14
Dosis de horcaria
Luz… —le susurró Perrin a Gaul mientras recorría con la mirada el paisaje—. Se está muriendo.
El cielo negro, agitado y palpitante del Sueño del Lobo no era algo nuevo, pero la tormenta que se había estado anunciando durante meses por fin había llegado. El viento soplaba racheado, moviéndose primero hacia aquí y luego hacia allá en pautas que no eran normales. Perrin se cerró la capa y después la sujetó con un pensamiento al imaginar ataduras que la mantenían en su sitio.
Una pequeña burbuja de calma que se extendió a su alrededor a partir de él desvió los peores embates del viento. Era más fácil de lo que había esperado, como si hubiera intentado recoger un pesado trozo de roble y hubiera resultado ser tan ligero como pino.
El paisaje parecía menos real de lo que era habitual allí. De hecho, los vientos violentos allanaban las colinas como una erosión a gran velocidad. En otros sitios, la tierra se combaba y formaba ondulaciones rocosas y nuevas vertientes. Fragmentos de arena saltaban al aire y se desmenuzaban. La propia tierra se estaba deshaciendo.
Asió a Gaul por el hombro —cambio— y los dos se desplazaron a otro lugar. Perrin sospechaba que antes estaban demasiado cerca de Rand. De hecho, al aparecer en una conocida pradera al sur —donde otrora cazaba con Saltador— descubrieron que la tormenta era mucho menos fuerte.
Escondieron los pesados fardos, cargados de comida y agua, entre los arbustos de una densa maleza. Perrin ignoraba si podrían sobrevivir con la comida y el agua que encontraran en el sueño, pero no quería tener que descubrirlo a la fuerza. Lo que habían llevado debería durarles una semana más o menos, y, siempre y cuando tuvieran un acceso esperándolos, se sentía cómodo —o al menos conforme— con los riesgos que correrían allí.
El paisaje no se desmoronaba igual que el que se encontraba cerca de Shayol Ghul. No obstante, si observaba un sector durante el tiempo suficiente, captaba fragmentos de… Bueno, todo lo que el viento arrastraba hacia arriba. Tallos de gramíneas muertas, trozos de tronco de árbol, pegotes de barro y esquirlas de piedra; todo era arrastrado hacia aquellas negras nubes glotonas.
Según las leyes del Sueño del Lobo y remontándose a lo que él recordaba, había cosas que se rehacían después de haberse roto. Y lo comprendió. Ese lugar se estaba consumiendo poco a poco, como le ocurría al mundo de vigilia. Ahí, simplemente, era más fácil darse cuenta.
Las rachas del viento los azotaban, pero no eran tan fuertes para que Perrin necesitara mantenerlas a raya. Eran como las del inicio de una tormenta, justo antes de que comenzara a llover y a descargarse los rayos. Los heraldos de una destrucción que se avecinaba.
Gaul se había cubierto la cara con el shoufa y miraba en derredor con desconfianza. Sus ropas habían cambiado de color para mimetizarse con la hierba.
—Tienes que ser muy cuidadoso aquí, Gaul —le dijo Perrin—. Pensamientos triviales que te vengan a la cabeza pueden hacerse realidad.
Gaul asintió con un cabeceo y después, vacilante, se bajó el velo.
—Seguiré las instrucciones y actuaré en conformidad.
Era buena señal que las ropas de Gaul no cambiaran demasiado conforme avanzaban a través del campo.
—Tú intenta mantener la mente despejada —aconsejó Perrin—. Libre de pensamientos. Actúa por instinto y haz lo que te diga.
—Cazaré como un gara —contestó Gaul a la par que asentía con la cabeza—. Mis lanzas son tuyas, Perrin Aybara.
Perrin siguió adelante, preocupado de que Gaul, de manera casual, se desplazara a algún sitio al pensar en él. Sin embargo, el Aiel apenas se dejaba llevar por los efectos del Sueño del Lobo. La ropa le cambiaba un poco cuando se sobresaltaba, el velo le tapaba el rostro sin que él lo tocara, pero eso parecía ser todo.
—Veamos —empezó Perrin—. Voy a hacer algo que nos trasladará a la Torre Negra. Vamos a la caza de una presa muy peligrosa, un hombre llamado Verdugo. ¿Te acuerdas de lord Luc?
—¿El cacareítos? —preguntó Gaul.
Desconcertado, Perrin arrugó la frente.
—Es un ave que vive en la Tierra de los Tres Pliegues —explicó Gaul—. No vi mucho a ese hombre, aunque me pareció un fanfarrón. Mucho cacarear, pero luego era un cobarde.
—Bueno, eso era una fachada —contestó Perrin—. Y, en cualquier caso, es una persona muy diferente en el sueño… Aquí es un predador llamado Verdugo que caza lobos y hombres. Es poderoso. Si decide matarte, puede aparecer detrás de ti en un abrir y cerrar de ojos e imaginarte atrapado por enredaderas e incapaz de moverte. Estarás inmovilizado mientras te corta la garganta.
Gaul se echó a reír.
—¿Te parece gracioso? —preguntó Perrin.
—Actúas como si eso fuera algo nuevo —contestó Gaul—. Sin embargo, en el primer sueño, allí adonde voy estoy rodeado de mujeres y hombres que podrían atarme en el aire con sólo pensarlo y matarme en cualquier momento. Me he acostumbrado a sentirme indefenso estando cerca de algunas personas, Perrin Aybara. Así ocurre en el mundo con todo.
—No obstante, si encontramos a Verdugo —dijo Perrin muy serio—, un tipo de cara cuadrada, ojos que no parecen estar del todo vivos y que viste ropas de cuero oscuro, quiero que no te acerques a él. Deja que yo luche con él.
—Pero…
—Dijiste que harías lo que te mandara, Gaul. Esto es importante. Mató a Saltador, y no quiero que te mate a ti también. Tú no lucharás con Verdugo.
