡Mira esto!
Cuando al principio esos hombres brutales habían empezado a ayudar a los Tuatha’an en su tarea, se había sentido orgullosa de ellos. ¿Daban la espalda a la batalla para ayudar a ocuparse de los heridos? Habían conseguido ver más allá de su pasado violento.
Ahora parpadeó y les notó algo más. Cobardes que preferían merodear entre los cadáveres y rebuscar en sus bolsillos, en lugar de luchar. ¿Quiénes eran peores? ¿Los hombres que —por equivocados que estuvieran— plantaban cara a los trollocs e intentaban rechazarlos? ¿O esos mercenarios que no luchaban porque les era más fácil ese otro camino?
Ila meneó la cabeza. Siempre había tenido la impresión de saber las respuestas de la vida. Ahora, la mayoría se le había escapado entre los dedos. Salvar la vida de una persona, sin embargo… A eso se aferraría con todas sus fuerzas.
Se encaminó de vuelta a los cuerpos caídos para buscar a los vivos de entre los muertos.
Olver corrió a toda prisa de vuelta a la carreta asiendo el Cuerno mientras lady Faile emprendía la huida. Docenas de jinetes la siguieron, así como cientos de trollocs. Qué oscuro estaba todo.
Solo. Lo habían vuelto a dejar solo.
Apretó los párpados con fuerza, pero no le sirvió de mucho. Todavía oía gritar a los hombres en la distancia. Todavía olía a sangre; los cautivos habían muerto a manos de los trollocs mientras intentaban escapar. Aparte de la sangre, olía a humo, denso e irritante. Parecía que el mundo entero estuviera ardiendo en llamas.
El suelo tembló como si algo muy pesado hubiera caído en algún sitio, cerca. Un trueno retumbó en el cielo, acompañado por los secos chasquidos de los relámpagos al descargarse una y otra vez en los Altos. Olver gimoteó.
Qué valiente había creído ser. Ahora ahí estaba, por fin en la batalla, y casi no podía evitar que le temblaran las manos. Quería esconderse muy, muy hondo bajo tierra.
Faile le había dicho que encontrara otro sitio para ocultarse porque podrían regresar en busca del Cuerno.
¿Sería capaz de salir ahí fuera? ¿Sería capaz de quedarse allí? Olver entreabrió los ojos y estuvo a punto de gritar: junto a la carreta había un par de patas acabadas en pezuñas. Un instante después, una cara hocicuda se asomaba y lo miraba, los ojos redondos y brillantes, las ventanas de la nariz husmeando.
Olver chilló y reculó a trompicones mientras apretaba el Cuerno contra sí. El trolloc gritó algo y volcó la carreta, que casi aplastó a Olver al caer. El contenido de la partida de flechas se esparció por el suelo al tiempo que Olver salía disparado en busca de un lugar seguro.
No lo había. Docenas de trollocs se volvieron hacia él y se hablaron a voces unos a otros en un lenguaje que él no entendía. Con el Cuerno en una mano y el cuchillo en la otra, miró en derredor, frenético. Ningún sitio para ponerse a salvo.
Cerca resopló un caballo. Era Bela, que masticaba un poco de grano que había caído de una carreta de suministro. La yegua levantó la cabeza y miró a Olver. No llevaba puesta silla, sólo dogal y bridas.
«Rayos y centellas —pensó Olver mientras corría hacia ella—. Ojalá tuviera a Viento». Con esa yegua rolliza acabaría metido en un caldero, seguro. Olver enfundó el cuchillo y saltó a lomos de Bela; asió las riendas con una mano y sujetó el Cuerno con la otra.
El trolloc con hocico de cerdo que había volcado la carreta se volvió con un amplio movimiento para agarrarlo y casi le arrancó el brazo de cuajo. Olver gritó y taconeó a Bela; la yegua salió a galope entre los trollocs. Las bestias corrieron detrás soltando aullidos y chillidos. Otras voces sonaron a través del campamento, el cual se estaba quedando casi desierto al converger todos hacia él.
Olver cabalgó como le habían enseñado, echado sobre la montura y guiándola con las rodillas. Y Bela corrió. Luz, vaya si corrió. Mat había dicho que muchos caballos tenían miedo de los trollocs y que desmontarían al jinete si uno los obligaba a acercarse a ellos, pero esta yegua no hacía nada de eso. Corría como un rayo entre los vociferantes trollocs, justo por el centro del campamento.
Olver miró hacia atrás. Había centenares de ellos allí detrás, persiguiéndolo.
—¡Oh, Luz!
Había visto el estandarte de Mat caer desde la cima de esa loma, estaba seguro de ello. Pero había tantos trollocs en el camino… Olver hizo que Bela girara para ir en la misma dirección que había seguido Aravine. Quizá podría rodear el campamento trolloc y salir de allí, para después ascender por la parte de atrás de los Altos.
Lleva el Cuerno a Mat o todo estará perdido.
Olver cabalgó como si lo llevara el Oscuro, sin dejar de azuzar a Bela.
No hay nadie más.
Más adelante, una fuerza ingente de trollocs le cortaba el paso. Olver dio la vuelta hacia el lado opuesto, pero más trollocs se acercaban también por esa dirección. Olver gritó, e hizo dar media vuelta a Bela de nuevo, pero una gruesa flecha trolloc alcanzó a la yegua en el costado. Bela relinchó y trompicó; después cayó.
Olver cayó por separado. El golpe en el suelo le vació de aire los pulmones e hizo que viera un fogonazo. Se obligó a incorporarse sobre manos y rodillas.
«El Cuerno tiene que llegarle a Mat…»
Olver lo apretó contra sí y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.
—Lo siento —le dijo a Bela—. Eras una buena yegua. Corriste como Viento no habría sido capaz de hacer. Lo siento.
Bela soltó un suave relincho, hizo una última inhalación, y murió.
Olver se alejó de ella y corrió por debajo de las piernas del primer trolloc que había llegado. No podía combatir con ellos. Sabía que no podía. Así que no desenvainó el cuchillo; se limitó a correr pendiente arriba en un intento de llegar a la cumbre donde había visto caer el estandarte de Mat.
Tanto habría dado que lo hubiera visto en otro continente. Un trolloc lo agarró por la ropa y tiró de él, pero Olver se escabulló dejando la prenda entre las gruesas uñas. Pasó a trompicones por un terreno fracturado y, en medio de su desesperación, atisbó una pequeña hendidura en un afloramiento rocoso, en la falda de la ladera. La hendidura poco profunda enfilaba hacia el cielo negro.
Se lanzó hacia ella, rebulló y se retorció para meterse dentro sin soltar el Cuerno. Cupo dentro por muy poco. Los trollocs se amontonaron a su alrededor y empezaron a meter las manos y a darle tirones de la ropa.
Olver sollozó y cerró los ojos.
Logain se lanzó a través del acceso al tiempo que creaba tejidos ante sí cuando atacó a Demandred.
El Renegado se encontraba en la ardiente ladera que se asomaba al río seco y hacia las formaciones de picas andoreñas que se estaban viniendo abajo. Aiel, cairhieninos y la Legión del Dragón combatían también allí, y todos corrían peligro de acabar rodeados.
A esas alturas, casi todas las picas se habían partido. Dentro de poco sufrirían una derrota aplastante.
Logain lanzó dos columnas gemelas de fuego hacia Demandred, pero los sharaníes se arrojaron en la trayectoria e interfirieron en su ataque. La carne ardió y los huesos se deshicieron en polvo. Sus muertes dieron a Demandred tiempo de volverse y lanzar un tejido de Agua y Aire. La explosión de fuego de Logain chocó con aquél y lo transformó en vapor que a continuación se evaporó.
Logain había esperado que, después de tanto encauzar, Demandred estuviera debilitado. No era así. Un complejo tejido se formó delante del hombre, un tejido como Logain no había visto jamás. Creó un campo que hizo ondular al aire y, cuando él volvió a atacar, su tejido rebotó como un palo arrojado contra un muro de ladrillos.
Logain saltó hacia un lado y rodó sobre sí mismo mientras un rayo caía del cielo. Le llovieron esquirlas de roca mientras tejía Energía, Fuego y Tierra para cortar el extraño muro. Lo desgarró y a continuación lanzó por el aire fragmentos de roca del suelo para interceptar la bola de fuego de Demandred.
«Una distracción», pensó Logain al comprender que el Renegado había tejido algo más detrás del fuego, algo más complejo. Se abrió de golpe un acceso que se desplazó hacia él como unas enormes fauces rojizas. Logain se apartó justo a tiempo mientras la Puerta de la Muerte pasaba de largo, pero dejó tras de sí una abrasadora estela de lava.
El siguiente ataque de Demandred fue un chorro de aire que arrojó hacia atrás a Logain, en dirección a la lava. Desesperado, Logain tejió Agua para enfriar la lava. Tocó primero con el hombro en el suelo, pasando a través de una ráfaga de vapor que le escaldó la piel, pero había logrado enfriar la lava lo suficiente para que formara una costra sobre el flujo todavía ardiente que corría por debajo. Conteniendo el aliento para no inhalar vapor, se tiró hacia un costado un instante antes de que otra serie de descargas de rayos pulverizaran el suelo donde acababa de estar.
Esas descargas rompieron la costra que había creado y alcanzaron la roca derretida. Gotas de lava salpicaron a Logain, le abrasaron la piel y le dejaron pequeños agujeros en el brazo y la cara. Gritó y tejió a través de la rabia para mandar rayos sobre su enemigo.
Un filo de Energía, Tierra y Fuego cortó sus tejidos en el aire. Demandred era tan, tan fuerte… Ese sa’angreal era increíble.
El siguiente destello de una descarga cegó a Logain y lo lanzó hacia atrás. Chocó con un trozo de esquisto roto y las puntas de la roca se le clavaron en la piel.
—Eres poderoso —dijo Demandred. Logain apenas oía las palabras del Renegado. Los oídos… el trueno…—. Pero no eres Lews Therin.
Con un gruñido, Logain tejió a través de las lágrimas y arrojó rayos a Demandred. Tejió dos, y, si bien el Renegado cortó uno de ellos en el aire, el otro dio en el blanco.
Pero… ¿qué era ese tejido? Era otro que Logain no conocía. Aunque el rayo alcanzó a Demandred, de algún modo se desvió hacia el suelo, donde se disipó. Un tejido tan sencillo de Aire y Tierra, y aun así había inutilizado el rayo.
Un escudo se interpuso entre Logain y la Fuente. A través de los ojos dañados contempló el tejido de fuego compacto que empezaba a formarse en las manos del Renegado. Gruñendo, cogió un trozo de esquisto que había a su lado en el suelo, del tamaño de su puño, y se lo arrojó a Demandred.
Sorprendentemente, la piedra golpeó al Renegado, cortándole la piel, e hizo que Demandred retrocediera tambaleándose. Era poderoso, pero todavía podía cometer errores como cualquier mortal. Uno jamás debía centrar toda su atención en el Poder Único, en contra de lo que Taim había dicho siempre. En ese momento de distracción, el escudo entre Logain y la Fuente desapareció.
Logain rodó por el suelo mientras empezaba dos tejidos. Uno, un escudo que no tenía intención de utilizar. El otro, un acceso último y desesperado. La elección del cobarde.
Demandred gruñó y se llevó una mano a la cara al tiempo que atacaba con el Poder. Eligió destruir el escudo al reconocerlo de inmediato como un gran riesgo. Al abrirse el acceso, Logain lo cruzó rodando sobre sí mismo y dejó que se cerrara de golpe. Al otro lado se desplomó con la piel quemada, los brazos despellejados, los oídos zumbándole y la vista casi perdida.
Se obligó a sentarse; estaba de vuelta en el campamento Asha’man más abajo de las ciénagas, donde Gabrelle y los otros esperaban su regreso. Aulló de rabia. La preocupación de Gabrelle irradiaba a través del vínculo. Preocupación de verdad. No lo había imaginado. Luz.
—Quieto —le ordenó ella, que se arrodilló a su lado—. Estúpido. ¿Qué te ha pasado?
—He fracasado —contestó. A lo lejos sintió que empezaban de nuevo los ataques de Demandred con el Poder al tiempo que seguía llamando a gritos a Lews Therin—. Cúrame.
—No irás a intentarlo otra vez, ¿verdad? —dijo ella, que empezaba ya el tejido—. No quiero Curarte para que luego dejes que ése te…
—No volveré a intentarlo —aseguró Logain con voz enronquecida. El dolor era horrible, pero carecía de importancia en comparación con la humillación de la derrota—. No lo haré, Gabrelle. Deja de dudar de mi palabra. Él es demasiado fuerte.
—Algunas de estas quemaduras son graves, Logain. Esos agujeros en la carne, no sé si podré Curarlos del todo. Te quedarán cicatrices.
—No pasa nada —gruñó.
Eran los orificios causados por la lava al salpicarle en el brazo y en ese lado de la cara.
«Luz —pensó—. ¿Cómo vamos a vérnoslas con ese monstruo?»
Gabrelle puso las manos en él, y los tejidos de la Curación fluyeron a raudales por su cuerpo.
El estruendo de la batalla de Egwene con M’Hael rivalizaba con el de las nubes en lo alto. M’Hael. Un nuevo Renegado, su nombre proclamado por sus Señores del Espanto a través del campo de batalla.
