Prólogo

Por la gracia y los estandartes caídos

Bayrd apretó la moneda entre el índice y el pulgar. La sensación de que el metal se aplastara resultaba por demás desagradable.

Apartó el pulgar. En la dura superficie del penique de cobre, donde se reflejaba el brillo de la antorcha, había dejado impresa la huella del dedo. Un frío helador lo calaba hasta la médula, como si hubiese pasado toda la noche en una bodega.

El estómago le sonó. Otra vez.

Se levantó viento del norte y las antorchas chisporrotearon. Bayrd se había sentado con la espalda recostada en una roca grande, cerca del centro del campamento de guerra. Los hombres, hambrientos, murmuraban mientras se calentaban las manos alrededor de los hoyos de las lumbres; hacía tiempo que los víveres se habían echado a perder. Otros soldados que estaban cerca empezaron a despojarse de todo el metal que llevaban encima —espadas, hebillas de armaduras, cotas— y lo extendieron en el suelo como si pusieran a secar ropa. Tal vez tenían la esperanza de que cuando el sol saliera volverían a su estado normal.

«La Luz nos valga —rogó Bayrd para sus adentros; redondeó con los dedos lo que antes había sido una moneda e hizo una bola—. Luz…»

Tras tirarla en la hierba, recogió las piedras con las que había estado trabajando.

—Quiero saber qué ha pasado aquí, Karam —barbotó lord Jarid. Sus consejeros y él se encontraban cerca, delante de una mesa cubierta de mapas—. ¡Quiero saber cómo lograron acercarse tanto y quiero la cabeza de esa puñetera reina Aes Sedai y Amiga Siniestra!

Jarid golpeó la mesa con el puño. En otro tiempo sus ojos no brillaban con un fervor tan demencial. La presión de todo lo que ocurría últimamente —como los víveres echados a perder o las cosas extrañas que sucedían por la noche— lo estaba cambiando.

Detrás de Jarid, la tienda de mando era un bulto informe caído en el suelo. El cabello del noble —que se había dejado largo durante el exilio— revoloteaba al viento en tanto que el rostro quedaba bañado por la luz parpadeante de las antorchas. Todavía tenía briznas de hierba seca enganchadas en la chaqueta de cuando había salido gateando de la tienda.

Criados perplejos sostenían las estacas de hierro de la tienda, que —al igual que todos los objetos metálicos del campamento— se habían tornado blandas al tacto. Las anillas de montaje se habían dilatado hasta partirse como cera caliente.

La noche olía mal. A aire enrarecido de habitaciones en las que no se ha entrado desde hace años. En un claro del bosque no debería haber olido a polvo añejo. A Bayrd volvieron a sonarle las tripas. Luz, cómo le habría gustado engañar al estómago con algo. Centró la atención en el trabajo y golpeó una de las piedras con la otra.

Las sostenía como su abuelo le había enseñado de pequeño. La sensación de piedra golpeando piedra lo ayudó a alejar el hambre y el frío. Menos mal que aún quedaba algo inalterable en el mundo.

Lord Jarid le echó una ojeada ceñuda. Bayrd era uno de los diez hombres que el noble había exigido que lo custodiaran esa noche.

—Conseguiré la cabeza de Elayne, Karam —dijo el noble mientras se volvía hacia sus capitanes—. Todo lo anómalo ocurrido esta noche es obra de sus brujas.

—¿La cabeza? —sonó la voz escéptica de Eri a un lado—. ¿Y cómo, exactamente, va a traeros alguien su cabeza?

Lord Jarid se dio la vuelta, como también lo hicieron otros situados alrededor de la mesa alumbrada por la luz de unas antorchas. Eri contemplaba fijamente el cielo; en el hombro lucía la insignia del jabalí dorado cargando frente a una lanza roja. Era la insignia de la guardia personal de lord Jarid, pero en la voz de Eri había poco respeto.

—Y el que lo intente ¿qué va a utilizar para cortarle la cabeza, Jarid? ¿Los dientes?

La frase, tan terriblemente insolente, hizo que el silencio se adueñara del campamento. Bayrd dejó de golpear las piedras, turbado. Sí, se había hablado de lo trastornado que estaba lord Jarid, pero ¿esto?

—¿Osas hablarme en ese tono? ¿Uno de mis propios guardias? —espetó Jarid, que había enrojecido de rabia.

Eri siguió contemplando el cielo encapotado.

—Te será descontada la paga de dos meses —espetó Jarid, aunque la voz le temblaba—. Quedas degradado, y prestarás servicio de letrinas hasta nueva orden. Si vuelves a replicarme, te cortaré la lengua.

El viento frío hizo que Bayrd temblara. Eri era el mejor oficial que tenían en lo que quedaba de su ejército rebelde. Los otros guardias rebulleron, fija la vista en el suelo.

Eri se volvió hacia el noble y sonrió. No pronunció una sola palabra; pero, de algún modo, no hubo necesidad de que lo hiciera. ¿Cortarle la lengua? Hasta el último fragmento de metal que había en el campamento se había vuelto blando como manteca de cerdo. El cuchillo de Jarid descansaba en la mesa, retorcido y deformado, ya que se había estirado cuando el noble lo sacó de la funda de un tirón. La chaqueta de Jarid se agitó con el viento, abierta; antes tenía botones de plata.

—Jarid… —empezó a decir Karam. Era un joven de rostro enjuto y boca grande, noble de una casa menor leal a la de Sarand—. ¿De verdad crees que…? ¿De verdad crees que esto ha sido obra de unas Aes Sedai? ¿Todo el metal del campamento?

—Por supuesto —replicó Jarid—. ¿Qué otra cosa podría ser? No irás a decirme que crees en esos cuentos de campamento. ¿La Última Batalla? Bah. —Volvió de nuevo la mirada hacia la mesa, donde había un mapa de Andor desenrollado y sujeto con guijarros pequeños en las esquinas.

Bayrd reanudó el trabajo con las piedras. Toc, toc, toc. Pizarra y granito. No había sido fácil encontrar los fragmentos apropiados de cada una de ellas, pero el abuelo le había enseñado a distinguir todo tipo de minerales. El anciano se había sentido traicionado cuando el padre de Bayrd se marchó a la ciudad para trabajar de carnicero, en lugar de seguir con el oficio familiar.

Pizarra maleable, suave. Estriado y áspero granito. Sí, algunas cosas del mundo aún eran consistentes. Unas pocas. En la actualidad, uno no podía fiarse de casi nada. Los señores, antaño inflexibles, ahora eran tan blandos como… Bueno, tan blandos como el metal. En el cielo bullía la negrura, y hombres valientes —hombres a los que Bayrd había admirado— temblaban y gemían por la noche.

—Estoy preocupado, Jarid —manifestó Davies. Mayor que los demás, lord Davies era lo más parecido a un confidente que Jarid tenía—. No hemos visto a nadie desde hace días. Ningún granjero, ningún soldado de la reina. Ocurre algo. Algo malo.

—Ha evacuado a la gente —gruñó Jarid—. Se prepara para caer sobre nosotros.

—Creo que la trae sin cuidado nuestra presencia, Jarid —intervino Karam, prendida la vista en el cielo. Allá arriba las nubes se agitaban. Bayrd tenía la sensación de que hacía meses que no había visto el cielo despejado—. ¿Por qué iba a importarle? Nuestros hombres están muertos de hambre. Las provisiones siguen estropeándose. Las señales…

—Intenta constreñirnos con restricciones —lo interrumpió Jarid, con los ojos desorbitados por el fervor—. Esto es obra de las Aes Sedai.

El campamento se quedó silencioso de repente. A excepción de las piedras de Bayrd. A éste nunca le había gustado ser matarife, pero había encontrado un hogar en la guardia de su señor. Acuchillar vacas o acuchillar hombres era asombrosamente parecido. Lo incomodaba con qué facilidad había pasado de hacer lo primero a lo segundo.

Toc, toc, toc.

Eri dio media vuelta. Jarid dirigió una mirada desconfiada al guardia, como si estuviera a punto de ordenar un castigo más severo para él.

«Antes no era tan malo, ¿verdad? —pensó Bayrd—. Deseaba el trono para su esposa, pero ¿qué noble no lo haría?» No era fácil pasar por alto el nombre de una casa. La familia de Bayrd había servido con reverencia a la familia Sarand durante generaciones.

Eri se alejó del puesto de mando.

—¿Adónde crees que vas? —bramó Jarid.

Eri se llevó la mano al hombro y arrancó de un tirón la insignia de la guardia de la casa Sarand. Arrojándola a un lado, dejó atrás la luz de las antorchas y se adentró en la noche, hacia el viento del norte.

La mayoría de los hombres no se habían ido a dormir. Permanecían sentados alrededor de las lumbres, deseosos de estar cerca del calor y de la luz. Unos cuantos que tenían pucheros de barro cocían puñados de hierbas cortadas, hojas o tiras de cuero para tener algo que llevarse a la boca, lo que fuera.

Se pusieron de pie para seguir con la mirada a Eri.

—Desertor —escupió Jarid—. Después de todo lo que hemos pasado, ahora se marcha. Sólo porque las cosas se han puesto difíciles.

—Los hombres están hambrientos, Jarid —repitió Davies.

—Soy consciente de ello. Muchas gracias por recordarme los problemas cada dos por tres. —Jarid se enjugó la frente con la temblorosa mano y después descargó un palmetazo en el mapa—. Tendremos que atacar una de las ciudades; se acabó huir de ella, ahora que sabe dónde nos encontramos. Puente Blanco. La tomaremos y nos reabasteceremos. Sus Aes Sedai deben de estar debilitadas tras el esfuerzo de la maniobra de esta noche. En caso contrario, habrían atacado.

Bayrd oteó la oscuridad con los ojos entrecerrados. Más hombres se estaban poniendo de pie y asían el bastón de combate o los garrotes. Algunos ni siquiera llevaban armas; recogían los petates y cargaban al hombro bultos de ropa. Después empezaron a salir en fila del campamento, en silencio, como si fueran fantasmas. Ni un tintineo de cotas o de hebillas de armaduras. No quedaba nada de metal. Había sucumbido como si lo hubieran despojado de su esencia, de su alma.

—Elayne no se atreve a lanzar un ataque en masa contra nosotros —manifestó Jarid, quizá para convencerse a sí mismo—. Debe de haber conflictos en Caemlyn. Por todos esos mercenarios que mencionabas en tu informe, Shiv. Tal vez haya incluso revueltas. Por supuesto, Elenia estará trabajando contra Elayne. Puente Blanco. Sí, atacar Puente Blanco será perfecto.

Lo ocuparemos y dividiremos el reino en dos, ¿comprendéis? Allí reclutaremos tropas, presionaremos a los hombres de Andor occidental para que se unan a nuestra bandera. Iremos a… ¿Cómo se llama ese sitio? Dos Ríos. Allí deberíamos encontrar gente disponible. —Jarid resopló con desdén. —He oído que no han visto a un señor hace décadas. Dadme cuatro meses y habré reunido un ejército digno de ser tenido en cuenta, lo suficiente para que no se atreva a atacarnos con sus brujas…

Bayrd alzó la piedra hacia la luz de las antorchas. El truco para crear una buena punta de lanza era trabajarla de fuera adentro. Había dibujado la forma adecuada en la pizarra con una tiza, y después había trabajado hacia el centro para terminar de darle forma. A partir de ahí, en lugar de golpear se pasaba a dar toquecitos para perfilar la punta sacando esquirlas más pequeñas.

Antes había acabado una de las caras; la otra estaba medio hecha. Casi podía oír a su abuelo susurrándole. Somos de piedra, Bayrd. Diga lo que diga tu padre, somos de piedra. En lo más hondo de nuestro ser, somos piedra.

Más soldados abandonaron el campamento. Lo extraño era que muy pocos hablaban. Por fin Jarid se dio cuenta, se puso de pie y asió una antorcha que sostuvo con el brazo en alto.

—¿Qué hacen? —preguntó—. ¿Ir a cazar? Hace semanas que no vemos animales en el campo. ¿Tal vez van a poner trampas?

Nadie contestó.

—A lo mejor han visto algo —murmuró Jarid—. O quizá creen haberlo visto. No permitiré más chismes sobre fantasmas y otras necedades; las brujas crean apariciones para ponernos nerviosos. Tiene que ser eso, sí…

Cerca se oyó un roce. Karam se estaba metiendo en su tienda caída, de donde sacó un bulto pequeño.

—¡Karam! —dijo Jarid.

El noble miró a lord Jarid; después bajó los ojos y empezó a atar en el cinturón una bolsa de dinero. Con la lazada a medias se detuvo y soltó una carcajada, tras lo cual vació la bolsa. Las monedas de oro que llevaba dentro se habían fundido en una única pieza, como orejas de cerdo conservadas en un tarro. Karam se guardó el amasijo. Metió la mano en la bolsita y sacó un anillo. La gema engarzada en él, roja como sangre, no había sufrido cambios.

—Es muy probable que no sirva ni para comprar una manzana hoy en día —rezongó.

—Exijo saber qué te propones hacer. ¿Eres el responsable de esto? —Jarid señaló con la mano a los soldados que se marchaban—. Así que has organizado un motín, ¿verdad?

—No soy el responsable —repuso Karam con expresión avergonzada—. Y tampoco lo eres tú, a decir verdad. Lo… Lo siento.

Karam se alejó del círculo de luz dibujado por la antorcha. Bayrd se quedó atónito. Lord Karam y lord Jarid habían sido amigos desde la infancia.

A continuación fue lord Davies quien corrió en pos de Karam. ¿Acaso iría tras el noble más joven para traerlo de vuelta? Por el contrario, en lugar de ello se puso a caminar a su paso. Desaparecieron en la oscuridad.