—Está bien —se avino Gaul—. Lo juro. No danzaré las lanzas con ese hombre a menos que tú lo ordenes.
Perrin suspiró al imaginar a Gaul inmóvil, sin enarbolar sus lanzas y dejando que Verdugo lo matara por ese juramento. Luz, pero qué irritables podían ser los Aiel.
—Puedes luchar contra él si te ataca —le dijo a Gaul—, pero sólo como un medio para escapar. No lo persigas. Y, si estoy luchando yo con él, mantente alejado. ¿Entendido?
Gaul asintió con la cabeza. Perrin posó la mano en el hombro del Aiel y —cambio— se desplazaron en dirección a la Torre Negra. Perrin no había estado allí nunca, así que tenía que hacer suposiciones e intentar dar con ella. El primer cambio resultó fallido, ya que los desplazó a un sector de Andor donde las colinas herbosas parecían danzar en el agitado viento. Perrin habría preferido saltar de una cumbre de colina a otra, pero no creía que Gaul estuviera preparado para eso. De modo que, en lugar de hacerlo así, tendría que utilizar el cambio para desplazarse.
Tras cuatro o cinco intentos, Perrin llevó a ambos a un lugar desde el que divisó una cúpula traslúcida, ligeramente purpúrea, que se alzaba a lo lejos.
—¿Qué es eso? —preguntó Gaul.
—Nuestro objetivo. Eso es lo que impide que Grady y Neald creen accesos a la Torre Negra.
—Igual que nos pasó en Ghealdan.
—Sí.
Contemplar aquella cúpula le trajo a Perrin recuerdos muy vívidos de lobos muriendo, pero los rechazó. Recuerdos como ésos podían conducirlo a uno a pensamientos triviales. Se permitió experimentar una ira ardiendo en estado latente, como la calidez de su martillo, pero nada más.
—Sigamos —dijo Perrin, que de nuevo indujo un cambio que los trasladó junto a la cúpula. Parecía de cristal—. Tira de mí para sacarme si me desplomo —instruyó a Gaul, tras lo cual dio un paso a través de la barrera.
Fue como si chocara contra algo increíblemente frío que absorbía su fuerza. Dio un traspié, pero mantuvo la mente fija en su objetivo: Verdugo. El cazador de lobos. El asesino de Saltador.
Perrin se enderezó a medida que recuperaba las fuerzas. Estaba siendo más fácil que la última vez; desde luego, acceder físicamente al Sueño del Lobo lo hacía más fuerte. No tenía que preocuparse de sumirse demasiado en el sueño dejando que su cuerpo pereciera en el mundo real.
Se movió despacio a través de la barrera, como si pasara a través de agua, y pisó al otro lado. Tras él, Gaul, con una expresión de curiosidad en el rostro, alargó la mano y dio un golpecito en la cúpula con el dedo índice.
De inmediato se desplomó en el suelo, desmadejado como un muñeco de trapo. Las lanzas y las flechas cayeron y rebotaron en el suelo; él se quedó totalmente inmóvil, sin respirar siquiera. Perrin alargó la mano hacia él y atravesó despacio la cúpula con el brazo para aferrar a Gaul por una pierna y tirar de él hacia sí.
Una vez que estuvo al otro lado, Gaul boqueó e inhaló aire, tras lo cual rodó sobre sí mismo al tiempo que gemía. Sujetándose la cabeza, se sentó. Perrin le recogió las flechas y las lanzas sin decir palabra.
—Va a ser una buena experiencia para conseguir que nuestro ji aumente —comentó el Aiel. Se puso de pie y se frotó el brazo sobre el que había caído al suelo—. ¿Las Sabias dicen que es maligno venir a este lugar como hemos hecho nosotros? Me parece que disfrutarían trayendo a los hombres aquí para darles una lección.
Perrin lo miró. No se había dado cuenta de que el Aiel lo había oído hablar con Edarra sobre el Sueño del Lobo.
—¿Qué he hecho para merecer tu lealtad, Gaul? —preguntó Perrin, casi más a sí mismo que al Aiel.
—No tiene nada que ver con que tú hicieras algo —dijo Gaul riendo.
—¿Qué quieres decir? Te saqué de aquella jaula. Por eso me has seguido.
—Por eso empecé a seguirte. Pero no es por lo que he continuado a tu lado. Vamos, ¿no decías que es peligrosa la pieza de caza tras la que vamos?
Perrin asintió y Gaul se veló el rostro. Caminaron bajo la cúpula en dirección a la estructura que había dentro. Había una buena tirada desde el límite de la cúpula hasta el centro, pero Perrin no quería saltar y que lo pillaran por sorpresa, de modo que siguieron a pie a través del paisaje de praderas extensas salpicadas de arboledas.
Caminaron alrededor de una hora antes de que avistaran las murallas. Altas e imponentes, parecían las de una urbe importante. Perrin y Gaul se encaminaron hacia allí; el Aiel exploraba con gran recelo, como si esperara que le dispararan una flecha en cualquier momento. Sin embargo, en el Sueño del Lobo, esos muros no estarían vigilados. De estar allí, Verdugo se encontraría merodeando, al acecho, en el mismísimo centro de la cúpula. Y probablemente habría tendido una trampa.
Perrin apoyó la mano en el hombro de Gaul y ambos se desplazaron al adarve de la muralla en un instante. Gaul, agazapado, avanzó con sigilo a uno de los puestos de guardia cubiertos y echó un vistazo dentro. Perrin fue hacia el lado interior de la muralla y se asomó. La Torre Negra no era tan imponente como daba a entender su aspecto desde fuera. Era un pueblo de chozas y casas pequeñas. Más allá de esas construcciones se extendía un gran edificio en obras.
—Son arrogantes, ¿no crees? —preguntó una voz femenina.