Egwene tejía sin pensar y arrojaba tejido tras tejido hacia el Asha’man traidor. No había recurrido a tejer viento, pero aun así éste racheaba y rugía a su alrededor agitándole el cabello y el vestido, tironeando de la estola y sacudiéndola. Narishma y Merise estaban agachados con Leilwin en el suelo, junto a ella; la voz de Narishma —apenas audible con la batahola de la batalla— gritaba tejidos conforme M’Hael los creaba.
Tras su avance, Egwene se encontraba en la cumbre de los Altos, al mismo nivel que M’Hael. En su fuero interno sabía que su cuerpo necesitaría descanso muy pronto.
De momento, eso era un lujo inasequible. De momento, sólo la lucha era importante.
Un tejido de Fuego se le vino encima, y Egwene lo apartó con un golpe de Aire. El aire atrapó las chispas, que giraron a su alrededor en una rociada de luz mientras ella tejía Tierra. Lanzó una onda a través del suelo ya resquebrajado en un intento de tirar a M’Hael, pero él rompió el tejido con otro suyo.
«Tarda más en reaccionar», se percató.
Entonces se adelantó, henchida de Poder. Empezó dos tejidos, uno sobre cada mano, y arrojó chorros de fuego sobre él.
M’Hael respondió con una barra de un blanco puro, fina como alambre, que le pasó a menos de un palmo de distancia. El fuego compacto dejó una imagen persistente en la retina de Egwene, y el suelo gimió bajo sus pies al tiempo que el aire se distorsionaba. Las grietas finas como telarañas —fracturas a la nada— se extendieron por el suelo.
—¡Necio! —le gritó—. ¡Destruirás el Entramado!
De hecho, su enfrentamiento ya amenazaba con hacerlo. Ese viento, esa crepitación en el aire no era natural. Las grietas en el suelo que se extendían a partir de M’Hael se ensancharon.
—¡Teje otra vez! —advirtió Narishma a voz en cuello, ya que el ventarrón arrastraba sus palabras.
M’Hael lanzó su segundo tejido de fuego compacto y fracturó el suelo, pero Egwene estaba preparada. Se desvió hacia un lado, sintiendo cómo crecía la cólera en su interior. Fuego compacto. ¡Tenía que contrarrestarlo!
«Les da igual lo que destruyan. Están aquí para destruir. Eso es lo que su señor demanda. Romper. Quemar. Matar».
«Gawyn…»
Gritó con rabia mientras tejía columna tras columna de fuego, una tras otra. Narishma gritaba lo que M’Hael hacía, pero Egwene no podía oírlo debido al ruido tumultuoso en sus oídos. De todos modos, vio enseguida que él había construido una barrera de Aire y Fuego para desviar sus acometidas.
Egwene avanzó sin dejar de lanzarle ataques. Eso no dio tiempo al hombre para recobrarse ni para atacar. Egwene detuvo la secuencia sólo para crear un escudo que mantuvo listo. Una rociada de fuego que chocó contra la barrera de M’Hael lo hizo trastabillar hacia atrás mientras el tejido se resquebrajaba, y levantó la mano, quizá para intentar lanzar otro fuego compacto.
Egwene colocó el escudo entre él y la Fuente. No acabó de aislarlo por completo, porque él lo mantuvo apartado con su fuerza de voluntad. Estaban lo bastante próximos ahora para que Egwene viera la incredulidad, la cólera en el rostro del hombre. Egwene empujó, acercando más y más el escudo a ese hilo invisible que lo conectaba con el Poder Único. Empujó con todas sus fuerzas…
M’Hael, con gran esfuerzo, soltó un pequeño hilo de fuego compacto hacia arriba, a través del hueco donde el escudo todavía no había encajado en su sitio. El fuego compacto destruyó el tejido, al igual que el aire y, por supuesto, el propio Entramado.
Egwene reculó a trompicones cuando M’Hael dirigió el tejido hacia ella, pero la barra blanca era demasiado pequeña, demasiado débil, para alcanzarla. Se difuminó antes de llegar. M’Hael emitió un gruñido y desapareció haciendo que el aire ondeara en un modo de Viaje que ella desconocía.
Egwene respiró hondo y se llevó la mano al pecho. ¡Luz! Había faltado poco para que la borrara del Entramado para siempre.
«¡Desapareció sin crear un acceso! El Poder Verdadero», pensó. Era la única explicación. Era poco, más bien nada, lo que sabía al respecto; para empezar, era la propia esencia del Oscuro, el señuelo que había inducido a los encauzadores de la Era de Leyenda a abrir la Perforación.
«Fuego compacto. Luz. He estado a punto de morir. Peor aún».
No tenía nada para contrarrestar el fuego compacto.
Sólo es un tejido, Egwene… Sólo un tejido, en palabras de Perrin.
El momento había pasado ya, y M’Hael había huido. Tendría que mantener a Narishma con ella para que le advirtiera si alguien empezaba a encauzar cerca.
«A menos que M’Hael utilice de nuevo el Poder Verdadero. ¿Podría otro hombre percibir que alguien lo está encauzando?»
—¡Madre!
Egwene se volvió y vio que Merise gesticulaba hacia donde la mayoría de las Aes Sedai y los Asha’man seguían enzarzados en una batalla atronadora con las fuerzas sharaníes. Muchas hermanas con vestidos coloridos yacían muertas en la ladera.
La muerte de Gawyn le rondaba por la mente como un asesino de negro. Egwene apretó los dientes y avivó su ira mientras absorbía el Poder Único y se lanzaba hacia los sharaníes.
Hurin, con las fosas nasales tapadas con tela, combatía en los Altos de Polov junto a otros fronterizos.
Incluso a través de la tela, olía la guerra. Tanta, tanta violencia, los efluvios de la sangre y de carne putrefacta todo en derredor. Impregnaban el suelo, su espada, sus propias ropas. Ya había vomitado de manera violenta varias veces durante la batalla.
Aun así siguió luchando. Se apartó a un lado cuando el trolloc con hocico de oso gateó por encima de los cadáveres y saltó sobre él. El golpe de la espada del ser hizo que el suelo temblara y Hurin gritó.
La bestia soltó una risa inhumana al interpretar que el grito de Hurin indicaba miedo. Arremetió, de modo que Hurin corrió hacia adelante, agachado por debajo del arma enemiga, y le abrió el estómago a la bestia mientras pasaba corriendo. La criatura se frenó de golpe al ver cómo se le salían las tripas apestosas.
«Hay que darle tiempo a lord Rand», pensó; retrocedió y esperó que el siguiente trolloc pasara por encima de los cadáveres. Subían por la ladera oriental de los Altos, en la parte del río. Esa pendiente pronunciada era difícil de escalar para ellos; pero, por la Luz, había muchísimos.
«Sigue luchando, sigue luchando».
Lord Rand había ido a verlo para pedirle que lo perdonara. ¡A él! En fin, haría que se sintiera orgulloso de él. El Dragón Renacido no necesitaba el perdón de un simple husmeador, pero Hurin todavía tenía la sensación del que el mundo había vuelto a su ser. Lord Rand era de nuevo el de siempre. Lord Rand los salvaría, si ellos conseguían darle tiempo suficiente.
Se produjo una pausa en la batalla. Frunció el entrecejo. Las bestias le habían parecido innumerables. Sin duda no podían haber caído todas. Avanzó con cautela y se asomó por encima de los cuerpos para mirar la pendiente.
No, los trollocs no estaban derrotados. El mar de monstruos todavía parecía casi infinito. Podía verlos a la luz de los fuegos de abajo. Los trollocs habían dejado de trepar porque tenían que retirar los cadáveres del camino en la vertiente, muchos de los cuales habían sido derribados por los arqueros de Tam. Más abajo, en el cauce del río, el ejército más numeroso de trollocs combatía con el de Elayne.
—Creo que dispondremos de unos pocos minutos —dijo Lan Mandragoran a los soldados desde donde estaba montado a caballo.
La reina Alliandre cabalgaba cerca también y hablaba tranquilamente con sus hombres. Dos monarcas a la vista. Sin duda sabían cómo ejercer el mando. Y eso hacía que Hurin se sintiera mejor.
—Se preparan para una última carga —añadió Lan—. Una embestida que nos obligue a retirarnos del borde de la pendiente para así poder luchar contra nosotros aquí arriba, en terreno llano. Descansad mientras retiran los cuerpos. Amigos, que la Paz propicie el uso de vuestras espadas. El próximo asalto será el peor.
¿El próximo asalto sería el peor? ¡Luz!
Detrás de ellos, en el centro de la loma, el resto del ejército de Mat seguía presionando al ejército sharaní en un intento de empujarlo de vuelta al sudoeste. Si los suyos conseguían hacerlo y los obligaban a bajar la pendiente hacia la batalla entre los trollocs y las fuerzas de Elayne, podría organizarse un buen lío del que Mat sabría sacar provecho. Pero, por el momento, los sharaníes no daban señales de ceder ni una pulgada de terreno; de hecho, comenzaban a presionar a su vez al ejército de Mat, que empezaba a mostrar signos de debilidad.
Hurin se tumbó de espaldas en el suelo oyendo gemidos todo en derredor, los gritos lejanos y el golpeteo de armas contra metal, olisqueando el hedor a violencia suspendido en el aire a su alrededor en un océano de pestilencias.
Lo peor aún estaba por llegar.
Que la Luz los asistiera…
Berelain utilizó un trapo para limpiarse las manos de sangre mientras se dirigía hacia el comedor de palacio. Las mesas se habían hecho trozos para leña con la que alimentar los enormes hogares que había a ambos extremos de la estancia; en lugar de muebles, había filas y filas de heridos.
Las puertas de la cocina se abrieron de golpe y un grupo de gitanos entró, algunos llevando camillas y otros ayudando a hombres heridos a entrar cojeando en el comedor.
«Luz —pensó—. ¿Más?» El palacio estaba lleno a reventar de combatientes heridos.
—¡No, no! —dijo mientras se acercaba—. Aquí no. En el vestíbulo de atrás. Vamos a tener que empezar a ponerlos allí. ¡Rosil! Tenemos heridos nuevos.
Los gitanos volvieron hacia el pasillo sin dejar de hablar con voz tranquila a los heridos. Sólo habían llevado de vuelta a los que podían salvarse. Berelain se había visto obligada a instruir a las cabecillas entre las mujeres Tuatha’an respecto a qué tipo de heridas requerían demasiado esfuerzo en la Curación. Mejor salvar a diez hombres con heridas graves que dedicar la misma energía intentando salvar a uno que se aferraba a la vida con una brizna de esperanza.
Ese momento de explicaciones había sido una de las cosas más horribles que había hecho en toda su vida.
Los gitanos siguieron avanzando en una fila, y Berelain observó a los heridos por si veía algo blanco. Había Capas Blancas entre ellos, pero no el hombre que buscaba ella.
«Tantos…», pensó de nuevo. Los gitanos no tenían ayuda para mover a los heridos. Todos los hombres sanos de palacio —y la mayoría de las mujeres— habían ido al campo de batalla para luchar o para ayudar a los refugiados de Caemlyn a recoger flechas.
Rosil se acercó presurosa; tenía la ropa manchada de sangre, pero ella ni siquiera se fijaba. De inmediato se hizo cargo de los heridos y los miró por si alguno necesitaba atención inmediata. Por desgracia, las puertas de la cocina se abrieron de golpe en ese momento y un grupo de andoreños y Aiel entraron tambaleándose, enviados por las Allegadas desde otra área del campo de batalla.
Lo que siguió fue casi demencial mientras Berelain metía prisa a todo el personal que tenía —mozos, gente mayor, algunos chiquillos de incluso cinco años— para que ayudaran a acomodar a los recién llegados. Sólo los Aiel que estaban en peor estado aceptaban que los llevaran allí; tenían tendencia a quedarse en el campo de batalla mientras pudieran sostener un arma. Lo cual significaba que para muchos de los que acababan de llegar ya no había Curación posible. Tenía que ponerlos en un espacio del que no disponía y ver sus jadeos sanguinolentos mientras morían.
—¡Esto es absurdo! —dijo, poniéndose de pie. Tenía las manos húmedas de sangre otra vez y ya no le quedaba un solo paño limpio. ¡Luz!—. Hemos de enviar más ayuda. Tú, el Aiel ciego.
Señaló a un Aiel al que habían dejado ciego. Estaba sentado con la espalda recostada en la pared y un vendaje sobre los ojos.
—Me llamo Ronja.
—Bien, Ronja. Tengo aquí algunos gai’shain para ayudarme. Según mis cuentas, debería haber muchos más. ¿Dónde están?
—Esperan hasta que acabe la batalla para poder atender a los vencedores.
—Vamos a buscarlos —dijo ella—. Necesitamos a todos los que podamos reunir para que ayuden en la lucha.
—Puede que vengan aquí con vos, Berelain Paendrag, y ayuden a cuidar de los heridos —replicó el hombre—. Pero no lucharán. No les corresponde hacer eso.
—Se avendrán a razones —declaró ella con firmeza—. ¡Es la Última Batalla!