—¡Ordenaré que se os persiga y se os arreste por esto! —les gritó Jarid con voz estridente. Estaba frenético—. ¡Seré rey consorte! ¡Nadie os dará cobijo ni socorro a vosotros ni a ningún miembro de vuestras casas durante diez generaciones!

Bayrd bajó la vista hacia la piedra que tenía en la mano. Sólo quedaba un paso: pulirla. El pulido era lo que hacía que una punta de lanza fuera peligrosa. Bayrd sacó la piedra de granito que había recogido para tal propósito y empezó a frotar con cuidado a lo largo del borde de la pizarra.

«Pues parece que recuerdo cómo hacer esto mejor de lo que esperaba», se dijo para sus adentros mientras lord Jarid continuaba con su diatriba.

Había algo poderoso en el hecho de fabricar una punta de lanza. El simple acto parecía repeler la tenebrosidad de la noche. Últimamente había habido una «sombra» sobre Bayrd y el resto del campamento, como si… Como si no fuera capaz de estar en la luz por mucho que lo intentara. Todas las mañanas se despertaba con la sensación de que alguien a quien amaba había muerto el día anterior.

Esa desesperanza podía hundir a cualquiera. Pero el mero acto de crear algo, cualquier cosa, era un modo de resistir. Un modo de desafiar a… A aquel a quien ninguno de ellos nombraba. El que todos sabían responsable de lo que estaba pasando, dijera lo que dijera lord Jarid.

Bayrd se puso de pie. Más tarde la puliría otro poco, pero desde luego la punta de lanza tenía un aspecto estupendo. Levantó el astil de madera —la moharra se había soltado cuando el mal atacó el campamento— y sujetó la nueva punta en su sitio, exactamente como su abuelo le había enseñado a hacer tantos años atrás.

Los otros guardias lo estaban observando.

—Vamos a necesitar más de ésas —dijo Morear—. Si te parece bien, claro.

Bayrd asintió con la cabeza.

—De camino —propuso luego—, cuando partamos, pararemos junto a la ladera donde encontré este trozo de pizarra.

Por fin Jarid dejó de barbotar y los miró con los ojos desorbitados a la luz de la antorcha.

—No. Sois mi guardia personal. ¡No me desafiaréis!

Jarid saltó sobre Bayrd con una expresión asesina en los ojos, pero Morear y Rosse asieron al noble por detrás. Rosse parecía horrorizado por su acto de rebeldía; sin embargo, no soltó al noble.

Bayrd recogió otras pocas cosas que tenía guardadas al lado del petate. A continuación hizo un gesto de asentimiento a los otros, que se unieron a él —ocho hombres de la guardia personal de lord Jarid— y llevaron casi a rastra al noble, que no dejaba de mascullar, a través del desbaratado campamento. Dejaron atrás lumbres que ardían lentamente y tiendas caídas, abandonadas por hombres que se adentraban en la oscuridad, ahora en mayor número, hacia el norte. Con el viento.

Al borde del campamento, Bayrd seleccionó un buen árbol de aspecto recio. Hizo un gesto a los otros y, con la cuerda que Bayrd había cogido, ataron en él a lord Jarid. Éste no dejó de soltar invectivas hasta que Morear lo amordazó con un pañuelo.

Bayrd se acercó y metió un odre de agua en el doblez del brazo del noble.

—No forcejeéis demasiado o el odre se os caerá, milord. No he apretado mucho la mordaza, y no tendría que costaros mucho esfuerzo quitárosla y empujar el odre hacia arriba para beber. Mirad, quitaré el tapón.

Jarid lo miró fijamente, furioso.

—No es por vos, milord —añadió Bayrd—. Siempre habéis tratado bien a mi familia; pero, bueno, no podemos dejar que sigáis con lo mismo y haciéndonos la vida difícil. Hay algo que hemos de hacer, y vos nos lo estáis impidiendo a todos. Tal vez alguien debería haber dicho algo antes. En fin, eso ya es agua pasada. A veces se deja colgada la carne demasiado tiempo y luego se ha pasado el pernil entero.

Hizo un gesto con la cabeza a los otros, que corrieron a recoger los petates. Señaló a Rosse la dirección al afloramiento de pizarra, que no estaba lejos, y le dijo que buscara una piedra adecuada para una buena punta de lanza.

Se volvió de nuevo hacia el noble, que no dejaba de forcejear.

—Esto no es culpa de las brujas, milord. No es culpa de Elayne… Supongo que debería decir «la reina». Curioso, relacionar el cargo de reina con una jovencita tan guapa. Habría preferido encontrarla en una posada y hacerla brincar en mis rodillas en vez de tener que inclinarme ante ella con una reverencia, pero Andor necesitará una dirigente a la que seguir en la Última Batalla, y esa persona no es vuestra esposa. No podemos seguir luchando más. Lo siento.

Jarid se derrumbó en las ataduras, y la cólera pareció abandonarlo. Ahora sollozaba. Qué cosa más extraña, ver algo así.

—Avisaré a la gente con la que nos crucemos, si es que nos cruzamos con alguien, de que estáis aquí —prometió Bayrd—. Y que probablemente lleváis algunas joyas encima. Es posible que vengan a buscaros. Quizá lo hagan. —Vaciló—. No deberíais haberos interpuesto. Todo el mundo parece saber lo que se avecina, salvo vos. El Dragón ha renacido, los vínculos se han roto, los viejos juramentos se han extinguido… Que me ahorquen si permito que Andor marche a la Última Batalla sin mí.

Bayrd se alejó y se internó en la noche con su nueva lanza apoyada en el hombro. «De todos modos, estoy comprometido con un juramento más antiguo que el que tenía con su familia. Un juramento que ni siquiera el propio Dragón podría invalidar». Era un juramento con la tierra. Las piedras estaban en su sangre, y su sangre en las piedras de este Andor.

Reunió a los demás y partieron hacia el norte. Tras ellos, solo en la noche, su señor sollozó cuando los fantasmas empezaron a moverse por el campamento.

Talmanes tiró de las riendas de Selfar, y como resultado el caballo brincó y sacudió la cabeza. El ruano parecía inquieto. Tal vez Selfar percibía el estado de ansiedad de su amo.

En la noche, el aire estaba cargado de humo. De humo y de gritos. Talmanes conducía a la Compañía por una calzada rebosante de refugiados pringados de hollín. Se movían como restos flotantes de un naufragio en un río turbio.

Los hombres de la Compañía contemplaban a los refugiados con preocupación.

—¡Cuidado! —les gritó Talmanes—. No podemos ir a galope todo el trecho hasta Caemlyn. ¡Cuidado!

Conducía a los hombres tan rápido como era posible sin ser imprudente, casi al trote. Las armaduras tintineaban. Elayne se había llevado consigo la mitad de la Compañía a Campo de Merrilor, incluidos Estean y casi toda la caballería. Quizás había previsto la posibilidad de tener que retirarse con rapidez.

Como fuera, a Talmanes no le habría servido de mucho la caballería por las calles, que sin duda estarían tan abarrotadas como esta calzada. Selfar resopló y sacudió la cabeza. Ya se encontraban cerca; justo delante, negras en la noche, se alzaban las murallas de la ciudad perfiladas por un intenso brillo, como si lo refrenaran. Daba la impresión de que la ciudad fuera el hoyo de una hoguera.

«Por la Gracia y los estandartes caídos», pensó el noble con un escalofrío. Enormes columnas de humo flotaban sobre la urbe. La cosa estaba mal. Mucho peor que cuando los Aiel habían ido a Cairhien.

Por fin Talmanes aflojó las riendas del ruano, y Selfar galopó a lo largo del arcén de la calzada durante un tiempo; luego, de mala gana, el noble se abrió paso para cruzarla haciendo caso omiso de las súplicas de ayuda. El tiempo que había pasado con Mat había hecho que ahora deseara tener algo más que ofrecer a esas gentes. Era realmente extraño el efecto que Matrim Cauthon ejercía en una persona. Talmanes miraba ahora a los plebeyos con otros ojos. A lo mejor era porque aún no sabía si pensar en Mat como un noble o no.

Desde el otro lado de la calzada, observó la ciudad en llamas mientras esperaba que sus hombres lo alcanzaran. Podría haber ordenado que todos fueran montados, porque, si bien no eran jinetes de caballería experimentados, todos ellos disponían de caballos para viajar largas distancias. Esa noche no se atrevió a hacerlo. Con trollocs y Myrddraal al acecho por las calles, Talmanes necesitaba que sus hombres adoptaran de inmediato una formación de combate. Los ballesteros, con las armas cargadas, marchaban en los flancos de varias columnas de piqueros. No dejaría a sus hombres expuestos a una carga de trollocs por muy urgente que fuera su misión.

Pero si perdían esos dragones…

«Que la Luz nos ayude», pensó el noble. La ciudad parecía hervir con todo ese humo arremolinado por encima. Empero, algunas partes de la Ciudad Interior —que se elevaba imponente en la colina y era visible por encima de las murallas— aún no estaban en llamas. No había fuego en el palacio. ¿Estarían resistiendo los soldados allí?

No habían recibido respuesta de la reina y, por lo que Talmanes veía, tampoco había llegado ayuda a la ciudad. La reina no debía de estar enterada de lo que ocurría; mal asunto.

Muy, muy malo.

Un poco más adelante, Talmanes divisó a Sandip con algunos exploradores de la Compañía. El delgado hombre trataba de salir de entre un grupo de refugiados.

—¡Por favor, buen señor! —gritaba una mujer—. Mi pequeña, mi hija, en el alto del lindero septentrional…

—¡Tengo que llegar a mi tienda! —vociferaba un hombre corpulento—. Mis artículos de cristal…

—Mis buenas gentes —empezó Talmanes mientras se abría paso entre los refugiados—, si en verdad queréis que os ayudemos, tal vez podríais apartaros y dejarnos pasar para llegar a la puñetera ciudad.

La gente se apartó de mala gana, y Sandip se lo agradeció a Talmanes con un asentimiento de cabeza. De piel curtida y pelo oscuro, Sandip —otrora consumado curandero itinerante— era uno de los comandantes de la Compañía. Sin embargo, el afable hombre exhibía ese día una expresión sombría.

—Sandip, allí —le indicó Talmanes al tiempo que señalaba.

A corta distancia se hallaba reunido un nutrido grupo de hombres de armas que contemplaban la ciudad.

—Mercenarios —gruñó Sandip—. Hemos pasado junto a varios grupos. Ninguno de ellos parecía inclinado a mover un dedo.

—Eso ya lo veremos —respondió Talmanes.

Por las puertas de la ciudad seguía saliendo mucha gente que tosía y aferraba sus exiguas pertenencias sin soltar de la mano a los niños llorosos. Esa marea de refugiados aún tardaría en menguar. Caemlyn estaba tan llena como una taberna en día de mercado; los que tuvieran la suerte de escapar sólo serían una pequeña parte en comparación con los que aún quedarían dentro.

—Talmanes, dentro de poco esta ciudad se va a convertir en una trampa mortal —dijo Sandip sin alzar la voz—. No hay bastantes salidas. Si dejamos que la Compañía se quede atrapada dentro…

—Lo sé, pero…

En las puertas, una repentina agitación se propagó entre la multitud de refugiados. Casi era una sensación física, un estremecimiento. Los gritos se hicieron más intensos. Talmanes miró hacia atrás y atisbó unas figuras grandes y pesadas que se movían en las sombras de la puerta.

—¡Luz! —exclamó Sandip—. ¿Qué es eso?

—Trollocs —contestó Talmanes, que había hecho dar la vuelta a Selfar—. ¡Luz! Intentan apoderarse de la puerta para impedir que salgan los refugiados.

Había cinco salidas de la ciudad; si los trollocs se hacían con todas ellas… Aquello ya era una carnicería, pero si los trollocs lograban impedir que la aterrada multitud huyera, la situación sería aún más peliaguda.

—¡Que los hombres se apresuren! —gritó Talmanes—. ¡Todos hacia la puerta de la ciudad! —Taconeó a Selfar para ponerlo a galope.

En cualquier otro lado, el edificio se habría considerado una posada, aunque Isam nunca había visto a nadie dentro excepto las mujeres de mirada apagada que cuidaban los contados y deslucidos cuartos y preparaban comidas insípidas. A ese lugar nadie iba buscando comodidad ni animación. Isam se hallaba sentado en una dura banqueta, junto a una mesa de pino tan desgastada por el paso del tiempo que a buen seguro ya era vieja antes de que él naciera. Procuró no tocar mucho la superficie so riesgo de acabar con más astillas en los dedos que lanzas en las manos de un Aiel.

La abollada taza de estaño de Isam estaba llena de un líquido oscuro, aunque él no había bebido nada. Se encontraba junto a una pared, lo bastante cerca de la única ventana de la posada para vigilar la calle de tierra que había fuera, apenas iluminada en la noche por unos pocos farolillos colgados en la fachada de los edificios. Isam cuidaba mucho de no dejarse ver a través del sucio cristal. En ningún momento miró directamente hacia el exterior. Siempre era mejor no llamar la atención en la Ciudad.

Ése era el único nombre que tenía aquel lugar, si es que podía decirse que tuviera alguno. Los desvencijados edificios se habían levantado y reemplazado incontables veces a lo largo de más de dos mil años. En la actualidad parecía una población de buen tamaño, si uno miraba con los ojos entrecerrados. La mayoría de los edificios los habían construido prisioneros, quienes a menudo sabían poco o nada de ese oficio. Su trabajo había estado supervisado por hombres tan ajenos como ellos a tales quehaceres. Un número considerable de casas parecían sostenerse de pie gracias a las que tenían a ambos lados.