Sobresaltado, Perrin dio un brinco y giró sobre sí mismo al tiempo que el martillo aparecía en sus manos y disponía un muro de ladrillos a su alrededor como protección. Una mujer de estatura baja y cabello plateado se encontraba junto a él, muy erguida, como si intentara parecer más alta de lo que era. Llevaba un vestido blanco ceñido al talle con un cinturón de plata. Perrin no reconocía su rostro, pero sí identificó su olor.
—Cazadora lunar —dijo, casi con un gruñido—. Lanfear.
—Ya no se me permite utilizar ese nombre —contestó ella mientras daba golpecitos en la muralla con un dedo—. Él es muy estricto con los nombres.
Perrin retrocedió mientras echaba ojeadas a un lado y a otro. ¿Trabajaría con Verdugo? Gaul salió del puesto de guardia y se quedó completamente inmóvil al verla. Perrin alzó una mano para que no hiciera nada; se preguntó si conseguiría saltar hasta donde estaba Gaul y desaparecer los dos antes de que la mujer atacara.
—¿Cazadora lunar? —inquirió Lanfear—. ¿Así es como los lobos me llaman? No es correcto, ni mucho menos. Yo no cazo la luna. La luna es mía ya. —Se inclinó hacia adelante, con los brazos apoyados en el parapeto, que le llegaba al torso.
—¿Qué quieres? —demandó Perrin.
—Venganza —susurró ella. Entonces lo miró—. Lo mismo que tú, Perrin.
—¿Esperas que crea que tú también quieres ver muerto a Verdugo?
—¿Verdugo? ¿Ese huérfano, recadero de Moridin? No me interesa. Mi venganza será contra otro.
—¿Quién?
—El que fue causa de mi encarcelamiento —contestó en voz queda, con apasionamiento. De repente alzó la vista al cielo, los ojos se le abrieron en un gesto de alarma, y desapareció.
Perrin se pasó el martillo de una mano a otra mientras Gaul se acercaba agazapado e intentando vigilar en todas direcciones a la vez.
—¿Qué era ésa? —susurró—. ¿Una Aes Sedai?
—Peor —contestó Perrin con una mueca—. ¿Los Aiel tenéis un nombre para Lanfear?
Gaul dio un respingo.
—No sé qué quiere —continuó Perrin—. Nunca he sabido encontrarle sentido a lo que hace. Con un poco de suerte, sólo se habrán cruzado nuestros caminos y ella seguirá con lo que sea que se traiga entre manos.
No creía que fuera ése el caso, y menos después de que los lobos le hubieran advertido que Cazadora lunar lo quería a él.
«Luz, como si no tuviera ya bastantes problemas».
Hizo un cambio que los trasladó a ambos al pie la de muralla y siguieron adelante.
Toveine se arrodilló al lado de Logain. Androl tuvo que ver cómo la mujer le acariciaba la mejilla, gesto que le hizo abrir los ojos a Logain, y entonces él la miró, horrorizado.
—No pasa nada —dijo Toveine con dulzura—. Deja de resistirte. Relájate Logain. Ríndete.
La Trasmutación en ella había sido fácil. Por lo visto, vinculados con trece Semihombres, a los encauzadores varones les resultaba más sencillo Trasmutar a mujeres encauzadoras y viceversa. Por eso estaban teniendo tantos problemas con Logain.
—Lleváoslo —ordenó Toveine, que señaló a Logain—. Acabemos con esto de una vez por todas. Merece la paz de la recompensa del Gran Señor.
Los esbirros de Taim se llevaron a rastras a Logain. Androl observó la escena con desesperación. Saltaba a la vista que Taim consideraba a Logain un trofeo. Si lo Trasmutaban, el resto de la Torre Negra se entregaría fácilmente. Muchos de los chicos aceptarían voluntariamente su suerte si Logain se lo ordenaba.
«¿Cómo puede seguir resistiendo?», pensó Androl. Al señorial Emarin lo habían reducido a un despojo sollozante después de sólo dos sesiones, si bien aún no habían conseguido Trasmutarlo. Logain había soportado casi una docena y todavía aguantaba.
Eso cambiaría, porque ahora Taim contaba con mujeres. Poco después de la Trasmutación de Toveine habían llegado otras, unas hermanas del Ajah Negro encabezadas por una mujer terriblemente fea que hablaba con autoridad. Las otras Rojas que habían llegado con Pevara se les habían unido.
Una preocupación somnolienta le llegó a Androl a través del vínculo con Pevara. Estaba despierta, pero atiborrada de esa infusión que impedía encauzar. Androl tenía la mente relativamente lúcida. ¿Cuánto hacía que lo habían obligado a beber las sobras de la taza que antes le habían dado a Emarin?
Logain… no aguantará mucho más. La transmisión de Pevara tenía un deje de fatiga y creciente resignación. ¿Qué van…? Se interrumpió y las ideas se embarullaron. ¡Así me abrase! ¿Qué van a hacer?
Logain gritó de dolor. Era la primera vez que hacía algo así. Era una mala señal. Junto al umbral, Evin observa la sesión. Miró hacia atrás de repente y dio un brinco, como sobresaltado por algo.
«Luz —pensó Androl—. ¿Podría ser… demencia, causada por la infección? ¿Todavía sigue ahí?»
Androl reparó por primera vez que lo tenían escudado, cosa que nunca hacían con los cautivos a menos que estuvieran dejando que los efectos de la dosis de horcaria se disiparan para poder hacer la Trasmutación.
La idea le provocó un ataque de pánico. ¿El siguiente sería él?
Androl, transmitió Pevara. Tengo una idea.
¿Qué idea?
Androl empezó a toser a través de la mordaza. Evin dio un brinco y luego se acercó a él con un odre y echó agua en la mordaza. Abors —uno de los esbirros de Taim— estaba arrellanado contra la pared. Era él quien mantenía su escudo. Echó una ojeada a Androl, pero algo al otro lado de la estancia atrajo su atención.