—Puede que aquí seáis un jefe de clan —contestó el Aiel, sonriente—, pero no sois el Car’a’carn. Ni siquiera él podría ordenar a los gai’shain que desobedecieran el ji’e’toh.
—¿Quién, entonces?
Eso pareció sorprender al hombre.
—Nadie. No es posible.
—¿Y las Sabias?
—No lo harían. Nunca —aseguró él.
—Eso lo veremos —dijo Berelain.
La sonrisa del hombre se hizo más pronunciada.
—Supongo que ningún hombre o mujer querría sufrir vuestra ira, Berelain Paendrag. Pero, si me fuera devuelta la vista, me arrancaría de nuevo los ojos antes que ver luchar a los gai’shain.
—Entonces que no luchen. Quizá pueden ayudar a transportar a los heridos. Rosil, ¿te ocupas de este grupo?
La cansada mujer asintió con la cabeza. No había ninguna Aes Sedai en palacio que no diera la impresión de no poder dar un paso más sin irse de bruces al suelo. Berelain se mantenía de pie gracias a unas hierbas que tomaba, aunque dudaba que Rosil aprobara su uso.
En fin, allí no podía hacer nada más. Tal vez convendría echar un vistazo entre los heridos que habían acomodado en los almacenes. Tenían…
—Milady Principal… —llamó una voz. Era Kitan, una de las doncellas de palacio que se habían quedado para ayudar con los heridos. La delgada muchacha la asió del brazo—. Hay algo que tenéis que ver.
Berelain suspiró, pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. ¿Qué desastre le aguardaba ahora? ¿Otra burbuja maligna encerrando grupos de heridos tras paredes que antes no estaban ahí? ¿Se habían quedado sin vendajes otra vez? Dudaba que en la ciudad quedara sábana, colgadura, ropa interior o pañuelo que no se hubiera convertido en vendaje.
La chica la condujo escaleras arriba hasta los propios aposentos de Berelain, donde se atendía a unos cuantos heridos. Entró en uno de los cuartos y se sorprendió al encontrar dentro un rostro familiar esperándola. Annoura, sentada junto a una cama, vestía de rojo con cuchilladas grises y llevaba las habituales trencillas sujetas hacia atrás de un modo nada favorecedor. De hecho, Berelain casi no la reconoció.
Annoura se puso de pie al entrar ella e hizo una reverencia a pesar de que parecía a punto de irse al suelo por la fatiga.
En la cama yacía Galad Damodred.
Berelain emitió un grito ahogado y corrió junto a él. Era Galad, sí, aunque tenía una herida terrible en la cara. Respiraba, pero estaba inconsciente. Berelain fue a levantarle el brazo para cogerle la mano, pero descubrió que el brazo acababa en un muñón. Uno de los cirujanos ya lo había cauterizado para cortar la hemorragia y evitar que muriera desangrado.
—¿Cómo? —preguntó Berelain mientras asía su otra mano y cerraba los ojos. La mano de Galad estaba caliente.
Cuando ella había oído lo que Demandred bramaba respecto a haber derrotado al hombre de blanco…
—Creí que os lo debía —dijo la Gris—. Lo busqué en el campo de batalla después de que Demandred anunció lo que había hecho. Lo saqué de allí mientras el Renegado luchaba contra uno de los hombres de la Torre Negra. —Volvió a sentarse en la banqueta que había junto al lecho y se inclinó hacia adelante, encorvada. No podía Curarlo, Berelain. Hice cuanto pude para abrir un acceso y traerlo aquí. Lo siento.
—No pasa nada —dijo ella—. Kitan, ve a buscar a una de las otras hermanas. Annoura, os sentiréis mejor cuando hayáis descansado. Gracias.
La Gris asintió. Cerró los ojos y Berelain se impresionó al ver lágrimas en el rabillo de los ojos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Annoura, ¿qué pasa?
—No es algo que os concierna, Berelain —repuso al tiempo que se levantaba—. Nos lo enseñan a todas, ¿sabéis? No hay que encauzar cuando una está demasiado cansada. Puede haber complicaciones. Necesitaba un acceso de vuelta a palacio, sin embargo. Para traerlo aquí y ponerlo a salvo, para devolverle…
Annoura se desplomó al suelo desde la banqueta. Berelain se agachó a su lado y le levantó la cabeza. Entonces fue cuando se dio cuenta de que no eran las trencillas las que la hacían parecer tan distinta. También había algo raro en la cara. Estaba cambiada. Ya no era un rostro intemporal, sino juvenil.
—Oh, Luz, Annoura —susurró Berelain—. Os habéis consumido, ¿verdad?
La mujer se había desmayado. A Berelain le dio un vuelco el corazón. La Aes Sedai y ella habían tenido diferencias recientemente, pero Annoura había sido su consejera —y su amiga— durante años antes de su desacuerdo. Pobre mujer. Por el modo en que las Aes Sedai hablaban de ello, la consunción se consideraba peor que la muerte.
Berelain la tumbó en el diván del cuarto y la tapó con una manta. Se sentía terriblemente impotente.
«A lo mejor… Quizá puedan Curarla de algún modo».
Regresó al lado de Galad para tomarlo de la mano un rato más; levantó la banqueta y se sentó en ella. Sólo descansaría un poco. Cerró los ojos. Él estaba vivo. A un altísimo precio, pero vivía.
—¿Cómo…?
La voz de Galad la sobresaltó. Abrió los ojos y lo encontró mirándola.
—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó con un hilo de voz.
—Fue Annoura —contestó—. Os encontró en el campo de batalla.
—¿Y mis heridas?
—Vendrán a Curaros cuando haya alguien disponible —dijo—. La mano… —Se armó de valor—. Habéis perdido la mano, pero podemos quitar ese corte de la cara.
—No —susurró él—. Sólo es… un corte pequeño. Reservad la Curación para quienes podrían morir si no la reciben.
Parecía tan cansado… Berelain se mordió el labio, pero asintió con la cabeza.
—Por supuesto. —Vaciló un momento—. La batalla va mal, ¿verdad?
—Sí.
—De modo que ahora… ¿sólo nos queda mantener la esperanza?
Él soltó la mano de la suya y buscó debajo de la camisa. Cuando llegara una Aes Sedai tendrían que desnudarlo y ocuparse de sus heridas. Hasta entonces sólo habían mirado el muñón, ya que era lo peor.
Galad suspiró; luego se estremeció y la mano le resbaló de debajo de la camisa. ¿Habría intentado quitársela?
—La esperanza… —susurró, y se desmayó.
Rand lloraba.
Estaba acurrucado en la oscuridad, con el Entramado que giraba ante él tejido por los hilos de las vidas de los hombres. Eran tantos los hilos que se terminaban…
Tantos…
Tendría que haber sido capaz de protegerlos. ¿Por qué no lo había hecho? Contra su voluntad, los nombres empezaron a repetirse en su mente. Los de quienes habían muerto por él, empezando por los de las mujeres, pero que ahora continuaron con los de todas y cada una de las personas que debería haber sido capaz de salvar… y que no lo había hecho.
Mientras la humanidad combatía en Merrilor y en Shayol Ghul, él se veía obligado a contemplar sus muertes. No podía dar media vuelta.
El Oscuro eligió ese instante para lanzarle un ataque masivo. Resurgió la presión esforzándose para aplastarlo hasta reducirlo a nada. Rand no podía moverse. Cada fracción de su esencia, su determinación y su fuerza enfocadas en impedir que el Oscuro lo hiciera pedazos.
Sólo podía mirar cómo morían.
Rand vio caer a Davram Bashere en una carga, seguido un momento después por su esposa. Rand gritó al ver morir a su amigo. Lloró por Davram Bashere.
El bueno y leal Hurin cayó a manos de un trolloc que atacaba para llegar a la cumbre de los Altos, donde Mat oponía resistencia. Rand lloró por Hurin. El hombre que tenía tanta fe en él, el hombre que lo habría seguido a cualquier parte.
Jori Congar yacía aplastado bajo el corpachón de un trolloc, gimiendo y pidiendo ayuda hasta que murió desangrado. Rand lloró por Jori cuando su hilo desapareció finalmente.
Enaila, que había decidido renunciar a las Far Dareis Mai y había dejado una guirnalda nupcial a los pies del siswai’aman Leiran, muerta con el vientre atravesado por cuatro trollocs. Rand lloró por ella.
Karldin Manfor, que lo había seguido durante tanto tiempo y había estado en los pozos de Dumai, murió cuando su fuerza para encauzar se agotó y se desplomó en el suelo, exhausto. Los sharaníes cayeron sobre él y lo acuchillaron con sus dagas negras. Su Aes Sedai, Beldeine, trastabilló y cayó instantes después. Rand lloró por ambos.
Lloró por Gareth Bryne y por Siuan. Lloró por Gawyn.
Tantos. Tantísimos…
ESTÁS PERDIENDO.
Rand se acurrucó más. ¿Qué podía hacer? Su sueño de detener al Oscuro… Crearía una pesadilla si lo hacía. Sus propias intenciones lo traicionaban.
RÍNDETE, ADVERSARIO. ¿PARA QUÉ SEGUIR LUCHANDO? DEJA DE PELEAR Y DESCANSA.
Estuvo tentado de hacerlo. Oh, qué enorme tentación. Luz. ¿Qué pensaría Nynaeve? Podía verla, luchando para salvar a Alanna. Qué avergonzadas se sentirían ella y Moraine si supieran que en ese momento lo único que quería era abandonar, rendirse.
El dolor lo atravesó y gritó otra vez.
—¡Por favor, que acabe ya!
PUEDE ACABAR.
Rand se encogió, estremecido, tembloroso. Pero aun así los gritos de los que morían lo asaltaban. Muerte y más muerte. Aguantó; a duras penas.
—No —susurró.
COMO QUIERAS, dijo el Oscuro. TENGO ALGO MÁS QUE ENSEÑARTE. UNA PROMESA MÁS DE LO QUE PUEDE SER…
El Oscuro urdió los hilos de la posibilidad una última vez.
Todo fueron tinieblas.
Taim arremetió con el Poder Único y azotó a Mishraile con tejidos de Aire.
—¡Regresad allí, necio! ¡Luchad! ¡No perderemos esa posición!
El Señor del Espanto retrocedió agazapado, se reunió con sus dos compañeros y se escabulló para cumplir las órdenes. Taim echaba chispas, e hizo añicos una piedra que había cerca con un arranque de poder. ¡Esa gata asilvestrada de Aes Sedai! ¿Cómo osaba superarlo?
—M’Hael —dijo una voz sosegada.
Taim… M’Hael. Tenía que pensar en sí mismo como M’Hael. Cruzó la ladera hacia la voz que lo había llamado. Había abierto un acceso para ponerse a salvo, aterrado, al otro extremo de las lomas, y ahora se encontraba en el borde de la ladera sudoriental de los Altos. Demandred utilizaba esa ubicación para controlar la batalla que se libraba abajo y para lanzar destrucción en las formaciones andoreñas, cairhieninas y Aiel.
Los trollocs de Demandred controlaban toda la cañada entre los Altos y las ciénagas, y estaban desgastando a los defensores del río seco. Sólo era cuestión de tiempo. Entretanto, el ejército sharaní luchaba al nordeste de allí, en los Altos. Le preocupaba que Cauthon hubiera llegado tan deprisa a frenar el avance de los sharaníes. Daba igual. Era el movimiento de un hombre desesperado. No podría aguantar contra el ejército sharaní. Pero lo más importante en ese momento era destruir a las Aes Sedai del otro lado de los Altos. Ésa era la clave para ganar la batalla.
M’Hael pasó entre desconfiados sharaníes, con sus extraños ropajes y tatuajes. Demandred estaba sentado en el centro, con las piernas cruzadas. Tenía los ojos cerrados y respiraba de forma sosegada y regular. Ese sa’angreal que usaba… le consumía algo, algo más que la simple fuerza normal necesaria para encauzar.
¿Proporcionaría tal cosa una oportunidad a M’Hael? Cómo le revolvía las bilis tener que seguir a las órdenes de otro. Sí, había aprendido mucho de ese hombre, pero Demandred había demostrado de forma evidente que no era el idóneo para dirigir. Consentía a esos sharaníes, y desperdiciaba energía en su conflicto con al’Thor. La debilidad de otro era una oportunidad potencial para M’Hael.
—He sabido que estás fallando, M’Hael —dijo Demandred.
Delante de ellos, a través del cauce seco del río, las defensas andoreñas por fin empezaban a flaquear. Los trollocs no dejaban de tantear para dar con los puntos débiles en sus líneas, y se iban abriendo paso a través de las formaciones de picas en varias partes río arriba y abajo. La caballería pesada de la Legión y la ligera de los cairhieninos estaban en constante movimiento ahora, haciendo pasadas desesperadas contra los trollocs a medida que éstos avanzaban por entre las defensas andoreñas. Los Aiel todavía los frenaban cerca de las ciénagas, y los ballesteros de la Legión combinados con los piqueros andoreños aún impedían que los trollocs rodearan su flanco derecho. Pero la presión de la violenta arremetida trolloc era incesante, y las líneas de Elayne se curvaban de forma gradual hacia atrás y se internaban más en territorio shienariano.
