Respirando con dificultad, Androl yacía boca arriba y contemplaba el cielo en algún sitio lejos del campo de batalla, tras la huida de la cima de los Altos.
Ese ataque… Qué poderoso había sido.
¿Qué fue eso?, transmitió a Pevara.
No era Taim, contestó ella, que se puso de pie y se sacudió el polvo de la falda. Creo que era Demandred.
Nos trasladé a propósito a un lugar lejos de donde él estaba combatiendo.
Sí. ¿Cómo se atreve a desplazarse e interferir con el grupo de encauzadores que atacan a sus fuerzas?
Androl se sentó, gemebundo.
¿Sabes, Pevara?, transmitió, sorprendido por la jocosidad de la mujer. Eres atípicamente socarrona para ser una Aes Sedai.
No conoces a las Aes Sedai tan bien como te imaginas. Pevara se acerco a Emarin para examinarle las heridas.
Androl respiró hondo y se llenó de los aromas del otoño. Hojas caídas. Agua estancada. Un otoño que había llegado demasiado pronto. La ladera donde se encontraban se asomaba a un valle en el que, como si desafiaran lo que ocurría en el mundo, algunos granjeros habían cultivado la tierra en grandes parcelas cuadradas.
Nada había crecido.
Cerca, Theodrin se puso de pie.
—Aquello es una locura —dijo, enrojecido el semblante.
Androl percibió la desaprobación de Pevara hacia la chica. No tendría que haber mostrado sus emociones sin rebozo. Todavía no había aprendido a mantener el control Aes Sedai como era debido.
En realidad todavía no es una Aes Sedai, diga lo que diga la Amyrlin, le transmitió Pevara al leerle los pensamientos. No ha pasado la prueba todavía.
Theodrin parecía saber lo que pensaba Pevara, así que las dos guardaban las distancias entre sí. Pevara Curó a Emarin, que lo asumió de forma estoica. Theodrin Curó un corte que Jonneth tenía en el brazo; a él parecieron hacerle gracia sus atenciones maternales.
Lo habrá vinculado dentro de nada, transmitió Pevara. ¿No te diste cuenta de que dejó que una de las otras mujeres escogiera al que le correspondía a ella de los cincuenta y luego empezó a seguirlo a él por todas partes? No se ha apartado de nosotros desde la Torre Negra.
¿Y si él la vincula a su vez?, envió Androl.
Pues entonces veremos si lo que tenemos tú y yo es algo excepcional o no. Pevara vaciló antes de seguir. Estamos topando con cosas que nunca se habían visto hasta ahora.
Él le sostuvo la mirada. Pevara se refería a lo que quiera que hubiera ocurrido durante la coligación de ambos la última vez. Ella había abierto un acceso, pero del mismo modo que lo habría hecho él.
Vamos a tener que intentarlo de nuevo, le transmitió a Pevara.
Pronto, repuso ella, que Ahondó a Emarin para asegurarse de que la Curación había surtido efecto.
—Estoy bastante bien, Pevara Sedai —dijo él, cortés como siempre—. Y, si se me permite decirlo, parece que a vos tampoco os vendría mal un poco de Curación.
Ella bajó la vista hacia la tela quemada de la manga. Todavía se sentía insegura respecto a dejar que un hombre la Curara, pero también se sentía irritada consigo misma por su timidez.
—Gracias —le dijo a Emarin con voz firme y dejó que él le tocara el brazo y encauzara.
Androl desenganchó una pequeña taza de estaño que llevaba en el cinturón y con gesto ausente alzó la mano, con los dedos hacia abajo. Apretó los dedos como si pellizcara algo entre ellos y, cuando los separó, se abrió un pequeño acceso en el centro. Se vertió agua y llenó la taza.
Pevara se sentó a su lado y aceptó la taza que le ofrecía y bebió.
—Fresca como la de un manantial de montaña —comentó, con un suspiro.
—Es que lo es —contestó Androl.
—Eso me recuerda que quería preguntarte algo. ¿Cómo haces eso?
—¿Esto? Sólo es un acceso pequeño…
—No me refiero a eso. Androl, acabas de llegar aquí. No es posible que hayas tenido tiempo de memorizar esta zona lo bastante bien para abrir un acceso a algún manantial de montaña a cientos de millas de distancia.
Androl la miró sin comprender, como si acabara de oír algo sorprendente.
—No lo sé. A lo mejor tiene algo que ver con mi Talento —dijo luego.
—Comprendo. —Pevara guardó silencio unos instantes—. Por cierto, ¿qué le ha pasado a tu espada?
Androl se llevó la mano al costado. La vaina colgaba allí, vacía. Había soltado la espada cuando el rayo había caído cerca de ellos y no había tenido la presencia de ánimo suficiente para recogerla al huir. Soltó un gemido.
—Si Garfin supiera esto, me mandaría a moler cebada en el almacén del oficial de intendencia durante semanas.
—Eso no es importante —contestó Pevara—. Tienes otras armas mejores.
—Es cuestión de principios. Llevar espada me hace recordar lo que soy. Es como… Bueno, ver una red hace que recuerde cuando pescaba por Mayene, y el agua de manantial me recuerda a Jain. Pequeñas cosas, pero las cosas pequeñas tienen importancia. Necesito volver a ser un soldado. He de encontrar a Taim, Pevara. Los sellos…
—Bueno, no podemos encontrarlo de la forma que lo hemos intentado. ¿Estás de acuerdo en eso?
Él suspiró, pero asintió con la cabeza.
—Estupendo —dijo Pevara—. Detesto ser un blanco.
—¿Qué hacemos entonces?
—Habremos de abordarlo tras hacer un análisis concienzudo, no blandiendo espadas.
Probablemente ella tenía razón.
—¿Y qué tal… lo que hicimos? —sugirió Androl—. Pevara, tú utilizaste mi Talento.
—Veremos. —Pevara dio un sorbo de agua—. Lástima que no sea té.
Androl enarcó las cejas. Le cogió la taza, abrió un pequeño acceso entre dos dedos y dejó caer en la taza unas cuantas hojas de té secas. Hizo que el agua hirviera un momento con un hilo de Fuego y después echó dentro miel, a través de otro acceso.
—Tenía un poco en mi taller de la Torre Negra —explicó mientras le tendía la taza de nuevo—. Por lo visto nadie lo ha tocado.
Ella sorbió el té y esbozó una gran cálida sonrisa.
—Androl, eres maravilloso.
Él sonrió a su vez. ¡Luz! ¿Cuánto tiempo hacía que no se había sentido así con una mujer? Se suponía que el amor era cosa de jóvenes tontos, ¿no?
Por supuesto, los jóvenes tontos nunca se fijaban en cosas importantes. Buscaban una cara bonita y nada más. Androl tenía suficiente edad para saber que un rostro atractivo no era nada comparado con la clase de seguridad que transmitía una mujer como Pevara. Control, estabilidad, determinación. Ésas eran cosas que sólo podían llegar con el punto justo de madurez.
Era igual que con la piel. La piel nueva era fina, pero una piel verdaderamente buena era la que se había usado y desgastado, como una correa a la que se ha cuidado a lo largo de los años. Uno nunca sabía con seguridad si podía fiarse de una correa nueva.
—Estoy intentando leer ese pensamiento —dijo Pevara—. ¿Acabas de compararme con… una correa de cuero?
Él enrojeció.
—Pensaré que es algo propio de los talabarteros. —Dio otro sorbo de té.
—Bueno, tú no dejas de compararme con… ¿Qué es? ¿Un conjunto de figurillas?
—Mi familia —repuso ella, sonriendo.
Unas personas a las que habían asesinado Amigos Siniestros.
—Lo siento.
—Ocurrió hace mucho, mucho tiempo, Androl.
Con todo, él percibió que Pevara seguía furiosa por aquello.
—Luz —dijo—. Siempre olvido que eres mayor que la mayoría de los árboles, Pevara.
—Mmmmm… Primero soy una correa de cuero, ahora soy más vieja que los árboles. Supongo que, a pesar de las varias docenas de trabajos que has tenido en tu vida, ninguna parte de tu entrenamiento estaba relacionada con aprender a hablar con una dama, ¿verdad?
Él se encogió de hombros. De joven puede que se hubiera sentido violento por quedarse atorado, como si la lengua se le hubiera hecho un nudo, pero había aprendido que era algo imposible de evitar. Intentarlo sólo llevaba a empeorar las cosas. Curiosamente la forma en que él reaccionó la complació. Debía de ser que a las mujeres les gustaba ver a un hombre desconcertado.
Sin embargo, el regocijo de Pevara se extinguió cuando por casualidad alzó la vista al cielo. De repente, Androl recordó los campos vacíos allá abajo, en el valle. Los árboles muertos. El sordo gruñido del trueno. No era momento para el júbilo; ni para el amor. No obstante, por alguna razón se sorprendió a sí mismo aferrándose a ambas sensaciones precisamente por ello.
—Deberíamos ponernos en marcha pronto —dijo él—. ¿Qué plan tienes?
—Taim estará siempre rodeado de secuaces. Si seguimos atacando como hemos hecho, nos harán trizas antes de que consigamos llegar a él. Tenemos que acercarnos con sigilo.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo?
—Eso depende. ¿Hasta qué punto actuarías como un loco si la situación lo justificara?
El valle de Thakan’dar se había convertido en un lugar de humo, caos y muerte.
Rhuarc avanzaba con sigilo, flanqueado por Trask y Baelder. Eran sus hermanos de la asociación Escudos Rojos. Nunca los había visto hasta que llegaron a ese lugar, pero aun así eran hermanos y su vínculo se había sellado con la sangre derramada de Engendros de la Sombra y traidores.
Un rayo desgarró el aire y cayó cerca. Al caminar, los pies de Rhuarc crujían en la arena que se había convertido en fragmentos cristalinos por los rayos. Llegó al lugar donde ponerse a cubierto —unos cadáveres de trollocs amontonados— y se agazapó detrás; Trask y Baelder se reunieron con él. La tormenta había estallado finalmente, y vientos violentos asaltaban el valle con una fuerza que casi le arrancaba el velo de la cara.
Era difícil distinguir algo. La niebla se había disipado, pero el cielo estaba más oscuro y la tormenta levantaba remolinos de polvo y humo. Había mucha gente que combatía en patrullas que deambulaban por el valle.
Ya no había líneas de combate. Horas antes, un ataque de los Myrddraal —y la subsiguiente ofensiva trolloc a gran escala— había conseguido romper por fin la resistencia de los defensores en la boca del valle. Los tearianos y los Juramentados del Dragón se habían retirado al interior del valle, hacia Shayol Ghul, y ahora la mayoría combatía casi al pie de la montaña.
Por suerte, el número de los trollocs que habían entrado amontonados ya no era abrumador. La matanza en el paso y el largo asedio habían reducido el contingente trolloc de Thakan’dar. En total, los trollocs restantes probablemente igualaban el número de defensores.
Lo cual seguía siendo un problema; pero, en su opinión, los Sin Honor que llevaban velos rojos eran un peligro mucho mayor. Ésos merodeaban por toda la extensión del valle, como hacían los Aiel. En aquel campo de muerte abierto, tan enturbiado por los remolinos de polvo y humo que apenas había visibilidad, Rhuarc estaba de caza. De vez en cuando se topaba con algún grupo de trollocs, pero los Fados habían azuzado a la mayoría a combatir con las tropas de soldados tearianos y domani, mientras que los encauzadores seguían defendiendo el sendero que subía por la montaña hasta la caverna donde el Car’a’carn luchaba con el Cegador de la Vista.
Rand al’Thor tendría que terminar su batalla pronto, porque Rhuarc sospechaba que no pasaría mucho antes de que la Sombra se apoderara del valle.
Él y sus hermanos llegaron a donde un grupo de Aiel danzaba las lanzas con los traidores que llevaban velos rojos. Aunque muchos de los velos rojos podían encauzar, parecía que ninguno de ese grupo lo hacía. Rhuarc y sus dos compañeros entraron en la danza arremetiendo con las lanzas.
Esos velos rojos luchaban bien. Trask despertó del sueño durante ese enfrentamiento, aunque antes acabó con uno de los velos rojos al tiempo que él caía. La escaramuza acabó cuando los restantes velos rojos se dieron a la fuga. Rhuarc mató a uno con el arco, y Baelder abatió a otro. Disparar a hombres por la espalda era algo que no habrían hecho si hubiesen estado luchando contra verdaderos Aiel, pero esos seres eran peores que los Engendros de la Sombra.
Los tres restantes Aiel a los que habían ayudado dieron las gracias con un cabeceo. Se unieron a Rhuarc y a Baelder, y juntos regresaron hacia Shayol Ghul para comprobar las defensas allí.
Por suerte el ejército en aquella zona todavía resistía. Muchos eran de esos Juramentados del Dragón que habían llegado los últimos a la batalla y que en su mayoría eran hombres y mujeres corrientes. Sí, había alguna Aes Sedai entre ellos, incluso algunos Aiel y un par de Asha’man. Sin embargo, en su mayor parte empuñaban espadas que no se habían utilizado hacía años o varas de combate que antes debían de haber sido herramientas agrícolas.
Luchaban contra los trollocs como lobos acorralados. Rhuarc meneó la cabeza. Si los Asesinos del Árbol hubieran luchado con esa ferocidad, quizá Laman todavía ocuparía su trono.
El estampido de un rayo llegó desde el aire y mató a varios de los defensores. Rhuarc parpadeó porque el fogonazo del rayo lo había deslumbrado, se volvió hacia un lado y examinó los alrededores a través del ventarrón. Allí.
Hizo una seña a sus hermanos para que se quedaran atrás y luego se deslizó hacia adelante, agazapado. Recogió un puñado del polvo gris como ceniza que cubría el suelo y se frotó con él las ropas y la cara; el viento le arrebató parte del polvo de los dedos.