Androl tosió más fuerte, así que Evin le desató la mordaza y le dio media vuelta para que se apoyara en el costado y pudiera escupir el agua.
—Calla —advirtió Evin al tiempo que miraba de reojo a Abors, que se encontraba demasiado lejos para oír lo que decía—. No hagas que se enfaden contigo, Androl.
La Trasmutación de un hombre a la Sombra no era perfecta. Si bien la lealtad cambiaba, no ocurría lo mismo con todo. Aquello que estaba en la cabeza de Evin se había apoderado de sus recuerdos, su personalidad y —quisiera la Luz que fuera así— sus fallos.
—¿Los has convencido? —susurró Androl—. ¿De que no me maten?
—¡Sí! —exclamó Evin, que se agachó y lo miró con una expresión enloquecida en los ojos—. No dejaban de repetir que no sirves para nada puesto que no puedes encauzar bien, pero ninguno de ellos hace accesos para que la gente vaya de aquí para allá. Les dije que tú lo harías. Porque lo harás, ¿verdad?
—Por supuesto —aseguró Androl—. Es mejor que morir.
—Han dejado de darte tu dosis de horcaria —asintió Evin—. Te llevarán a continuación, después de Logain. A M’Hael por fin le han enviado mujeres nuevas del Gran Señor, mujeres que no están cansadas de encauzar todo el tiempo. Con ellas, además de Toveine y las Rojas, ahora todo irá mucho más rápido. M’Hael debería tener a Logain al final del día.
—Les serviré —contestó—. Lo juro por el Gran Señor.
—Eso está bien, Androl. Pero no podemos soltarte hasta que hayas sido Trasmutado. M’Hael no se conformará sólo con un juramento. No pasará nada. Les dije que te Trasmutarías sin problemas. Lo harás, ¿verdad? ¿No te resistirás?
—No lo haré.
—Gracias al Gran Señor —musitó Evin, relajado.
«Oh, Evin. Nunca fuiste muy listo».
—Evin, no debes perder de vista a Abors —cuchicheó Androl—. Lo sabes, ¿no?
—Ahora soy uno de ellos, Androl —contestó el chico—. No tengo que preocuparme por ellos.
—Me alegro —susurró Androl—. Entonces, lo que le oí decir sobre ti no debe de tener importancia.
Evin rebulló. Esa mirada en sus ojos… Era de miedo. La infección se había limpiado. Jonneth, Emarin y los otros Asha’man nuevos nunca tendrían que sufrir la locura.
Se manifestaba de formas diversas en según qué Asha’man y se agudizaba a un ritmo diferente en cada cual. No obstante, lo más habitual era el miedo. Llegaba en oleadas; ya había empezado a consumir a Evin cuando tuvo lugar la limpieza. Androl había visto Asha’man a los que habían tenido que sacrificar cuando la infección los superó. Conocía bien esa mirada en los ojos de Evin. Aunque el chico estaba Trasmutado, seguía afectado por la locura. Siempre sería así.
—¿Y qué es lo que dice? —preguntó Evin.
—No le hizo gracia que te Trasmutaran. Cree que le arrebatarás su puesto.
—Oh.
—Evin… a lo mejor está planeando matarte. Ten cuidado.
—Gracias, Androl. —Evin se puso de pie y se alejó dejando a Androl con la mordaza quitada.
No es posible… que eso funcione, transmitió Pevara, adormilada.
La mujer no había vivido con ellos suficiente tiempo. No había visto lo que podía hacer la locura, y no sabía vislumbrarla en los ojos de los Asha’man. Normalmente, cuando uno de ellos llegaba a ese punto, lo encerraban hasta que se sobreponía a la crisis. Si eso no funcionaba, Taim añadía algo a su copa de vino y ya no despertaba.
Si no se los paraba, acabarían entrando en una espiral de destrucción. Matarían a los que tenían cerca, empezando por aquellos a los que tendrían que haber amado.
Androl conocía esa locura. Sabía que también anidaba dentro de él.
«Cometes un error, Taim —pensó—. Utilizas a nuestros amigos contra nosotros, pero nosotros los conocemos mejor que tú».
Evin atacó a Abors con un estallido de Poder. Un instante después, el escudo de Androl caía.
Androl abrazó la Fuente. No era muy fuerte, pero tenía suficiente Poder para quemar unas pocas cuerdas. Se liberó de las ataduras y vio que tenía las manos manchadas de sangre, tras lo cual evaluó la situación del recinto. Hasta ese momento no había podido verlo del todo.
Era más grande de lo que había imaginado, del tamaño de un salón del trono pequeño. Un amplio estrado circular dominaba uno de los extremos y lo coronaban un doble círculo de Myrddraal y mujeres. Lo recorrió un escalofrío cuando vio a los Fados. Luz, qué espantosa era aquella mirada sin ojos.
Los exhaustos hombres de Taim —los Asha’man que no habían logrado Trasmutar a Logain— se encontraban junto a la pared del fondo. Logain estaba en el estrado, atado y repantigado en una silla, en el centro del doble círculo. Como en un trono. La cabeza de Logain se inclinó hacia un lado; tenía los ojos cerrados. Parecía que musitaba algo.
Furioso, Taim se había vuelto hacia Evin, que forcejeaba con Mishraile al lado del cadáver de Abors. Los dos asían el Poder Único y luchaban en el suelo; Evin empuñaba un cuchillo.
Androl se acercó a Emarin dando trompicones y estuvo a punto de irse de bruces al suelo cuando las piernas le fallaron. ¡Luz! Estaba muy débil, pero se las arregló para quemar las ataduras de Emarin y a continuación las de Pevara. Ella meneó la cabeza en un intento de despejar la mente. Emarin hizo un ligero asentimiento en señal de gratitud.