—M’Hael —dijo Demandred, que abrió los ojos. Unos ojos inmemoriales. M’Hael se negó a dejarse intimidar y los miró directamente. ¡No lo intimidaría!—. Cuéntame cómo has fallado.
—Esa arpía de Aes Sedai —espetó—. Utiliza un sa’angreal de gran poder. Casi la tenía, pero el Poder Verdadero me falló.
—Sólo recibes un hilillo por una razón —contestó Demandred, que volvió a cerrar los ojos—. Es impredecible para alguien que no está acostumbrado a su naturaleza y sus pautas.
M’Hael no dijo nada. Practicaría con el Poder Verdadero; aprendería sus secretos. Los otros Renegados eran viejos y lentos. Pronto dirigiría la sangre nueva.
Con una relajada sensación de inevitabilidad, Demandred se puso de pie. Daba la impresión de ser un inmenso peñasco irguiéndose en su posición.
—Volverás y la matarás, M’Hael. Yo he matado a su Guardián. Debería ser una presa fácil.
—El sa’angreal…
Demandred adelantó su cetro rematado por la copa dorada.
¿Era una prueba? Tanto poder… M’Hael había percibido la fuerza irradiando de Demandred cuando lo utilizaba.
—Dices que tiene un sa’angreal —habló Demandred—. Con éste, tú tendrás también uno. Ten, usa Sakarnen para que no haya excusas si fallas. Ten éxito en esto o muere, M’Hael. Demuestra que mereces estar entre los Elegidos.
—¿Y si el Dragón Renacido decide por fin luchar contigo? —preguntó, tras humedecerse los labios.
Demandred soltó una carcajada.
—¿Crees que lo utilizaría para luchar con él? ¿Qué demostraría eso? Las fuerzas de ambos han de ser parejas si quiero demostrar que soy el mejor. Según se dice, no puede usar Callandor de forma segura, y fue tan estúpido de destruir los Choedan Kal. Vendrá y, cuando lo haga, me enfrentaré a él sin ayuda y demostraré que soy el verdadero señor de este reino.
«Por la más negra oscuridad… —pensó Taim—. Se ha vuelto completamente loco, ¿verdad?» Era extraño mirar esos ojos que parecían tan lúcidos, y oír semejantes desvaríos saliendo de sus labios. Cuando Demandred se había puesto en contacto con él por primera vez para ofrecerle la oportunidad de servir al Gran Señor, no parecía ser así. Arrogante sí. Todos los Renegados lo eran. La determinación de Demandred de matar personalmente a al’Thor ya ardía dentro de él como un fuego.
Pero esto… Esto era algo diferente. Vivir en Shara lo había cambiado. Desde luego, lo había debilitado. Y, ahora, esto. ¿Qué hombre entregaría de forma voluntaria un artefacto poderoso a un rival?
«Sólo un necio —pensó M’Hael, que alargó la mano para asir el sa’angreal—. Matarte será como acabar con un caballo con tres patas rotas, Demandred. Un acto de compasión. Había esperado derrotarte como un digno rival».
Demandred se dio la vuelta y M’Hael absorbió Poder Único a través de Sakarnen y bebió con glotonería de su abundancia. La dulzura del Saidin lo saturaba, un torrente violento de suculento Poder. ¡Él era inmenso mientras lo asía! Podría hacer cualquier cosa. ¡Arrasar montañas, destruir ejércitos, todo por sí solo!
Estaba ansiando extraer flujos de Poder, tejerlos entre sí y destruir a ese hombre.
—Ten cuidado —le advirtió Demandred. La voz sonaba débil, patética. El chillido de un ratón—. No encauces a través de eso hacia mí. He vinculado a Sakarnen. Si intentas utilizarlo contra mí, te abrasará y te borrará del Entramado.
¿Mentía? ¿Podía un sa’angreal estar en armonía con una persona específica? Lo ignoraba. Lo pensó y bajó Sakarnen, amargado a pesar del poder que rugía dentro de él.
—No soy un necio, M’Hael —dijo con sequedad Demandred—. No te entregaría el lazo corredizo con el que colgarme. Ve y haz lo que se te ha ordenado. Eres mi servidor en esto, la mano que sostiene el hacha que corta el árbol. Destruye a la Amyrlin; usa el fuego compacto. Se nos ha ordenado hacerlo, y en esto debemos obedecer. El mundo ha de deshacerse antes de que lo tejamos de nuevo de acuerdo con nuestra visión.
M’Hael gruñó al otro hombre, pero hizo lo que le decía; tejió un acceso. Destruiría a esa maldita Aes Sedai. Luego… Luego decidiría cómo ocuparse de Demandred.
Elayne observaba con frustración cómo hacía retroceder el enemigo a sus formaciones de picas. Que Birgitte se las hubiera ingeniado para convencerla de que se marchara de las inmediaciones de donde se combatía —un avance trolloc podía ocurrir en cualquier momento— no la complacía.
Se habían retirado casi hasta las ruinas, lejos del peligro directo en esos momentos. Un doble círculo de guardias la rodeaba, la mayoría sentados y comiendo para recobrar las pocas fuerzas que pudieran durante los intervalos entre combates.
Elayne no llevaba desplegada su bandera, pero enviaba mensajeros para que sus comandantes supieran que seguía viva. Aunque había intentado guiar a sus tropas contra los trollocs, sus esfuerzos no habían bastado. Era evidente que sus ejércitos se estaban debilitando.
—Tenemos que regresar —le dijo a Birgitte—. Necesitan verme.
—No sé si eso cambiaría las cosas —replicó Birgitte—. Esas formaciones no pueden aguantar frente a esos trollocs y esos puñeteros encauzadores. Juro que…
—¿Qué?
—Juro que antes recordaba una situación como ésta —contestó Birgitte, y se dio la vuelta.
Elayne apretó los dientes. La pérdida de memoria de Birgitte le parecía desgarradora, pero sólo era el problema de una mujer. Miles de sus súbditos estaban muriendo.
Cerca, los refugiados de Caemlyn seguían recorriendo el área buscando flechas y personas heridas. Varios grupos se habían acercado a los guardias de Elayne y hablaban con ellos en voz baja preguntándoles por la batalla de la reina. Elayne sintió remontar su orgullo por los refugiados y su tenacidad. La ciudad había quedado derruida, pero una ciudad se podía reconstruir. El pueblo, el verdadero corazón de Caemlyn, no caería con tanta facilidad.
Otra lanza de luz que se clavó en el campo de batalla mató hombres y desorganizó las formaciones de picas. Más allá, en el lado más lejano de los Altos, mujeres encauzaban en una feroz batalla. Veía las luces destellar en la noche, aunque eso era todo. ¿Debería unirse a ellas? El hecho de haber estado al frente de las tropas no había bastado para salvar a los soldados, pero les había proporcionado orientación y liderazgo.
—Temo por nuestro ejército, Elayne —dijo Birgitte—. Temo que el día está perdido.
—No puede perderse —replicó ella—. Porque, si es así, todos estaremos perdidos. Me niego a aceptar la derrota. Tú y yo vamos a volver. Que Demandred intente acabar con nosotros. Tal vez mi presencia revivifique a los soldados, les dé más…
Cerca, un grupo de refugiados de Caemlyn atacó a sus guardias.
Elayne barbotó una maldición e hizo volverse a Sombra de Luna al tiempo que abrazaba el Poder. Las personas del grupo que al principio había tomado por refugiados con ropas sucias y manchadas de hollín llevaban cotas debajo. Luchaban con sus guardias y mataban con espada y hacha. Nada de refugiados: eran mercenarios.
—¡Traición! —gritó Birgitte mientras alzaba el arco y disparaba a un mercenario al que atravesó la garganta—. ¡A las armas!
—No es traición —dijo Elayne, que tejió Fuego y lo lanzó a un grupo de tres—. ¡No son de los nuestros! ¡Cuidado, son enemigos infiltrados!
Se volvió cuando otro grupo de «refugiados» se lanzó sobre las líneas debilitadas de guardias. ¡Estaban todo en derredor! Se habían acercado a escondidas mientras tenían puesta la atención en el lejano campo de batalla.
Cuando un grupo de mercenarios se abrió paso en el cerco de guardias, Elayne tejió Saidar y lanzó un tejido poderoso de Aire.
Al dar en uno de los hombres que cargaban contra ella, el tejido se deshizo. Elayne maldijo y dio la vuelta al caballo para huir, pero uno de los atacantes se abalanzó y hundió la espada en el cuello de Sombra de Luna. La yegua se encabritó al tiempo que lanzaba un relincho agónico, y Elayne atisbó brevemente a los guardias luchando todo en derredor cuando cayó al suelo, aterrada por la seguridad de los bebés. Unas manos la asieron con rudeza por los hombros y la sujetaron contra el suelo.
Vio algo plateado brillar en la noche. Un medallón de cabeza de zorro. Otro par de manos se lo pusieron pegado a la piel por encima de los senos. El metal estaba intensamente frío.
—Hola, mi reina —saludó Mellar, en cuclillas a su lado. El otrora capitán de la guardia, al que mucha gente todavía consideraba padre de sus bebés, la miró con gesto lascivo—. Ha resultado muy difícil rastrearos.
Elayne le escupió, pero él lo había visto venir y alzó la mano para detener el salivazo. Sonrió y después se puso de pie dejándola inmovilizada por dos mercenarios. Aunque algunos de sus guardias aún combatían, a la mayoría los habían hecho retroceder o los habían matado.
Mellar se volvió cuando dos hombres se acercaron arrastrando a Birgitte. Ella se debatía y un tercer hombre se acercó para ayudar a inmovilizarla. Mellar sacó la espada y miró la hoja un instante, como si se contemplara en el brillante acero. Entonces hundió el arma en el estómago de Birgitte.
Birgitte dejó escapar un grito ahogado y cayó de rodillas. Mellar la decapitó con un brutal golpe de revés.
Elayne se encontró sentada, muy quieta, incapaz de pensar o reaccionar mientras el cadáver de Birgitte se desplomaba hacia adelante derramando la sangre vital por el cuello. El vínculo titiló y se apagó, y llegó… el dolor. Un dolor terrible.
—Llevaba mucho tiempo esperando hacer eso —dijo Mellar—. Maldición, qué bien sienta.
«Birgitte…» Su Guardiana estaba muerta. Su Guardiana había sido asesinada. La pérdida hacía… hacía que le costara trabajo pensar.
Mellar pateó el cadáver de Birgitte al tiempo que un hombre llegaba a caballo con un cuerpo tendido sobre la parte trasera de la silla. El hombre vestía un uniforme andoreño y el cabello colgante del cadáver era rubio. Quienquiera que fuera la pobre mujer, llevaba un vestido exactamente igual al de Elayne.
«Oh, no…»
—Ve —dijo Mellar.
El hombre se alejó a caballo con otros cuantos en formación a su alrededor, unos guardias falsos. Portaban el estandarte de Elayne y uno empezó a gritar:
—¡La reina ha muerto! ¡La reina ha caído!
Mellar se volvió hacia Elayne.
—Los vuestros aún combaten. Bien, pues, eso hará que se rompan sus filas. En cuanto a vos… En fin, por lo visto, el Gran Señor tiene que hacer algo con esos niños vuestros. Me han ordenado que los lleve a Shayol Ghul. Se me ocurre que no tenéis por qué estar con ellos en ese momento. —Miró a uno de sus compañeros—. ¿Puedes conseguirlo?
El otro hombre se arrodilló junto a ella y apretó las manos contra su vientre. Una repentina punzada de miedo la sacudió a través de la estupefacción y la conmoción. ¡Sus pequeños!
—El embarazo está bastante adelantado ya —dijo el hombre—. Es probable que pueda mantener vivos a los niños con un tejido y si los sacas cortando. Será difícil hacerlo bien. Todavía son fetos inmaduros. Seis meses de gestación. Pero con los tejidos que me ha enseñado el Elegido… Sí, creo que puedo mantenerlos vivos durante una hora. Pero tendrás que llevárselos a M’Hael para que se entreguen en Shayol Ghul. Viajar por un acceso normal allí ya no funciona.
Mellar envainó la espada y sacó un cuchillo de caza del cinturón.
—Por mí, vale. Mandaremos a los niños, como pide el Gran Señor. Pero vos, mi reina… Vos sois mía.
Elayne se debatió pero los hombres la sujetaban con fuerza. Intentó encauzar una y otra vez, pero el medallón funcionaba como la horcaria. El resultado era igual que si hubiera intentado abrazar el Saidin.
—¡No! —gritó cuando Mellar se arrodilló a su lado—. ¡¡¡No!!!
—Bien —dijo él—. Esperaba que os pusierais a gritar.
Nada.
Rand se volvió. Intentó volverse. No tenía forma ni sustancia.
Nada.
Intentó hablar, pero no tenía boca. Por fin, se las ingenió para «pensar» las palabras y las hizo manifiestas.
SHAI’TAN, proyectó Rand. ¿QUÉ ES ESTO?
NUESTRO TRATADO, repuso el Oscuro. NUESTRA CONCILIACIÓN
¿NUESTRA CONCILIACIÓN ES LA NADA?, demandó Rand.
SÍ.