El sudor resbaló por la cara de Isam mientras él vigilaba subrepticiamente la calle. ¿Cuál de ellos acudiría a reunirse con él?

A lo lejos apenas se distinguía la silueta de una montaña que escindía el cielo nocturno. Fuera, en alguna parte de la Ciudad, sonaba el golpeteo de metal contra metal como latidos acerados. En la calle se movieron unas figuras. Hombres encapuchados o envueltos en capas y con el rostro tapado hasta los ojos tras velos rojos como sangre.

Isam tuvo cuidado de no demorar la mirada en ellos.

Retumbó un trueno. Las laderas de esa montaña estaban llenas de extraños rayos que se descargaban hacia arriba, en dirección a las omnipresentes nubes grises. Pocos humanos conocían la existencia de esta Ciudad cercana al valle de Thakan’dar, con Shayol Ghul cernido amenazadoramente sobre ella. Unos pocos habían oído rumores. A Isam no le habría importado contarse entre los ignorantes.

Otros hombres pasaron. Velos rojos. Siempre los llevaban levantados. Bueno, casi siempre. Si veías que uno de ellos se lo bajaba, más te valía matarlo. Porque, si no lo hacías, él te mataría a ti. La mayoría de los hombres de velo rojo no parecían tener otra razón para estar fuera que intercambiar miradas ceñudas entre ellos y tal vez patear a los numerosos perros vagabundos —asilvestrados y en los huesos— cada vez que alguno se cruzaba en su camino. Las contadas mujeres que habían abandonado el refugio de sus casas corrían apresuradas por el margen de la calle, gacha la mirada. No se veían niños y lo más probable era que hubiera muy pocos allí. La Ciudad no era lugar para niños. Isam lo sabía. Había crecido allí desde la infancia.

Uno de los hombres que pasaba por la calle alzó la vista hacia la ventana de Isam y se paró. Isam se quedó muy quieto. Los Samma N’Sei —los Cegadores— habían sido siempre quisquillosos y arrogantes. A decir verdad, el término «quisquillosos» no les hacía justicia. Un simple arranque o un antojo arbitrario bastaban para que le clavaran un cuchillo a alguno de los Sin Talento. Por lo general, era uno de los sirvientes el que pagaba el pato. Por lo general.

El hombre del velo rojo siguió observándolo. Isam controló el nerviosismo y evitó hacer el alarde de sostenerle la mirada. El requerimiento para que acudiera allí era urgente y uno no pasaba por alto cosas así si quería seguir vivo. Con todo… Si ese hombre daba un paso hacia el edificio, Isam se escabulliría en el Tel’aran’rhiod con la tranquilidad de saber que ni siquiera uno de los Elegidos lo seguiría desde allí.

El Samma N’Sei le dio la espalda a la ventana de forma repentina. En un visto y no visto, se alejó del edificio con rápidas zancadas. Isam sintió aflojarse la tensión que lo había atenazado, aunque en realidad nunca desaparecería del todo; no en ese lugar. Ese sitio no era su hogar, a pesar de que su infancia hubiera transcurrido allí. Ese sitio era la muerte.

Un movimiento. Isam echó un vistazo al final de la calle. Otro hombre alto, con chaqueta y capa negras y el rostro al descubierto, caminaba en su dirección. Increíblemente, la calle se estaba quedando desierta porque los Samma N’Sei salían de ella a toda velocidad por otras calles y callejas.

De modo que era Moridin. Isam no había presenciado lo ocurrido en la primera visita del Elegido a la Ciudad. Los Samma N’Sei habían tomado a Moridin por uno de los Sin Talento hasta que el Elegido les demostró su error. Las restricciones que los coartaban a ellos no contaban para él.

El número de Samma N’Sei muertos variaba según las fuentes, pero nunca bajaba de una docena. Por lo que Isam había visto, se podía dar crédito a lo que se contaba.

Cuando Moridin llegó a la altura de la posada, la calle había quedado desierta a excepción de los perros. Moridin siguió adelante e Isam lo observó mientras pasaba, pero sin que resultara obvio. Moridin no daba muestras de sentir interés por él ni por la posada, que era donde Isam debía esperar, según las instrucciones recibidas. Quizás el Elegido tenía otros asuntos que tratar e Isam había sido una idea de último momento.

Cuando Moridin hubo pasado, Isam echó por fin un trago de la bebida oscura que tenía delante. Los que vivían allí la llamaban «fuego», sin más. Estaba a la altura del nombre. Se suponía que guardaba relación con algún tipo de bebida del Yermo. Como todo lo demás en la Ciudad, era una versión corrupta del original.

¿Cuánto iba a hacerlo esperar Moridin? A Isam no le gustaba estar allí. Le recordaba demasiado su infancia. Pasó una criada —una mujer con un vestido tan raído que prácticamente era un guiñapo— y soltó un plato en la mesa con brusquedad. No intercambiaron una sola palabra.

Isam miró la comida. Verduras —en su mayoría pimientos y cebollas— cortadas en rodajas finas y cocidas. Probó una y luego suspiró y apartó el plato. Las verduras estaban tan insípidas como unas gachas de mijo sin condimentar. No llevaban ni pizca de carne. A decir verdad, que no la hubiera le parecía bien; no le gustaba comer carne a menos que la hubiera matado y troceado él mismo. Lo cual era consecuencia de lo vivido en su infancia. Si uno no veía sacrificar al animal, no sabía qué era. No con seguridad. Cabía la posibilidad de que fuera algo cazado en el sur, pero quizá se trataba de un animal criado allí, una vaca o una cabra.

O podía ser otra cosa. Allí, si la gente perdía en un juego y no tenía cómo pagar, desaparecía. A menudo, a los Samma N’Sei que no salían conforme a las expectativas los echaban de los entrenamientos. Los cuerpos desaparecían. Los cadáveres rara vez duraban lo suficiente para ser enterrados.

«Maldito sea este sitio —pensó Isam, que tenía el estómago revuelto—. Ojalá se…»

Alguien entró en la posada. Por desgracia, desde su posición en la ventana no podía ver en ambas direcciones la calle a la que daba la puerta del edificio. Era una mujer bonita con ropas negras ribeteadas en rojo. Isam no identificó la silueta esbelta y el rostro delicado. Cada vez estaba más convencido de ser capaz de reconocer a todos los Elegidos, ya que los había visto a menudo en el sueño. Ni que decir tiene que ellos no sabían eso. Se creían los maestros y señores de aquel lugar, y algunos eran muy diestros.

Él era igualmente diestro, y también excepcionalmente bueno en pasar inadvertido.

Es decir, que quienquiera que fuera la mujer, acudía disfrazada. ¿Por qué molestarse en ocultarse allí? En cualquier caso, tenía que ser ella la que lo había convocado. Ninguna mujer recorría la Ciudad con una actitud tan imperiosa, con semejante confianza en sí misma, como si esperase que las propias piedras obedecieran si les ordenaba que saltaran. Isam hincó una rodilla en tierra, sin decir palabra.

Ese movimiento despertó el dolor en la zona del estómago donde había recibido la herida. Aún no se había recuperado de la lucha con el lobo. Sintió una agitación dentro de sí: Luc odiaba a Aybara. Insólito. Luc tendía a ser el más acomodadizo, e Isam el despiadado. Bueno, así era como se veía a sí mismo.

Sea como fuere, en cuanto a ese lobo en particular los dos coincidían. Por un lado, Isam estaba excitado; como cazador nunca se había enfrentado a un reto como Aybara. Sin embargo, su odio era más profundo. Algún día lo mataría.

Isam disimuló el gesto de dolor e inclinó la cabeza. La mujer lo dejó de rodillas y se sentó a la mesa. Dio golpecitos con un dedo en la taza de estaño durante unos segundos mientras miraba el contenido, sin hablar.

Isam siguió callado, sin moverse. Muchos de esos necios que se llamaban a sí mismos Amigos Siniestros se retorcían de impotencia cuando otro imponía su poder sobre ellos. En realidad, admitió de mala gana, probablemente Luc haría lo mismo.

Isam era un cazador. Y no quería ser otra cosa. Si uno estaba conforme con lo que era, no había motivos para ofenderse cuando alguien lo ponía en su sitio.

Maldición, cómo le dolía el estómago.

—Quiero que muera —dijo la mujer. Tenía una voz suave, aunque intensa.

Isam no dijo nada.

—Lo quiero abierto en canal como una res, con las tripas desparramadas en el suelo, la sangre en un cazo para los cuervos, los huesos dejados al sol blanqueándose, luego agrisándose y después quebrándose con el calor. Lo quiero muerto, cazador.

—A al’Thor.

—Sí. Hasta el momento has fracasado. —Ahora la voz era heladora y le provocó un escalofrío. Esta Elegida era dura. Igual que Moridin.

En sus años de servicio había desarrollado un sentimiento de menosprecio por casi todos los Elegidos. Reñían entre ellos como niños, por mucho poder y mucha sabiduría que supuestamente tuvieran. Esa mujer le daba que pensar, y se preguntó si realmente los habría espiado a todos. Ella era diferente.

—¿Y bien? —inquirió la Elegida—. ¿Tienes algo que decir para justificar tus fracasos?

—Cada vez que uno de los otros me ha encomendado esa cacería, ha aparecido otro que me ha retirado de la tarea y me ha encargado una distinta.

En realidad, habría preferido continuar la cacería del lobo. Pero no desobedecería órdenes; si eran órdenes directas de los Elegidos, no. Aparte de Aybara, para él una cacería no se diferenciaba mucho de otra. Mataría a ese Dragón si era preciso.

—Eso no va a pasar esta vez —dijo la Elegida, todavía con la vista fija en la taza. No lo había mirado a él ni le había dado permiso para ponerse de pie, así que continuó arrodillado—. Todos los demás han renunciado a tus servicios. A menos que el Gran Señor diga lo contrario, a menos que te emplace él personalmente, debes dedicarte a esta tarea. Mata a al’Thor.

Un movimiento al otro lado de la ventana hizo que Isam mirara de reojo hacia allí. La Elegida no desvió los ojos mientras pasaba un grupo de figuras encapuchadas vestidas de negro. El viento no movía las capas de esas figuras.

Con ellos iban unos carruajes; un acontecimiento inusual en la Ciudad. Los carruajes se movían despacio, pero aun así se bamboleaban y saltaban con las irregularidades de la calle. No era necesario que Isam viera tras las cortinas de las ventanas de los carruajes para saber que dentro viajaban trece mujeres, igualando el número de Myrddraal. Ningún Samma N’Sei volvió a la calle. Solían evitar procesiones como ésa. Por razones obvias, albergaban… sentimientos intensos respecto a esas cosas.

Los carruajes se alejaron calle adelante. Bien. Otro que había caído. Isam habría dado por hecho que esa práctica había acabado puesto que la infección se había limpiado.

Antes de que volviera la vista al suelo, captó algo más incongruente. Un rostro pequeño y sucio que observaba desde las sombras de un callejón, al otro lado de la calle, con los ojos muy abiertos, pero actitud furtiva. La presencia de Moridin y la llegada de los grupos de trece habían alejado de la calle a los Samma N’Sei. Cuando ellos no estaban, los golfillos podían moverse con cierta seguridad. O no.

Isam quería gritarle al pequeño que se fuera. Que echara a correr, que se arriesgara a cruzar la Llaga. Que morir en el estómago de un Gusano era mejor que vivir allí y sufrir lo que ese lugar le hacía a uno.

«¡Vete! ¡Huye! ¡Muere!» El instante pasó fugaz; el golfillo retrocedió hacia las sombras. Isam aún se recordaba a sí mismo como ese crío. Cuántas cosas había aprendido por entonces. Por ejemplo, a encontrar una comida que mereciera más o menos confianza y que no la vomitaras cuando descubrías lo que había dentro. Y a luchar con cuchillos. Y a evitar que te vieran o se fijaran en ti.

Y cómo matar a un hombre, por supuesto. Cualquiera que sobrevivía el tiempo suficiente en la Ciudad era porque había aprendido esa lección en particular.

La Elegida seguía sin apartar la vista de la taza. Lo que miraba era su propio reflejo, comprendió Isam. ¿Qué vería allí?

—Necesitaré ayuda —dijo por fin Isam—. El Dragón Renacido tiene guardia y rara vez entra en el sueño.

—Lo de la ayuda ya está arreglado —contestó ella en voz queda—. Pero tienes que encontrarlo, cazador. Se acabó el jueguecito de antes, lo de intentar atraerlo hacia ti. Lews Therin percibiría una trampa así. Además, ahora no se desviará de su causa. El tiempo apremia.

La mujer habló de la desastrosa operación en Dos Ríos. Por entonces, Luc había estado a cargo. ¿Qué sabía Isam de ciudades de verdad, de gente de verdad? Casi sentía añoranza por esas cosas, aunque sospechaba que esa emoción, en realidad, provenía de Luc. Isam sólo era un cazador. La gente no tenía apenas interés para él, aparte de cuáles eran los mejores puntos para que penetrara una flecha de manera que alcanzara el corazón.

Esa operación de Dos Ríos, sin embargo… apestaba como un cadáver abandonado para que se pudriera. Aún no sabía si en realidad el propósito había sido atraer a al’Thor, o había sido mantener a Isam apartado de acontecimientos importantes. Sabía que sus habilidades fascinaban a los Elegidos, pues era capaz de hacer algo que ellos no sabían hacer. Oh, podían imitar la forma en que entraba en el sueño, pero para hacerlo necesitaban encauzar. Y accesos. Y tiempo.

Estaba harto de ser un peón en sus juegos. Que dejaran de cambiar de presa cada semana y lo dejaran cazar.

Uno no les decía esas cosas a los Elegidos, de modo que se guardó para sí sus objeciones.