Se tumbó boca abajo en el suelo, con una daga sujeta entre los dientes. Su presa se encontraba en lo alto de una pequeña elevación y contemplaba el combate. Uno de los velos rojos, con el velo bajado, sonreía. El ser no tenía los dientes afilados en punta. Todos los que los llevaban así podían encauzar, pero también sabían hacerlo algunos que no los tenían afilados. Rhuarc ignoraba lo que significaba eso.
Aquel tipo puso de manifiesto que era encauzador cuando creó un tejido de Fuego en forma de lanza que arrojó contra los fearianos que combatían a corta distancia. Sigiloso, Rhuarc avanzó muy despacio por una depresión formada en el suelo rocoso.
Tuvo que presenciar cómo el velo rojo mataba a un Defensor tras otro, pero no se apresuró. Siguió aproximándose con angustiosa lentitud mientras oía el chisporroteo del fuego, en tanto que el encauzador permanecía con las manos enlazadas a la espalda y los tejidos del Poder Único se descargaban a su alrededor.
El hombre no lo vio. Aunque había velos rojos que luchaban como Aiel, muchos de ellos no lo hacían. No acechaban en silencio, ni parecían saber manejar el arco y la lanza tan bien como deberían. Los hombres como el que Rhuarc tenía delante… Rhuarc dudaba que alguna vez tuvieran que moverse en silencio o acercarse a hurtadillas a un enemigo o cazar un venado en territorio agreste. ¿Para qué querrían hacerlo cuando podían encauzar?
El velo rojo no advirtió que Rhuarc se deslizaba alrededor del cadáver de un trolloc que yacía cerca de los pies del velo rojo; Rhuarc alargó la mano y le cortó al hombre los tendones de las corvas. El velo rojo se desplomó con un grito y, antes de que pudiera encauzar, Rhuarc lo degolló. A continuación se deslizó hacia atrás y se ocultó entre dos cadáveres.
Dos trollocs acudieron para ver a qué se debía el alboroto. Rhuarc mató al primero y luego derribó al segundo mientras se volvía, antes de que tuviera ocasión de verlo. Después, una vez más, se fundió con el paisaje y desapareció.
No se acercaron más Engendros de la Sombra para investigar, así que Rhuarc retrocedió hacia sus hombres. Al moverse —incorporándose para correr agazapado— se cruzó con una manada de lobos que estaban acabando con un par de trollocs. Los animales se volvieron hacia él con los hocicos manchados de sangre y las orejas erguidas. Lo dejaron pasar y se alejaron en silencio hacia el vendaval en busca de otra presa.
Lobos. Habían llegado con la tempestad seca, y ahora luchaban junto a los hombres. Rhuarc no sabía gran cosa sobre cómo marchaba la batalla en conjunto. En la distancia, veía que algunas tropas de Darlin Sisnera todavía mantenían la formación de combate. Los ballesteros se habían situado junto a los Juramentados del Dragón. Lo último que había visto Rhuarc era que casi se habían quedado sin virotes, y las extrañas carretas que arrojaban vapor y que habían estado llevando suministros ahora estaban destrozadas. Aes Sedai y Asha’man seguían encauzando contra el violento ataque, pero sin la energía con que los había visto hacerlo horas atrás.
Los Aiel hacían lo que mejor se les daba hacer: matar. Mientras esos ejércitos resistieran ante el sendero que llevaba a Rand al’Thor, quizá sería suficiente. Quizá…
Algo lo golpeó. Soltó un grito ahogado y cayó de rodillas. Alzó la vista y alguien hermoso apareció entre la tormenta para observarlo. Tenía unos ojos maravillosos, aunque eran algo asimétricos. Nunca se había dado cuenta de lo horribles que eran los ojos simétricos de todo el mundo. Sólo pensarlo le revolvía el estómago. Y todas las demás mujeres tenían demasiado pelo en la cabeza. Esta criatura, con el cabello ralo, era mucho más bonita.
Ella se acercó, maravillosa, sorprendente. Increíble. Le rozó la mejilla mientras él se arrodillaba en el suelo; las yemas de los dedos eran suaves como nubes.
—Sí, servirás —dijo—. Ven, cachorro mío. Únete a los otros.
Señaló hacia un grupo que la seguía. Varias Sabias, un par de Aes Sedai, un hombre con una lanza… Rhuarc gruñó. ¿Ese hombre intentaría arrebatarle el cariño de su amada? Lo mataría por eso y… La señora soltó una risita queda.
—Y Moridin cree que esta cara es un castigo. Bien, pues, a ti no te importa el rostro que tengo, ¿verdad, cachorro mío? —La voz se tornó más suave y al mismo tiempo más severa—. Cuando haya acabado lo que he de hacer, a nadie le importará. El propio Moridin alabará mi belleza, porque verá a través de los ojos que le otorgaré. Igual que tú, cachorro. Exactamente igual que tú.
Dio unas palmaditas a Rhuarc en la cabeza. Él los siguió a ella y a los demás a través del valle. Atrás dejó a los hombres que había llamado hermanos.
Rand avanzó al formarse ante él una calzada con los hilos. Posó el pie en una baldosa brillante, limpia, y pasó de la nada al esplendor.
La calzada era lo bastante ancha para que seis carretas rodaran a la vez, pero ningún vehículo ocupaba la vía. Sólo gente. Gente animada, ataviada con ropas de colores alegres. Gente que charlaba y se saludaba con entusiasmo. Los sonidos llenaron el vacío; sonidos de vida.
Rand se volvió para contemplar los edificios que iban surgiendo a su alrededor. Casas altas alineadas a lo largo de la vía pública, con columnas en el frontis. Esbeltas, lindaban unas con otras, las fachadas hacia la calle. Detrás de ellas había cúpulas y otras maravillas, edificios que se elevaban hacia el cielo. No se parecía a ninguna ciudad de cuantas había visto, aunque el trabajo era Ogier.
Es decir, Ogier en parte. Cerca, unos trabajadores reparaban una fachada que se había deteriorado durante una tormenta. Ogier de dedos gruesos soltaban risas como sordos retumbos mientras trabajaban junto a los hombres. Cuando los Ogier habían llegado a Campo de Emond con intención de construir un monumento allí para corresponder al sacrificio de Rand, los dirigentes de la ciudad, con gran sensatez, habían pedido que en lugar de eso hicieran mejoras en la ciudad.
Con el paso de los años, los Ogier y las gentes de Dos Ríos habían trabajado juntos hasta el punto de que a los artesanos de Dos Ríos se los solicitaba en todo el mundo. Rand caminó calzada adelante, entre gente de todas las nacionalidades. Domani con sus ropas pintorescas y vaporosas. Tearianos —la división entre plebeyos y nobles desaparecía más y más cada día— con ropas holgadas y camisas de mangas a rayas. Seanchan luciendo exóticas sedas. Fronterizos de aire noble. Incluso sharaníes.
Todos habían acudido a Campo de Emond. Ahora la ciudad guardaba poco parecido con su nombre y, sin embargo, quedaban ciertos toques. Había más árboles y espacios verdes abiertos de los que uno podía encontrar en otras grandes ciudades, como Caemlyn o Tear. En Dos Ríos se veneraba a los constructores y artesanos. Y sus tiradores eran los mejores del mundo conocido. Un grupo de elite de hombres de Dos Ríos, armados con unos nuevos palos disparadores a los que llamaban fusiles, prestaban servicio con los Aiel en sus campañas para mantener la paz en Shara. Era el único lugar en todo el mundo donde se conocía la guerra. Oh, había disputas aquí y allí. El estallido de violencia entre Murandy y Tear de cinco años antes casi había conseguido llevar la primera guerra real a esas tierras en el siglo transcurrido desde la Última Batalla.
Rand sonrió mientras avanzaba metiéndose entre la multitud, sin empujar, pero oyendo con orgullo la alegría que transmitían las voces de la gente. El «estallido» en Murandy había sido intenso según los criterios de la cuarta era, pero en realidad apenas había tenido importancia. Un noble disgustado había disparado a una patrulla Aiel. Tres heridos, ningún muerto, y eso era el peor «enfrentamiento» en años, aparte de las campañas sharaníes.
En el cielo, los rayos del sol se abrieron paso entre la fina capa de nubes y bañaron de luz la calzada. Rand llegó por fin a la plaza de la ciudad, que antaño había sido el Prado de Campo de Emond. ¿Y qué decir del Camino de la Cantera, que ahora era lo bastante ancho para que marchara por él un ejército? Caminó alrededor de la enorme fuente que se alzaba en el centro de la plaza, un monumento a aquellos que habían caído en la Última Batalla y que era obra de los Ogier.
Vio rostros familiares entre las figuras esculpidas en el centro de la fuente y dio media vuelta.
«No es el final aún —pensó—. Esto no es real todavía». Había construido esa realidad con los hilos de lo que podría ser, de los reflejos del mundo tal como se estaba desarrollando en ese momento. No era algo definitivo.
Por primera vez desde que había entrado en esa visión diseñada por él mismo, su confianza se tambaleó un poco. Sabía que la Última Batalla no era un fracaso. Pero la gente estaba muriendo. ¿Es que pensaba frenar todas las muertes, todo el dolor?
«Esta lucha tendría que ser sólo mía —pensó—. Ellos no tendrían que morir». ¿Es que no bastaba con su sacrificio?
Se había preguntado lo mismo una y otra vez.
La visión titiló, las delicadas baldosas bajo sus pies tintinearon, los edificios se sacudieron y temblaron. La gente se quedó inmóvil, petrificada. El sonido se apagó. Por una calleja lateral Rand vio aparecer una oscuridad como una motita diminuta que se expandía e iba envolviendo cuanto tenía cerca hasta engullirlo. Creció hasta alcanzar el tamaño de una de las casas y continuó expandiéndose despacio.
TU SUEÑO ES ENDEBLE, ADVERSARIO.
Rand afirmó su voluntad y los temblores cesaron. La gente que se había quedado paralizada volvió a caminar y las gratas conversaciones se reanudaron. Un suave vientecillo sopló por la acera y meció en los postes los banderines que anunciaban una celebración.
—Me encargaré de que se realice —le dijo Rand a la oscuridad—. Éste es tu punto débil. Felicidad, vegetación, amor…
ESTAS GENTES SON MÍAS AHORA. LAS TOMARÉ.
—Eres oscuridad —replicó Rand en voz alta—. La oscuridad no puede hacer retroceder a la Luz. La oscuridad sólo existe cuando la Luz flaquea, cuando huye. Yo no flaquearé. Yo no huiré. No puedes vencer mientras yo te obstruya el paso, Shai’tan.
VEREMOS.
Rand le dio la espalda a la oscuridad y continuó caminando con tenacidad alrededor de la fuente. Al otro lado de la plaza, un gran tramo de majestuosos escalones blancos conducía a un edificio de cuatro plantas de altura, una inspirada creación de increíble talento, con relieves tallados y coronada por un resplandeciente tejado de cobre. Cien años. Un siglo de vida, un siglo de paz.
Las facciones de la mujer que se encontraba en lo alto de la escalinata le resultaban familiares. Algunos de sus rasgos eran de ascendencia saldaenina, pero también el rizoso cabello oscuro apuntaba claramente su ascendencia de Dos Ríos. Lady Adora, nieta de Perrin y alcaldesa de Campo de Emond. Rand subió los escalones y ella pronunció el discurso de conmemoración. Nadie reparó en él. Rand había hecho que fuera así. Se deslizó como un Hombre Gris detrás de ella mientras Adora proclamaba el día de celebración; después entró en el edificio.
No era un edificio gubernamental, aunque podría parecerlo por la fachada. Era algo mucho más importante.
Una academia.
A la derecha, los suntuosos pasillos estaban adornados con ornamentos y cuadros que rivalizarían con los de cualquier palacio, pero éstos representaban grandes maestros y narradores de relatos del pasado, desde Anla hasta Thom Merrilin. Rand recorrió uno de los pasillos y se fue asomando a las salas en las que cualquiera podía entrar y adquirir conocimientos, desde el granjero más pobre hasta los hijos de la alcaldesa. El edificio tenía que ser grande para acoger a todos los que deseaban instruirse.
TU PARAÍSO TIENE FALLOS, ADVERSARIO.
La oscuridad se asomaba a un espejo que Rand tenía a su derecha. El espejo no reflejaba el pasillo, sino SU presencia.
¿CREES QUE PUEDES ACABAR CON EL SUFRIMIENTO? AUN EN EL CASO DE QUE VENCIERAS NO LO CONSEGUIRÍAS. EN ESAS CALLES PERFECTAS TODAVÍA SE ASESINA A HOMBRES POR LA NOCHE. LOS NIÑOS PASAN HAMBRE A DESPECHO DE LOS ESFUERZOS DE TUS PROSÉLITOS. LOS PODEROSOS EXPLOTAN A UNOS Y CORROMPEN A OTROS; SÓLO QUE LO HACEN SIN LLAMAR LA ATENCIÓN, BAJO CUERDA.
—Es mejor —susurró Rand—. Es bueno.
NO ES SUFICIENTE, Y NUNCA LO SERÁ. TU SUEÑO ES FALLIDO. TU SUEÑO ES UNA MENTIRA. YO SOY LO ÚNICO CIERTO QUE TU MUNDO HA CONOCIDO.
El Oscuro arremetió.
El ataque llegó como una tormenta. Un golpe de viento tan terrible que amenazó con desgarrarlo hasta dejarle los huesos pelados. Aguantó con entereza, los ojos fijos en la nada, los brazos enlazados a la espalda. El ataque arrasó la visión, arrambló con todo: la hermosa ciudad, la gente y sus risas, el monumento a la ilustración y la paz. El Oscuro lo consumió, y de nuevo se convirtió en mera posibilidad.