Rand comprendió. El Oscuro le estaba ofreciendo un trato. Él podía acceder a eso… Acceder a la nada. Los dos se batían en duelo por el destino del mundo. Él luchaba por la paz, la gloria, el amor. El Oscuro buscaba lo opuesto. Dolor. Sufrimiento.
La nada era, en cierto modo, un equilibrio entre los dos. El Oscuro accedería a no forjar de nuevo la Rueda de acuerdo con sus lúgubres deseos. No habría esclavitud para la humanidad ni un mundo sin amor. No habría mundo.
ESTO ES LO QUE PROMETISTE A ELAN, dijo Rand. LE PROMETISTE EL FIN DE LA EXISTENCIA.
TE LO OFREZCO A TI TAMBIÉN, repuso el Oscuro. Y A TODOS LOS HOMBRES. DESEABAS LA PAZ. YO TE LA DOY. LA PAZ DEL VACÍO QUE TÚ BUSCAS TAN A MENUDO. TE DOY NADA Y TODO.
Rand no rechazó la oferta de inmediato. La asió y la acunó en su mente. No más dolor. No más sufrimiento. No más cargas.
Un final. ¿No era eso lo que él había deseado? ¿Un modo de poner fin a los ciclos de forma definitiva?
NO, dijo. EL FIN DE LA EXISTENCIA NO ES LA PAZ. HICE ESTA ELECCIÓN ANTES. CONTINUAREMOS.
La presión del Oscuro empezó a rodearlo de nuevo, amenazándolo con hacerlo pedazos.
NO HARÉ MÁS PROPUESTAS, dijo.
—No contaba con que lo hicieras —repuso Rand al tiempo que recobraba su cuerpo, y los hilos de la posibilidad se desdibujaban.
Entonces el dolor de verdad empezó.
Min esperaba con las fuerzas seanchan reunidas, mientras los oficiales recorrían las líneas con linternas para preparar a los hombres. No habían regresado a Ebou Dar, sino que habían huido a través de accesos a una gran llanura abierta que no reconoció. Allí crecían árboles con una corteza rara y enormes hojas colgantes al final del tronco. No sabía si eran realmente árboles o sólo unos helechos gigantes. Era más difícil de discernir porque estaban marchitos; los árboles habían echado hojas, pero éstas colgaban ahora como si no hubiesen visto agua desde hacía muchas semanas. Min intentó imaginar qué aspecto habrían tenido antes de marchitarse.
El aire olía diferente, a plantas que no identificaba y a agua de mar. Las tropas seanchan esperaban en estrictas formaciones, listas para marchar, un hombre de cada cuatro con una linterna, aunque sólo una de cada diez estaba encendida en aquel momento. Mover un ejército no podía hacerse deprisa, a pesar de los accesos, pero Fortuona tenía a su servicio centenares de damane. La retirada se había realizado de forma eficiente, y Min sospechaba que un regreso al campo de batalla podía llevarse a cabo con rapidez.
Es decir, si Fortuona decidía regresar. La emperatriz se encontraba sentada en lo alto de un pilar, donde la habían subido en su palanquín, alumbrada por linternas azules bajo la noche. No era un trono, sino un pilar de un blanco puro y unos seis pies de alto que se alzaba sobre una pequeña elevación. Min tenía un asiento al lado del pilar, y oía los informes que llegaban.
—Esta batalla no va bien para el Príncipe de los Cuervos —dijo el general Galgan. Se dirigía a sus generales enfrente de Fortuona, hablándoles directamente para que pudieran responderle sin tener que dirigirse de un modo formal a la emperatriz—. Su petición de que regresemos acaba de llegar. Ha esperado demasiado tiempo para pedirnos ayuda.
—Dudo en decir esto —comentó Yulan—; pero, aunque la sabiduría de la emperatriz no conoce límites, yo no confío en el príncipe. Será el consorte elegido de la emperatriz y es obvio que fue una elección sabia para ese papel. Sin embargo, ha demostrado ser temerario en la contienda. Quizá está excesivamente tenso por lo que está pasando.
—Estoy seguro de que tiene un plan —intervino Beslan con fervor—. Tenéis que confiar en Mat. Sabe lo que está haciendo.
—Antes me impresionó —reconoció Galgan—. Los augurios parecían favorecerlo.
—Está perdiendo, capitán general —señaló Yulan—. Perdiendo de forma estrepitosa. Los augurios de un hombre pueden cambiar deprisa, al igual que puede cambiar la suerte de una nación.
Min observó al bajo capitán del Aire con los ojos entrecerrados. Ahora llevaba dos uñas de cada mano lacadas. Había sido él quien había dirigido el asalto a Tar Valon, y el éxito de ese ataque le había granjeado el favor de Fortuona. Símbolos y augurios giraban alrededor de su cabeza, al igual que en la de Galgan y, desde luego, en la de Beslan.
«Luz —pensó Min—. ¿De verdad estoy empezando a pensar en “augurios” como Fortuona? He de separarme de esta gente. Todos están locos».
—Tengo la impresión de que el príncipe contempla esta batalla como un juego —continuó Yulan—. Aunque sus apuestas iniciales eran sagaces, se ha excedido demasiado. ¿Cuántos hombres se sientan a una mesa de dactolk dando la impresión de ser un genio por sus apuestas, cuando en realidad sólo la suerte aleatoria hace que parezcan competentes? El príncipe ganaba al principio, pero ahora vemos lo peligroso que es jugar como él lo ha hecho.
Yulan hizo una inclinación de cabeza a la emperatriz. Sus declaraciones eran cada vez más osadas, ya que ella no le daba razones para ser prudente. En la actual situación, proviniendo de la emperatriz, significaba que podía continuar.
—He oído… rumores sobre él —dijo Galgan.
—Mat es un jugador, sí —confirmó Beslan—. Pero es misteriosamente bueno en ello. Gana, general. Por favor, tenéis que volver y ayudar.
Yulan meneó la cabeza con gesto enfático.
—La emperatriz, así viva para siempre, nos sacó del campo de batalla por una buena razón. Si el príncipe no pudo proteger su propio puesto de mando, es porque no tiene controlada la batalla.
Cada vez era más atrevido. Galgan se frotó el mentón y luego miró a otra persona que estaba allí. Min no sabía mucho de Tylee, pues la mujer permanecía callada en esas reuniones. Con el cabello canoso y anchos hombros, la oficial de piel oscura irradiaba una fortaleza indefinible. Era una general que había dirigido a sus tropas directamente, en batalla, muchas veces. Sus cicatrices lo demostraban.
—Estos habitantes del continente luchan mejor de lo que nunca imaginé que harían —afirmó Tylee—. Combatí junto a algunos soldados de Cauthon. Creo que os sorprenderían, general. También yo sugiero humildemente que volvamos para ayudar.
—¿Acaso es beneficioso para el imperio hacerlo? —preguntó Yulan—. Las fuerzas de Cauthon debilitarán a la Sombra, y la Sombra tendrá que marchar hacia Ebou Dar desde Merrilor. Podemos aplastar a los trollocs con ataques aéreos a lo largo del camino. Una victoria a largo plazo debería ser nuestro objetivo. Quizá podríamos enviar damane para recoger al príncipe y traerlo para ponerlo a salvo. Ha luchado bien, pero es evidente que está superado en esta batalla. No podemos salvar sus ejércitos, por supuesto. Están condenados.
Min frunció el entrecejo y se echó hacia adelante. Una de las imágenes que flotaban sobre la cabeza de Yulan era tan rara… Una cadena. ¿Por qué iba a tener una cadena sobre su cabeza?
«Está cautivo —pensó de repente—. Luz. Alguien lo utiliza como un instrumento».
Mat temía que hubiera un espía entre ellos. Un escalofrío estremeció a Min.
—La emperatriz, así viva para siempre, ha tomado una decisión —dijo Galgan—. Regresamos. A menos que, en su sabiduría, haya considerado cambiar de idea…
Se volvió hacia Fortuona con una expresión interrogante en el rostro.
«Nuestro espía puede encauzar —comprendió Min, e inspeccionó a Yulan—. Este hombre está dominado por Compulsión».
Un encauzador. ¿Del Ajah Negro? ¿Una damane Amiga Siniestra? ¿Un Señor del Espanto? Podía ser cualquiera. Y, con toda probabilidad, el espía llevaría también un tejido para disfrazarse.
Así pues, ¿cómo iba a desenmascararlo?
Con sus visiones. A las Aes Sedai y a otros encauzadores siempre los acompañaban imágenes. Siempre. ¿Podría encontrar alguna pista en ellas? Por instinto, sabía que la cadena de Yulan significaba que era un cautivo de otro. En cuyo caso, no era el verdadero espía, sino una marioneta.
Observó a los demás nobles y generales. Por supuesto, muchos de ellos tenían augurios sobre la cabeza, tal como era habitual. ¿Cómo iba a localizar algo fuera de lo normal? Recorrió con la mirada a la multitud que observaba y contuvo la respiración al reparar por primera vez en una de las so’jhin, una joven pecosa con una colección de imágenes sobre la cabeza.
Min no la reconoció. ¿Había estado sirviendo siempre allí? Estaba segura de que se habría fijado antes si la mujer se le hubiera acercado, pues rara vez veía tantas imágenes unidas a los que no eran encauzadores, Guardianes o ta’veren. Sin embargo, ya fuera por descuido o por casualidad, no se le había ocurrido mirar a propósito a los sirvientes.
Ahora, el encubrimiento le resultaba evidente. Min desvió la vista para no despertar sospechas en la criada, y consideró qué hacer a continuación. Su instinto le susurraba que debería atacar, sin más, sacar un cuchillo y lanzarlo. Si esa criada era una Señora del Espanto o, Luz, una de las Renegadas, atacar primero sería la única forma de derrotarla.
No obstante, también cabía la posibilidad de que la mujer fuera inocente. Min vaciló; entonces se puso de pie encima de su sillón. Varios miembros de la Sangre murmuraron por su falta de respeto, pero ella hizo caso omiso. Se encaramó al reposabrazos de su sillón y, manteniendo el equilibrio, se puso al mismo nivel que Tuon. Luego se inclinó hacia la emperatriz.
—Mat nos pidió que regresáramos —dijo en voz baja—. ¿Cuánto tiempo discutiréis si vais a hacer lo que él pidió o no?
—Hasta que esté convencida de que es lo mejor para mi imperio —contestó Tuon, mirándola.
—Es vuestro esposo.
—La vida de un hombre no vale tanto como las de miles —repuso Tuon, aunque se notaba que estaba realmente preocupada—. Si de verdad la batalla va tan mal como dicen los exploradores de Yulan…
—Me nombrasteis Palabra de la Verdad. ¿Qué significa exactamente eso?
—Es tu deber censurarme en público si hago algo mal. No obstante, no estás entrenada en ese cometido. Sería mejor que te reprimieras hasta que pueda proporcionarte…
Min se volvió de cara a los generales y la multitud que observaba; el corazón le latía de forma desaforada.
—Como Palabra de la Verdad de la emperatriz Fortuona, ahora diré la verdad. Ha abandonado a los ejércitos que luchan por la humanidad y retiene a sus fuerzas en un momento de necesidad. Su orgullo ocasionará la destrucción de todos los pueblos, en todas partes.
La Sangre se había quedado estupefacta.
—No es tan sencillo, joven —dijo el general Galgan.
Por la mirada que le echaron otros, por lo visto se suponía que no debía debatir con una Palabra de la Verdad. De todos modos, continuó.
—Ésta es una situación compleja.
—Me mostraría más comprensiva si no fuera porque sé que hay un espía de la Sombra entre nosotros —respondió Min.
La so’jhin pecosa alzó los ojos con brusquedad.
«Te pillé», pensó Min, que a continuación señaló al general Yulan.
—¡Abaldar Yulan, os acuso! ¡He visto augurios que prueban que no estás actuando a favor de los intereses del imperio!
La verdadera espía se relajó, y Min vio un atisbo de sonrisa en sus labios. Era prueba suficiente. Mientras Yulan protestaba a voces por la acusación, Min dejó caer un cuchillo de la manga en su mano y lo lanzó contra la mujer.
El arma voló haciendo giros; pero, justo antes de alcanzar a la mujer, se paró en seco, suspendida en el aire.
Cerca, damane y e sul’dam dieron un respingo. La espía asestó una mirada de odio a Min y abrió un acceso por el que se lanzó de cabeza. Se dispararon tejidos tras ella, pero la mujer había desaparecido antes de que la mayoría de la gente de la reunión se diera cuenta de lo que pasaba.
—Lo siento, general Yulan —anunció Min—, pero estáis sometido a la Compulsión. Fortuona, es evidente que la Sombra está haciendo todo lo posible por mantenernos alejados de esa batalla. Teniendo eso presente, ¿vais a seguir esa línea de actuación irresoluta?
Min miró a Tuon a los ojos.
—Juegas a esto bastante bien —susurró Tuon con frialdad—. Y pensar que estaba preocupada por tu seguridad al traerte a mi corte. Por lo visto, tendría que haberme preocupado por mí misma. —Tuon suspiró muy levemente—. Supongo que me has dado la oportunidad, quizá la potestad, para hacer lo que mi corazón habría elegido, tanto si era conveniente como si no. —Se puso de pie—. General Galgan, reunid vuestras tropas. Regresamos a Campo de Merrilor.