—¿Puedes tejer? —susurró Androl.
De momento Taim tenía toda la atención volcada en la pelea de Evin.
—La infusión que nos dan… —Emarin negó con la cabeza.
Androl siguió conectado al Poder Único. Las sombras empezaban a alargarse a su alrededor.
«¡No! —pensó—. ¡Ahora no!»
Un acceso. ¡Necesitaba un acceso! Absorbió Poder Único y creó el tejido de Viajar. Sin embargo, como antes, chocó con una especie de barrera, como un muro que le impedía abrir el acceso. Frustrado, trató de abrir uno en un punto más próximo. Tal vez la distancia influía en algo. ¿Podría abrir el acceso al almacén de Canler, encima de ellos?
De nuevo forcejeó con ese muro, luchó con todas sus fuerzas. Empujó, acercándose un poco más; casi podía hacerlo… Notó como si estuviera ocurriendo algo.
—Por favor —susurró—. Ábrete, por favor. Tenemos que salir de aquí…
Evin cayó víctima de un tejido de Taim.
—¿Qué ha pasado aquí? —bramó Taim.
—No lo sé —contestó Mishraile—. ¡Evin nos atacó! Estuvo hablando con el paje, y…
Los dos se volvieron con rapidez hacia Androl. Él dejó de intentar abrir un acceso y en cambio, llevado por la desesperación, lanzó un tejido de Fuego a Taim.
Taim sonrió. Para cuando la lengua de fuego de Androl llegó a él, desapareció en un tejido de Aire y Agua que la disipó.
—Eres perseverante —dijo Taim, que estampó a Androl contra la pared con un tejido de Aire.
Androl soltó un grito ahogado. Emarin se puso de pie a trancas y barrancas, pero un segundo tejido de Aire lo derribó también a él. Aturdido, Androl sintió que lo alzaban en el aire y halaban de él a través de la estancia.
La mujer fea vestida de negro salió del círculo de Aes Sedai y se acercó a Taim.
—Vaya, M’Hael —dijo—. Ni por asomo controlas este sitio como afirmabas.
—Cuento con herramientas deficientes —argumentó Taim—. ¡Se me debería haber proporcionado mujeres mucho antes!
—Llevaste a tus Asha’man al agotamiento —replicó ella—. Malgastaste su fuerza. Seré yo quien dirija este sitio ahora.
Taim permaneció en el estrado, junto a la forma desmadejada de Logain, las encauzadoras y los Fados. Pareció sopesar a la mujer, quizás una de las Renegadas, una amenaza mayor que cualquier otra persona presente en la estancia.
—Y crees que así funcionará, ¿verdad? —preguntó Taim.
—Cuando el Nae’blis sepa la chapucería que…
—¿El Nae’blis? Moridin no me preocupa. Ya le he proporcionado un presente al Gran Señor. Ve con cuidado, porque gozo de su favor. Tengo las llaves en mi poder, Hessalam.
—Quieres decir… ¿De verdad lo conseguiste? ¿Las robaste?
Taim sonrió. Luego se volvió de nuevo hacia Androl, que estaba suspendido en el aire y se debatía sin éxito. No lo habían escudado. Lanzó otro tejido a Taim, pero el hombre lo paró con indiferencia.
Androl no merecía siquiera el trabajo de escudarlo. Taim lo soltó de los tejidos de Aire, y Androl se dio un fuerte golpe contra el suelo. Gruñó.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí preparándote, Androl? —preguntó Taim—. Me avergüenzas. ¿Es eso lo mejor que sabes hacer cuando intentas matar?
Androl se incorporó de rodillas con esfuerzo. Percibía el dolor y la preocupación de Pevara a su espalda, la mente de la mujer entorpecida por la horcaria. Delante de él, Logain estaba sentado en su trono, inmovilizado y rodeado de enemigos. Casi inconsciente, tenía los ojos cerrados.
—Hemos acabado aquí —dijo Taim—. Mishraile, mata a estos cautivos. Atraparemos a los que están arriba y los llevaremos a Shayol Ghul. El Gran Señor me ha prometido más recursos por el trabajo que he realizado allí.
Los esbirros de Taim se acercaron. Androl alzó la vista desde donde estaba arrodillado. La oscuridad se intensificó todo en derredor, sombras moviéndose en las sombras. La oscuridad… lo aterrorizaba. Tenía que soltar el Saidin, tenía que hacerlo. Y, sin embargo, no pudo.
Tenía que empezar a tejer.
Taim lo miró y, sonriendo, tejió fuego compacto.
«¡Sombras por todos sitios!»
Androl se aferró al Poder.
«¡Los muertos vienen por mí!»
Llevado por el instinto, urdió el tejido que mejor sabía hacer. Un acceso. Chocó con el muro, ese maldito muro.
«Qué cansancio. Sombras… Las sombras me llevarán».
Una fina barra de luz blanca y candente salió disparada de los dedos de Taim, apuntada directamente a Androl. Éste gritó, se esforzó al máximo adelantando las manos y colocando el tejido en su sitio. Golpeó el muro y notó que lo empujaba.
Un acceso del diámetro de una moneda se abrió delante de Androl, que atrapó el fuego compacto dentro del pequeño orificio.
Taim frunció la frente, y en la estancia se hizo el silencio cuando los sorprendidos Asha’man dejaron de urdir los tejidos. En ese momento, la puerta del cuarto explotó hacia adentro.
Canler, asiendo el Poder Único, entró al tiempo que lanzaba un grito. Lo seguían unos veinte muchachos de Dos Ríos que habían ido a la Torre Negra para entrenarse.
—¡Nos atacan! —gritó Taim mientras abrazaba la Fuente.
La cúpula parecía estar centrada sobre el edificio en obras en el que Perrin se había fijado. Eso no auguraba nada bueno; con esas cimentaciones y agujeros, Verdugo tendría sitios de sobra donde esconderse y tenderle una emboscada.