Silviana asió el Poder Único, lo sintió fluir dentro de ella, dando luminosidad al mundo. Cuando abrazaba el Saidar se sentía como si fuera capaz de verlo todo. Era una experiencia gloriosa, siempre que reconociera que era una mera sensación, que no era verdad. La fascinación del poder del Saidar había inducido a muchas mujeres a realizar actos temerarios. Desde luego, muchas Azules los habían llevado a cabo en un momento u otro.
Silviana modeló fuego desde la silla de su montura y arrasó soldados sharaníes. Había enseñado a su castrado, Aguijón, a no ponerse nervioso cuando se encauzaba.
—¡Arqueros, atrás! —gritó Chubai a su espalda—. ¡Fuera, fuera! ¡Infantería pesada, adelante!
Soldados de a pie equipados con armadura pasaron junto a Silviana con hachas y mazas para enfrentarse a los desorientados sharaníes en las pendientes. Habría sido mejor con picas, pero las que tenían no eran ni de lejos suficientes para todo el mundo.
Silviana lanzó otro tejido de fuego al enemigo a fin de prepararle el camino a la infantería, y después dirigió la atención a los arqueros sharaníes que se encontraban más arriba en la pendiente.
Una vez que las fuerzas de Egwene habían rodeado las ciénagas, se habían dividido en dos grupos de asalto. Las Aes Sedai se habían desplazado con la infantería de la Torre Blanca para atacar a los sharaníes de los Altos desde el oeste. Para entonces, los fuegos se habían extinguido y la mayoría de los trollocs habían abandonado los Altos para atacar abajo.
La otra mitad del ejército de Egwene, en su mayor parte caballería, se dirigió a la cañada que bordeaba las ciénagas y continuó hacia el vado; atacaron los flancos vulnerables en la retaguardia de los trollocs, que habían bajado de las laderas para atacar a las tropas de Elayne, las cuales defendían las zonas colindantes con el vado.
La tarea primordial del primer grupo era subir la vertiente occidental. Silviana empezó a dirigir una serie de descargas de rayos a los sharaníes que avanzaban para repelerlos.
—Una vez que la infantería se haya abierto paso cuesta arriba —dijo Chubai al lado de Egwene—, será el momento de que las Aes Sedai empiecen a… ¿Madre? —La voz de Chubai había adquirido un timbre agudo.
Silviana se volvió en la silla y miró a Egwene, alarmada. La Amyrlin no estaba encauzando. Temblaba, y tenía el rostro demudado. ¿La habría alcanzado algún tejido? Que Silviana viera, no.
En la cumbre de los Altos, unas figuras apartaban a empujones a la infantería sharaní. Empezaron a encauzar y los rayos cayeron sobre el ejército de la Torre Blanca, cada uno de ellos con un destello de luz que hendía el aire y un estampido lo bastante intenso para aturdir.
—¡Madre!
Silviana azuzó con las rodillas a su montura para situarse junto a la de Egwene. Demandred debía de estar atacándola. Tocando el sa’angreal que Egwene sostenía en la mano a fin de absorber más Poder, Silviana tejió un acceso. La mujer seanchan que cabalgaba detrás de Egwene asió las riendas del caballo de la Amyrlin y tiró de él hacia la seguridad del otro lado de acceso. Silviana fue detrás mientras gritaba:
—¡Aguantad contra esos sharaníes! ¡Advertid a los encauzadores varones del ataque de Demandred a la Sede Amyrlin!
—No —dijo con voz débil Egwene, que se tambaleaba en la silla mientras los caballos se dirigían a paso lento hacia una tienda grande. A Silviana le habría gustado llevarla más lejos, pero no conocía el área lo suficiente para hacer un salto largo—. No, no es…
—¿Qué ocurre, madre? —preguntó Silviana, que se aproximó a ella y dejó que el acceso se cerrara.
—Es Gawyn —dijo, pálida, temblorosa—. Lo han herido. Gravemente. Se está muriendo, Silviana.
«Oh, Luz», pensó Silviana. ¡Guardianes! Se había temido que ocurriera algo así desde el momento en que había puesto los ojos en ese estúpido muchacho.
—¿Dónde? —inquirió.
—En los Altos. Voy a buscarlo. Utilizaré accesos, Viajaré en su dirección…
—Luz bendita, madre —exclamó Silviana—. ¿Tenéis la más ligera idea de lo peligroso que sería hacer eso? Quedaos aquí y dirigid a las fuerzas de la Torre Blanca. Yo intentaré dar con él.
—Tú no lo percibes.
—Pasadme el vínculo.
Egwene se quedó pasmada.
—Sabéis que es lo mejor que podemos hacer —dijo Silviana—. Si él muere, el vínculo podría destruiros. Dejad que lo tenga yo. Me permitirá encontrarlo y os protegerá a vos si él muriera.
Egwene la miró como si la mujer le acabara de confesar que profesaba lealtad al Oscuro. ¿Cómo osaba sugerirle tal cosa? Claro que, siendo Roja, no sabía mucho sobre Guardianes, y las hermanas de su Ajah solían tener ideas peregrinas respecto a ellos.
—No —contestó—. No, ni siquiera voy a planteármelo. Además, si él muere, eso sólo conseguiría protegerme transmitiéndote el dolor a ti.
—Yo no soy la Amyrlin.
—No. Si él muere, sobreviviré a ello y seguiré combatiendo. Llegar hasta él saltando de acceso en acceso sería absurdo, como tú dices, y tampoco dejaré que tú lo hagas. Se encuentra en los Altos. Forzaremos nuestro ascenso hasta allí, como se ha ordenado, y así podremos llegar hasta Gawyn. Es la mejor opción.
Silviana vaciló, pero después asintió con la cabeza. Tendría que valer. Regresaron juntas a la ladera occidental de los Altos, pero Silviana estaba que echaba chispas. ¡Necio! Si moría, para Egwene iba a ser un suplicio seguir combatiendo.
La Sombra no tenía que acabar con la propia Amyrlin para frenarla. Sólo tenía que matar a un muchacho estúpido.
—¿Qué hacen esos sharaníes? —preguntó en voz queda Elayne.
Birgitte controló su montura y tomó el visor de lentes que le tendía Elayne. Lo alzó y miró más allá del cauce seco del río, hacia la pendiente de los Altos, donde se había reunido un gran número de tropas sharaníes.
—Probablemente están esperando que cosan a flechazos a los trollocs.
—Lo dices sin mucho convencimiento —comentó Elayne, que recuperó el visor.
Abrazaba el Saidar, pero de momento no lo utilizaba. Su ejército llevaba dos horas luchando allí, en el río. Los trollocs se habían lanzado en oleadas por el cauce seco de Mora desde arriba y desde abajo, pero sus tropas los estaban conteniendo y no los dejaban pisar suelo shienariano. Las ciénagas impedían que el enemigo diera un rodeo por su flanco izquierdo; el flanco derecho era más vulnerable y habría que estar pendiente de ese lado. Sería mucho peor si todos los trollocs estuvieran presionando a través del río, pero la caballería de Egwene no dejaba de castigarlos desde atrás, cosa que le quitaba parte de la presión a su ejército.
Los hombres rechazaban a los trollocs con picas, y el pequeño chorro de agua que todavía fluía se había teñido de rojo. Elayne mantenía el gesto resuelto y permanecía allí, firme; para seguir el curso de la batalla, desde luego, pero también para estar a la vista de sus tropas. Lo más florido de Andor sangraba y moría conteniendo a los trollocs con dificultad. El ejército sharaní parecía estar preparando una carga desde los Altos, pero Elayne no creía que fueran a lanzar el ataque todavía; el ataque de la Torre Blanca en la ladera occidental, por detrás de los Altos, había sido un golpe de genialidad.
—Es que cualquier cosa que digo lo hago sin convencimiento —susurró Birgitte—. Ninguno en absoluto. Ya dudo de muchas cosas.
Elayne frunció el entrecejo. Pensaba que ese tema de la conversación se había acabado. ¿A qué refería Birgitte?
—¿Y qué me dices de tus recuerdos? —le preguntó a la Guardiana.
—Lo primero que recuerdo ahora es despertarme y veros a ti y a Nynaeve —susurró—. Me acuerdo de nuestras conversaciones estando en el Mundo de los Sueños, pero no recuerdo el lugar en sí. Todo se me ha borrado de la mente, se me ha escapado como agua entre los dedos.
—Oh, Birgitte…
La mujer se encogió de hombros.
—No puedo echar de menos lo que no recuerdo —dijo.
El dolor que denotaba la voz contradecía sus palabras.
—¿Gaidal?
—Nada —contestó Birgitte al tiempo que negaba con la cabeza—. Siento que debería conocer alguien con ese nombre, pero no recuerdo. —Soltó una risita—. Como he dicho, no sé lo que he perdido, así que no pasa nada.
—¿Estás mintiendo?
—Puñetas, por supuesto que sí. Es como si tuviera un agujero dentro de mí, Elayne. Un inmenso y profundo agujero por el que se desangra mi vida y mis recuerdos. —Desvió los ojos.
—Birgitte…, lo siento.
La otra mujer hizo volver grupas a su caballo y se alejó un poco; era obvio que no deseaba hablar más de ese tema. Su dolor irradió punzante en el nudo de emociones que era su vínculo con Elayne.
¿Qué se sentiría al perder tanto? Birgitte no tenía infancia, ni padres. Toda su vida, todo cuanto recordaba, por lo general llegaba a menos de un año. Elayne hizo intención de ir tras ella, pero en ese momento sus guardias se apartaron para abrir paso a Galad, ataviado con armadura, tabardo y capa de capitán general de los Hijos de la Luz.
—Galad —saludó Elayne, prietos los labios.
—Hermana —respondió él—. Supongo que sería del todo infructuoso recordarte lo inapropiado que es para una mujer en tu estado permanecer en el campo de batalla.
—Si perdemos esta guerra, Galad, mis hijos nacerán cautivos del Oscuro, si es que nacen. Creo, pues, que merece la pena correr el riesgo de estar en el frente.
—Siempre y cuando te refrenes de empuñar la espada personalmente.
Galad entrecerró los ojos e inspeccionó el campo de batalla. Sus palabras implicaban que le daba permiso —¡permiso!— para que dirigiera sus tropas.
Destellos de luz saltaron de los Altos y alcanzaron a los últimos dragones que disparaban desde el campo que había detrás de sus tropas. ¡Qué potencia! Demandred manejaba un Poder que eclipsaba el de Rand.
«Si ataca de ese modo a mis tropas…»
—¿Por qué me ha hecho venir aquí Cauthon? —preguntó Galad en voz baja—. Quería que doce de mis mejores hombres…
—No estarás pidiéndome que adivine lo que le ronda por la mente a Matrim Cauthon, ¿verdad? —lo interrumpió Elayne—. Estoy convencida de que Mat sólo actúa con aparente simpleza para que la gente lo deje salirse con la suya; de ese modo hace lo que quiere.
Galad meneó la cabeza. Elayne vio un grupo de hombres reunidos cerca; señalaban hacia los trollocs que subían despacio río arriba por la ribera arafelina. Elayne se dio cuenta de que su flanco derecho peligraba.
—Que vengan seis compañías de ballesteros —le dijo a Birgitte—. Guybon tiene que reforzar nuestras tropas río arriba.
«Luz. Esto empieza a tener muy mal cariz». La Torre Blanca se encontraba allá, en la pendiente occidental de los Altos, donde el encauzamiento era más violento. No se veía mucho de lo que pasaba, pero lo percibía.
En la cima de los Altos salían humaredas que se iluminaban por los destellos de las explosiones; daba la impresión de que una bestia anubarrada y hambrienta se desperezara en mitad de la negrura y abriera los ojos centelleantes al despertar.
Elayne fue consciente de golpe del penetrante olor a humo que había en el aire, de los gritos de dolor de hombres. Tronadas en el cielo, sacudidas en el suelo. El aire frío afianzado en una tierra en la que nada crecería, las armas rotas, el rechinar de picas contra escudos. El fin. En verdad había llegado y ella se hallaba al borde del precipicio.
Llegó un mensajero a galope, con un sobre. Le dio el santo y seña a los guardias de Elayne, desmontó y se le permitió acercarse a ella y a Galad. El mensajero se dirigió a su hermanastro y le entregó la carta.
—De lord Cauthon, señor. Me dijo que os encontraría aquí.
Galad recogió la carta y, fruncido el entrecejo, la abrió. Sacó una hoja de papel del interior.
Elayne esperó con paciencia —con mucha paciencia— hasta contar tres, y luego acercó el caballo junto a la montura de Galad para estirar el cuello y leer. Oyendo hablar a su hermanastro, cualquiera habría dado por sentado que le preocupaba la comodidad de una mujer embarazada.
La carta la había escrito Mat. Y Elayne advirtió con regocijo que la letra era mucho más clara y la ortografía mucho mejor en ésta que en la que le había enviado a ella semanas atrás. Por lo visto, la presión de la batalla hacía de Matrim Cauthon un escribiente más ducho.
Galad:
No hay tiempo para ser más florido. Eres el único del que me fío para confiarte esta misión. Tú harás lo que es correcto, incluso si nadie quiere que lo hagas, puñetas. Tal vez los fronterizos no tuvieran agallas para hacer este trabajo, pero apuesto que puedo fiarme en que un Capa Blanca sí las tiene. Toma esto. Que Elayne te proporcione un acceso. Haz lo que debe hacerse.
Mat
Galad frunció el entrecejo y luego puso el sobre boca abajo, de forma que salió algo plateado: un medallón en una cadena. Un marco de Tar Valon se deslizó junto a él.
Elayne exhaló el aire con fuerza; luego tocó el medallón y encauzó. No pudo. Ésa era una de las copias que había hecho, una de las que le había dado a Mat. Mellar había robado otra.
—Protege contra encauzamientos a quien lo lleva puesto —explicó Elayne—. Pero ¿por qué te lo envía a ti?