Unas sombras oscurecieron el vano de la puerta y la mujer que atendía el salón desapareció en la parte de atrás, con lo que Isam y la Elegida se quedaron solos en la estancia.

—Puedes ponerte de pie —dijo ella.

Isam se incorporó con premura al tiempo que dos hombres entraban en el salón. Altos, musculosos y cubiertos con velos rojos. Vestían ropas de tonos marrones como los Aiel, pero no llevaban lanzas ni arcos. Esos seres mataban con armas mucho más mortíferas. Había pasado toda la vida evitando la mirada de hombres como ésos. Hizo un esfuerzo supremo para no ponerse a temblar al verlos dirigirse hacia la mesa con movimientos propios de predadores innatos.

Los hombres se bajaron los velos y enseñaron los dientes. Los llevaban limados. «Así me abrase».

A esos dos los habían sometido a la Trasmutación. Se les notaba en los ojos, unos ojos que no eran del todo normales, que no eran del todo humanos.

Isam estuvo a punto de huir en ese momento para entrar en el sueño. No estaba a su alcance matar a esos dos hombres. Quedaría reducido a cenizas antes de lograr abatir a uno de ellos. Había visto cómo mataban los Samma N’Sei; a menudo lo hacían simplemente para descubrir otros modos de utilizar sus poderes.

No atacaron. ¿Sabían que la mujer era una Elegida? Entonces, ¿por qué se bajaban los velos? Los Samma N’Sei nunca se los bajaban excepto para matar, y sólo para las muertes que anhelaban llevar a cabo.

—Ellos te acompañarán —dijo la Elegida—. También contarás con un puñado de los Sin Talento para que ayuden con los guardias de al’Thor. —Se volvió hacia él y, por primera vez, lo miró a los ojos. Parecía… disgustada. Como si el hecho de necesitar su ayuda le fuera aborrecible.

«Ellos te acompañarán», había dicho, no «Ellos estarán a tu servicio».

Maldito hijo de perra. Este encargo iba a ser un trabajo odioso.

Talmanes se lanzó hacia un lado y esquivó el hacha del trolloc por muy poco. El suelo tembló cuando la cabeza del arma golpeó los adoquines y los hizo pedazos; el noble se agachó y clavó la espada en el muslo de la criatura. El ser, que tenía hocico de toro, echó la cabeza hacia atrás y bramó.

—Maldición, te apesta el aliento —gruñó Talmanes mientras liberaba el arma de un tirón y retrocedía.

El monstruo cayó sobre una pierna, y Talmanes le cortó de cuajo la mano que empuñaba el hacha.

Jadeante, el noble dio unos pasos hacia atrás al tiempo que sus dos compañeros alanceaban al ser en la espalda. Uno siempre prefería enfrentarse en grupo a los trollocs. En fin, uno siempre prefería enfrentarse en grupo a cualquiera, pero con los trollocs era más importante si se tenía en cuenta el tamaño y la fuerza de esas criaturas.

Bajo la noche, los cadáveres yacían apilados como montones de basura. Talmanes se había visto forzado a prender fuego a las torres de guardia de la puerta de la ciudad para tener luz; de momento, los guardias que habían quedado —media docena, más o menos— ya se habían sumado a los soldados de la Compañía.

Semejando una marea negra, los trollocs empezaron a retirarse de la puerta. Se habían dispersado demasiado. O, más bien, se habían visto obligados a hacerlo, ya que había habido un Semihombre con esa partida de monstruos. Talmanes bajó la mano hacia el costado herido. Estaba húmedo.

El fuego de las torres de guardia ardía con menos fuerza. Tendría que ordenar prender fuego a unos cuantos comercios. Se corría el riesgo de que el incendio se propagara, pero la ciudad ya se podía dar por perdida. No tenía sentido retrasar lo inevitable.

—¡Brynt! —llamó a voces—. ¡Prende fuego a ese establo!

Sandip se acercó al noble al tiempo que Brynt pasaba corriendo con una antorcha.

—Volverán. Y será pronto, probablemente.

Talmanes asintió con la cabeza. Ahora que la lucha había acabado, los vecinos empezaban a salir en tropel de callejones y escondrijos para dirigirse con cautela hacia la puerta y —se suponía— a la seguridad.

—No podemos quedarnos aquí y defender esta puerta —dijo Sandip—. Los dragones…

—Lo sé. ¿Cuántos hombres hemos perdido?

—Aún no los he contado. Al menos un centenar.

«Luz, Mat me arrancará la piel cuando se entere». Mat detestaba perder tropas. En ese hombre alentaba una sensibilidad equiparable a su genialidad, una combinación extraña, pero inspiradora.

—Manda unos cuantos exploradores a vigilar las calles y avenidas cercanas para dar la alarma si se aproximan Engendros de la Sombra. Amontonad estos restos de trollocs para levantar barricadas. Servirán tan bien como cualquier otra cosa. ¡Tú, soldado!

Uno de los fatigados hombres que pasaban cerca se detuvo de golpe. Lucía los colores de la reina.

—¿Sí, milord?

—Tenemos que hacer saber a la gente que esta puerta de salida de la ciudad es segura. ¿Hay alguna llamada de cuerno que la plebe andoreña sabría identificar? ¿Algo que los hiciera acudir aquí?

—Plebe —repitió el hombre, pensativo. No parecía que la palabra le gustara. En Andor no la utilizaban a menudo—. Sí, la Marcha de la Reina.

—Sandip…

—Pondré a los chicos de la banda a ello, Talmanes —contestó el comandante.

—Bien.

El noble se agachó sobre una rodilla para limpiar la espada con la camisa de un trolloc muerto; el costado le dolía. La herida no era grave. En condiciones normales, no. En realidad sólo era un rasguño.

La camisa estaba tan sucia que vaciló antes de pasarla por el arma; pero la sangre de los trollocs era perjudicial para el acero de las hojas, así que frotó la espada. Se puso de pie y, haciendo caso omiso del dolor del costado, se dirigió hacia la puerta, donde tenía atado a Selfar. No se había atrevido a lanzar al caballo contra los Engendros de la Sombra. Era un buen castrado, pero no una montura entrenada en las Tierras Fronterizas.

Ninguno de los hombres cuestionó su decisión cuando subió a la silla e hizo que Selfar se volviera hacia el oeste y cruzara la puerta de la ciudad en dirección a los mercenarios a los que había observado antes. A Talmanes no lo sorprendió ver que se habían acercado a la ciudad. La batalla atraía a los guerreros como el fuego a los viajeros en una noche de invierno.

No se habían sumado a la lucha. Al acercarse con el caballo, un pequeño grupo de mercenarios saludó al noble; eran seis hombres de brazos musculosos y —probablemente— mollera dura. Los habían reconocido a él y a la Compañía. En la actualidad Mat era extraordinariamente famoso y, por asociación, también lo era la Compañía. Sin duda repararon en las manchas de sangre de trollocs en las ropas de Talmanes y en el vendaje del costado.

Esa herida empezaba realmente a escocer con ganas. Talmanes tiró de las riendas de Selfar y después, con paciencia, tanteó las alforjas. «Guardé algo de tabaco aquí, en alguna parte…»

—¿Sí? —preguntó uno de los mercenarios.

Era fácil identificar al cabecilla, pues llevaba la mejor armadura. A menudo un hombre acababa siendo el jefe de una banda como ésa por el mero hecho de seguir vivo.

Talmanes sacó su segunda mejor pipa de la alforja. ¿Dónde andaría el tabaco? Nunca llevaba su mejor pipa a la batalla. Su padre le había dicho siempre que hacerlo daba mala suerte.

«Ah», pensó mientras sacaba la bolsita de tabaco. Metió un poco en la cazoleta, sacó una pequeña mecha y se inclinó para acercarla a una antorcha que sostenía un mercenario desconfiado.

—No vamos a luchar a menos que nos paguen —dijo el cabecilla.

Era un hombre corpulento que iba sorprendentemente limpio, aunque no le habría ido mal un arreglo en la barba.

Talmanes encendió la pipa y expulsó el humo. Detrás, los cuernos empezaron a tocar. La Marcha de la Reina resultó ser una melodía pegadiza. El sonido de los cuernos llegó acompañado por gritos, y Talmanes miró hacia atrás. Trollocs en la calle principal, un grupo más grande esta vez.

—No vamos a… —empezó de nuevo el hombre.

—¿Sabes qué es lo que estamos viviendo? —lo interrumpió Talmanes con suavidad, sin quitarse la pipa de los labios—. Es el principio del fin. Es la caída de las naciones y la unificación de la humanidad. Es la Última Batalla, pedazo de necio.

Los hombres rebulleron, incómodos.

—¿Habláis… habláis en nombre de la reina? —preguntó el cabecilla, tratando de salvar las apariencias—. Sólo quiero saber que alguien se ocupa de mis hombres.

—Si combatís, te prometo una gran recompensa —dijo Talmanes.

El hombre esperó que dijera algo más.

—Te prometo que seguirás respirando —añadió el noble mientras exhalaba humo.

—¿Es una amenaza, cairhienino?

Talmanes echó otra bocanada de humo y luego se inclinó en la silla para acercar la cara a la del cabecilla.

—Esta noche he matado a un Myrddraal, andoreño —susurró con tranquilidad—. Me dio un puntazo con una hoja forjada en Thakan’dar y la herida se ha puesto negra. Eso significa que me quedan unas pocas horas, como mucho, antes de que el veneno me abrase de dentro afuera y muera del modo más doloroso que puede perecer un hombre. En consecuencia, amigo, te sugiero que me creas cuando te digo que en verdad no tengo nada que perder.

El hombre parpadeó.

—Tenéis dos opciones —dijo Talmanes alzando la voz, e hizo dar la vuelta a su caballo para encararse a la tropa—. Podéis luchar como el resto de nosotros para ayudar a que el mundo vea días nuevos, y tal vez ganaréis algún dinero al final. Eso no os lo puedo prometer. La otra opción que tenéis es quedaros aquí sentados, ver cómo masacran a la gente y deciros a vosotros mismos que no trabajáis gratis. Si tenéis suerte y los demás salvamos al mundo sin vuestra colaboración, podréis seguir respirando el tiempo suficiente para acabar linchados con una soga al cuello, como unos cobardes.

Silencio. Los cuernos sonaron desde la oscuridad que había detrás.

El jefe de los mercenarios miró a sus compañeros, que asintieron para mostrar que estaban de acuerdo.

—Id a defender esa puerta —instruyó Talmanes—. Yo iré a reclutar a las otras bandas de mercenarios para que ayuden.

Leilwin recorrió con la mirada la multitud de campamentos que se extendían por el lugar conocido como Campo de Merrilor. De noche y con esas nubes en lo alto que ocultaban la luna y las estrellas, casi podía imaginar que las lumbres de cocinar eran fanales de barcos en un puerto con mucho ajetreo por la noche.

Probablemente ésa sería una escena que no volvería a ver nunca. Leilwin Sin Barco no era capitana; no volvería a serlo. Desear lo contrario sería desafiar la propia naturaleza de la persona en la que se había convertido.

Bayle le puso una mano en el hombro. Dedos gruesos, ásperos por los muchos días de trabajo. La mujer alzó la mano y la posó sobre la de él. Había sido sencillo escabullirse por uno de esos accesos que se habían estado abriendo a Tar Valon. Bayle conocía bien la ciudad, aunque había rezongado por estar allí.

—Ese sitio me pone de punta el vello de los brazos —había dicho. Y también—: Cómo he deseado no volver a caminar por estas calles. Vaya si lo he deseado.

Pero aun así había ido con ella. Un buen hombre, Bayle Domon. Tan bueno como podía encontrarlo en esas tierras extrañas, a despecho de esos borrones que tenía en su pasado por realizar negocios sucios. Bayle había dejado eso atrás. Si no comprendía el modo correcto de hacer las cosas, lo intentaba.

—Esto es una señal —dijo él mientras recorría con la vista el tranquilo mar de luces—. ¿Qué quieres hacer ahora?

—Encontrar a Nynaeve al’Meara o a Elayne Trakand.

Bayle se rascó el mentón barbudo; lucía una barba al estilo illiano, con el labio superior afeitado. El cabello lo tenía de diferentes longitudes, ya que había dejado de afeitarse una parte de la cabeza ahora que ella lo había liberado. Leilwin lo había hecho para poder casarse con él, por supuesto.

Mejor así; llevar la cabeza afeitada habría llamado la atención allí. Desde luego, había cumplido muy bien como so’jhin una vez que ciertos… temas habían quedado resueltos. Al final, sin embargo, tuvo que admitir que Bayle Domon no estaba hecho para ser so’jhin. Sus modales eran demasiado toscos; ni el movimiento continuo de las mareas puliría esos rebordes cortantes. Así era como ella lo quería, aunque nunca lo diría en voz alta.

—Debe de ser tarde, Leilwin —dijo Bayle—. Quizá deberíamos esperar hasta mañana por la mañana.

No. El silencio reinaba en los campamentos, cierto, pero no se trataba de la quietud del sueño. Era la quietud de barcos a la espera de que soplen los vientos correctos.

No sabía casi nada de lo que ocurría allí; no se había atrevido a abrir la boca en Tar Valon para hacer preguntas, pues su acento la habría delatado como seanchan. Una concurrencia de ese tamaño no se daba sin que hubiera una planificación bien calculada. La inmensidad de aquello la tenía sorprendida; había oído hablar sobre la reunión en ese lugar, una a la que casi todas las Aes Sedai habían acudido. Aquello superaba todo lo previsto.