Una vez que llegaron al pueblo, Perrin señaló una edificación de buen tamaño. Tenía dos plantas y estaba construida como una posada, con un sólido techo de madera.
—Voy a llevarte allí —susurró Perrin—. Ten tu arco preparado. Grita si ves que alguien intenta acercarse a mí a hurtadillas, ¿de acuerdo?
Gaul asintió con la cabeza. Perrin realizó un cambio y los dos aparecieron sobre el tejado; Gaul se apostó junto a la chimenea. La ropa del Aiel se mimetizó con el color de los ladrillos de arcilla, y él se mantuvo agachado, con el arco presto. No tendría el alcance de un arco largo, pero desde allí resultaría mortífero.
Perrin bajó a la calle flotando y se posó con suavidad en el suelo a fin de no hacer ruido. Se agachó y —cambio— se trasladó al costado de una construcción que había un poco más adelante. Otro cambio, y se encontró en la esquina del último edificio de la calle, antes de la excavación, y entonces miró hacia atrás. Gaul, muy bien escondido allí arriba, levantó los dedos: había seguido el desplazamiento de Perrin.
A partir de allí, Perrin avanzó arrastrándose con sigilo; no quería desplazarse con el cambio a un sitio que no alcanzaba a ver desde donde se encontraba. Llegó al borde del primer agujero, profundo y oscuro, de los cimientos; se asomó y vio un suelo de tierra. El viento aún soplaba y allí abajo el polvo se levantaba en remolinos que habrían borrado las posibles huellas que hubiera podido haber.
Se incorporó un poco para quedarse agachado y empezó a desplazarse alrededor del perímetro de la gran cimentación. ¿Dónde estaría el centro exacto de la cúpula? Imposible saberlo, pues era demasiado grande. Siguió adelante, aunque anduvo con cien ojos.
Estaba tan pendiente de los agujeros de la cimentación que casi se topó con los guardias. La risa queda de uno de ellos fue lo que lo puso en guardia y se desplazó haciendo un cambio al otro lado de los cimientos; cayó de rodillas, con un arco largo de Dos Ríos en las manos. Recorrió con la vista los alrededores del lugar, ahora lejano, del que acababa de llegar.
«Estúpido», se recriminó, ahora que por fin los veía. Los dos hombres estaban apoltronados en una casucha construida al lado de los cimientos. La choza era el tipo de estructura en la que uno esperaría que comieran los trabajadores. Perrin miró en derredor con ansiedad, pero Verdugo no surgió de repente de un escondrijo para atacarlo, y los dos guardias no habían advertido su presencia.
No alcanzaba a distinguir con claridad muchos detalles, por lo que de nuevo hizo un cambio y se encontró de vuelta muy cerca de donde había estado antes. Saltó al agujero de los cimientos y creó un saliente de tierra en la pared excavada para subirse a él mientras echaba un vistazo a la casucha desde el borde del agujero.
Sí, eran dos hombres. Unos tipos con chaquetas negras. Asha’man. Creyó reconocerlos por haberlos visto inmediatamente después del episodio en los pozos de Dumai, donde habían rescatado a Rand. Le serían leales, ¿no? ¿Acaso Rand le había enviado ayuda?
«Así la Luz lo abrase —rezongó para sus adentros—. ¿Es que es incapaz de no andarse con rodeos con la gente?»
Claro que incluso los Asha’man podían ser Amigos Siniestros. Perrin se planteó salir del agujero y hacerles frente.
—Herramientas rotas —dijo Lanfear con desinterés.
Perrin sufrió un sobresalto y masculló un juramento al verla a su lado en el saliente, mirando a los hombres.
—Los han Trasmutado —continuó ella—. Siempre he pensado que es un desperdicio. Se pierde algo en la transformación, y nunca servirán tan bien como lo harían si cambiaran por propia voluntad. Oh, serán leales, desde luego, pero la luz ha desaparecido. La propia motivación, la chispa de ingenio que hace a la gente lo que es.
—Baja la voz —instó Perrin—. ¿Trasmutados? ¿A qué te refieres? ¿Es eso que…?
—Trece Myrddraal y trece Señores del Espanto. —Lanfear hizo un gesto mezcla de mofa y desprecio—. Qué rudimentario. Qué derroche.
—No entiendo.
Lanfear suspiró y habló como si se lo estuviera explicando a un niño:
—Dándose las circunstancias adecuadas, a los que encauzan se los puede Trasmutar en servidores de la Sombra por la fuerza. M’Hael ha estado teniendo problemas aquí por hacer que el proceso funcionara con lo que disponía. Necesita mujeres si quiere Trasmutar con facilidad encauzadores varones para que sirvan a la Sombra.
«Luz», pensó Perrin. ¿Sabía Rand que eso podía ocurrirle a la gente? ¿Planeaban hacer lo mismo con él?
—Yo tendría cuidado con esos dos —comentó Lanfear—. Son fuertes en el Poder.
—En tal caso, deberías hablar en voz más baja —susurró Perrin.
—Bah. Es sencillo controlar el sonido en este sitio. Podría gritar tan fuerte como me fuera posible y ellos no lo oirían. Están bebiendo, ¿no te has dado cuenta? Se han traído vino. Y están aquí físicamente, por supuesto. Dudo que su líder les haya advertido de los peligros que implica hacer eso.
Perrin observó a los guardias. Los dos daban sorbos de vino y se reían. Mientras los observaba, el primero se desplomó de costado, y a continuación ocurrió lo mismo con el otro. Ambos se cayeron de las sillas al suelo.
—¿Qué has hecho?
—Poner horcaria en el vino —respondió Lanfear.
—¿Por qué me ayudas? —demandó él.
—Te tengo aprecio, Perrin.