Galad volvió la hoja de papel y, al parecer, reparó en algo. Garabateado por detrás se leía:
P.D. En caso de que no sepas lo que quiero decir con «Haz lo que debe hacerse», significa que vayas a cargarte a tantos de esos jodidos encauzadores sharaníes como puedas. Te apuesto un marco de Tar Valon —sólo está un poco limado por el canto— a que no consigues matar veinte. MC
—Qué jodidamente astuto —susurró Elayne—. Puñetas, vaya si lo es.
—Un lenguaje poco acorde con una soberana —dijo Galad mientras doblaba el mensaje y lo guardaba en el bolsillo de la capa. Vaciló y después se colgó el medallón al cuello—. Me pregunto si sabrá lo que está haciendo al dar a un Hijo un artefacto que lo hace inmune a los tejidos de las Aes Sedai. Son buenas órdenes. Me encargaré de llevarlas a cabo.
—Entonces, ¿podrás hacerlo? —preguntó Elayne—. Matar mujeres, me refiero.
—Puede que otrora hubiera vacilado —repuso Galad—, pero habría sido la elección equivocada. Las mujeres son tan capaces de hacer maldades como los hombres. ¿Por qué habría uno de vacilar a la hora de matarlas a ellas y no a ellos? La Luz no juzga a las personas por su género, sino por los méritos del corazón.
—Interesante.
—¿Qué es interesante? —inquirió Galad.
—Que hayas dicho algo que no ha despertado en mí el deseo de estrangularte. Quizás haya esperanza para ti, Galad Damodred. Algún día.
—No es ni el lugar ni el momento adecuado para frivolidades, Elayne —respondió él, ceñudo—. Deberías ocuparte de Gareth Bryne. Parece agitado.
Ella se volvió, sorprendida, y vio al viejo general hablando con sus guardias.
—¡General! —llamó.
Bryne alzó la vista e hizo una reverencia desde la silla de montar.
—¿Os ha impedido el paso mi guardia? —preguntó Elayne mientras él se aproximaba.
¿Se habría difundido la noticia de la Compulsión de Bryne?
—No, majestad —dijo él; su caballo estaba manchado de espuma y sudoroso—. Es que no quería molestaros.
—Algo os inquieta. Decidlo —lo animó Elayne.
—Vuestro hermano ¿ha venido hacia aquí?
—¿Gawyn? —inquirió al tiempo que miraba a Galad—. No lo he visto.
—La Amyrlin estaba segura de que se encontraría con vuestras fuerzas… —Bryne movió la cabeza—. Se marchó para luchar en el frente. A lo mejor vino disfrazado.
«¿Y por qué iba él a…?» Era Gawyn. Querría participar en el combate. Con todo, escabullirse al frente disfrazado no parecía propio de él. Podría reunir algunos hombres que le fueran leales y dirigir unas cuantas cargas. Pero ¿escabullirse? ¿Gawyn? Costaba trabajo imaginarlo.
—Haré correr la voz —dijo Elayne mientras Galad le hacía una reverencia y se alejaba para emprender su misión—. Quizás alguno de mis comandantes lo ha visto.
«Ah…», pensó Mat, con la cara tan cerca de los mapas que casi estaba al mismo nivel. Luego hizo un ademán para que Mika, la damane, abriera un acceso. Podría haber Viajado a la cima de Alcor Dashar para tener una vista general. Sin embargo, la última vez que lo había hecho los encauzadores enemigos lo habían atacado y habían escindido parte de la cima; además, a pesar de la altitud de Alcor Dashar, no era suficiente para permitirle ver todo lo que ocurría al pie de la ladera occidental de los Altos de Polov. Se aproximó con cautela, las manos asidas al borde del acceso abierto en la mesa, e inspeccionó el panorama que se extendía allá abajo.
La línea de Elayne en el río empezaba a retroceder por la presión de las fuerzas trollocs. Habían enviado arqueros a su flanco derecho. Bien. Rayos y truenos… Esos trollocs casi tenían el empuje ofensivo de una fuerza de caballería a la carga. Tendría que mandar aviso a Elayne para que alineara su caballería detrás de las picas.
«Como cuando me enfrenté a Sana Ashraf en las cataratas de Pena», pensó. Caballería pesada, arqueros montados, caballería pesada, arqueros montados. Taer’ain dhai hochin dieb sene.
Mat no recordaba haber estado entregado a una batalla tanto como ahora. La lucha contra los Shaido no había sido, ni de lejos, tan absorbente, si bien él no había estado dirigiendo esa batalla del todo. Y la lucha contra Elbar tampoco había sido tan satisfactoria. Claro que aquélla había sido a una escala mucho menor.
Demandred sabía cómo jugar. Mat lo percibía a través de los movimientos de tropas. Ahora jugaba contra uno de los mejores que habían vivido, y lo que había en juego esta vez no eran riquezas. Tiraban los dados por las vidas de hombres, y el premio final era el mundo, nada menos. Qué puñetas, aquello lo excitaba. Hacía que se sintiera culpable, pero era excitante.
—Lan está en posición —dijo Mat, que se irguió y volvió a los mapas para hacer algunas anotaciones—. Dile que ataque.
Había que aplastar al ejército trolloc que cruzaba el cauce seco del río por las ruinas. Había movido a los fronterizos alrededor de los Altos para atacar sus flancos vulnerables mientras que Tam y sus fuerzas combinadas seguían golpeándolos por el frente. Tam había matado gran cantidad de ellos antes y después de que el río dejara de correr. Esa horda trolloc estaba justo en el punto para poder acabar con ella, y con una acción coordinada por dos frentes sería factible lograrlo.
Los hombres de Tam estarían cansados. ¿Serían capaces de resistir lo suficiente hasta que Lan llegara y cayera sobre los trollocs desde atrás? Luz, ojalá que sí. Porque si no aguantaban…
Alguien se interpuso en la luz de la entrada al puesto de mando, un hombre alto de cabello oscuro y ondulado, que vestía la chaqueta de Asha’man. Tenía la expresión de alguien que hubiera acabado de sacar una mano perdedora. Luz. Esa mirada intensa habría puesto nervioso a un trolloc.
Min, que había estado hablando con Tuon, enmudeció de golpe, atragantada; parecía que Logain le lanzaba una ojeada de odio a ella en especial. Mat se puso erguido y se sacudió las manos.
—Confío en que no les hicieras nada demasiado desagradable a los guardias, Logain.
—Los tejidos de Aire se desatarán solos dentro de uno o dos minutos —contestó el hombre con aspereza—. No creí que fueran a dejarme entrar.
Mat miró a Tuon, que estaba tan tiesa como un delantal bien almidonado. Los seanchan no se fiaban de mujeres que encauzaban, cuanto menos de alguien como Logain.
—Logain, necesito que luches junto al ejército de la Torre Blanca —dijo Mat—. Esos sharaníes los están machacando.
Logain trabó la mirada con la de Tuon.
—¡Logain! —repitió Mat—. Por si no te has dado cuenta, estamos librando una jodida batalla ahí fuera.
—No es mi guerra.
—Es nuestra guerra —espetó Mat—. La de todos y cada uno de nosotros.
—Di un paso al frente para luchar, ¿y cuál fue mi recompensa? Pregunta al Ajah Rojo. Te dirán cuál es la recompensa para un hombre maltratado por el Entramado. —Soltó una risa seca—. ¡El Entramado demandaba un Dragón! ¡Y me presenté! Demasiado pronto. Sólo por poco, pero demasiado pronto.
—Eh, vamos a ver —dijo Mat, que se acercó a Logain—. ¿Estás furioso porque no fuiste el Dragón?
—Por algo tan insignificante no —repuso Logain—. Sigo al lord Dragón, pero ha de morir y yo no quiero ser parte de esa fiesta. Los míos y yo deberíamos estar con él, no luchando aquí. Esta batalla por las insignificantes vidas de hombres no es nada comparada con la que está teniendo lugar en Shayol Ghul.
—Y, aun así, sabes que te necesitamos aquí —arguyó Mat—. De otro modo, ya te habrías marchado.
Logain no dijo nada.
—Ve con Egwene —indicó Mat—. Lleva a todos los que estén contigo y mantened ocupados a esos encauzadores sharaníes.
—¿Y qué pasa con Demandred? —preguntó con suavidad Logain—. Llama a voces al Dragón. Tiene la fuerza de una docena de hombres. Ninguno de nosotros puede enfrentarse a él.
—Pero lo quieres intentar, ¿verdad? —replicó Mat—. Ésa es la verdadera razón de que estés ahora aquí. Quieres que te mande contra Demandred.
Logain vaciló, pero finalmente asintió con la cabeza.
—No puede tener al Dragón Renacido —dijo—. Me tendrá a mí en su lugar. El… sustituto del Dragón, por así decirlo.
«Rayos y centellas… Están todos locos». Por desgracia, ¿qué otra cosa podía hacer él contra uno de los Renegados? Ahora mismo, su plan de batalla giraba en torno a mantener ocupado a Demandred, en forzarlo a responder a sus ataques. Si Demandred tenía que actuar como general, no podría ocasionar tantos daños encauzando.
Tendría que ocurrírsele algo para encargarse del Renegado. Estaba trabajando en ello. Llevaba dándole vueltas a lo mismo toda la jodida batalla y no se le había ocurrido nada.
Mat volvió a observar la lucha a través del acceso. A Elayne la estaban presionando demasiado. Tenía que hacer algo. ¿Enviar seanchan allí? Los tenía situados en el extremo meridional del campo, en las márgenes del Erinin. Serían un comodín con Demandred que evitaría que el Renegado asignara todas sus tropas a las batallas que se libraban al pie de los Altos. Además, tenía planes para ellos. Planes importantes.
Logain no tendría muchas posibilidades contra Demandred, en su opinión. Pero había que encargarse de ese Renegado de algún modo. Si Logain quería intentarlo, pues que así fuera.
—Puedes luchar con él —dijo Mat—. Hazlo ahora o aguarda hasta que se haya debilitado un poco. Luz, espero que podamos debilitarlo. En fin, lo dejo a tu arbitrio. Elige el momento y ataca.
Logain sonrió y después abrió un acceso justo en mitad del recinto; lo cruzó con la mano en la empuñadura de la espada. Mat meneó la cabeza. Lo que daría por no tener que tratar con todos esos engolados. Puede que él fuera uno de ellos ahora, pero eso podría arreglarse. Lo único que tenía que hacer era convencer a Tuon de que renunciara al trono y escapara con él. No sería fácil, pero, puñetas, él estaba combatiendo la Última Batalla. Comparado con el reto que afrontaba ahora, Tuon parecía un nudo fácil de desatar.
—La gloria de los hombres… —susurró Min— aún está por llegar.
—Que alguien compruebe cómo están esos guardias —ordenó Mat mientras se volvía hacia sus mapas—. Tuon, es posible que tengamos que trasladarte. Este sitio nunca ha sido seguro y Logain acaba de demostrarlo.
—Puedo cuidar de mí misma —replicó ella con altanería.
Con demasiada. Mat la miró y enarcó una ceja; ella asintió con la cabeza.
«¿En serio? —pensó Mat—. ¿Sobre este motivo quieres montar la discusión?» Tenía ciertas dudas de que el espía se lo tragara. Era una razón muy tonta.
Su plan con Tuon era seguir el ejemplo de lo que Rand había hecho una vez con Perrin. Si él conseguía fingir una ruptura ente los seanchan y él, y con ello hacía que Tuon retirara a sus fuerzas, quizá la Sombra haría caso omiso de ella. Mat necesitaba algún tipo de ventaja.
Entraron dos guardias. No, tres. Era fácil que ese otro tipo pasara inadvertido. Mat hizo un gesto negativo con la cabeza a Tuon —hacía falta encontrar un motivo de disputa más verosímil— y volvió a mirar los mapas. Algo relacionado con el guardia pequeño lo incomodaba.
«Más parece un sirviente que un soldado», pensó. Se obligó a alzar la vista, aunque en realidad no tendría que entretenerse a causa de un criado normal y corriente. Sí, ahí estaba el tipo, junto a la mesa. Alguien que no merecía que se reparara en él, aunque estuviera sacando un cuchillo.
Un cuchillo.
Mat reculó a trompicones al tiempo que el Hombre Gris atacaba. Mat chilló y buscó uno de sus propios cuchillos justo cuando Mika gritaba:
—¡Encauzamiento! ¡Cerca!
Min se tiró sobre Fortuona en el momento en que la pared del puesto de mando estallaba en llamas. Unos sharaníes con extrañas armaduras hechas con bandas de metal pintadas en dorado se introducían a través del agujero en llamas. Encauzadores con rostros tatuados los acompañaban: las mujeres con largos vestidos negros de tela tiesa; los hombres con el torso desnudo y pantalón andrajoso. Min se fijó en todo eso antes de volcar el trono de Fortuona.
El fuego rugió en el aire por encima de Min, le chamuscó los ropajes de seda y consumió la pared que tenían detrás. Fortuona salió gateando de debajo de Min, se aplastó contra el suelo y Min parpadeó con sorpresa. La mujer se había despojado del aparatoso vestido —estaba hecho para desmontarlo en un suspiro en caso de necesidad— y vio que debajo llevaba un lustroso pantalón de seda y una camisa ajustada, ambas prendas negras.
Tuon se incorporó con un puñal en la mano al tiempo que emitía un gruñido casi salvaje. Cerca, Mat caía de espaldas al suelo con un hombre que empuñaba un cuchillo encima de él. ¿De dónde había salido ese hombre? Min no recordaba haberlo visto entrar.
Tuon corrió hacia Mat mientras los encauzadores sharaníes empezaban a machacar el puesto de mando con fuego. Min se incorporó con esfuerzo por culpa del horrible vestido. Empuñó una de sus dagas y se parapetó detrás del trono, con la espalda pegada a él, mientras el suelo se sacudía.