Egwene tejió Tierra y destruyó los peñascos detrás de los cuales se habían escondido los sharaníes. Las otras Aes Sedai atacaron de inmediato arrojando tejidos a través del aire chisporroteante. Los sharaníes murieron con el fuego, los rayos y las explosiones.
Ese lado de los Altos se hallaba tan lleno de escombros y tan fracturado con zanjas que parecían los restos de una ciudad tras sufrir un terremoto. Todavía era de noche y llevaban combatiendo… Luz, ¿cuánto hacía que Gawyn había muerto? Horas y horas.
Egwene redobló sus esfuerzos negándose a permitir que el hecho de pensar en él la hiciera venirse abajo. Durante horas interminables, sus Aes Sedai y los sharaníes habían luchado en el lado occidental de los Altos. Poco a poco, Egwene estaba empujándolos hacia el este.
A veces el bando de Egwene parecía estar ganando, pero hacía rato que más y más Aes Sedai se desplomaban por causa de la fatiga o por el Poder Único.
Otro grupo de encauzadores se acercaba a través del humo asiendo el Poder Único. Más que verlos, Egwene los sintió.
—¡Desviad sus tejidos! —gritó Egwene, plantada al frente de los suyos—. ¡Yo ataco y vosotros defendéis!
Otras Aes Sedai repitieron la llamada a lo largo de la línea del frente. Ya no combatían en grupos pequeños; mujeres de todos los Ajahs se alineaban a ambos lados de Egwene con un gesto de concentración en los rostros intemporales. Los Guardianes permanecían delante de ellas a fin de detener con su cuerpo los tejidos, ya que era la única protección que podían ofrecerles.
Egwene notó que Leilwin se acercaba por detrás. Su nueva Guardiana se tomaba en serio su tarea. Una seanchan luchando como su Guardiana en la Última Batalla. ¿Y por qué no? El propio mundo se estaba destejiendo. Las finas grietas que se extendían bajo los pies de Egwene lo demostraban. Ésas no se habían borrado, como habían hecho las que se habían abierto antes; ahora la oscuridad perduraba. El fuego compacto se había utilizado demasiado en esa zona.
Egwene lanzó el tejido de una pared de fuego que se desplazaba. Los cadáveres se prendían a medida que la pared pasaba dejando tras de sí montones de huesos humeantes. Su ataque abrasaba el terreno, lo ennegrecía, y los sharaníes se agruparon para contrarrestar el tejido. Sin embargo, logró matar unos cuantos antes de que desbarataran el ataque.
Las otras Aes Sedai desviaban o destruían los tejidos lanzados por el enemigo, y Egwene hizo acopio de fuerzas para intentarlo de nuevo.
«Qué cansada… —susurró una parte de sí—. Egwene, estás muy cansada. Esto empieza a ser peligroso».
Leilwin se adelantó y tropezó con una roca rota, pero se situó con ella en primera línea.
—Os traigo una noticia, madre —dijo con su familiar acento seanchan que arrastraba las palabras—. Los Asha’man han recuperado los sellos. Los tiene su cabecilla.
Egwene soltó un suspiro de alivio. Tejió Fuego y, esta vez, lo lanzó en columnas; las llamas iluminaron el suelo resquebrajado todo en derredor. Esas grietas que M’Hael había causado la preocupaban muchísimo. Empezó a crear otro tejido, pero se detuvo. Algo iba mal.
Giró sobre sí misma al tiempo que el fuego compacto —una columna tan ancha como el brazo de un hombre— atravesó en un instante la línea de Aes Sedai de forma que vaporizó a media docena de ellas. Como salidas de la nada, surgieron explosiones todo en derredor y otras hermanas pasaron de la batalla a la muerte en una fracción de segundo.
«El fuego compacto ha abrasado mujeres que habían detenido tejidos para que no nos mataran… pero a esas mujeres las han sacado del Entramado antes de que los tejieran y ya no han podido detener los ataques sharaníes». El fuego compacto quemaba los hilos de las vidas hacia atrás en el Entramado.
La cadena de sucesos era catastrófica. Encauzadores sharaníes que habían muerto ahora volvían a estar vivos y avanzaban… Hombres desplazándose a través del suelo resquebrajado como una jauría, mujeres que caminaban en grupos coligados de cuatro o cinco. Egwene buscó la fuente del fuego compacto. Jamás había visto una barra tan enorme como aquélla, tan poderosa que debía de haber quemado hilos hasta unas horas atrás.
Encontró a M’Hael en la cumbre de los Altos, el aire envuelto en una burbuja ondulante a su alrededor. Zarcillos negros —como moho o liquen— brotaban de las grietas de la roca en torno al hombre. Una infección que se extendía. La oscuridad, la nada. Los consumiría a todos.
Otra barra de fuego candente abrió un agujero a través del suelo y tocó mujeres cuyas figuras resplandecieron un instante y luego desaparecieron. El mismo aire pareció romperse, como una burbuja de fuerza que explosionara a partir de M’Hael. La tormenta de antes regresó, más fuerte.
—Creía que te había enseñado a poner pies en polvorosa —bramó Egwene mientras se afianzaba y hacía acopio de su poder.
A sus pies, el suelo crujió y se abrió a la nada. ¡Luz! Sentía el vacío en ese agujero. Empezó a tejer, pero otro ataque de fuego compacto recorrió el campo de batalla matando mujeres a las que quería. El temblor bajo sus pies la tiró de bruces. Los gritos se hicieron más intensos a medida que los ataques sharaníes masacraban a los seguidores de Egwene. Las Aes Sedai se dispersaron en busca de seguridad.
Las grietas del suelo se expandieron como si en aquella parte de la cumbre de los Altos se hubiera descargado un martillo gigantesco.
Fuego compacto. Tenía que usarlo. ¡Era el único modo de combatir a ese hombre! Se incorporó de nuevo, de rodillas, y empezó a crear el tejido prohibido aunque el corazón le palpitaba desbocado mientras lo hacía.
No. Usar el fuego compacto sólo aceleraría la destrucción del mundo.
Entonces, ¿qué?
Sólo es un tejido, Egwene. Eso es lo que había dicho Perrin cuando la vio en el Mundo de los Sueños y detuvo el fuego compacto con la mano, impidiendo que los alcanzara. Pero no era un tejido más. No había nada semejante.
Qué cansancio. Ahora que se había parado un momento era cuando notaba la fatiga que la entumecía. En lo profundo de ese agotamiento sintió la pérdida —la amarga pérdida— de la muerte de Gawyn.
—¡Madre! —dijo Leilwin mientras la sacudía por el hombro. La mujer se había quedado con ella—. ¡Madre, tenemos que irnos! Los sharaníes nos arrollan.
Al frente, M’Hael la vio. Sonrió y avanzó con un cetro en una mano y con la otra adelantada y la palma apuntando hacia ella. ¿Qué ocurriría si la destruía con fuego compacto? Las últimas dos horas desaparecerían, el ataque combinado de Aes Sedai que había dirigido, las docenas y docenas de sharaníes que había matado…
Sólo un tejido…
Como no había otro.
«Así es como funciona —pensó—. Dos lados en cada moneda. Dos mitades en el Poder. Calor y frío, luz y oscuridad, mujer y hombre».
«Si existe un tejido, asimismo ha de existir su opuesto».
M’Hael lanzó el fuego compacto y Egwene creó… algo. El tejido que había probado antes con las grietas, pero con mucho más poder y alcance; un tejido majestuoso, maravilloso, una combinación de los Cinco Poderes. Cobró forma delante de ella. Egwene chilló cuando, como si le saliera del alma misma, soltó una columna de un blanco puro que golpeó a la de M’Hael en el centro.
Las dos se contenían y se anulaban mutuamente, como si se vertiera agua hirviendo y agua helada a la vez. Un intensísimo destello de luz sobrepasó todo lo demás y cegó a Egwene, pero ella sintió algo debido a lo que hacía. Un reforzamiento del Entramado. Las grietas dejaron de extenderse y algo brotó de Egwene, una fuerza estabilizadora. Un crecimiento, como la costra en una herida. No era un remiendo perfecto, pero al menos era un parche.
Gritó y se obligó a ponerse de pie. ¡No se enfrentaría a él de rodillas! Absorbió hasta el último retazo de Poder que podía tomar y se lo arrojó al Renegado con la ira de la Amyrlin.
Los dos chorros de Poder rociaron luz el uno al otro, y el suelo en torno a M’Hael se resquebrajó en tanto que el suelo próximo a ella se reconstruía. Egwene todavía no sabía lo que había tejido. Lo opuesto al fuego compacto. Un fuego propio, un tejido de luz y reconstrucción.
La Llama de Tar Valon.
Permanecieron enfrentados el uno al otro, estáticos, durante un instante eterno. En ese momento, Egwene sintió que la inundaba una hermosa paz. El dolor por la muerte de Gawyn desapareció. Él renacería. El Entramado continuaría. El propio tejido que manejaba calmó su ira y la reemplazó por paz. Se sumergió más profundamente en el Saidar, ese brillo confortador que la había guiado tanto tiempo.
Y siguió absorbiendo Poder.
Su chorro de energía se fue abriendo paso a través del fuego compacto de M’Hael como un golpe de espada que esparció Poder a los lados y viajó recto desde el chorro hasta la mano extendida de M’Hael. Traspasó la mano y penetró en el torso del hombre.
El fuego compacto desapareció. M’Hael, con los ojos desorbitados, se tambaleó y entonces se cristalizó de dentro afuera, como congelado en hielo. Un bellísimo cristal multicolor, irisado, creció de él. En bruto, sin tallar, como si hubiera surgido del núcleo del mundo. Egwene sabía que la Llama habría tenido mucho menos efecto en una persona que no se hubiera entregado a la Sombra.
Se aferró al Poder que tenía dentro de sí. Había absorbido demasiado. Sabía que, si lo soltaba, le sobrevendría la consunción y la dejaría incapaz de encauzar una sola gota. El Poder se movió impetuoso a través de ella en ese último instante.
Algo tembló a lo lejos, en el norte. La lucha de Rand proseguía. Las brechas en el suelo se expandieron. El fuego compacto de M’Hael y de Demandred había hecho su trabajo. El mundo se estaba desmenuzando. Líneas negras irradiaron a través de los Altos, y su visión mental las vio abrirse y la tierra desgarrarse, y un vacío que aparecía allí absorber toda la vida.
—Estate atenta a la luz —susurró Egwene.
—¿Perdón, madre? —Leilwin seguía arrodillada a su lado.
A su alrededor, cientos de sharaníes se levantaban del suelo.
—Estate atenta a la luz, Leilwin —repitió—. Como Sede Amyrlin, te ordeno que encuentres los sellos de la prisión del Oscuro y los rompas. Hazlo en el momento en que la luz brille. Sólo entonces puede salvarnos.
—Pero…
Egwene tejió un acceso y, envolviéndola en Aire, empujó a Leilwin a través de él, hacia la seguridad. Cuando la mujer lo hubo cruzado, Egwene la liberó del vínculo, cortando el breve lazo que había habido entre ambas.
—¡No! —gritó Leilwin.
El acceso se cerró. Negras grietas abiertas a la nada se expandieron alrededor de Egwene mientras ella se enfrentaba a centenares de sharaníes. Sus Aes Sedai habían luchado con firmeza y valor, pero esos encauzadores sharaníes aún seguían allí. La rodearon, algunos con temor, otros con una sonrisa de triunfo.
Cerró los ojos y absorbió el Poder. Más de lo que una mujer debería ser capaz de contener, más de lo debido. Mucho más allá de la seguridad, mucho más allá de la prudencia. Ese sa’angreal no tenía tope para evitarlo.
Su cuerpo se consumía. Lo ofreció en sacrificio y se convirtió en una columna de luz, soltando la Llama de Tar Valon en el suelo bajo sus pies y sobre ella, muy alto en el cielo. El Poder la abandonó en una silenciosa, hermosa explosión, que se expandió a través de los sharaníes y selló las grietas creadas durante su lucha con M’Hael.
El alma de Egwene se separó de su cuerpo, que sucumbía, y descansó en ese tejido, que la llevó hacia la Luz.
Egwene había muerto.
Rand gritó en un gesto de rechazo, con rabia, con pena.
—¡Ella no! ¡ELLA NO!
LOS MUERTOS SON MÍOS.
—¡Shai’tan! —gritó Rand—. ¡Ella no!
ACABARÉ CON TODOS, ADVERSARIO.
Encorvado, Rand apretó los ojos con fuerza.
Te protegeré. Pase lo que pase, me ocuparé de que no te ocurra nada, lo juro. Tiempo atrás había hecho esa promesa para sus adentros.
Oh, Luz. El nombre de Egwene se sumó a la lista de los muertos. Esa lista seguía creciendo, atronadora, en su mente. Sus fracasos. Tantos fracasos.
Tendría que haber sido capaz de salvarlos.
Los ataques del Oscuro persistían en un intento de desgarrarlo y aplastarlo, todo a la vez.
Oh, Luz. Egwene no.
Rand cerró los ojos y se desplomó, apenas capaz de frenar el siguiente ataque.
La oscuridad lo envolvió.