Echó a andar a través del campo y Bayle la siguió; los dos se unieron al grupo de sirvientes de Tar Valon que les habían permitido acompañarlos gracias al soborno de Bayle. Sus métodos no agradaban a Leilwin, pero a ella no se le había ocurrido otra solución. Procuraba no pensar mucho en sus contactos originales en Tar Valon. En fin, que si ella no podía volver a pisar un barco, entonces a Bayle no se le presentarían más ocasiones de hacer contrabando. Lo cual era un pequeño consuelo.

«Eres capitana de barco. Eso es lo único que sabes hacer, lo único que quieres hacer. Y, ahora, tu nombre es Sin Barco». La sacudió un escalofrío y apretó los puños para no rodearse con los brazos. Pasar el resto de la vida en esas tierras inalterables y monótonas, sin poder desplazarse jamás a una velocidad mayor que la que pudiera proporcionarle un caballo, sin volver a oler al aire de alta mar, sin volver a apuntar la proa hacia el horizonte, levar anclas, largar velas y simplemente…

Se obligó a salir de su ensimismamiento. Encontrar a Nynaeve y a Elayne. Puede que ella fuera Sin Barco, pero no se dejaría hundir en las profundidades y ahogarse. Se marcó el rumbo y echó a andar. Bayle iba un poco encorvado, con aire desconfiado, e intentaba vigilar todo en derredor al mismo tiempo. También echó varias ojeadas hacia ella, los labios apretados en una fina línea. A estas alturas, ella ya sabía qué significaba eso.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Leilwin, ¿qué hacemos aquí?

—Ya te lo he dicho. Tenemos que encontrar a…

—Sí, pero ¿por qué? —la interrumpió—. ¿Qué crees que puedes hacer? Son Aes Sedai. Vaya si lo son.

—Me trataron con respeto antes.

—¿Y por eso crees que nos darán cobijo?

—Quizá. —Lo miró—. Dilo ya, Bayle. Algo te ronda la cabeza.

Él suspiró.

—¿Por qué necesitamos que nos cobijen, Leilwin? Podríamos encontrar un barco para nosotros en alguna parte, en Arad Doman. Donde no haya Aes Sedai. Ni seanchan.

—Yo no tripularía el tipo de barco que tú prefieres.

Bayle le dirigió una mirada inexpresiva.

—Que sepas que sé llevar un negocio honrado, Leilwin. No sería un…

Ella levantó la mano para pedirle silencio y luego se la apoyó en el hombro.

—Lo sé, amor mío. Lo sé. Estoy hablando por hablar, empujándonos en un curso que no lleva a ninguna parte.

—¿Por qué?

La pregunta, escueta y directa, le escoció como una astilla clavada debajo de la uña. ¿Por qué? ¿Por qué había hecho aquel largo viaje junto a Matrim Cauthon y se había puesto peligrosamente cerca de la Hija de las Nueve Lunas?

—Mis compatriotas, Bayle, tienen un concepto erróneo del mundo, que es muy peligroso y genera injusticia.

—Te depusieron, Leilwin. Te marginaron —musitó él—. Ya no eres uno de ellos.

—Siempre seré uno de ellos. Mi nombre fue revocado, pero no mi origen.

—Siento lo del insulto, sí.

Ella asintió con un brusco cabeceo.

—Sigo siendo leal a la emperatriz, así viva para siempre. Pero las damane… Son el fundamento de su mandato y su poder. Son el medio por el que dicta sus órdenes, por el que mantiene unido el imperio. Y las damane son una mentira.

Las sul’dam podían encauzar. El Talento podía aprenderse. Ahora, meses después de haber descubierto la verdad, su mente aún era incapaz de abarcar todas las implicaciones de aquello. Tal vez otra persona habría estado más interesada en la ventaja política que le daría ese conocimiento; quizás otra persona habría regresado a Seanchan y habría hecho uso de ello para obtener poder. Leilwin casi deseaba haber hecho eso. Casi.

Pero las súplicas de las sul’dam, que se hicieron más insistentes al conocer a esas Aes Sedai que no se parecían en nada a lo que le habían enseñado que eran…

Había que hacer algo. No obstante, si lo hacía, ¿no provocaría el desmoronamiento del imperio? Tenía que pensar muy, muy bien sus movimientos, igual que en los últimos movimientos del juego shal.

En la oscuridad, los dos siguieron en pos de la hilera de sirvientes; a menudo, una Aes Sedai u otra mandaban de vuelta a criados en busca de algo que habían dejado en la Torre Blanca, por lo que viajar ida y vuelta era algo normal y corriente, lo cual constituía una suerte para Leilwin. Pasaron el perímetro del campamento de las Aes Sedai sin que surgieran objeciones a su presencia.

Le parecía sorprendente lo fácil que estaba resultando hasta que vio a varios hombres situados a lo largo de camino. Era muy fácil que pasaran inadvertidos a los demás; había algo en ellos que los hacía mimetizarse con el entorno, sobre todo en la oscuridad. Sólo reparó en ellos cuando uno se movió para apartarse de los otros y echar a andar a corta distancia de Bayle y ella.

En cuestión de segundos, resultó obvio que había notado algo distinto en ellos que los diferenciaba de los demás. Quizás era la forma de caminar, de comportarse. Habían tenido cuidado de vestirse con sencillez, aunque la barba de Bayle lo señalaba como illiano.

Poniendo una mano en el brazo de Bayle, Leilwin se paró y se volvió para encararse con el hombre que les seguía los pasos. Suponía, por las descripciones que tenía, que era un Guardián.

El Guardián siguió caminando en su dirección. Aún se encontraban cerca del perímetro del campamento, con las tiendas organizadas en círculos. Leilwin había advertido con malestar que algunas de las tiendas brillaban con una luz demasiado estable para provenir de velas o faroles.

—Hola —dijo Bayle al tiempo que levantaba una mano con gesto amistoso hacia el Guardián—. Venimos buscando a una Aes Sedai llamada Nynaeve al’Meara. Si ella no está aquí, quizá sí lo está otra llamada Elayne Trakand.

—Ninguna de las dos está acampada aquí —repuso el Guardián.

Era un hombre de brazos largos y porte gallardo. El cabello, largo y oscuro, enmarcaba un rostro de rasgos que parecían… inacabados. Como tallados en roca por un escultor que hubiera perdido interés en un proyecto a medio terminar.

—Ah, entonces nos hemos equivocado —comentó Bayle—. ¿Podrías decirnos dónde están acampadas? Es un asunto urgente, ¿sabes? —Habló con soltura, de forma relajada. Cuando era necesario, Bayle podía resultar encantador. Mucho más que ella.

—Eso depende. ¿Tu compañera también quiere encontrar a esas Aes Sedai? —preguntó el Guardián.

—Claro que…

—Quiero que lo diga ella —lo interrumpió el otro hombre sin quitarle ojo a Leilwin.

—Pues yo te lo diré —repuso Leilwin—. ¡Por mi vieja abuela! Esas mujeres prometieron pagarnos, y quiero cobrar, vaya. Las Aes Sedai no mienten. Todo el mundo sabe que eso es así. ¡Si tú no vas a llevarnos ante ellas, entonces proporciónanos a alguien que sí lo haga!

El Guardián vaciló mientras los ojos se le abrían de par en par ante el aluvión de palabras. Luego —afortunadamente— asintió con la cabeza.

—Por aquí.

Los condujo alejándose del centro del campamento, pero ya no parecía sospechar de ellos.

Leilwin soltó un suspiro quedo y echó a andar detrás del Guardián ajustando el paso al de Bayle. Éste la miró con expresión enorgullecida y una sonrisa tan amplia que los habría delatado a ambos si el Guardián hubiera girado la cabeza y los hubiera mirado. Sin embargo, ella no pudo evitar esbozar también un atisbo de sonrisa.

Le costaba imitar el acento illiano, pero los dos habían estado de acuerdo en que su deje seanchan era peligroso, sobre todo si viajaban con Aes Sedai. Bayle afirmaba que un illiano nativo no la tomaría por uno de ellos, pero sí lo imitaba lo bastante bien para engañar a alguien que no fuera oriundo de Illian.

Se sintió aliviada cuando se alejaron del campamento de las Aes Sedai y de las luces. Tener dos amigas —porque lo eran, a despecho de los problemas entre ellas— que eran Aes Sedai no significaba que quisiera estar en un campamento repleto de ellas. El Guardián las condujo a una zona despejada en el centro de Campo de Merrilor. Allí había un campamento muy extenso con un gran número de tiendas.

—Aiel —le dijo Bayle en voz baja—. Pues vaya si hay decenas de miles de tiendas suyas.

Interesante. Sobre los Aiel se contaban cosas amedrentadoras, leyendas que costaba creer que fueran ciertas. Aun así, esas historias —aunque exageradas— sugerían que eran los mejores guerreros a ese lado del océano. Le habría gustado entrenarse con uno o dos de ellos si la situación hubiese sido otra. Tocó con los dedos el fardo que llevaba; había guardado el garrote en un largo bolsillo lateral que tenía al alcance de la mano.

Desde luego eran altos, esos Aiel. Pasó cerca de algunos que estaban arrellanados junto a las fogatas de campamento, aparentemente relajados. Sin embargo, esos ojos los observaron con más atención de lo que lo había hecho el Guardián. Gente peligrosa aquella, lista para matar incluso mientras se relajaba junto a la hoguera. La oscuridad de la noche no le permitía distinguir los estandartes que ondeaban en ese campamento.

—¿Qué rey o reina manda en este campamento, Guardián? —preguntó.

El hombre se volvió hacia ella con los rasgos del rostro difuminados en las sombras de la noche.

—Tu rey, illiana —dijo.

A su lado, Bayle se puso tenso.

«Ay, no…»

El Dragón Renacido. Se sintió orgullosa de no perder el ritmo mientras caminaba, pero le faltó poco. Un hombre con capacidad de encauzar. Era peor, mucho peor, que las Aes Sedai.

El Guardián los condujo a una tienda próxima al centro del campamento.

—Estáis de suerte. Tiene la luz encendida.

No había guardias a la entrada de la tienda, así que el hombre llamó y recibió permiso para entrar. Retiró el faldón de la puerta con un brazo y les hizo un gesto con la cabeza, si bien la otra mano la tenía en la espada y su actitud era de alerta, presto para el combate.

Leilwin detestaba la idea de dejar esa espada a su espalda, pero entró como les habían ordenado. La tienda estaba iluminada por uno de esos globos anormales que irradiaban luz, y una mujer conocida, con un vestido verde, se hallaba sentada a un escritorio escribiendo una carta. Nynaeve al’Meara era lo que, allá en Seanchan, uno llamaría una telarti, una mujer con fuego en el alma. Según tenía entendido Leilwin, se suponía que las Aes Sedai debían ser aguas calmas y plácidas. Bien pues, esa mujer quizá fuera alguna vez aguas tranquilas, pero de esas que uno encontraba a dos viradas de un violento remolino.

Nynaeve siguió escribiendo cuando entraron. Ya no llevaba coleta; tenía el cabello suelto sobre los hombros, una imagen tan rara como la de un barco sin vela.

—Te atenderé dentro de un instante, Sleete —le dijo al Guardián—. En serio, la forma en que tú y tus compañeros estáis revoloteando a mi alrededor últimamente me hace pensar en una gallina que ha perdido un huevo. ¿Vuestras Aes Sedai no tienen trabajo que daros?

—Lan es muy importante para muchos de nosotros, Nynaeve Sedai —repuso el Guardián, Sleete, con voz grave, sosegada.

—Oh, ¿y para mí no lo es? En serio, me pregunto si no convendría mandaros a cortar leña o algo por el estilo. Si viene a verme un Guardián más por si necesito…

Alzó la vista y por fin vio a Leilwin. De inmediato el rostro de Nynaeve se torno impávido. Frío. Helador. Y Leilwin se puso a sudar. Esa mujer tenía su vida en sus manos. ¿Por qué no había podido Sleete llevarlos hasta Elayne? Quizá no deberían haber mencionado a Nynaeve.

—Estos dos querían veros —explicó Sleete, que tenía la espada desenvainada; Leilwin no se había fijado en ese detalle. Domon masculló entre dientes—. Afirman que prometisteis pagarles dinero y que han venido por él. Sin embargo, no se identificaron en la Torre, y hallaron el modo de escabullirse a través de uno de los accesos. El hombre es de Illian. La mujer, de otra parte. Ha imitado el acento illiano.

Bueno, a lo mejor no era tan buena con el acento como había imaginado. Leilwin echó un vistazo a la espada del hombre. Si se tiraba hacia un lado y rodaba, probablemente él fallaría un golpe, eso dando por hecho que arremetería contra el pecho o el cuello. Ella podría sacar el garrote y…

Estaba cara a cara con una Aes Sedai. Lo más seguro era que nunca se levantara del suelo. Estaría inmovilizada por un tejido del Poder Único. O algo peor.

—Los conozco, Sleete —dijo Nynaeve con voz fría—. Has hecho bien en traérmelos aquí. Gracias.

El Guardián envainó la espada de inmediato y Leilwin notó un aire frío en el cuello cuando él salió de la tienda, tan silencioso como un susurro.

—Si habéis venido buscando el perdón, habéis acudido a la persona equivocada —dijo Nynaeve—. Casi estoy por entregaros a los Guardianes para que os interroguen. Quizá puedan sacaros algo útil sobre los seanchan de esa traicionera mente vuestra.

—Me alegro de volver a verte, Nynaeve —habló Leilwin con frialdad.

—Bien, ¿qué pasó? —demandó Nynaeve.

¿Qué pasó? ¿A qué se refería esa mujer?

—Lo intenté —respondió de pronto Bayle con expresión arrepentida—. Luché con ellos, pero enseguida me redujeron. Podrían haber prendido fuego a mi barco, habernos hundido, haber matado a mis hombres.