No podía llegar hasta Fortuona, así que se obligó a salir por la pared trasera, confeccionada con un material semejante al papel y que los seanchan llamaban tenmi.
Tosió por el humo, aunque allí fuera el aire no era tan asfixiante. Ninguno de los sharaníes se encontraba a ese lado del recinto. Todos estaban atacando desde otras direcciones. Corrió a lo largo de la pared. Los encauzadores eran peligrosos; pero, si lograba clavarle la daga a uno, daría igual todo el Poder Único que manejara.
Se asomó por la esquina y se sorprendió al ver a un hombre agazapado allí, con una mirada feroz en los ojos. Tenía el rostro huesudo, el cuello cubierto de tatuajes rojos en forma de garras que abrazaban la barbilla y la afeitada cabeza de piel clara.
Gruñó y Min se echó hacia atrás, al suelo, esquivando un chorro de fuego al tiempo que arrojaba la daga.
El hombre atrapó el arma en el aire y avanzó agachado, sonriéndole con aire bestial.
De repente sufrió una convulsión y cayó al suelo, sacudido por espasmos. Un hilillo de sangre le caía entre los labios.
—Eso —dijo una mujer que había cerca, con un timbre de absoluta aversión en la voz— es algo que se supone que no he de saber cómo se hace, pero parar el corazón de alguien con el Poder Único es silencioso. Apenas se necesita Poder, cosa sorprendente, lo cual es muy oportuno en mi caso.
—¡Siuan! —exclamó Min—. Se supone que no deberías estar aquí.
—Tienes suerte de que sí esté —replicó Siuan con un resoplido; se agachó y examinó el cuerpo—. Bah. Es una ruindad, pero si vas a comerte un pescado, tendrás que estar dispuesta a destriparlo tú misma. ¿Qué ocurre, muchacha? Ahora estás a salvo. No tienes que estar tan pálida.
—¡Se supone que no tienes que estar aquí! —repitió Min—. Te lo dije. ¡Permanece cerca de Gareth Bryne!
—He estado cerca de él, casi tanto como lo está su ropa interior, para que lo sepas. Gracias a eso nos hemos salvado la vida el uno al otro varias veces, así que supongo que tu visión era correcta. ¿Alguna vez fallan?
—No, te lo he dicho ya —susurró Min—. Nunca. Siuan, vi un halo alrededor de Bryne que significaba que ambos teníais que permanecer juntos o los dos moriríais. Ahora mismo flota sobre ti. Lo que quiera que creas que hicisteis, la visión aún no se ha cumplido. Sigue ahí.
—Cauthon está en peligro —dijo Siuan, que se había quedado paralizada un momento.
—Pero…
—¡No importa, muchacha! —Cerca, el suelo tembló con la fuerza del Poder Único. Las damane respondían al ataque—. ¡Si Cauthon cae, esta batalla está perdida! Me da igual si las dos morimos por esto. Hemos de ayudar. ¡Muévete!
Min asintió con la cabeza y se unió a ella mientras rodeaba el costado del destrozado recinto. La lucha con fuego en el exterior era una mezcla de explosiones, humo y llamas. Miembros de la Guardia de la Muerte cargaban contra los sharaníes con espadas enarboladas, sin mirar siquiera a los compañeros que masacraban a su alrededor. Eso, al menos, mantenía ocupados a los encauzadores.
El puesto de mando ardía con tanta fuerza que Min tuvo que echarse hacia atrás y protegerse la cara con el brazo levantado.
—Espera —la detuvo Siuan, que usó el Poder Único para sacar una pequeña columna de agua de un barril cercano y dejarla caer sobre las dos—. Intentaré apagar las llamas —dijo, dirigiendo la pequeña columna de agua hacia el puesto de mando—. Muy bien. Adelante.
Min asintió con un gesto y cruzó veloz a través de las llamas, con Siuan detrás. Dentro, todas las paredes de tenmi se habían prendido, y ardían rápido. Del techo caía el fuego como si goteara.
—Allí —indicó Min, que parpadeó para librarse de las lágrimas provocadas por el calor y el humo.
Señaló hacia unas figuras oscuras que forcejeaban cerca del centro del recinto y de la mesa de mapas de Mat, que ardía. Parecía haber un grupo de tres o cuatro personas que luchaban con Mat. ¡Luz, todos eran Hombres Grises, no había sólo uno! Tuon estaba caída en el suelo.
Min pasó corriendo junto al cadáver de una sul’dam y de varios guardias. Siuan utilizó el Poder Único para tirar de uno de los Hombres Grises y apartarlo de Mat. A la luz del fuego, los cadáveres de los guardias creaban sombras en el suelo. Una damane seguía viva, acurrucada en un rincón, aterrada, con la correa tirada a un lado. Su sul’dam yacía a cierta distancia, inmóvil. Parecía que se le había soltado la correa y que después la habían matado cuando intentaba regresar junto a su damane.
—¡Haz algo! —le gritó Min a la chica al tiempo que la asía por el brazo.
La damane sacudió la cabeza sin dejar de llorar.
—Así te abrases… —rezongó Min.
El techo de la estructura crujió. Min corrió hacia Mat. Un Hombre Gris había muerto, pero quedaban otros dos vestidos con uniformes de guardias seanchan. A Min le resultaba difícil ver a los vivos; eran inhumanamente corrientes en todos los sentidos. Totalmente anodinos.
Mat bramó a la par que apuñalaba a uno de ellos, pero no tenía su lanza. Min no sabía dónde estaba. Mat se lanzó hacia adelante con temeridad, y recibió un corte en el costado. ¿Por qué hacía tal cosa?
«Tuon», comprendió Min, que se frenó en seco. Uno de los Hombres Grises, arrodillado sobre la figura inmóvil de la mujer, levantó una daga y…
Min lanzó el cuchillo.
Mat se fue al suelo, a unos pocos pies de Tuon: el último Hombre Gris lo había zancadilleado. El cuchillo de Min giró en el aire reflejando las llamas y se hundió en el pecho del Hombre Gris que se erguía sobre Tuon.
Min soltó la respiración contenida. Jamás en su vida se había sentido tan feliz de ver que un cuchillo daba en el blanco. Mat soltó una maldición, giró sobre sí y atizó una patada a su agresor en la cara. A continuación le arrojó un cuchillo y después gateó hacia Tuon; se la cargó al hombro.
—Siuan está aquí también —dijo Min al reunirse con él—. Se ha…
Mat señaló. Siuan yacía en el suelo del puesto de mando. Sus ojos miraban sin ver y todas las imágenes que antes flotaban por encima de ella habían desaparecido.
Muerta. Min se quedó paralizada, conmovida, con el corazón en un puño. ¡Siuan! Se dirigió hacia la mujer de todos modos, incapaz de creer que estuviera muerta, a pesar del vestido quemado por la explosión que la había alcanzado a ella y casi la mitad de la pared que había cerca.
—¡Fuera! —gritó Mat entre toses, con Tuon en los brazos.
Arremetió con el hombro la pared que sólo estaba medio quemada y salió al exterior.
Con un gemido, Min abandonó el cuerpo de Siuan y parpadeó para librarse de las lágrimas, esta vez causadas no sólo por el humo, sino por la pena. Tosió mientras seguía a Mat hacia el exterior. Qué olor tan dulce, tan fresco, allí fuera. Tras ellos, el recinto gimió y a continuación se desplomó.
En cuestión de segundos, Min y Mat se encontraron rodeados de miembros de la Guardia de la Muerte. Ninguno hizo siquiera el intento de quitarle de los brazos a Tuon, que todavía respiraba, aunque de forma superficial. Por la expresión de Mat, Min dudaba que hubieran conseguido hacerlo.
«Adiós, Siuan —pensó Min, que miró hacia atrás mientras los guardias la alejaban de la lucha que se sostenía al pie de Alcor Dashar—. Que el Creador dé cobijo a tu alma».
Mandaría aviso a las otras para que protegieran a Bryne; pero en su fuero interno sabía que sería inútil. Él habría experimentado un estallido de rabia vengativa en el momento en que Siuan moría; además, estaba su visión.
Nunca se equivocaba. A veces Min odiaba lo certero de sus presagios. Pero nunca se equivocaba.
—¡Golpead sus tejidos! —gritó Egwene—. ¡Yo atacaré!
No esperó a ver si la obedecían. Atacó con todo el Poder que podía absorber a través del sa’angreal de Vora y lanzó tres bandas de fuego distintas pendiente arriba, a los sharaníes atrincherados.
A su alrededor, las bien entrenadas tropas de Bryne se debatían para mantener las líneas de batalla mientras se enfrentaban a soldados sharaníes, abriéndose paso poco a poco, ladera arriba, por la cara occidental de los Altos. La pendiente estaba plagada de cientos de surcos y agujeros creados por tejidos de uno y otro bando.
Egwene se esforzaba por avanzar, desesperada. Percibía a Gawyn arriba, pero le parecía que debía de estar inconsciente; su chispa vital era tan débil que casi no percibía su dirección. La única esperanza era luchar y conseguir atravesar las líneas sharaníes para llegar a él.
El suelo retumbó cuando vaporizó a una sharaní más arriba; Saerin, Doesine y otras hermanas se concentraban en desviar los tejidos del enemigo, en tanto que ella se dedicaba a lanzar ataques. Siguió adelante. Un paso tras otro.
«Ya voy, Gawyn —pensó, frenética—. Ya voy».
—Venimos a informar, Wyld.
De momento, Demandred hizo caso omiso de los mensajeros. Volaba en alas de un azor e inspeccionaba la batalla a través de los ojos del ave. Los cuervos eran mejores; pero, cada vez que intentaba utilizar una de esas aves, un fronterizo u otro la abatía con una flecha. De todas las costumbres que podrían haberse mantenido en el recuerdo a lo largo de las eras, ¿por qué había tenido que ser ésa una de ellas?
Daba igual. Un azor serviría, aunque el ave se resistía a su control. Lo guió por el campo inspeccionando formaciones, despliegues y avances de tropas. No tenía que depender de los informes de otros.
Tendría que haber sido una ventaja casi insuperable. Lews Therin no podía hacer tal uso de un animal; lograrlo era un regalo que únicamente el Poder Verdadero otorgaba. Demandred sólo podía encauzar un pequeño flujo de Poder Verdadero, insuficiente para tejidos destructivos, pero había otros modos de ser peligroso. Por desgracia, Lews Therin tenía su propia ventaja. ¿Accesos que se asomaban a un campo de batalla desde el aire? Era inquietante ver las cosas que la gente de esa era descubría, cosas que no se conocían durante la Era de Leyenda.
Demandred abrió los ojos y rompió su vínculo con el azor. Sus fuerzas avanzaban, pero cada paso era un suplicio. Decenas de miles de trollocs habían sido masacrados. Tenía que ir con cuidado, pues el número de sus efectivos no era ilimitado.
En ese momento se encontraba en el lado oriental de los Altos, observando el río allá abajo, y al nordeste del lugar en que el asesino enviado por Lews Therin había intentado matarlo.
En su posición actual, Demandred estaba casi en el lado opuesto al afloramiento rocoso que Moghedien había dicho que se llamaba Alcor Dashar. El afloramiento se elevaba en el aire; la base era una buena posición para un puesto de mando, al abrigo de los ataques del Poder Único.
Era tan tentador atacar personalmente aquel lugar, Viajar hasta allí y arrasarlo… Pero ¿no sería eso lo que Lews Therin quería que hiciera? Él lucharía con ese hombre. Lo haría. Sin embargo, Viajar al bastión del enemigo y posiblemente a una trampa, rodeado como estaba por esas altas paredes de roca… Era mejor atraer a Lews Therin a su terreno. Él dominaba este campo de batalla. Podía elegir dónde tendría lugar su enfrentamiento.
Allí abajo, el lecho del río se había ido secando hasta que la corriente había quedado reducida a un chorrillo, y sus trollocs luchaban para apoderarse de la orilla meridional. Los defensores aguantaban de momento, pero los superarían pronto. Río arriba, M’Hael había hecho bien su trabajo de desviar la corriente de agua, aunque había informado de una resistencia fuera de lo normal. ¿Civiles y una pequeña unidad de soldados? Un sinsentido que Demandred aún no había logrado descifrar.
Casi había deseado que se produjera el fracaso de M’Hael. Aunque él mismo había reclutado a ese hombre, no había esperado que M’Hael ascendiera al rango de Elegido con tanta rapidez.
Demandred dio media vuelta. Ante él se inclinaban tres mujeres de negro con cintas blancas. Junto a ellas, Shendla.
Shendla. Creía que había superado sentirse atraído por una mujer hacía mucho… ¿Cómo iba a prosperar el afecto al lado de una abrasadora pasión como era su odio por Lews Therin? Y, sin embargo, Shendla… Astuta, competente, poderosa. Casi bastaba para cambiar de parecer.
—¿Qué informe traéis? —preguntó a las tres mujeres de negro, que seguían inclinadas.
—La misión fue un fracaso —dijo Galbrait, gacha la cabeza.
—¿Escapó?
—Sí, Wyld. Os he fallado.
Oyó el dolor en la voz de la mujer. Era la cabecilla de las mujeres Ayyad.
—No se esperaba de vosotras que lo matarais —contestó Demandred—. Él es un adversario que supera vuestra destreza con creces. ¿Habéis trastocado su puesto de mando?
—Sí —confirmó Galbrait—. Matamos a media docena de sus encauzadoras, prendimos fuego al recinto y destruimos sus mapas.
—¿Encauzó? ¿Se descubrió?
Ella vaciló, pero después negó con la cabeza.
Así que aún no sabía de cierto si ese Cauthon era Lews Therin disfrazado. Él sospechaba que sí, pero había informes de Shayol Ghul de que Lews Therin había sido visto en las faldas de la montaña. En la Última Batalla ya había demostrado en otras ocasiones ser artero pasando de un campo de batalla a otro, dejándose ver aquí y allá.