—¡Eres una de las Renegadas!
—Lo era. Ese… privilegio me ha sido arrebatado. El Oscuro descubrió que planeaba ayudar a Lews Therin para que venciera. Ahora, yo…
Enmudeció de golpe y volvió a alzar la vista hacia el cielo. ¿Qué vería en esas nubes? Algo que hizo que se le demudara el semblante. Desapareció un instante después.
Perrin trató de decidir qué hacer. Por supuesto, no se fiaba de ella. Sin embargo, era muy buena en el Sueño del Lobo. Se las había arreglado para aparecer a su lado sin hacer el más mínimo ruido. Algo que era más difícil de lo que parecía. Tenía que evitar mover el aire cuando llegaba, tenía que calcular con precisión dónde iba a aparecer para no hacer ruido, y tenía que impedir el frufrú de la ropa.
Con un sobresalto, Perrin cayó en la cuenta de que esta vez Lanfear había enmascarado incluso su olor. Sólo había captado ese aroma —la suave fragancia de la dama de noche— después de que había empezado a hablar con él.
Indeciso, salió gateando del agujero y se acercó a la choza. Los dos hombres dormían. ¿Qué le ocurría a una persona que se dormía en el sueño? Lo normal sería que eso los hiciera volver al mundo de vigilia, pero ésos estaban allí en persona.
Le recorrió un escalofrío al pensar qué efecto habría tenido en ellos.
—¿Trasmutados?
¿Era ésa la palabra que había utilizado ella? Luz. No era justo. Tampoco el Entramado lo era siempre, reconoció mientras registraba la choza con rapidez.
Encontró el clavo de sueños en el suelo, debajo de la mesa. El objeto de metal plateado parecía una estaca larga de tienda de campaña, con dibujos grabados de arriba abajo. Era similar al otro que había visto, pero no exactamente igual. Lo sacó del suelo y esperó, con la mano en el martillo, que Verdugo fuera por él.
—No está aquí —dijo Lanfear.
—¡Por la Luz! —Perrin había dado un brinco al tiempo que enarbolaba el martillo—. ¿Por qué no dejas de aparecer tan de repente, mujer?
—Me está buscando —contestó ella, que echó otra ojeada al cielo—. Se supone que no puedo hacer esto y empieza a sospechar algo. Si me encuentra, lo sabrá con certeza y me destruirá. Me hará arder, cautiva, durante toda la eternidad.
—¿Esperas que sienta lástima por ti, una de las Renegadas? —espetó Perrin.
—Elegí a mi señor —respondió ella, que lo observó con atención—. Éste es el precio que he de pagar… a menos que halle un modo de librarme de ello.
—¿Qué?
—Creo que tú eres quien tiene más opciones —dijo—. Necesito que venzas, Perrin, y tengo que estar a tu lado cuando lo hagas.
Él resopló con sorna.
—No has aprendido trucos nuevos, ¿verdad? —dijo después—. Ve a otra parte con tus ofertas, que a mí no me interesan.
Dio vueltas al clavo con los dedos. Nunca había llegado a entender cómo funcionaba el otro.
—Tienes que girarlo por la cabeza. —Lanfear extendió la mano.
Perrin la observó, sin dárselo.
—¿No crees que habría podido quedármelo si hubiera querido? —preguntó, divertida—. ¿Quién tumbó a los cachorros de M’Hael para ayudarte?
Él vaciló, pero después le tendió el clavo. Lanfear pasó el pulgar desde la punta hasta la mitad del clavo, y algo chascó dentro. Luego subió los dedos y giró la cabeza. En el exterior, la tenue pared violeta se contrajo y desapareció. Hecho esto, le tendió el clavo a Perrin.
—Vuelve a girarlo para que aparezca el campo de nuevo. Cuanto más lo gires, más grande se hará. Luego, para fijarlo, desliza el dedo al contrario de como lo hice yo. Dondequiera que lo instales tendrá repercusiones en el mundo de vigilia, como en este mundo, e impedirá incluso a tus aliados que entren o salgan. Se puede cruzar con una llave, pero no sé cuál es para este clavo.
—Gracias —dijo de mala gana Perrin. A sus pies, uno de los hombres dormidos gruñó y dio media vuelta para tenderse de costado.
—¿De verdad no hay… no hay un modo de que resistan para que no los Trasmuten? ¿No pueden hacer nada para evitarlo?
—Una persona puede resistir un poco de tiempo. Sólo un poco. Al final, hasta los más fuertes caen. Si es un hombre que se enfrenta a mujeres, ellas lo quebrantan con rapidez.
—No tendría que poder hacerse —manifestó Perrin mientras se arrodillaba—. Nadie tendría que ser capaz de obligar a un hombre a alinearse con la Sombra. Cuando se nos arrebata todo lo demás, debería quedarnos esa opción.
—Oh, pueden elegir —dijo Lanfear, que empujó con el pie a uno de ellos, con gesto ausente—. Podrían haber optado por el amansamiento. Así habrían acabado con su punto débil y habría sido imposible que los Trasmutaran.
—Pues de opción sólo tiene el nombre.
—Esto es la urdimbre del Entramado, Perrin Aybara. No todas las opciones han de ser buenas. A veces tienes que escoger el mal menor y capear el temporal.
Perrin le asestó una mirada severa.
—¿Quieres dar a entender que eso es lo que hiciste tú? —le preguntó a la mujer—. ¿Que te uniste a la Sombra porque era la opción «menos mala»? Te uniste a la Sombra por poder. Todo el mundo lo sabe.
—Piensa lo que quieras, lobezno —contestó Lanfear con un destello de dureza en los ojos—. He sufrido por mis decisiones. Por lo que he hecho en mi vida, he soportado dolor, angustia, tormento. Mi sufrimiento va más allá de lo que eres capaz de concebir.
—Y de todos los Renegados, tú fuiste la que eligió su destino y lo aceptó de mejor gana.