—Mejor habría sido que tú y todos cuantos estabais a bordo hubieseis muerto, illiano —repuso Nynaeve—. El ter’angreal acabó en manos de una de las Renegadas, Semirhage. Se ocultaba en Seanchan, fingiendo ser una especie de juez. Una Palabra de la Verdad. ¿Es así como se llaman?

—Sí —confirmó Leilwin en voz queda. Ahora lo entendía—. Lamento haber roto mi juramento, pero…

—¿Que lo lamentas, Egeanin? —la interrumpió Nynaeve mientras se incorporaba con tanta violencia que volcó la silla—. ¡Lamentarlo no es una palabra que yo utilizaría por poner en peligro al mismísimo mundo, por empujarnos al filo de la oscuridad y estar en un tris de arrojarnos por el borde! Hizo copias de ese artilugio, mujer. Una acabó en el cuello del Dragón Renacido. ¡El propio Dragón Renacido, controlado por una de los Renegados! —Nynaeve agitó las manos en el aire.

»¡Luz! Estuvimos a unos segundos del fin por tu culpa. El fin de todo. De desaparecer el Entramado, el mundo, y quedar la nada. Millones de vidas podrían haber desaparecido en un parpadeo por tu negligencia.

—Yo…

De repente sus fallos le parecieron monumentales a Leilwin. Su vida perdida. Su nombre perdido. Despojada de su barco por la mismísima Hija de las Nueve Lunas. Todo eso parecía carecer de importancia a la luz de aquello.

—Luché —repitió Bayle con más firmeza—. Luché con cuanto estaba a mi alcance.

—Al parecer tendría que haberme unido a ti —dijo Leilwin.

—Intenté explicártelo —adujo Bayle, sombrío—. Muchas veces, así me abrase, pero lo intenté.

—Bah —rezongó Nynaeve, que se llevó una mano a la frente—. ¿Qué haces aquí, Egeanin? Esperaba que estuvieras muerta. Si hubieses muerto para mantener tu juramento, entonces no habría podido culparte.

«Se lo entregué a Suroth yo misma —pensó Leilwin—. Un precio pagado a cambio de mi vida, la única salida que tenía».

—¿Y bien? —Nynaeve le asestó una mirada feroz—. Suéltalo de una vez, Egeanin.

—Ya no me llamo así. —Leilwin se puso de rodillas—. He sido despojada de todo, incluido mi honor, por lo que parece. Me entrego a ti en pago.

Nynaeve resopló.

—Yo no tengo personas como si fueran animales, a diferencia de lo que vosotros hacéis, seanchan.

Leilwin siguió de rodillas. Bayle le puso la mano en el hombro, pero no hizo intención de tirar para que se pusiera de pie. Entendía muy bien ahora por qué hacía lo que hacía. Faltaba poco para que fuera civilizado.

—De pie —espetó Nynaeve—. Por la Luz, Egeanin. Te recuerdo lo bastante fuerte como para masticar rocas y escupirlas hechas arena.

—Es la fuerza lo que me obliga a hacer esto —respondió mientras bajaba la vista al suelo.

¿Es que Nynaeve no entendía lo difícil que le resultaba aquello? ¿Que sería mucho más sencillo para ella cortarse el cuello, sólo que ya no le quedaba honor suficiente para exigir un final tan fácil?

—¡Ponte de pie!

Leilwin obedeció.

Nynaeve recogió su capa de la cama y se la echó por los hombros.

—Vamos. Os conduciremos ante la Amyrlin. Quizás ella sepa qué hacer con vosotros.

Nynaeve salió a la noche abriéndose paso entre ellos. Leilwin fue tras ella; había tomado una decisión. Sólo había un camino que tenía sentido, un modo de preservar un resto de honor y, tal vez, ayudar a su pueblo a sobrevivir a las mentiras que le habían estado diciendo durante tanto tiempo.

Leilwin Sin Barco ahora era propiedad de la Torre Blanca. Dijeran lo que dijeran, intentaran lo que intentaran hacer con ella, ese hecho no cambiaría. Era de su propiedad. Sería una da’covale de la tal Amyrlin y capearía ese temporal como un barco al que el viento ha desgarrado el velamen.

A lo mejor, con el honor que le quedaba, podría ganarse la confianza de esa mujer.

—Es parte de un remedio para el dolor que conocía un viejo fronterizo —dijo Melten mientras le quitaba el vendaje del costado de Talmanes—. La urticana ralentiza la infección dejada por el metal maldito.

Melten era un hombre enjuto y greñudo. Vestía como un leñador andoreño, con camisa sencilla y capa, pero hablaba como un fronterizo. En la bolsa del cinturón llevaba un juego de bolas de colores con las que a veces hacía malabarismos para los otros miembros de la Compañía. En otra vida tenía que haber sido un juglar.

Era un hombre que no parecía hecho para estar en la Compañía, aunque, de un modo u otro, ése era el caso de todos.

—Ignoro cómo mitiga la ponzoña —admitió Melten—, pero lo hace. No es un veneno natural, ojito. No se puede extraer chupándolo.

Talmanes se apretó el costado con la mano. El dolor abrasador era como si unos bejucos espinosos le serpentearan bajo la piel, extendiéndose y desgarrando la carne con cada movimiento. Sentía claramente cómo se movía el veneno a través de su cuerpo. Luz, y cómo dolía.

Cerca, los hombres de la Compañía combatían a través de Caemlyn en dirección al palacio. Habían entrado por la puerta meridional, tras dejar a las bandas mercenarias —al mando de Sandip— defendiendo la puerta occidental.

Si había resistencia humana en algún punto de la ciudad sería en palacio. Por desgracia, pelotones de trollocs deambulaban por el área situada entre la posición de Talmanes y el palacio. No dejaban de topar con esos monstruos y se veían enzarzados en una lucha tras otra.

Talmanes, claro estaba, no podía saber si había resistencia arriba sin llegar hasta allí. Lo cual significaba conducir a sus hombres hacia palacio luchando a todo lo largo del camino y exponerse a quedar aislados por detrás si uno de esos grupos daba un rodeo por su retaguardia. Pero eso era algo que no se podía evitar. Tenía que descubrir qué quedaba —si es que quedaba algo— de los defensores de palacio. Desde allí, podría penetrar más en la ciudad e intentar apoderarse de los dragones.

El aire olía a humo y a sangre; durante una breve pausa en la lucha, habían apilado trollocs muertos contra el lateral derecho de la calle a fin de hacer accesible el paso a sus hombres.

También había refugiados en ese barrio de la ciudad, aunque no una tromba. Una arroyada, sí; un chorreo continuo que salía de la oscuridad mientras Talmanes y la Compañía se apoderaban de sectores de la vía pública que conducía a palacio. Esos refugiados no pedían que la Compañía protegiera sus posesiones o rescatara sus hogares; sollozaban de alegría al encontrar resistencia humana. Madwin estaba encargado de enviarlos hacia la libertad a lo largo del corredor de seguridad que la Compañía había abierto.

Talmanes dirigió la mirada hacia el palacio que se alzaba en lo alto de la colina, aunque era apenas visible de noche. Si bien casi toda la ciudad estaba en llamas, no ocurría lo mismo con el palacio; las blancas murallas parecían flotar como fantasmas en la oscuridad humeante. No se veía fuego. Eso era señal de resistencia, ¿verdad? ¿Los trollocs no tendrían que haberlo atacado como uno de sus primeros objetivos en la ciudad?

Había enviado exploradores calle arriba mientras les daba a sus hombres —y se daba a sí mismo— un breve respiro.

Melten acabó de vendarle bien fuerte el emplasto sobre la herida.

—Gracias, Melten —le dijo con un cabeceo—. Ya noto el efecto del ungüento. Dijiste que esto es parte de la cura para el dolor. ¿Cuál es la otra parte?

Melten sacó una petaca metálica que llevaba en el cinturón y se la tendió.

—Brandy shienariano, pura energía.

—No es una buena idea beber durante el combate, hombre.

—Tomadlo —le dijo Melten con suavidad—. Llevadlo con vos y bebed a discreción, milord, o al siguiente toque de campana no estaréis de pie.

Talmanes vaciló, pero después se llevó la petaca a los labios y echó un buen trago. Ardía como la herida. Tosió y después guardó el brandy.

—Me parece que has confundido las botellas, Melten. Esto debe de ser algo que encontraste en una tina de curtir pieles.

Melten resopló con guasa.

—Y luego dicen que no tenéis sentido del humor, milord —dijo.

—Y no lo tengo —contestó Talmanes—. Quédate cerca con esa espada que llevas.

Melten asintió en silencio, la expresión de los ojos solemne.

—Azote de Fados —susurró.

—¿Qué es eso? —preguntó Talmanes.

—Un título fronterizo. Habéis matado a un Myrddraal. Azote de Fados.

—Llevaba unas diecisiete flechas clavadas para cuando acabé con él.

—No importa. —Melten le apretó el hombro—. Azote de Fados. Cuando ya no podáis soportar el dolor, apretad los puños y alzadlos hacia mí. Me ocuparé de acabar con el sufrimiento.

Talmanes se puso de pie, aunque no pudo contener un gemido. Los dos sabían lo que le esperaba. Los fronterizos que tenía la Compañía habían coincidido en lo que opinaban: las heridas infligidas por una hoja forjada en Thakan’dar eran impredecibles. Algunas se infectaban con rapidez, otras enfermaban a los hombres. Sin embargo, cuando una se ponía negra, como la de Talmanes… Era lo peor que podía pasar. Nada, aparte de encontrar a una Aes Sedai o a alguien semejante en las próximas horas, podría salvarlo.

—¿Ves? —rezongó Talmanes—, es bueno que no tenga sentido del humor o, de otro modo, pensaría que el Entramado me está gastando una broma pesada. ¡Dennel! ¿Tienes un mapa a mano? —Luz, cómo echaba de menos a Vanin.

—Milord. —Dennel se acercó corriendo por la oscura calle con una antorcha y un mapa dibujado a toda prisa. Era uno de los capitanes de dragones de la Compañía—. Creo que he encontrado un camino más rápido a través de las calles hasta donde Aludra tenía almacenados los dragones.

—Antes iremos a combatir a palacio —dijo Talmanes.

—Milord, si la Sombra se apodera de esos dragones… —Las palabras de Dennel sonaron más suaves en sus grandes labios. Se daba tironcitos del uniforme, como si no le sentara bien.

—Soy muy consciente de ese peligro, Dennel, gracias. ¿Con qué rapidez podrías moverlos, dando por hecho que llegaremos hasta ellos? Me preocupa que nos despleguemos demasiado, y esta ciudad se está quemando más deprisa que las cartas de amor empapadas de aceite de un Gran Señor a su querida. Quiero que nos hagamos con esas armas y que salgamos de la ciudad lo más rápido posible.

—Puedo arrasar un baluarte enemigo con uno o dos disparos, milord, pero los dragones no se mueven deprisa. Van unidos como una sola pieza a las cureñas, esa especie de carros, así que eso será una ayuda, pero no avanzarán a mayor velocidad que, digamos, una fila de carretas de suministros. Y se tardará en colocarlos como es debido y disparar.

—Entonces, seguimos hacia palacio —decidió Talmanes.

—Pero…

—A palacio —repitió, severo—. Tal vez encontremos encauzadoras que puedan abrirnos un acceso hasta el almacén de Aludra. Además, si la guardia de palacio sigue luchando, sabremos que detrás tenemos a un amigo. Recuperaremos esos dragones, pero lo haremos con inteligencia.

Vio a Ladwin y a Mar, que acudían corriendo de la parte alta.

—¡Hay trollocs allí arriba! —dijo Mar, que se dirigió deprisa hacia Talmanes—. Un centenar al menos, apostados en la calle.

—¡En formación, soldados! —gritó Talmanes—. ¡Marchamos hacia palacio!

En la tienda de vapor se hizo un profundo silencio.

Aviendha había esperado que, tal vez, su informe despertara incredulidad. Y que diera pie a preguntas, por supuesto. Pero no ese embarazoso silencio.

Aunque no había previsto tal reacción, lo entendía. También ella se había sentido así después de haber tenido su visión de los Aiel perdiendo ji’e’toh, poco a poco, en el futuro. Había presenciado el aniquilamiento, el deshonor y la perdición de su pueblo. Ahora al menos tenía con quien compartir esa carga.

Las piedras calientes emitían un suave siseo. Alguien debería echar más agua, pero ninguna de las seis ocupantes de la tienda lo hizo. Las otras cinco Sabias —al igual que Aviendha— estaban desnudas, como se hacía en las tiendas de vapor. Sorilea, Amys, Bair, Melaine y Kymer, esta última de los Tomanelle Aiel. Todas miraban al frente con fijeza, cada cual absorta en sus pensamientos.

Una a una enderezaron la espalda y se sentaron derechas, como si aceptaran la nueva carga. El gesto de las otras mujeres confortó a Aviendha; tampoco era que hubiera esperado que las noticias las hicieran venirse abajo. Pero era bueno verlas endurecer el gesto para plantar cara al peligro, en lugar de mirar a otro lado.

—El Cegador de la Vista está ahora muy próximo al mundo —comentó Melaine—. De algún modo se ha provocado una distorsión en el Entramado. En el sueño aún vemos muchas cosas que pueden llegar a ocurrir o no, pero hay demasiadas posibilidades; no podemos diferenciar unas de otras. La suerte de nuestro pueblo no se muestra clara a las caminantes de sueños, al igual que no lo es la suerte del Car’a’carn una vez que escupa al ojo del Cegador de la Vista en el Último Día. No sabemos qué hay de cierto en lo que Aviendha vio.

—Debemos comprobarlo —dijo Sorilea, cuyos ojos semejaban piedras—. Hemos de saberlo. ¿Es que ahora se le muestra a cada mujer esta visión en lugar de la otra, o la de Aviendha ha sido una experiencia única?