Cuanto más maniobraba contra el general enemigo, más se convencía de que Lews Therin se encontraba en este lugar. Sería muy propio de él mandar un señuelo al norte mientras él acudía a librar esta batalla en persona. A Lews Therin le costaba dejar que otros lucharan por él. Siempre quería ocuparse de todo, dirigir cada batalla, incluso realizar cada cambio, si podía.
Sí… ¿De qué otro modo, si no, se explicaba la destreza del general enemigo? Sólo un hombre con la experiencia de uno de los antiguos poseía tal maestría en la danza de los campos de batalla. En el fondo, muchas tácticas de lucha eran sencillas. Evitar que el enemigo te flanqueara, afrontar tropas pesadas con picas, la infantería con líneas bien entrenadas, encauzadores contra otros encauzadores. Y, sin embargo, la sutil astucia, los pequeños detalles… Eso costaba siglos de maestría. Ningún hombre de esta era había vivido tiempo suficiente para aprender los detalles con tanta minuciosidad.
Durante la Guerra del Poder, en lo único que Demandred había destacado más que su amigo había sido en su función como general en jefe. Escocía admitir tal cosa, pero no volvería a dar la espalda a esa verdad. Lews Therin había sido mejor apoderándose del corazón de los hombres. Lews Therin se había ganado a Ilyena.
Pero él… Él había sido mejor en la guerra. Lews Therin nunca había sabido equilibrar de forma correcta la precaución y la temeridad. Era capaz de hacer un alto para reflexionar, preocupado por sus decisiones, para después lanzarse a una acción militar imprudente.
Si el tal Cauthon era Lews Therin, entonces había mejorado mucho en estas lides. El general enemigo sabía cuándo lanzar la moneda y dejar que la suerte decidiera, pero no dejaba al azar los resultados de cada mano. Habría sido un excelente jugador de cartas.
Ni que decir tiene que él lo vencería de todos modos. Sencillamente la batalla se limitaría a ser más… interesante.
Apoyó la mano en la espada mientras consideraba el examen que había hecho del campo de batalla poco antes. Sus trollocs seguían con el ataque por el cauce del río y Lews Therin había formado a sus piqueros enfrente, en disciplinadas formaciones en cuadro, un movimiento defensivo. Detrás de Demandred los violentos estallidos de los encauzadores señalaban el combate más intenso, el que libraban sus sharaníes Ayyad y las Aes Sedai.
Ahí tenía ventaja él. Sus Ayyad eran mucho mejores en la guerra que las Aes Sedai. ¿Cuándo recurriría Cauthon a esas damane? Moghedien había informado de ciertas disensiones entre ellas y las Aes Sedai. ¿Habría alguna posibilidad de ensanchar esa fractura de algún modo?
Impartió órdenes y las tres Ayyad que estaban cerca se retiraron. Shendla se quedó a la espera de su permiso para marcharse. La tenía explorando la zona cercana por si aparecían más asesinos.
—¿Estás preocupada? —le preguntó—. Ahora sabes de parte de quién luchamos. Que yo sepa, no te has entregado a la Sombra.
—Me he entregado a vos, Wyld.
—¿Y por mí luchas junto a trollocs? ¿A Semihombres? ¿Criaturas de pesadilla?
—Dijisteis que algunos calificarían de malignos vuestros actos —dijo ella—. Pero yo no lo veo así. Nuestro camino es obvio. Una vez que salgáis victorioso, reconstruiréis el mundo y nuestro pueblo será preservado.
Shendla lo tomó de la mano y algo se removió dentro de él, pero enseguida lo sofocó el odio.
—Prescindiría de todo y de todos —dijo, mirándola a los ojos—, a cambio de tener la oportunidad de enfrentarme a Lews Therin.
—Habéis prometido que lo intentaréis. Eso me basta. Y, si lo destruís, destruiréis un mundo y preservaréis otro. Os seguiré. Todos os seguiremos.
La voz de la mujer parecía implicar que quizá, una vez que Lews Therin hubiera muerto, él podría volver a ser él mismo.
No estaba seguro de eso. Gobernar sólo le interesaba en tanto que pudiera utilizarlo contra su viejo enemigo. Los sharaníes, devotos y fieles, eran una mera herramienta. Pero en su fuero interno había algo que desearía que no fuera así. Eso era nuevo. Sí, lo era.
Cerca, el aire se alabeó, deformándose. No se veían tejidos; aquello era una rasgadura de la urdimbre del Entramado al Viajar con el Poder Verdadero. M’Hael había llegado.
Demandred se volvió y Shendla le soltó la mano, pero no se apartó de él. A M’Hael se le había dado acceso a la esencia del Gran Señor, cosa que no despertaba envidia en Demandred. M’Hael era otra herramienta. Con todo, le había dado que pensar. ¿Es que no se le negaba el Poder Verdadero a nadie hoy en día?
—Vas a perder la batalla cerca de las ruinas, Demandred —dijo M’Hael con una sonrisa arrogante—. Tus trollocs serán aplastados. ¡Superabais muchísimo en número al enemigo y, aun así, os van a derrotar! Creía haber oído que se te consideraba nuestro mejor general y, sin embargo, ¿pierdes con esa chusma? Estoy decepcionado.
Demandred alzó la mano como sin darle importancia, con dos dedos hacia arriba.
M’Hael se sacudió cuando dos docenas de encauzadores sharaníes que había cerca dejaron caer de golpe escudos entre él y el Poder Único. Lo envolvieron en Aire y tiraron de él hacia atrás. M’Hael se debatió, y el halo del Poder Verdadero que alabeaba el aire lo rodeó, pero Demandred fue más rápido. Tejió un escudo de Poder Verdadero, creándolo de hilos ardientes de Energía.
Los filamentos temblaron en el aire, cada cual cubierto de púas hechas de briznas retorcidas de energía tan pequeñas que los extremos no se distinguían. El Poder Verdadero era tan inestable, tan peligroso… Un escudo creado con él tenía el extraño efecto de absorber el poder que el otro intentaba encauzar.
El escudo de Demandred se apoderó del Poder de M’Hael y usó al hombre como un conducto. Demandred reunió el Poder Verdadero y lo tejió en una chisporroteante bola de energía por encima de su mano. Sólo M’Hael estaba capacitado para verla, y los ojos del hombre, antes llenos de orgullo, se desorbitaron a medida que Demandred lo dejaba vacío.
No era como un círculo. La extracción de energía hizo temblar a M’Hael, lo hizo sudar, suspendido en el aire por los tejidos de los Ayyad. Ese flujo podría provocar la consunción de M’Hael si se descontrolaba… Podía hacer trizas su alma con el caudal rebosante del Poder Verdadero, al igual que un río desbordado sobrepasaría las márgenes. La masa retorcida de filamentos en la mano de Demandred palpitaba y chisporroteaba, curvando el aire, a medida que empezaba a destejer la urdimbre del Entramado.
Minúsculas grietas finas como telarañas se extendieron por el suelo a partir de él. Grietas abiertas a la nada.
Se acercó a M’Hael. El hombre empezaba a tener un ataque y le salía espuma por la boca.
—Ahora vas a escucharme, M’Hael —dijo con suavidad Demandred—. Yo no soy como los otros Elegidos. Me traen sin cuidado vuestros juegos políticos. No me importa a cuál de vosotros favorece el Gran Señor ni a cuál de vosotros Moridin da palmaditas en la cabeza. Sólo me importa Lews Therin.
»Ésta es mi lucha. Tú eres mío. Yo te traje a la Sombra y puedo destruirte. Si interfieres en lo que hago aquí, te extinguiré como la llama de una vela. Sé que te consideras fuerte, con tus Señores del Espanto robados y tus encauzadores mal entrenados. Eres un niño, aún estás en pañales. Coge a tus hombres y desata el caos que gustes, pero no te interpongas en mi camino. Y no te acerques a mi presa. El general enemigo es mío.
Aunque los temblores del cuerpo traicionaban a M’Hael, sus ojos rebosaban odio, no miedo. Sí, ése siempre había prometido mucho.
Demandred giró la mano y lanzó un chorro de fuego compacto con el Poder Verdadero reunido. El destructivo haz de fuego candente atravesó los ejércitos situados en el río, allá abajo, y vaporizó a todos los hombres y mujeres que tocó. Las formas se convirtieron en puntitos de luz, luego en polvo, y centenares de ellos desaparecieron. Quedó una larga franja de suelo calcinado, como un gran surco abierto por una enorme reja de arado.
—Soltadlo —ordenó Demandred al tiempo que dejaba que el escudo de Poder Verdadero se deshiciera.
M’Hael trastabilló hacia atrás para mantener el equilibrio al tocar el suelo; el sudor le resbalaba por el rostro. Jadeando, se llevó una mano al pecho.
—Mantente vivo en esta batalla —le dijo Demandred, que se dio la vuelta y empezó un tejido para llamar de vuelta a su azor—. Si lo consigues, quizá te enseñe cómo realizar lo que acabo de hacer yo. Quizás ahora pienses que deseas matarme, pero ten presente que el Gran Señor nos observa. Aparte de eso, ten en cuenta otra cosa. Tú tendrás un centenar de serviles Asha’man. Yo cuento con más de cuatrocientos de mis Ayyad. Soy el salvador de este mundo.
Cuando miró hacia atrás, M’Hael se había marchado Viajando mediante el Poder Verdadero. Era asombroso que fuera capaz de reunir la fuerza necesaria para realizar algo así después de lo que él acababa de hacerle. Esperaba no tener que matar a ese hombre. Acabaría siendo una herramienta muy útil.
AL FINAL ME ALZARÉ CON LA VICTORIA.
Rand hacía frente a vientos huracanados, aguantando firme, aunque los ojos le lloraban mientras contemplaba con fijeza la oscuridad. ¿Cuánto hacía que estaba en aquel lugar? ¿Un millar de años? ¿Diez mil?
De momento, su interés principal era el desafío. No se doblegaría ante ese viento. No cedería ni una fracción de segundo.
POR FIN HA LLEGADO MI MOMENTO.
—Para ti el tiempo no significa nada —dijo Rand.
Era cierto y, al mismo tiempo, no lo era. Rand veía arremolinados a su alrededor los hilos que configuraban el Entramado. A medida que éste se formaba, vio los campos de batalla bajo él. Aquellos a quienes amaba combatían una guerra a muerte. Esta visión no era una posibilidad; era la realidad, lo que ocurría en ese momento.
El Oscuro estaba enroscado alrededor del Entramado, sin poder apoderarse de él y destruirlo, pero con capacidad para tocarlo. Zarcillos de oscuridad y espinas tocaban el mundo en puntos a lo largo de su extensión. El Oscuro era como una sombra yacente sobre el Entramado.
Cuando el Oscuro lo tocaba, el tiempo existía para él. Y así, aunque el tiempo no significaba nada para el Oscuro, él —o ella, ya que no tenía género— sólo tenía capacidad para actuar dentro de sus límites, como… como un escultor que tiene visiones y sueños maravillosos, pero sigue atado a la realidad de los materiales con los que trabaja.
Rand contempló con fijeza el Entramado mientras resistía el ataque del Oscuro. No se movía ni respiraba. Allí no era necesario respirar.
Abajo la gente moría. Rand oía los gritos. Caían tantos…
AL FINAL VENCERÉ, ADVERSARIO. MIRA CÓMO GRITAN. MIRA CÓMO MUEREN.
LOS MUERTOS ME PERTENECEN.
—Mentira —dijo Rand.
NO. TE LO MOSTRARÉ.
Reuniendo todo lo que podía ser, el Oscuro hiló posibilidad de nuevo y metió a Rand en otra visión.
Juilin Sandar no era un comandante. Él era un rastreador, no un noble. Desde luego que no lo era. Trabajaba por su cuenta.
Sólo que, por lo visto, cuando acabó en un campo de batalla, lo habían puesto al mando de un escuadrón de combatientes porque había capturado con éxito malhechores peligrosos como rastreador. Los sharaníes presionaban a los suyos para llegar hasta las Aes Sedai. Luchaban en el lado occidental de los Altos, y el trabajo de su escuadrón era proteger a las Aes Sedai de la infantería sharaní.
Aes Sedai. ¿Cómo diantres se encontraba enredado con Aes Sedai? Él, un teariano.
—¡Aguantad! —les gritó a sus hombres—. ¡Hay que aguantar! —lo gritó también para sí mismo. Su escuadrón sostenía con firmeza lanzas y picas, y obligaba a la infantería sharaní a retroceder cuesta arriba. No sabía muy bien por qué se encontraba allí o por qué luchaba en ese sector. ¡Sólo quería seguir vivo!
Los sharaníes gritaban y maldecían en un lenguaje desconocido. Tenían un montón de encauzadores, pero la unidad a la que se enfrentaban ellos la componían tropas de a pie que utilizaban diversas armas de mano, en su mayoría espadas y escudos. Los cadáveres alfombraban el suelo, y eso ocasionaba dificultades a ambos bandos a medida que Juilin y sus hombres cumplían las órdenes de presionar a las tropas sharaníes, en tanto que las Aes Sedai y los encauzadores enemigos intercambiaban tejidos.
Juilin manejaba una lanza, arma con la que no estaba muy familiarizado. Una tropa sharaní protegida con armadura se abrió paso entre las picas de Myk y Charn. Los oficiales llevaban petos que, curiosamente, iban envueltos en telas de diversos colores, en tanto que los de los soldados rasos eran de cuero con tiras de metal embutidas. Todos llevaban la espalda pintada con extraños dibujos.
El cabecilla de la tropa sharaní blandía una maza de aspecto siniestro con la que golpeó brutalmente a un piquero y después a otro. El hombre le gritó a Juilin insultos que él no entendió.