—¿Crees que es verídico lo que cuentan unos relatos de hace tres mil años? —Lanfear resopló con sorna.
—Mejor darles crédito a esas historias que a lo que afirme alguien como tú.
—Como quieras. —De nuevo miró a los dos hombres dormidos en el suelo—. Si te ayuda a comprender, lobezno, deberías saber que muchos piensan que hombres como éstos mueren cuando ocurre la Trasmutación. Y que entonces otra cosa invade el cuerpo. Al menos, hay gente que cree que es así. —Dicho esto, desapareció.
Perrin suspiró, se guardó el clavo de sueños, y con un cambio regresó al tejado. Tan pronto como apareció, Gaul giró velozmente al tiempo que tensaba la cuerda del arco.
—¿Eres tú, Perrin Aybara?
—Sí, soy yo.
—Me pregunto si debería pedirte que lo pruebes —insinuó Gaul, sin aflojar la cuerda del arco—. Me parece que en este sitio uno puede cambiar de apariencia con facilidad.
—La apariencia no lo es todo —dijo Perrin con una sonrisa—. Sé que tienes dos gai’shain, una a la que quieres y otra a la que no. A ninguna de ellas parece satisfacerle actuar como verdaderas gai’shain. Si sobrevivimos a esto, una podría casarse contigo.
—Sí, una podría hacerlo —convino Gaul, que bajó el arco—. Aunque lo más probable es que tenga que tomar a las dos o a ninguna. Quizá sea un castigo por hacerles dejar las lanzas, aunque la elección de que lo hicieran no fue mía, sino de ellas. —Meneó la cabeza—. La cúpula ha desaparecido.
—Así es. —Perrin sostuvo en alto el clavo de los sueños.
—¿Cuál es nuestra siguiente tarea?
—Esperar. —Perrin se sentó en el tejado—. Y ver si la desaparición de la cúpula llama la atención de Verdugo.
—¿Y si no lo hace?
—Entonces iremos a otro sitio donde es posible que lo encuentre. —Perrin se frotó el mentón—. O, lo que es lo mismo, donde haya lobos a los que él pueda matar.
—¡Te oímos! —gritó Canler a Androl en medio de la lucha—. ¡Así me abrase si no es verdad! ¡Estábamos en mi tienda, ahí arriba, y te oímos hablar, suplicando! Decidimos que teníamos que atacar. Ahora o nunca.
Estallaban tejidos a través de la estancia. La tierra saltaba por los aires y el Fuego salía disparado desde la gente de Taim, en el estrado, hacia los hombres de Dos Ríos. Los Fados cruzaron la sala esquivando tejidos, con las capas sin moverse y desenvainando espadas.
Androl se apartó a trompicones de Canler con la cabeza agachada y fue hacia Pevara, Joneth y Emarin, que se encontraban a un extremo. ¿Que Canler lo había oído? El acceso que había hecho, justo antes de que Taim lo alzara en el aire. Debía de haberse abierto, tan pequeño que ni siquiera lo había visto.
Podía hacer accesos otra vez. Pero sólo unos muy pequeños. ¿De qué servía eso?
«Sirvió para detener el fuego compacto de Taim», pensó. Llegó junto a Pevara y los otros. Ninguno de los tres se encontraba en condiciones de luchar. Tejió un acceso y arremetió contra el muro, lo empujó para…
Algo cambió.
El muro desapareció.
Androl se sentó un momento, pasmado. En sus oídos retumbaban los estallidos y explosiones de la sala. Canler y los otros luchaban bien, pero los chicos de Dos Ríos se enfrentaban a Aes Sedai bien entrenadas y tal vez a una de las Renegadas. Iban cayendo uno tras otro.
El muro había desaparecido.
Androl se levantó despacio y regresó al centro de la sala. Taim y los suyos luchaban desde el estrado; los tejidos procedentes de Canler y sus chicos empezaban a ir a menos.
Androl miró a Taim y experimentó un arrollador e imperioso arranque de cólera. La Torre Negra les pertenecía a ellos, a los Asha’man, no a ese hombre.
Ya era hora de que los Asha’man reclamaran lo que era suyo.
Androl rugió al tiempo que alzaba las manos y tejía un acceso. El Poder penetró a raudales en él. Sus accesos se abrían siempre en su sitio, con precisión, de golpe y más deprisa que los de cualquier otro, además de alcanzar un tamaño mayor de lo que un encauzador con su fuerza en el Poder debería ser capaz de hacer.
El que creó en ese momento tenía el tamaño de una carreta grande. Poniéndose delante de los encauzadores de Taim, lo abrió en el preciso instante en que soltaban la siguiente oleada de tejidos mortíferos.
La extensión del acceso sólo tenía unos pocos pasos de distancia, y conducía justo detrás de sus enemigos.
Los tejidos creados por las mujeres y los hombres de Taim impactaron en el acceso abierto, del que sólo veían una neblina que flotaba en el aire delante de Androl, y… los alcanzaron a ellos por la espalda.
Los tejidos acabaron con sus creadores, abrasando Aes Sedai, matando Asha’man y los pocos Myrddraal que quedaban. Combatiendo contra el agotamiento, Androl gritó más alto y abrió pequeños accesos en las ataduras de Logain para sesgarlas. Abrió otro acceso directamente en el suelo, debajo de la silla de Logain, y la trasladó de la sala a un lugar alejado de la Torre Negra, uno que, así lo quisiera la Luz, sería un sitio seguro.
La mujer llamada Hessalam huyó. Cuando salía con precipitación a través de un acceso creado por ella, Taim la siguió con otros dos. Los demás no fueron tan listos… Un instante después Androl abría un nuevo acceso a todo lo ancho del suelo, y el resto de las mujeres y de Asha’man se precipitaron a plomo en una caída de centenares de pies.