—Elenar de los Daryne —propuso Amys—. Casi ha terminado su entrenamiento; será la siguiente que visite Rhuidean. Podemos pedirles a Hayde y a Shanni que la motiven.

Aviendha refrenó un escalofrío. Sabía muy bien hasta dónde llegaban las Sabias para «motivar» a una aprendiza.

—Eso estaría bien —convino Bair mientras se echaba hacia adelante—. ¿Y no será que ocurre esto cada vez que alguien pasa una segunda vez a través de las columnas de cristal? Quizá sea ésa la razón de que esté prohibido.

Ninguna de ellas miró a Aviendha, pero la joven percibió que estaban considerando su actuación. Que lo que había hecho estaba prohibido. Y que hablar de lo que sucedía en Rhuidean también era tabú.

No habría reprimenda. Rhuidean no la había matado, aquello era designio de la Rueda. Bair siguió mirando al vacío. El sudor resbalaba por la cara y los senos de Aviendha.

«No echo de menos darme un baño», se dijo para sus adentros. Ella no era una pusilánime habitante de las tierras húmedas. Con todo, una tienda de vapor no era realmente necesaria a ese lado de las montañas. No hacía un frío helador por la noche, así que el calor dentro de la tienda resultaba agobiante en lugar de reconfortante. Y había agua de sobra para bañarse… No. Apretó los dientes, resuelta.

—¿Puedo decir algo?

—No seas tonta, muchacha —respondió Melaine. El vientre hinchado de la mujer revelaba que el embarazo estaba a punto de llegar a término—. Ahora eres una de nosotras, no tienes que pedir permiso.

¿Muchacha? Les costaría tiempo verla como una de ellas, pero al menos hacían un esfuerzo. Nadie le mandaba que preparara té o que echara agua al hervidor. Sin una aprendiza o un gai’shain a mano, se turnaban para hacer esas tareas.

—Me preocupa menos que la visión se repita que lo que me ha sido mostrado —dijo Aviendha—. ¿Llegará a suceder? ¿Podemos impedirlo?

—Rhuidean muestra dos clases de visiones —intervino Kymer. Era una mujer más joven, quizás algo menos de una década mayor que Aviendha; el cabello, de un color rojo intenso, le enmarcaba la cara curtida y alargada—. La primera visita es lo que podría ser. La segunda, a las columnas, lo que ha sido.

—Esa tercera visión podría ser cualquiera de las dos —opinó Amys—. Las columnas siempre muestran el pasado con exactitud. ¿Por qué no iban a mostrar el futuro con igual precisión?

El corazón le dio un vuelco a Aviendha.

—Pero ¿por qué las columnas mostrarían un futuro desolador que no se puede cambiar? —objetó Bair—. No. Me niego a creer tal cosa. Rhuidean siempre nos ha mostrado lo que necesitábamos ver. Para ayudarnos, no para destruirnos. Esta visión también ha de tener un propósito. ¿Impulsarnos hacia un mayor honor?

—Carece de importancia —manifestó Sorilea con voz cortante.

—Pero… —empezó Aviendha.

—Carece de importancia —repitió la anciana Sabia—. Si esa visión fuera inmutable, si nuestro destino fuera… extinguirnos, como nos has contado, ¿alguna de nosotras dejaría de luchar para cambiarlo?

La tienda se quedó en silencio. Aviendha sacudió la cabeza.

—Debemos afrontarlo como si se pudiera cambiar —añadió Sorilea—. Es mejor que no hablemos más de ello ni le demos más vueltas a tu pregunta, Aviendha.

Aviendha se encontró asintiendo con la cabeza.

—Yo… Sí, sí, tienes razón, Sabia.

—¿Y qué hacemos? —insistió Kymer—. ¿Qué cambiamos? De momento, hay que ganar la Última Batalla.

—Casi querría que la visión fuera inmutable, porque al menos probaría que salimos victoriosos de esta lucha —manifestó Amys.

—No probaría nada —la contradijo Sorilea—. La victoria del Cegador de la Vista rompería el Entramado y, por lo tanto, ninguna visión del futuro sería de fiar ni podría darse por cierta. Incluso con profecías de lo que podría acontecer en eras venideras, si el Cegador de la Vista gana esta batalla todo se convertirá en nada.

—Esta visión que tuve está relacionada con lo que quiera que Rand planea hacer —apuntó Aviendha.

Las otras se volvieron hacia ella.

—Por lo que me habéis contado, mañana piensa hacer una revelación importante —añadió.

—El Car’a’carn tiene… afición a hacer comparecencias sensacionales —dijo Bair en tono cariñoso—. Es como un crocobur que trabaja afanoso durante toda la noche haciendo un nido para poder cantar por la mañana alabanzas a su obra a todo aquel que quiera escucharlo.

Aviendha se había sorprendido al enterarse de la asamblea en Merrilor, cosa que había descubierto porque había utilizado su vínculo con Rand al’Thor para determinar dónde se hallaba. Al llegar allí y encontrar a tanta gente junta, reunidas las fuerzas de las tierras húmedas, se preguntó si eso era parte de lo que había visto. ¿Era esa concurrencia el comienzo de lo que llegaría a ser su visión?

—Me siento como si supiera más de lo que debería saber. —Habló casi como si fuera para sí misma.

—Has tenido un atisbo insondable de lo que quizá nos guarda el futuro —sentenció Kymer— Te cambiará, Aviendha.

—Mañana es un día clave —dijo la joven Sabia—. Por su plan.

—Por lo que has dicho, da la impresión de que se propone no tener en cuenta a los Aiel, su propio pueblo. ¿Por qué daría ventajas a todos los demás, pero no a quienes más se lo merecen? ¿Es que quiere insultarnos?

—No creo que sea ésa la razón —contestó Aviendha—. Creo que su intención es hacer requerimientos a quienes asisten a la asamblea, no concederles prebendas.

—Mencionó un precio —apuntó Bair—. Un precio que los otros tenían que pagar. Nadie ha conseguido sonsacarle nada sobre ese precio.

—Viajó a Tear por un acceso a última hora de la tarde y regresó con algo —comentó Melaine—. Nos informaron las Doncellas. Ahora cumple su juramento de llevarlas con él. Cuando le preguntamos respecto a lo de su precio, dijo que es algo por lo que los Aiel no deben preocuparse.

—¿Dices que está haciendo que los hombres le paguen para que haga lo que todos sabemos que debe hacer? —Aviendha frunció el entrecejo—. Quizás ha pasado demasiado tiempo con esa acompañante que le mandaron los Marinos.

—No, ahí tiene razón —dijo Amys—. Esa gente le exige mucho al Car’a’carn, así que está en su derecho de exigirles algo a ellos a cambio. Son unos blandos; quizá su intención es endurecerlos.

—Así que nos deja fuera a nosotros porque sabe que ya somos duros —musitó Bair.

El silencio se hizo de nuevo en la tienda. Amys, con aire preocupado, mojó un poco las piedras calientes. El agua siseó a la par que salía vapor.

—Eso es —convino Sorilea—. No es que quiera insultarnos. A mi entender, lo que intenta es darnos honor. —Sacudió la cabeza—. A estas alturas, debería tener mejor criterio en cuanto a su pueblo.

—A menudo el Car’a’carn ofende sin querer, como si fuera un niño. Somos fuertes, así que su requerimiento, sea cual sea, no importa. Si es un precio que los otros pueden pagar, también nosotros podemos.

—No cometería esos errores si hubiera sido instruido en nuestras costumbres como es debido —murmuró Sorilea.

Aviendha les sostuvo la mirada con tranquilidad. No, ella no lo había instruido todo lo bien que podría haberlo hecho, pero sabían que Rand al’Thor era obstinado. Además, ahora ella era su igual. No obstante, no le resultaba fácil sentirse así teniendo enfrente el rostro de Sorilea, con los labios apretados en un gesto de desaprobación.

Tal vez había pasado demasiado tiempo con habitantes de las tierras húmedas —Elayne, por ejemplo—, pero de repente vio las cosas como Rand debía de verlas. Dar a los Aiel una exención de su precio, si en realidad era ésa su intención, era un acto de honor. Si les hubiera hecho un requerimiento como a los demás, estas mismas Sabias podrían haberse ofendido por meterlos en el mismo saco que a los habitantes de las tierras húmedas.

¿Qué estaba planeando? Había vislumbrado atisbos sobre eso en las visiones, pero cada vez estaba más segura de que al día siguiente los Aiel iniciarían la andadura por el camino que los conduciría a su perdición.

Tenía que evitar que tal cosa ocurriera. Ésa era su primera tarea como Sabia y probablemente se trataría de la más importante que le sería encomendada. No fracasaría.

—Su cometido no era sólo instruirlo —intervino Amys—. Lo que yo habría dado por saber que se encontraba a salvo bajo la vigilante mirada de una buena mujer. —Miró a Aviendha con una expresión cargada de significado.

—Será mío —afirmó Aviendha con firmeza.

«Pero no para ti, Amys, ni para nuestro pueblo». Fue una conmoción para ella ser consciente de la fuerza de ese sentimiento dentro de sí. Era Aiel. Su pueblo lo era todo para ella.

Pero esa elección no era de ellos. Era suya.

—Te prevengo, Aviendha —dijo Bair mientras apoyaba una mano en su muñeca—. Él ha cambiado en el tiempo que has estado ausente. Se ha hecho más fuerte.

—¿En qué sentido? —quiso saber, fruncido el entrecejo.

—Ha abrazado a la muerte —manifestó Amys en un tono enorgullecido—. Puede que aún lleve una espada y vista ropas de un habitante de las tierras húmedas, pero ahora es nuestro, por fin y realmente lo es.

—Eso tengo que verlo. —Aviendha se puso de pie—. Descubriré todo —lo posible respecto a sus planes.

—El tiempo apremia —advirtió Kymer.

—Queda una noche —respondió Aviendha—. Será suficiente.

Las otras asintieron con la cabeza y ella empezó a vestirse. De forma inesperada, las cinco se unieron a ella para vestirse también. Por lo visto consideraban sus noticias lo bastante importantes para ir a compartirlas con las otras Sabias, en lugar de seguir sentadas conferenciando.

Aviendha fue la primera en salir a la noche; el aire frío, tras el calor sofocante de la tienda de vapor, le produjo una sensación agradable en la piel. Inhaló hondo. Tenía la mente cargada por la fatiga, pero dormir tendría que esperar.

Los faldones de la entrada a la tienda susurraron al salir las otras Sabias; Melaine y Amys hablaban en voz queda entre ellas mientras se alejaban en la noche. Kymer se encaminó con paso decidido hacia el sector Tomanelle del campamento. Quizás hablaría con su padre segundo, Han, el jefe Tomanelle. Quizá.

Aviendha echó a andar también, pero una mano huesuda la sujetó por el brazo. Miró hacia atrás y vio a Bair, que estaba a su espalda, de nuevo vestida con la blusa y la falda.

—Sabia —dijo Aviendha, en una reacción refleja.

—Sabia —contestó Bair con una sonrisa.

—¿Puedo ayudarte en…?

—Voy a ir a Rhuidean —anunció Bair con la vista alzada hacia el cielo—. ¿Te importaría abrirme un acceso allí?

—Vas a pasar a través de las columnas.

—Una de nosotras debe hacerlo. A pesar de lo que diga Amys, Elenar no está preparada, sobre todo para ver algo… de esa naturaleza. Esa chica se pasa la mitad del día graznando como un buitre sobre el último despojo de un cadáver putrefacto.

—Pero…

—Oh, no empieces tú también. Ahora eres una de nosotras, Aviendha, pero todavía soy lo bastante mayor para haber cuidado de tu abuela cuando era una niña. —Bair sacudió la cabeza; el cabello blanco casi parecía brillar con la tenue luz de luna que llegaba hasta ellas—. Soy la más indicada para ir allí —continuó—. Las encauzadoras deben reservarse para la batalla inminente. No voy a permitir que una niña se meta ahora entre esas columnas. Lo haré yo. Bien, ¿qué pasa con ese acceso? ¿Me concederás lo que te pido o tendré que intimidar a Amys para que lo haga?

A Aviendha le habría gustado ver a cualquiera intimidar a Amys para forzarla a hacer algo. A lo mejor Sorilea era capaz de conseguirlo. Sin embargo, no dijo nada y creó el tejido pertinente para abrir un acceso.

La idea de que otra persona viera lo mismo que había visto ella le revolvía el estómago. ¿Qué significaría que Bair regresara contando la misma visión? ¿Indicaría que era el futuro más probable que les aguardaba?

—De modo que era así de terrible, ¿eh? —preguntó la anciana Sabia con voz queda.

—Horrible, sí. Habría hecho llorar a las lanzas y que las piedras se desmenuzaran, Bair. Antes habría preferido bailar con el mismísimo Cegador de la Vista.

—Entonces, es mucho mejor que vaya yo en lugar de otra. Ha de ser la más fuerte de nosotras quien lo haga.

Aviendha tuvo que reprimirse para no enarcar una ceja. Bair era resistente como un buen cuero, pero las otras Sabias no eran exactamente pétalos de rosa.

—Bair, ¿alguna vez te has topado con una mujer llamada Nakomi? —se le ocurrió preguntar al recordar de repente el encuentro.

—Nakomi. —Bair lo pronunció como si lo saboreara—. Un nombre antiguo. No conozco a nadie que se llame así. ¿Por qué?

—Conocí a una mujer Aiel cuando viajaba hacia Rhuidean —explicó Aviendha—. Aseguró que no era una Sabia, pero había algo en ella que… —Sacudió la cabeza—. No importa, era simple curiosidad.