Juilin hizo una finta y, cuando el sharaní levantó el escudo, él aprovechó para hincarle la lanza en el hueco de la armadura que había entre el peto y el brazo. ¡Luz, ni siquiera pestañeó! El sharaní lo golpeó con el escudo, obligándolo a recular. La lanza resbaló de sus dedos sudorosos; maldiciendo, echó mano a su quiebraespadas, un arma que conocía bien. Myk y los demás luchaban cerca, enzarzados con los otros sharaníes de la tropa. Charn intentó ayudar a Juilin, pero el demente sharaní descargó la maza en la cabeza de Charn y se la partió en dos, como si fuera una nuez.
—¡Muere, maldito monstruo! —gritó Juilin, que saltó hacia adelante y golpeó con la quiebraespadas el cuello del hombre, justo por encima del gorjal.
Otros sharaníes se movían deprisa hacia su posición. Juilin retrocedió, mientras el hombre que tenía enfrente se desplomaba y moría. Justo a tiempo, ya que un sharaní a su izquierda intentó descabezarlo con un amplio barrido lateral de su espada. La punta del arma le rozó la oreja y Juilin, de forma instintiva, alzó su propia hoja. El arma del adversario se partió en dos. Con rapidez, Juilin despachó al hombre con un golpe de revés que lo alcanzó en el cuello.
Juilin se apresuró a recoger la pica. Bolas de fuego cayeron cerca, tanto de los ataques de las Aes Sedai a la espalda como de los sharaníes de los Altos al frente. La tierra desmenuzada le cubrió el pelo y se le pegó a la sangre que tenía en los brazos.
—¡Aguantad! —les gritó a sus hombres—. ¡Maldita sea, tenemos que aguantar!
Atacó a otro sharaní que iba hacia él. Uno de los piqueros alzó el arma a tiempo de ensartar al adversario en un hombro, y Juilin lo atravesó con la lanza a través del peto de cuero.
El aire vibraba. Los oídos le pitaban un poco a causa de las explosiones. Juilin tiró hacia sí de la lanza a la par que bramaba órdenes a sus hombres.
Se suponía que no tenía que estar allí. Se suponía que debía estar en algún sitio cálido, con Amathera, pensando en el siguiente criminal que tenía que capturar.
Suponía que todos los hombres del campo de batalla pensaban que deberían estar en cualquier otra parte. Pero lo único que podían hacer era seguir combatiendo.
Te sienta bien el negro, transmitió Androl a Pevara mientras avanzaban a través del ejército enemigo en la cumbre de los Altos.
Eso es algo que uno no debería decir jamás a una Aes Sedai. Nunca, envió ella.
La única respuesta de él fue una sensación de nerviosismo a través del vínculo. Pevara lo entendía. Todos llevaban tejidos invertidos de la Máscara de Espejos y caminaban entre Amigos Siniestros, Engendros de la Sombra y sharaníes. Y funcionaba. Pevara llevaba un vestido blanco y una capa negra por encima —esas prendas no eran parte del tejido— pero cualquiera que mirara bajo la capucha de la capa vería el rostro de Alviarin, perteneciente al Ajah Negro. Theodrin tenía la cara de Rianna.
Androl y Emarin llevaban tejidos que los hacían parecer Nensen y Kash, dos de los compinches de Taim. Jonneth, con el rostro anodino de un Amigo Siniestro, había cambiado por completo de apariencia y hacía bien su papel, medio escondido tras ellos y cargado con el equipo de los demás. Nadie habría relacionado jamás al afable hombre de Dos Ríos con ese hombre de rostro aguileño, cabello graso y actitud nerviosa.
Avanzaban a paso vivo a lo largo de la retaguardia del ejército de la Sombra en los Altos. Unos trollocs cargaban con haces de flechas hacia el frente; otros abandonaban las líneas para darse un banquete con los montones de cadáveres. Allí había calderos cociendo. Aquello impresionó a Pevara. ¿Se paraban para comer? ¿Ahora?
Sólo algunos de ellos, transmitió Androl. También se hace en los ejércitos humanos, aunque esos momentos no se cuentan en las baladas. La lucha se ha prolongado a lo largo de todo el día, y los soldados necesitan energía para combatir. Por lo general, se hacen rotaciones de tres tandas; las tropas del frente, las tropas de reserva y las que están fuera de servicio, soldados que se apartarán de la lucha caminando con dificultad y comerán lo más rápido posible para poder dormir un poco. Y, después, de vuelta al frente.
Hubo un tiempo en que Pevara había visto la guerra de forma diferente. Había imaginado que todos los hombres se volcaban en la lucha todo el día. Una batalla de verdad, sin embargo, no era una carrera acelerada; era una caminata larga y penosa que machacaba el alma.
La tarde ya estaba muy avanzada y se acercaba el crepúsculo. Hacia el este, debajo de los Altos, líneas de combate se extendían lejos en ambas direcciones a lo largo del cauce seco del río. Muchos miles de hombres y trollocs combatían allí, atrás y adelante. Sí, muchísimos trollocs luchaban allí, pero otros regresaban en rotaciones de vuelta a los Altos, ya fuera para comer o para desplomarse inconscientes durante un tiempo.
Pevara no miró con atención los calderos, aunque Jonneth cayó de rodillas y vomitó junto al camino. Había identificado trozos de cuerpos flotando en el espeso guiso. Mientras vaciaba el estómago en el suelo, unos cuantos trollocs que pasaban por allí resoplaron y ulularon haciéndole burla.
¿Por qué bajan de los Altos para tomar el río? Aquí arriba parece una posición mejor, transmitió a Androl.
Tal vez, pero el ejército de la Sombra es el atacante. Si permanecen en esta posición le viene bien al ejército de Cauthon, envió él. Demandred tiene que seguir presionándolo. Lo cual implica cruzar el río.
Así que Androl también sabía de tácticas. Interesante.
He aprendido algunas cosas, transmitió Androl. Pero no voy a dirigir una batalla en un futuro inmediato.
Sólo era curiosidad sobre las muchas vidas distintas que has llevado, Androl.
Un razonamiento curioso, viniendo de una mujer que es lo bastante mayor para ser mi tatarabuela.
Siguieron a lo largo de lado oriental de los Altos. A lo lejos, en el lado occidental, las Aes Sedai avanzaban hacia la cima con muchas dificultades; pero, de momento, esa posición seguía en poder de las fuerzas de Demandred. Esa zona por la que Pevara y los otros caminaban se hallaba repleta de trollocs. Algunos les hacían una reverencia con pesada torpeza al cruzarse con ellos, otros se acurrucaban en las rocas para dormir, sin cojines ni mantas. Todos dejaban el arma a mano.
—Esto no parece muy prometedor —susurró Emarin, oculto tras su máscara—. No imagino a Taim relacionándose con los trollocs más de lo estrictamente necesario.
—Más adelante —dijo Androl—. Mira allí.
Los trollocs estaban separados de un grupo de sharaníes que se encontraba un poco más allá, con uniformes distintos. Llevaban una armadura envuelta en telas, de modo que no se veía nada de metal, excepto en la espalda, aunque la forma de los petos resultaba obvia. Pevara miró a los otros.
—Puedo imaginar a Taim formando parte de ese grupo —dijo Emarin—. En primer lugar, seguramente el olor es menos pútrido que aquí, entre los trollocs.
Pevara había hecho caso omiso del hedor, igual que hacía con el calor y el frío. Sin embargo, como había dicho Emarin, una pizca de lo que los otros olían se coló a través de sus defensas. Enseguida recobró el control. Era espantoso.
—¿Nos dejarán pasar los sharaníes? —preguntó Jonneth.
—Veremos —repuso Pevara, que echó a andar en esa dirección.
El grupo formó a su alrededor. Aprensivos, los guardias sharaníes mantenían una línea contra los trollocs y los observaban como harían con un enemigo. Esa alianza, o lo que quiera que fuera, no les hacía ni pizca de gracia a los soldados sharaníes. Ni siquiera intentaban disimular su desagrado, y muchos se habían atado trapos sobre la nariz y la boca para protegerse del hedor.
Cuando Pevara cruzó la línea, un noble —o eso supuso que era, a juzgar por la armadura de anillas de latón— se adelantó para salirle al paso. Una mirada Aes Sedai muy practicada lo mantuvo a raya.
«Soy demasiado importante para que te tomes la molestia», decía esa mirada. Funcionó estupendamente, y enseguida todos estaban dentro.
El campamento de reservas sharaní mantenía el orden mientras los hombres entraban de rotación desde el oeste, donde habían combatido con las fuerzas de la Torre Blanca. El feroz encauzamiento que llegaba de esa dirección no dejaba de atraer la atención de Pevara, como un faro brillante.
¿En qué piensas?, le transmitió Androl.
Vamos a tener que hablar con alguien. El campo de batalla es demasiado grande para que encontremos a Taim por nuestros propios medios.
Él le transmitió su conformidad. No por primera vez, a Pevara le pareció molesto el vínculo porque distraía su atención. No sólo tenía que luchar con su propio nerviosismo, sino también con el de Androl. Éste le llegaba desde el fondo de la mente, y se veía forzada a controlarlo mediante ejercicios de respiración que había aprendido cuando había llegado a la Torre por primera vez.
Se detuvo en el centro del campamento y miró en derredor mientras trataba de decidir a quién preguntar. Distinguía sirvientes de nobles. Abordar a los primeros sería menos peligroso, pero también era más probable que no obtuviera resultados. Quizá…
—¡Tú!
Pevara sufrió un sobresalto y giró sobre sus talones.
—No tendrías que estar aquí.
El envejecido sharaní que había hablado estaba completamente calvo y tenía la barba gris. Empuñaduras gemelas de espadas, en forma de cabezas de serpiente, le asomaban por detrás de los hombros; llevaba las hojas de las espadas cruzadas a la espalda, y sostenía un bastón con agujeros extraños a todo lo largo de la madera. ¿Algún tipo raro de flauta?
—Ven —dijo el hombre con un acento tan fuerte que Pevara apenas entendía—. Wyld tendrá que verte.
¿Quién es Wyld?, transmitió Pevara a Androl.
Tan perplejo como ella, él meneó con la cabeza.
Esto podría terminar de muy mala manera.
El hombre se paró un poco más adelante y los miró con gesto irritado. ¿Qué haría si se negaban a seguirlo? Pevara estuvo tentada de crear un acceso para huir todos por él.
Vamos con él, transmitió Androl al tiempo que echaba a andar. No vamos a encontrar a Taim nunca a menos que hablemos con alguien.
Pevara frunció el entrecejo al verlo caminar en pos del hombre, y los otros Asha’man se unieron a él. Pevara se apresuró a alcanzarlos.
Creía que habíamos decidido que era yo la que comandaba, le envió el pensamiento.
No, replicó Androl. Creo que habíamos decidido que actuarías como si fueras tú la que comandaba.
La respuesta de Pevara fue una calculada mezcla de frío desagrado y una implicación de que la conversación no había terminado ahí. Por su parte, Androl respondió con una sensación de regocijo.
¿Acabas de… lanzarme una furiosa mirada mental? Es impresionante, transmitió luego.
Estamos corriendo un riesgo. Ese hombre podría estar conduciéndonos a ninguna parte.
Sí, comunicó Androl.
Algo bullía ardiente dentro de él, algo que sólo había sido un atisbo hasta ese momento.
¿Tantas ganas tienes de pillar a Taim?
… Sí. En efecto.
Ella asintió con la cabeza.
¿Lo comprendes?, transmitió Androl.
Yo también he perdido amigas por él, Androl. Vi cómo se apoderaba de ellas delante de mí. Pero hemos de ir con cuidado. No podemos correr demasiados riesgos. Todavía no.
Es el fin del mundo, Pevara. Si no podemos correr riesgos ahora, ¿cuándo vamos a hacerlo?
Ella lo siguió sin discutir más y pensó en aquel foco de determinación que había percibido en Androl. Al tomar a sus amigos y Trasmutarlos al servicio de la Sombra, Taim había despertado algo en él.
Mientras seguían al viejo sharaní, Pevara comprendió que en realidad no entendía lo que Androl sentía; no del todo. Habían tomado a amigas Aes Sedai suyas, pero no era lo mismo que el hecho de que Androl perdiera a Evin. El muchacho había confiado en él, había buscado su protección. Las Aes Sedai que estaban con ella habían sido conocidas, amigas, pero era diferente.
El viejo sharaní los condujo a un grupo mayor de gente; muchos vestían ropas elegantes. Por lo visto, ni los hombres ni las mujeres de la más alta nobleza entre los sharaníes luchaban, ya que ninguno de ellos portaba un arma. Abrieron paso al hombre mayor, aunque algunos hicieron una mueca de desdén al mirar sus armas.
Jonneth y Emarin se situaron junto a Pevara y Theodrin, uno a cada lado, como guardias personales. Miraban a los sharaníes con las manos posadas en las armas, y Pevara sospechaba que ambos asían el Poder Único. En fin, eso sería cosa de esperar en Señores del Espanto que se encontraban entre aliados de los que no se fiaban del todo. No tenían por qué protegerla de ese modo, pero era un bonito gesto. Ella siempre había pensado que sería útil tener un Guardián. Había ido a la Torre Negra con intención de tomar varios Asha’man como Guardianes. Tal vez…
Androl sintió celos de inmediato.
¿Qué eres tú? ¿Una de esas Verdes con un tropel de hombres adulándola?
¿Por qué no?, transmitió en respuesta, con regocijo.
Son demasiado jóvenes para ti, fue la respuesta que envió Androl. Al menos Jonneth sí lo es. Y Theodrin te disputaría el vínculo con él.
Me estoy planteando vincularlos, no meterlos en mi cama, Androl. Por favor. Además, Emarin prefiere a los hombres.
Androl hizo una pausa. ¿En serio?