Leane alzó el brazo para protegerse los ojos del esplendoroso estallido de luz. Barrió la oscuridad de la ladera y —durante un instante— sólo dejó fulgor. Los sharaníes se quedaron petrificados en el sitio y proyectaron sombras tras ellos al cristalizarse.
La columna de Poder se elevó a gran altura en el aire, como una almenara, y luego se apagó.
Leane cayó de rodillas y se apoyó con una mano en el suelo para sostenerse. Un manto de cristales cubría la ladera; crecía en el suelo quebrado, revistiendo el paraje rocoso. Allí donde se habían abierto grietas, las llenaba el cristal dándole la apariencia de ríos diminutos.
Leane se puso de pie y avanzó sigilosamente entre los sharaníes muertos, figuras de cristal suspendidas en el tiempo.
En el mismo centro de la explosión, Leane encontró una columna de cristal, tan ancha como un añoso cedro, que se elevaba en el aire unos cincuenta pies. Atrapada en el centro, había una vara estriada: el sa’angreal de Vora. Ni rastro de la Amyrlin, pero Leane comprendió lo ocurrido.
—¡La Sede Amyrlin ha caído! —gritó cerca una Aes Sedai, entre los sharaníes cristalizados—. ¡La Sede Amyrlin ha caído!
Retumbó un trueno. Berelain, sentada junto a la cama, alzó la vista y se puso de pie; la mano de Galad se deslizó de entre las suyas cuando se dirigió hacia la ventana abierta en el muro de piedra.
Fuera, el agitado mar rompía contra los acantilados, rugiente, como con rabia. O quizá con dolor. Rociadas de espuma blanca saltaban con violencia hacia las nubes, donde los relámpagos emitían destellos zigzagueantes. Mientras observaba, las nubes se tornaron más densas en la noche, si tal cosa era posible. Más oscuras.
Sólo faltaba una hora para que amaneciera. Sin embargo, las nubes eran tan negras que Berelain comprendió que no vería el sol cuando el astro saliera. Regresó al lado de Galad, se sentó y tomó en la suya la mano de él. ¿Cuándo acudiría una Aes Sedai a curarlo? Seguía inconsciente, salvo algunos susurros entre sueños y pesadillas. Al rebullir, algo brilló en el cuello del hombre.
Berelain buscó debajo de la camisa y sacó un medallón. Era una cabeza de zorro. Pasó el dedo por la superficie.
—… devolvérselo a Cauthon… —susurró Galad, con los ojos cerrados—… Esperanza…
Berelain pensó un momento mientras sentía esa oscuridad del exterior como si fuera la del propio Oscuro que cubría el mundo y se colaba a través de las ventanas y por debajo de las puertas. Se levantó, dejó a Galad en la habitación, y se alejó a buen paso con el medallón en la mano.
—La Sede Amyrlin ha muerto —informó Arganda.
«Maldición —pensó Mat—. Egwene. ¿Ella también?» Lo impactó como un puñetazo en la cara.
—Lo que es más —continuó Arganda—, las Aes Sedai informan que han perdido más de la mitad de sus efectivos. Las que quedan afirman que, y cito sus palabras, «no podrían encauzar suficiente Poder Único para levantar una pluma». Están descartadas para la batalla.
—¿A cuántos encauzadores sharaníes se han llevado por delante? —preguntó con un gruñido, preparándose para lo peor.
—A todos.
Mat miró a Arganda y frunció el entrecejo.
—¿Qué? —exclamó.
—A todos los encauzadores —repitió Arganda—. Todos los que luchaban contra las Aes Sedai.
—Que no es poco —dijo Mat.
Pero Egwene… No. No debía pensar ahora en eso. Ella y los suyos habían parado a los encauzadores sharaníes.
Los sharaníes y los trollocs retrocedieron en los frentes para reagruparse. Mat había aprovechado la oportunidad para hacer lo mismo.
Sus fuerzas —lo que restaba de ellas— estaban desperdigadas por los Altos. Había reunido a todos los que le quedaban. Los fronterizos, los Juramentados del Dragón, Loial y los Ogier, las tropas de Tam, los Capas Blancas, soldados de la Compañía de la Mano Roja. Habían combatido con mucho arrojo y esfuerzo, pero el enemigo los superaba en número con creces. Ya era bastante malo cuando habían tenido que enfrentarse a los sharaníes; pero, una vez que los trollocs habían abierto brecha en el borde oriental de los Altos, se habían visto forzados a defenderse en dos frentes. En la última hora los habían hecho retroceder más de mil pies en dirección norte, y las filas de retaguardia casi habían llegado al final de la cumbre llana de la loma.
Ésa sería la última acometida. El final de la batalla. Faltando los encauzadores sharaníes, no los barrerían de inmediato, pero Luz… todavía quedaban muchos jodidos trollocs. Él había danzado bien ese baile. Sabía que era cierto. Pero siempre había un límite en lo que un hombre podía hacer. Incluso era posible que el regreso de las tropas de Tuon no fuera suficiente, si es que volvían.
Arganda le entregó informes de las otras zonas del campo de batalla; el primer capitán de Alliandre tenía heridas lo bastante graves para impedirle que siguiera luchando, y no había nadie con fuerza suficiente en el Poder para emplearla en Curar. Había hecho bien su trabajo. Era un buen hombre. A Mat le habría ido bien en la Compañía.
Los trollocs se reunían para el ataque y de nuevo retiraron cuerpos para despejar el camino; luego empezarían a formar en pelotones con los Myrddraal que los dirigían. Eso le daba a Mat cinco o diez minutos para prepararse. Después llegaría el asalto. Lan se acercó con expresión sombría.
—¿Qué quieres que hagan mis hombres, Cauthon?
—Preparaos para luchar contra esos trollocs —repuso Mat—. ¿Alguien ha contactado con Mayene hace poco? Sería un buen momento para que regresaran algunas tropas de hombres a los que hubieran Curado.
—Iré a preguntar —se ofreció Lan—. Y luego prepararé a mis hombres.
Mientras Lan se alejaba, Mat revolvió en las alforjas y sacó el estandarte de Rand, el que llevaba el antiguo símbolo Aes Sedai. Lo había recogido antes con la idea de que quizá podría ser útil.
—Que alguien enarbole esto. Luchamos en nombre de Rand, maldita sea. Que la Sombra vea que nos enorgullece hacerlo.
Dannil se llevó el estandarte y encontró una lanza para usarla como asta. Mat respiró hondo. Por la forma en que los fronterizos hablaban, creían que aquello iba a terminar con una carga gloriosa, heroica y suicida. Así era como acababan todas las historias que cantaban los juglares… La clase de narraciones en las que Mat había esperado no aparecer nunca. Débil esperanza esa, en la situación actual.
«Piensa, piensa». A lo lejos, empezaron a sonar los cuernos de los trollocs. Tuon se había retrasado. ¿Vendría? En secreto, confiaba en que no lo hiciera.
«¡Vamos, suerte!» Necesitaba una oportunidad. Se abrió otro acceso y Arganda fue a recoger el informe del mensajero. Mat no necesitó oírlo para comprender la clase de noticia que era, porque cuando Arganda regresó estaba ceñudo.
—Bien, adelante —dijo con un suspiro—. Dame esas noticias.
—La reina de Andor ha muerto.
«¡Rayos y centellas! ¡Elayne no! —A Mat le dio un vuelco el corazón—. Rand… Lo siento».
—¿Quién tiene el mando allí? ¿Bashere?
—Ha muerto —informó Arganda—. Y su esposa. Cayeron durante un ataque contra los piqueros andoreños. También hemos perdido seis jefes de clan. Nadie dirige a los andoreños ni a los Aiel. Se están viniendo abajo con rapidez.
—¡Esto es el fin! —retumbó la voz amplificada de Demandred desde el otro extremo de la loma—. ¡Lews Therin os ha abandonado! Llamadlo mientras morís. Que oiga vuestro dolor.
Habían llegado a los últimos movimientos de la partida, y Demandred había jugado bien. Mat miró a su ejército de tropas exhaustas; muchos hombres estaban heridos. No podía negarse que su situación era desesperada.
—Ve a buscar a las Aes Sedai —dijo Mat—. Me da igual si dicen que no pueden levantar una pluma. A lo mejor cuando se trate de salvar la vida encontrarán un poco de fuerza para lanzar una bola de fuego aquí y allá. Además, sus Guardianes aún están en condiciones de luchar.
Arganda asintió con la cabeza. Cerca, se abrió un acceso y dos Asha’man con aire acosado salieron a trompicones. Naeff y Neald tenían quemaduras en la piel y la Aes Sedai de Naeff no iba con ellos.
—¿Y bien? —les preguntó Mat.
—Hecho —contestó Neald con un gruñido.
—¿Y qué hay de Tuon?
—Han descubierto al espía, al parecer —repuso Naeff—. La emperatriz espera vuestra señal para regresar.
Mat respiró hondo, catando el aire del campo de batalla, percibiendo el ritmo de la lucha que había preparado. No sabía si podría ganar, ni siquiera con la participación de Tuon. No con el ejército de Elayne sumido en el caos, no con las Aes Sedai debilitadas hasta el punto de ser incapaces de encauzar. No sin Egwene y su testarudez de Dos Ríos y su indomable arrojo. No sin un milagro.
—Ve en su busca, Naeff —dijo.
Pidió papel y pluma y garabateó una nota que le tendió al Asha’man. Resistió el deseo egoísta de dejar a Tuon a salvo. Pero, qué puñetas, no había ningún sitio en el que se estuviera a salvo.
—Dale esto a la emperatriz —indicó—. Dile que estas instrucciones deben seguirse al pie de la letra.
Luego se volvió hacia Neald.
—Quiero que vayas con Talmanes —instruyó—. Que ponga en marcha el plan.
Los dos encauzadores se marcharon a entregar los mensajes.
—¿Bastará con eso? —preguntó Arganda.
—No —contestó Mat.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque así me vuelva un Amigo Siniestro si abandono esta batalla sin intentarlo todo, Arganda.
—¡Lews Therin! —bramó Demandred—. ¡Enfréntate a mí! ¡Sé que sigues el curso de esta batalla! ¡Súmate a ella! ¡Lucha!
—Me estoy hartando de ese hombre —declaró Mat.
—Cauthon, mira, esos trollocs se han reagrupado —señaló Arganda—. Creo que están a punto de atacar.
—Pues ha llegado la hora. A formar —dijo Mat—. ¿Dónde está Lan? ¿Aún no ha regresado? Detestaría hacer esto sin él.
Se volvió y recorrió con la mirada las líneas buscando al hombre, mientras Arganda daba las órdenes a voces. De pronto Arganda lo agarró del brazo para llamar su atención y señaló hacia los trollocs. Mat sintió un escalofrío cuando vio a la luz de las hogueras un jinete solitario en un semental negro que cargaba contra el flanco derecho de la horda trolloc en su cabalgada hacia la ladera oriental de los Altos. Hacia Demandred.
Lan había ido a librar una guerra él solo.
En medio de la noche, los trollocs arañaron a Olver el brazo tanteando dentro de la grieta en un intento de sacarlo de un tirón. Otros escarbaban por los lados de modo que la tierra se precipitaba sobre él y se le pegaba en las lágrimas y la sangre que brotaba de los arañazos.
No dejaba de tiritar. Tampoco era capaz de moverse. Temblaba, aterrado, mientras las bestias intentaban sacarlo con los sucios dedos, cavando más y más cerca.
Loial se sentó en un tocón para descansar antes de que la batalla se reanudara.
Un cambio. Sí, sería un buen modo de que acabara aquello. Loial se notaba todo el cuerpo dolorido. Había leído mucho sobre batallas y había estado en combates antes, así que sabía lo que podía esperar de una guerra. Pero saber algo y experimentarlo era completamente diferente; para empezar, ésa era la razón por la que se había marchado del stedding.
Tras un día entero de luchar sin descanso, los brazos y las piernas le ardían con una fatiga profunda, interna. Cuando levantó el hacha, la cabeza del arma le pareció tan pesada que se preguntó si no partiría el mango.
Guerra. Podría haber vivido toda la vida sin tener que pasar por tal experiencia. Era muchísimo más de lo que había sido la batalla desesperada de Dos Ríos. Al menos allí habían tenido tiempo de retirar a los muertos y ocuparse de los heridos. Allí había sido cuestión de aguantar firme y resistir contra oleadas de ataques.
Ahí no había tiempo para esperar, para pensar. Erith se había sentado en el suelo, al lado del tocón, y Loial le puso la mano en el hombro. Erith cerró los ojos y se recostó en él. Era preciosa, con esas orejas perfectas y esas cejas maravillosas. Loial no miró las manchas de sangre que tenía en el vestido; temía que algo de esa sangre fuera de ella. Le frotó el hombro; tenía los dedos tan cansados que apenas los sentía.
Loial había tomado algunas notas en el campo de batalla, para sí mismo y para otros, a fin de seguir el desarrollo de la batalla hasta el momento. Sí, un último ataque. Eso sería un buen final para la historia una vez que la escribiera.
Fingía que aún escribiría el libro. Una mentira tan pequeña no tenía nada de malo.