Pues claro que sí. ¿Es que no te fijas en nada?
Androl parecía perplejo. A veces los hombres podían ser increíblemente obtusos, incluso los que eran observadores, como Androl.
Pevara abrazó el Poder Único cuando llegaban al centro del grupo. ¿Le daría tiempo para crear un acceso si algo iba mal? No conocía el área; pero, siempre y cuando Viajara a algún lugar próximo, no importaría. Tenía la sensación de que se dirigía hacia el nudo corredizo de una horca y que lo examinaba para decidir si se le ajustaría bien al cuello.
Un hombre alto, vestido con armadura hecha de discos plateados con agujeros en el centro, se encontraba en medio del grupo e impartía órdenes. Mientras observaban, una taza se movió hacia él por el aire. Androl se puso tenso.
Está encauzando, Pevara.
¿Era, pues, Demandred? Tenía que serlo. Pevara dejó que el Saidar la inundara con su cálido brillo y se llevara sus emociones. El hombre mayor que los había conducido hasta allí se adelantó y le susurró algo a Demandred. A despecho de tener los sentidos aguzados por el Saidar, Pevara no logró oír lo que decía.
Demandred se volvió hacia el grupo.
—¿Qué es esto? ¿Tan pronto ha olvidado M’Hael mis órdenes? —inquirió.
Androl cayó de rodillas, al igual que los otros. Aunque le daba rabia, Pevara también hincó la rodilla en el suelo.
—Insigne Señor —dijo Androl—, simplemente estábamos…
—¡Nada de excusas! —gritó Demandred—. ¡Nada de juegos! M’Hael ha de llevar a todos sus Señores del Espanto para destruir las fuerzas de la Torre Blanca. ¡Si veo a cualquiera de vosotros fuera de esa lucha, haré que quien sea desee que en lugar de eso lo hubiera entregado a los trollocs!
Androl asintió con enérgicos movimientos de cabeza y después empezó a retroceder. Un latigazo de Aire que Pevara no pudo ver —aunque sí sintió el dolor de Androl a través del vínculo— le cruzó la cara. Los demás lo siguieron a trompicones, con la cabeza gacha.
Eso ha sido estúpido y peligroso, transmitió Pevara a Androl.
Y fructífero, repuso él con la vista al frente y la mano en la mejilla, mientras la sangre le escurría entre los dedos. Ahora sabemos con seguridad que Taim está en el campo de batalla y dónde podemos encontrarlo. En marcha.
Galad avanzaba con dificultad a través de una pesadilla. Había sabido que la Última Batalla podría ser el fin del mundo, pero ahora… Ahora lo percibía.
Encauzadores de ambos bandos se hostigaban unos a otros y hacían temblar los Altos de Polov. Los rayos se habían descargado con tanta frecuencia que Galad casi no oía ya, y los ojos le lloraban de dolor por los fogonazos de las explosiones cercanas.
Se tiró de nuevo al suelo en pendiente del declive, con el hombro metido en la tierra y agachada la cabeza para protegerse de una serie de explosiones que desgarraron la ladera delante de él. Su equipo —doce hombres con capas blancas hechas jirones— se zambulleron al suelo junto a él para protegerse.
Las fuerzas de la Torre Blanca estaban sufriendo una gran presión con los ataques, pero lo mismo les ocurría a las fuerzas sharaníes. El poder de tantos encauzadores era increíble.
El grueso de la infantería de la Torre Blanca y un gran número de tropas sharaníes combatían allí, al oeste de los Altos. Galad se mantenía en el perímetro de la batalla, buscando encauzadores sharaníes que estuvieran solos o en pequeños grupos. Allí, las líneas de batalla de ambos bandos se habían roto en muchos sitios. No era de extrañar; resultaba casi imposible mantener una línea de formación consistente con todo aquel poder lanzado en un intercambio constante.
Bandas de soldados corrían con dificultad en busca de agujeros abiertos por explosiones en la roca donde guarecerse. Otros protegían grupos de encauzadores. Cerca, hombres y mujeres deambulaban en pequeños equipos y destruían soldados con fuego y rayos.
A ésos era a los que Galad daba caza.
Levantó la espada para señalar a un trío de mujeres sharaníes que estaban en la cumbre de los Altos. Sus hombres y él se encontraban a más de la mitad de la ladera.
Tres. Tres sería difícil. Dirigieron la atención hacia un grupo pequeño de hombres que lucían la Llama de Tar Valon. Los rayos se descargaron sobre los infortunados soldados.
Galad alzó cuatro dedos. Plan cuarto. Salió del agujero y corrió hacia las tres mujeres. Sus hombres esperaron a la cuenta de cinco y luego fueron detrás.
Las mujeres lo vieron. Si hubieran seguido vueltas hacia otro lado, Galad habría sacado ventaja. Una alzó una mano, encauzó Fuego y arrojó el tejido contra él. La llama lo alcanzó y, aunque podía notar el calor, el tejido se deshizo y desapareció… dejándolo chamuscado, pero sin sufrir apenas daños.
Los ojos de la sharaní se desorbitaron por la impresión. Esa mirada… Era una mirada que, para entonces, empezaba a resultarle familiar a Galad. Era la de un soldado cuya espada se rompe en batalla, la de alguien que ha visto algo que no habría tenido que ver. ¿Qué hacía uno cuando el Poder Único —lo único de lo que dependía para estar por encima de la gente corriente— fallaba?
Moría. La espada de Galad degolló a la mujer mientras una de sus compañeras intentaba inmovilizarlo con Aire. Sintió enfriarse el medallón en el pecho y notó la corriente de Aire moviéndose a su alrededor.
«Una mala elección», pensó Galad mientras hundía la espada en el torso de la segunda mujer. La tercera resultó ser más avispada y le arrojó una roca grande. Apenas le dio tiempo de levantar el escudo antes de que la roca lo golpeara en el brazo, aunque el impacto lo hizo recular. La mujer levantaba otra roca justo cuando el equipo de Galad llegó hasta ella. Las espadas acabaron con su vida.
Echando la cabeza hacia atrás, Galad contuvo el aliento al sentir irradiar el dolor por el golpe de la roca. Se sentó, gemebundo. Cerca, sus hombres seguían descargando las espadas sobre el cuerpo de la tercera mujer. No tendrían que haber sido tan concienzudos, pero algunos Hijos albergaban ideas extrañas sobre lo que las Aes Sedai eran capaces de hacer. Había sorprendido a Laird cortándole la cabeza a una de las sharaníes para enterrarla separada del cuerpo. Según él, a menos que uno hiciera eso, volvían a la vida en la siguiente luna llena.
Mientras los hombres troceaban los otros dos cuerpos, Golever se acercó y le ofreció a Galad una mano.
—Juro por la Luz —dijo Golever con una amplia sonrisa en la cara barbuda— que si éste no es el mejor trabajo que he hecho jamás, capitán general, no sé qué otro podría ser.
—Es lo que debe hacerse, Hijo Golever. —Galad se puso de pie.
—¡Ojalá hubiera de hacerse más a menudo! Es lo que los Hijos han esperado durante siglos. Eres el primero en satisfacer esas expectativas. Que la Luz te ilumine, Galad Damodred. ¡Que la Luz te ilumine!
—Que la Luz ilumine el día en que los hombres no tengan que matar a nadie —repuso con aire cansado Galad—. No es digno gozarse en la muerte.
—Desde luego, capitán general. —Golever siguió sonriendo.
Galad contempló el sangriento pandemónium de la ladera occidental de los Altos. Quisiera la Luz que Cauthon sacara algo en claro de esa batalla, porque él no entendía nada.
—¡Lord capitán general! —gritó una voz asustada.
Galad giró rápidamente sobre sus talones. Era Alhanra, uno de sus exploradores.
—¿Qué ocurre, Hijo Alhanra? —preguntó Galad mientras el larguirucho hombre se acercaba a la carrera.
Nada de caballos. Estaban en un declive y los animales no habrían reaccionado bien a las descargas de rayos. Era mejor confiar en las propias piernas.
—Tenéis que ver esto, milord —dijo Alhanra, jadeando—. Es… Es vuestro hermano.
—¿Gawyn?
Imposible. «No —pensó—. No es imposible. Estaría con Egwene, luchando en su frente».
Galad corrió en pos de Alhanra, acompañado por Golever y los otros. El cuerpo de Gawyn yacía con el semblante ceniciento en un hueco entre dos rocas, en la cumbre de los Altos. Cerca, un caballo ronzaba hierba, con un rastro de sangre resbalando por un costado. Por las apariencias, no era sangre del animal. Galad se arrodilló al lado del cuerpo de su hermano. Gawyn no había tenido una muerte fácil. Pero ¿qué le había ocurrido a Egwene?
—Paz, hermano —musitó Galad, que posó una mano en el cuerpo—. Que la Luz te…
—Galad… —susurró Gawyn; los parpados le aletearon con debilidad y abrió los ojos.
—¡Gawyn! —exclamó Galad, conmocionado.
Gawyn tenía una mala herida en el vientre. Llevaba puestos unos anillos extraños. Había sangre por todas partes: en la mano, en el pecho, en todo el cuerpo… ¿Cómo podía seguir vivo?
«El vínculo de Guardián», comprendió.
—¡Tenemos que llevarte para que te hagan la Curación! Una de las Aes Sedai.
Metió las manos por el hueco de la roca y recogió a Gawyn.
—Galad..., he fracasado... —Gawyn tenía los ojos fijos en el cielo, vacía la mirada.
—Lo has hecho bien.
—No. Fallé. Tendría que… Tendría que haberme quedado con ella. Y maté a Hammar. ¿Lo sabías? Lo maté. Luz. Tendría que haber elegido un bando…
Galad abrazó a su hermano y echó a correr a lo largo de la pendiente, hacia las Aes Sedai. Intentó proteger a Gawyn en medio de los ataques de los encauzadores. Sólo unos instantes después, una explosión reventó el suelo rocoso entre los Hijos y los lanzó al aire, tirando a Galad al suelo. Soltó a Gawyn al desplomarse.
Gawyn tembló y la mirada se le enturbió.
Galad gateó hacia él e intentó levantarlo de nuevo, pero Gawyn le asió el brazo y lo miró a los ojos.
—La he amado, Galad. Díselo.
—Si estás vinculado, entonces ella lo sabe.
—Esto le hará daño —susurró Gawyn, pálidos los labios—. Y al final fracasé. No lo maté.
—¿A quién?
—A Demandred —musitó Gawyn—. Intenté matarlo, pero no era lo bastante bueno. Nunca he sido… lo bastante… bueno…
Galad sintió que lo invadía un frío intenso. Había visto morir hombres, había perdido amigos. Pero esto dolía más. Luz, cómo dolía. Había amado a su hermano, profundamente… Y Gawyn, a diferencia de Elayne, le había correspondido.
—Te llevaré a un lugar seguro, Gawyn —dijo mientras lo levantaba, conmocionado al notar lágrimas en los ojos—. No me quedaré sin un hermano.
—Y no te quedarás sin uno. —Gawyn tosió—. Tienes otro hermano, Galad. Uno al que no conoces. Un hijo de… Tigraine…, que fue al Yermo… Hijo de una Doncella. Nacido en el Monte del Dragón…
«Oh, Luz».
—No lo odies, Galad —susurró Gawyn—. Yo lo odié siempre, pero luego no. Luego… no…
La vida abandonó los ojos de Gawyn.
Galad le buscó el pulso y después se sentó sin dejar de mirar a su hermano muerto. Del vendaje que Gawyn se había puesto en el costado se filtraba la sangre que caía al suelo seco, y el suelo la absorbía con ansia.
Golever se acercó a él ayudando a Alhanra, cuya cara ennegrecida y la ropa quemada olía a humo de la descarga de rayo.
—Lleva a los heridos a lugar seguro, Golever —le indicó Galad, que se puso de pie. Alzó la mano y tocó el medallón que llevaba al cuello—. Recoge a todos los hombres y marchaos.
—¿Y tú? —preguntó Golever.
—Yo haré lo que ha de hacerse —contestó Galad, frío por dentro. Frío como acero en invierno—. Llevaré la Luz a la Sombra. Llevaré la justicia al Renegado.
El soplo de vida que le quedaba a Gawyn desapareció.
Egwene se frenó en seco en el campo de batalla. Algo se rompió dentro de ella. Era como si un cuchillo la desgarrara y le arrancara la parte de Gawyn que llevaba dentro, dejando sólo vacío.
Gritó y cayó de rodillas. No. No podía ser. ¡Podía sentirlo, justo un poco más adelante! Había corrido hacia él. Podía… Podía…
Ya no estaba.
Egwene aulló y se abrió al Poder Único absorbiendo todo lo que era capaz de absorber. Lo soltó como un muro de llamas hacia los sharaníes que había todo en derredor ahora. Antes defendían los Altos, con las Aes Sedai debajo, pero ahora todo era un caos.
Los atacó con el Poder, aferrada al sa’angreal de Vora. ¡Los destruiría! ¡Luz! Dolía. Cómo dolía.
—¡Madre! —gritó Silviana, que la asió por el brazo—. ¡Habéis perdido el control, madre! Mataréis a los nuestros. ¡Por favor!
Egwene respiraba entre jadeos. Cerca, un grupo de Capas Blancas pasó tambaleándose, llevando heridos declive abajo.
¡Tan cerca! Oh, Luz. ¡Había muerto!
—¡Madre! —dijo Silviana.
Egwene apenas la oyó. Se tocó la cara y encontró lágrimas. Antes había sido audaz. Había afirmado que podría seguir luchando a pesar de la pérdida. Qué ingenua. Dejó que el fuego del Saidar muriera dentro de ella. Con el Saidar ausente, la vida la abandonó. Se desplomó y sintió unas manos que se la llevaban. A través de un acceso, fuera del campo de batalla.