Un jinete salió de pronto de entre las filas de sus soldados, lanzado a galope tendido hacia el flanco derecho trolloc. A Mat no iba a gustarle nada eso. Un hombre solo moriría. A Loial le sorprendió que pudiera lamentar la pérdida de la vida de aquel hombre, después de todos los muertos que había visto.
«Ese hombre me resulta conocido —pensó. Sí, era por el caballo. Había visto a ese animal antes, muchas veces—. «Lan —comprendió, aturdido—. Es Lan el que cabalga solo».
Loial se puso de pie.
Erith alzó la vista hacia él cuando se echó el hacha al hombro.
—Espera —le dijo a su esposa—. Combate junto a los otros. He de irme.
—¿Irte?
—He de presenciar eso —contestó.
La caída del último rey de los malkieri. Tendría que incluirlo en su libro.
—¡Preparados para cargar! —gritó Arganda—. ¡A formar! ¡Arqueros al frente, después la caballería, y la infantería preparada para salir a continuación!
«Una carga —pensó Tam—. Sí, es nuestra única esperanza». Tenían que seguir presionando, pero su frente era tan poco profundo… Ahora veía lo que Mat había estado intentando, pero no iba a funcionar.
Había que seguir adelante con la lucha, de todos modos.
—En fin, puede darse por muerto —dijo un mercenario cerca de Tam al tiempo que señalaba con un gesto de la cabeza a Lan Mandragoran, que cabalgaba hacia el flanco trolloc—. Jodidos fronterizos.
—Tam… —llamó Abell a su lado.
Sobre ellos, el cielo se oscureció más. ¿Era eso posible, de noche? Aquellas nubes horribles y agitadas parecían bajar más y más. Tam casi perdió de vista la figura de Lan a lomos del semental negro como azabache, a pesar de que había hogueras encendidas en los Altos. Qué luz tan feble difundían…
«Cabalga hacia Demandred —pensó Tam—. Pero hay un muro de trollocs en su camino». Tam sacó una flecha con un trapo empapado de resina, atado detrás de la punta, y la encajó en la cuerda del arco.
—¡Hombres de Dos Ríos, preparados para disparar!
—¡La distancia es al menos de cien pasos! —exclamó el mercenario entre las risas de sus compañeros—. Todo lo más que conseguiréis será acribillarlo a él con las flechas.
Tam miró al hombre y luego acercó la flecha a una antorcha; el trapo enrollado detrás de la punta se prendió.
—¡Primera línea, a mi señal! —gritó Tam sin hacer caso de las órdenes que llegaban a lo largo de las filas—. ¡Demos a lord Mandragoran un poco de luz que guíe su camino!
Sintiendo el calor del trapo ardiendo en los dedos, Tam tensó la cuerda en un grácil movimiento y disparó.
Lan cargó contra los trollocs. Su lanza, así como los tres reemplazos de ésta, se habían roto horas antes. Al cuello llevaba el frío medallón que Berelain había enviado a través del acceso con una breve nota:
No sé cómo acabó esto en poder de Galad, pero creo que él quería que se lo devolviera a Cauthon.
Lan no pensó lo que estaba haciendo. El vacío no permitía tales cosas. Algunos hombres lo tacharían de presuntuoso, temerario, suicida. Los hombres que no se sentían inclinados a intentar ser cualquiera de esas tres cosas rara vez cambiaban el mundo. A través del vínculo, transmitió a Nynaeve todo el consuelo de que fue capaz y después se preparó para luchar.
A medida que se acercaba a los trollocs, las bestias montaron una línea de picas para detenerlo. Un caballo se empalaría si intentaba abrirse paso a través de esa barrera. Lan inhaló y buscó la calma en el vacío; su plan era cortar la punta de la primera lanza y después embestir para abrirse paso a través de la línea.
Era una maniobra imposible. Lo único que tenían que hacer los trollocs era acercarse más unos a otros y detenerlo. Después, podrían arrinconar a Mandarb y desmontarlo a él.
Pero alguien tenía que destruir a Demandred. Con el medallón al cuello, Lan enarboló la espada.
Una flecha en llamas cayó del cielo y alcanzó en la garganta al trolloc que estaba justo delante de Lan. Sin vacilar, se valió del trolloc abatido para penetrar en la brecha de la línea de picas. Chocó contra los Engendros de la Sombra mientras Mandarb arrollaba al trolloc caído. Tendría que…
Cayó otra flecha que abatió a un segundo trolloc. Luego cayó otro, y otro más, todo en una rápida sucesión. Mandarb embistió contra los trollocs desconcertados, unos ardiendo y otros moribundos, y se fue abriendo paso a medida que una lluvia de flechas incendiarias caía delante de él.
—¡Malkier! —gritó al tiempo que taconeaba a Mandarb, que pasó por encima de los cadáveres pero mantuvo la velocidad conforme se despejaba el camino.
Una granizada de luz se precipitó ante él; cada flecha precisa mataba a cualquier trolloc que intentaba interponerse en su camino.
Pasó a galope entre las filas apartando a golpes a los trollocs moribundos; las flechas incendiarias le marcaban el camino en la oscuridad como si fuera una calzada. A ambos lados, la masa de trollocs era compacta, pero los que estaban delante de él se desplomaban sin cesar, hasta que no quedó ninguno.
«Gracias, Tam».
Lan condujo a su caballo a medio galope a lo largo de la zona oriental de los Altos, ahora solo, tras haber dejado atrás a soldados y a Engendros de la Sombra. Era uno con la brisa que le acariciaba el cabello, uno con el musculoso animal que cabalgaba, uno con el objetivo hacia el que se dirigía y que era su destino.
Demandred se puso de pie al oír la trápala de cascos, y sus compañeros sharaníes hicieron otro tanto.
Con un rugido, Lan taconeó a Mandarb contra los sharaníes que le cerraban el paso. El semental brincó y derribó con las patas delanteras a los guardias que tenía enfrente. Después giró sobre sí mismo y con las ancas hizo caer a más sharaníes mientras que con las patas delanteras lanzaba más coces.
Lan desmontó —Mandarb no tenía protección contra el encauzamiento, por lo que luchar a lomos del caballo sería invitar a Demandred a matar al animal— y nada más tocar el suelo echó a correr, desenvainada la espada.
—¿Otro? —rugió Demandred—. ¡Lews Therin, empiezas a…!
Dejó de hablar cuando Lan llegó hasta él y se lanzó en El vilano flota en el remolino, una maniobra ofensiva, impetuosa. Demandred levantó la espada y paró el ataque con su arma; se deslizó hacia atrás un paso por la fuerza de la acometida. Intercambiaron tres golpes rápidos como chasquidos de relámpagos. Lan sintió un leve roce en la hoja de su espada, y la sangre salpicó en el aire.
Demandred se llevó la mano a la herida de la mejilla y los ojos se le abrieron más.
—¿Quién eres? —preguntó.
—El hombre que va a matarte.
Min alzó la vista del lomo de su torm mientras el animal corría hacia el acceso que los llevaba de vuelta al campo de batalla de Merrilor. Confiaba en que aguantara bien el frenesí de la batalla cuando llegaran allí. A lo lejos brillaban hogueras y antorchas, luciérnagas que iluminaban escenas de valor y determinación. Contempló el titileo de las luces, los últimos rescoldos de un fuego que pronto se habría extinguido.
Lejos, Rand temblaba en el remoto norte.
El Entramado giraba alrededor de Rand, obligándolo a observar. Miró a través de las lágrimas que le anegaban los ojos. Vio luchar a la gente. La vio caer. Vio a Elayne, cautiva y sola, ante un Señor del Espanto que se preparaba para arrancarle los niños del vientre. Vio a Rhuarc, perdida la mente, convertido en el títere de una Renegada.
Vio a Mat desesperado, haciendo frente a una situación insostenible.
Vio a Lan cabalgar hacia su muerte.
Las pullas de Demandred se clavaban en él. La presión del Oscuro continuaba amenazando con despedazarlo.
Había fracasado.
Pero en el fondo de la mente oyó una voz. Débil, casi olvidada.
Libérate.
Lan estaba dándolo todo.
No luchó como había enseñado a Rand a luchar. Nada de tantear con cautela, nada de examinar el terreno, nada de una valoración cuidadosa. Demandred encauzaba y, a despecho del medallón, Lan no podía dar tiempo a su enemigo para pensar, tiempo para tejer y arrojarle rocas o abrir el suelo bajo sus pies.
Se sumergió profundamente en el vacío y dejó que el instinto lo guiara. Quemándolo todo, llegó más allá de la ausencia de emociones. No necesitaba examinar el terreno, porque sentía la tierra como si fuera parte de él. No necesitaba tantear la habilidad de Demandred. Tratándose de uno de los Renegados y con muchas décadas de experiencia, sería el espadachín más diestro al que se había enfrentado en su vida.
Era vagamente consciente de los sharaníes que se habían apartado para formar un amplio círculo alrededor de los dos contendientes mientras luchaban. Al parecer, Demandred se sentía lo bastante seguro de sus aptitudes para no permitir que los otros interfirieran.
Lan giró en una secuencia de ataques. El agua desbordada en la pendiente dio paso a e Torbellino en la montaña, que se convirtió en El halcón se zambulle en los matojos. Sus poses eran como arroyos que afluían a un río, y éste a otro río más grande. Demandred combatía tan bien como Lan había temido. Aunque las poses del Renegado eran ligeramente distintas de las que él conocía, los años no habían cambiado la naturaleza de una lucha con espadas.
—Eres… bueno —dijo con un gruñido Demandred, que retrocedió ante Viento y lluvia; un hilillo de sangre le resbalaba por la mejilla y reflejaba la luz rojiza de una hoguera cercana.
Demandred respondió con Golpe de pedernal, que Lan había visto llegar y contrarrestó. Recibió un arañazo en el costado, pero hizo caso omiso. El intercambio lo había dejado un paso atrás, y eso dio a Demandred la oportunidad de levantar una roca con el Poder Único y arrojársela.
En la profundidad del vacío, Lan percibió que la roca se le venía encima. Era un conocimiento de la lucha, una comprensión que alentaba en lo más recóndito de su ser, en el mismo centro de su alma. La forma en que Demandred dio un paso, la dirección en que sus ojos parpadearon, revelaron a Lan exactamente lo que se le venía encima.
Al tiempo que adoptaba la siguiente postura de lucha, Lan alzó su arma colocándola a través del torso y dio un paso atrás. Una piedra del tamaño de la cabeza de un hombre pasó directamente frente a él. Lan se desplazó hacia adelante con agilidad en tanto que el brazo se movía en la siguiente pose y otra piedra le pasaba zumbando debajo del brazo, agitando el aire. Lan alzó la espada y se apartó del camino de una tercera piedra, que pasó casi rozándolo e hizo que la ropa le ondeara.
Demandred paró el ataque de Lan, pero respiraba trabajosamente.
—¿Quién eres? —musitó de nuevo Demandred—. Nadie de esta era tiene tanta destreza. ¿Asmodean? No, no. No habría sido capaz de luchar contra mí así. ¿Lews Therin? Eres tú, detrás de ese rostro, ¿verdad?
—Sólo soy un hombre —susurró Lan—. Es todo lo que he sido siempre.
Demandred gruñó y se lanzó al ataque. Lan respondió con La avalancha de rocas, pero la furia del Renegado lo obligó a retroceder unos cuantos pasos.
A despecho de la ofensiva inicial de Lan, Demandred era el mejor espadachín de los dos. Lan lo sabía por el mismo conocimiento que le decía cuándo atacar, cuándo parar, cuándo avanzar un paso y cuándo retroceder. Quizá si hubieran llegado a la lucha en igualdad de condiciones habría sido diferente. Pero no era el caso. Él había estado luchando a lo largo de todo un día, y, aunque lo habían Curado de las peores heridas, las menos graves todavía dolían. Además, la propia Curación restaba fuerzas.
Demandred aún estaba descansado. El Renegado dejó de hablar y se sumergió por completo en el duelo. También dejó de utilizar el Poder Único, enfocado sólo en su esgrima. No sonrió cuando empezó a sacar ventaja. No parecía la clase de hombre que sonriera muy a menudo.
Lan se retiró de Demandred, pero el Renegado siguió presionando con El jabalí baja corriendo la montaña, haciéndolo retroceder de nuevo hacia el perímetro del círculo, machacando sus defensas, cortándolo en el brazo, luego en el hombro y, finalmente, en el muslo.
«Sólo dispongo de tiempo para una última lección…»
—Te tengo —gruñó por fin Demandred, que resollaba—. Quienquiera que seas, te tengo. No puedes vencer.
—No me escuchaste antes —susurró Lan.
«Una última lección. La más dura…»
Demandred atacó y Lan vio su oportunidad. Se lanzó hacia adelante de forma que apoyó el costado en la punta de la espada de Demandred, y se impulsó contra el arma.
—No vine a ganar un duelo —musitó con una sonrisa—. Vine a matarte. La muerte es más liviana que una pluma.
Los ojos de Demandred se desorbitaron e intentó echarse hacia atrás. Demasiado tarde. La espada de Lan lo alcanzó de lleno en el cuello.
El mundo se oscureció mientras Lan se deslizaba por la hoja de la espada hacia atrás. Al hacerlo, sintió el miedo y el dolor de Nynaeve, y le envió todo su amor.