—Bien, veremos cuánto hay de cierto en esas visiones —dijo Bair, que dio un paso hacia el acceso.

—¿Y si son verdad, Bair? —se sorprendió preguntando Aviendha—. ¿Y si no podemos hacer nada al respecto?

Bair se volvió hacia ella.

—¿Dijiste que habías visto a tus hijos? —inquirió.

Aviendha asintió con un cabeceo. No había hablado en detalle de esa parte de la visión. Le parecía algo más personal.

—Cambia uno de sus nombres —aconsejó Bair—. No menciones nunca el nombre que esa criatura tenía en la visión, ni siquiera a nosotras. Y entonces lo sabrás. Si algo es diferente, también pueden serlo otras cosas. Lo serán. Ése no es nuestro sino, Aviendha. Es un camino que debemos evitar. Juntas.

Aviendha asintió de nuevo en silencio. Sí. Un simple cambio, uno pequeño, pero lleno de significado.

—Gracias, Bair.

La anciana Sabia se despidió con un gesto de la cabeza y después cruzó el acceso y corrió en la noche hacia la ciudad que había un poco más allá.

Talmanes metió el hombro para cargar contra un enorme trolloc con cara de jabalí y que iba protegido con una tosca cota de malla. La bestia olía mal, como a humo y a piel húmeda, sudor y suciedad. Gruñó ante la fuerza del ataque de Talmanes; esos seres siempre parecían sorprendidos cuando los atacaba.

Talmanes tiró hacia atrás y sacó violentamente la espada del costado de la bestia mientras ésta se desplomaba. A continuación se lanzó hacia adelante y le hundió la espada en la garganta sin hacer caso de las fuertes uñas que le arañaban las piernas. La vida se apagó en aquellos ojos pequeños y brillantes como cuentas; y demasiado humanos.

Los hombres luchaban, gritaban, gruñían, mataban. La calle subía en una pronunciada pendiente hacia el palacio. Las hordas trollocs se habían atrincherado allí y defendían la posición impidiendo el avance de la Compañía hacia su meta.

Talmanes flaqueó y se apoyó, ladeado, en la pared de un edificio; la casa de al lado ardía en llamas e iluminaba la calle con colores intensos y a él lo bañaba con el calor. Pero el fuego parecía frío comparado con el abrasador y horrible dolor de la herida. Esa sensación candente le bajaba por la pierna hasta el pie y empezaba a abrirse paso a través del hombro.

«Rayos y centellas —pensó—. Lo que daría por otras cuantas horas con mi pipa y mi libro, solo y en paz». Los que hablaban de una muerte gloriosa en batalla eran unos jodidos idiotas. No había nada de glorioso en morir en ese caos de fuego y sangre. Puesto a elegir, que le dieran una muerte tranquila, un día cualquiera.

Talmanes se obligó a enderezarse y a sostenerse en pie; el sudor le resbalaba por la cara. Los trollocs se agrupaban a la zaga de la posición de los hombres de la Compañía. Habían cortado la calle detrás de ellos, pero aún era posible seguir avanzando, abriéndose paso entre los trollocs que tenían delante.

Sería difícil llevar a cabo la retirada. Además de esa calle llena de trollocs, la lucha en la ciudad significaba que los monstruos podían zigzaguear por otras calles en grupos pequeños y atacarlos por los flancos mientras avanzaban; y asimismo después, cuando retrocedieran.

—¡Lanzad contra ellos cuanto tengáis, soldados! —bramó al tiempo que se impulsaba calle arriba hacia los trollocs que les cerraban el paso.

El palacio ya estaba muy cerca. Paró con su escudo la espada de un trolloc con cabeza de carnero antes de que la bestia tuviera oportunidad de descabezar a Dennel. Intentó empujar hacia atrás el arma del ser, pero, ¡luz!, qué fuertes eran los trollocs. Talmanes apenas logró impedir que ése lo derribara en el suelo mientras Dennel se recuperaba y atacaba, abatiendo a la bestia al herirla en los muslos.

Melten se situó al lado de Talmanes. El fronterizo cumplía su palabra de mantenerse cerca, en caso de que necesitara una espada para acabar con su vida. Los dos encabezaron la acometida colina arriba. Los trollocs empezaron a ceder terreno y luego se recuperaron y formaron un hacinado y rugiente montón de pieles oscuras, ojos y armas a la luz del fuego.

Había tantos… Talmanes contaba con poco más de quinientos soldados, ya que había tenido que dejar atrás hombres para defender la puerta para una retirada.

—¡Aguantad! —gritó—. ¡Por lord Mat y la Compañía de la Mano Roja!

Si Mat estuviera allí, probablemente juraría y maldeciría un montón, protestaría otro tanto y luego procedería a salvarlos a todos con alguna estrategia milagrosa. Talmanes era incapaz de reproducir esa mezcla de locura e inspiración de Mat, pero su grito de ánimo pareció enardecer a los hombres. Las filas se reforzaron. Gavid situó en formación a sus dos docenas de ballesteros —los últimos que Talmanes tenía con él— en lo alto de un edificio que no se había prendido fuego. Empezaron a descargar andanada tras andanada de virotes sobre los trollocs.

Eso podría haber destrozado a enemigos humanos, pero no a esos seres. Los virotes derribaron unos cuantos, pero no tantos como Talmanes había esperado.

«Ahí detrás hay otro Fado —pensó el noble—. Azuzándolos para que sigan. Luz, no puedo enfrentarme a otro. ¡No debería haber luchado con ese con el que me enzarcé!»

No tendría que estar de pie. Ya no quedaba brandy en la petaca de Melten, agotado hacía ya mucho para aliviar el dolor en lo posible. Tenía la mente todo lo confusa que podía permitirse. Se reunió con Dennel y Londraed al frente de las tropas, luchando, concentrándose. Derramando sangre trolloc, que corría colina abajo por los adoquines de la calle.

La Compañía oponía resistencia y luchaba bien, pero el enorme contingente enemigo superaba en número a los hombres, que, además, estaban exhaustos. Allá abajo, otro pelotón trolloc se unió a los que ya había en la calle, detrás de ellos.

Se acabó. Tendría que cargar contra la fuerza que tenían en retaguardia —dándole la espalda a la otra que había al frente— o tendría que dividir a sus hombres en unidades más pequeñas y enviarlos en retirada por las calles laterales para reagruparse en la puerta de abajo.

Talmanes se dispuso a impartir órdenes.

—¡Adelante el León Blanco! —gritaron unas voces—. ¡Por Andor y por la reina!

Talmanes giró sobre sus talones mientras hombres de blanco y rojo cargaban contra las líneas trollocs situadas en lo alto de la colina. Una segunda fuerza de piqueros andoreños irrumpió por un callejón lateral situado detrás de la horda de trollocs que acababa de rodear a la Compañía. El pelotón trolloc se rompió ante los piqueros que se les venían encima y, en cuestión de segundos, toda la aglomeración de monstruos reventó —como una ampolla llena de pus— con los trollocs desparramados en todas direcciones.

Talmanes se tambaleó y trompicó hacia atrás. De momento, lo único que podía hacer era apoyarse en la espada mientras Madwin capitaneaba el contraataque y sus hombres mataban a muchos de los trollocs que huían.

Un grupo de oficiales, con los uniformes de la Guardia Real llenos de sangre, descendía a toda velocidad por la colina; su aspecto no era mucho mejor que el de los hombres de la Compañía. Guybon los dirigía.

—Mercenario, os doy las gracias por venir —le dijo a Talmanes.

El noble frunció el entrecejo.

—Os comportáis como si os hubiésemos salvado. Desde mi perspectiva, ha ocurrido al revés.

Guybon torció el gesto a la luz del fuego.

—Nos disteis un respiro. Esos trollocs estaban atacando las puertas de palacio. Mis disculpas por tardar tanto en llegar hasta aquí… Al principio no nos dimos cuenta de qué los había atraído en esta dirección.

—Luz. ¿El palacio aún resiste?

—Sí. Pero está hasta los topes de refugiados.

—¿Y qué pasa con las encauzadoras? —preguntó, esperanzado, Talmanes—. ¿Por qué no ha regresado con la reina el ejército andoreño?

—Amigos Siniestros —contestó Guybon, ceñudo—. Su Majestad se llevó a casi todas las Allegadas, o las más fuertes, al menos. Dejó a cuatro con suficiente poder para abrir un acceso entre todas, pero hubo un ataque y un asesino mató a dos de ellas antes de que las otras pudieran impedirlo. Solas, las dos no tienen fuerza suficiente para abrirlo y mandar a alguien en busca de ayuda. Están utilizando su fuerza para Curar.

—Rayos y centellas —dijo Talmanes, aunque sintió un asomo de esperanza mientras hablaba. Quizás esas mujeres no tenían capacidad para abrir un acceso, pero tal vez podrían Curar su herida—. Deberíais sacar a los refugiados de la ciudad, Guybon. Mis hombres están defendiendo la puerta sur.

—Excelente. —Guybon se irguió—. Pero vos tendréis que conducirlos. Yo he de defender el palacio.

Talmanes lo miró y enarcó una ceja; él no recibía órdenes suyas. La Compañía tenía su propia estructura de mando, y sólo rendía cuentas a la reina. Mat había dejado eso claro cuando aceptó el contrato.

Por desgracia, Guybon tampoco estaba a sus órdenes. Talmanes hizo una profunda respiración, pero se tambaleó, mareado. Melten lo asió por el brazo para que no se desplomara.

Luz, cómo dolía. ¿Es que el costado no podía hacer lo que correspondía y quedarse insensibilizado? Qué puñetas. Tenía que llegar hasta esas Allegadas.

—¿Y esas mujeres que pueden Curar? —preguntó, esperanzado.

—Ya mandé a buscarlas en el momento en que vi esta fuerza aquí —dijo Guybon.

Bueno, pues ya era algo.

—Mi intención es permanecer aquí —advirtió el oficial—. No abandonaré este puesto.

—Pero ¿por qué, hombre? ¡La ciudad está perdida!

—La reina nos ordenó que enviáramos informes por los accesos con regularidad —explicó Guybon—. Llegará un momento en que se extrañará de que no hayamos enviado un mensajero. Mandará a una encauzadora para ver por qué no hemos informado, y esa persona llegará a la zona de Viaje de palacio. Es…

—¡Milord! —llamó una voz—. ¡Milord Talmanes!

Guybon enmudeció y Talmanes se volvió y vio a Filger —uno de los exploradores— subiendo con trabajo la ensangrentada pendiente de la calle hacia él. Filger era un hombre delgado, de cabello ralo y barba de dos días. Su llegada llenó de pavor a Talmanes. Filger era uno de los que había dejado protegiendo la puerta de abajo.

—Milord —jadeó el explorador—, los trollocs han tomado las murallas de la ciudad. Atestan los baluartes y disparan flechas o lanzas a cualquiera que se acerque demasiado. El teniente Sandip me ha enviado a informarle.

—¡Maldita sea! ¿Qué ha pasado con la puerta?

—Aguantamos —dijo Filger—. De momento.

Talmanes se volvió hacia el capitán andoreño.

—Guybon, tened un poco de compasión, hombre. Alguien ha de defender esa puerta. Por favor, sacad a los refugiados y reforzad a mis hombres. Esa puerta será el único camino de retirada desde la ciudad.

—Pero la mensajera de la reina…

—La reina se imaginará lo que ha pasado una vez que decida echar un vistazo aquí, puñetas. ¡Mirad a vuestro alrededor! Intentar defender el palacio es una locura. Aquí ya no tenéis una ciudad, sino una pira.

El conflicto interno del capitán se reflejaba en su rostro, con los labios apretados en una fina línea.

—Sabéis que tengo razón —insistió Talmanes, con el rostro crispado por el dolor—. Lo mejor que podéis hacer es reforzar a mis hombres en la puerta sur y mantenerla abierta para que escapen todos los refugiados que puedan llegar hasta allí.

—Quizá. Pero ¿dejar que el palacio arda?

—Podéis hacer que sirva para algo —sugirió Talmanes—. ¿Y si dejáis algunos soldados que combatan en palacio? Que contengan a los trollocs todo el tiempo que sea posible. Eso apartará a esas bestias de la gente que escape por esta calle. Cuando ya les sea imposible aguantar más, vuestros soldados podrán huir por los jardines de palacio en el lado opuesto y que luego vayan hacia la puerta sur dando un rodeo.

—Es un buen plan —admitió Guybon a regañadientes—. Haré lo que me sugerís, pero ¿qué haréis vos?

—Tengo que llegar hasta los dragones. No podemos permitir que caigan en poder de la Sombra. Se hallan en un almacén cerca del perímetro de la Ciudad Interior. La reina quería tenerlos fuera del alcance de la vista de cualquiera, lejos de las bandas mercenarias del exterior. He de encontrarlos. Si es posible, recobrarlos. Si no, destruirlos.

—Muy bien. —Guybon se dio la vuelta con gesto frustrado a medida que aceptaba lo inevitable—. Mis hombres harán lo que sugerís; la mitad conducirá afuera a los refugiados, y después ayudarán a vuestros soldados a defender la puerta sur. La otra mitad defenderá el palacio un rato más y después se retirará. Pero yo voy con vos.

—¿De verdad necesitamos tantas lámparas aquí? —demandó la Aes Sedai desde su banqueta situada en la parte trasera de la estancia, aunque hablaba como si estuviera en un trono—. Pensad en el aceite que estáis malgastando.

—Necesitamos las lámparas —gruñó Androl.

La lluvia nocturna golpeaba en los cristales de la ventana, pero él hizo caso omiso e intentó centrarse en el cuero que estaba cosiendo. Sería una silla de montar. De momento, trabajaba en la cincha que ceñiría el vientre del caballo.

Abrió una doble fila de agujeros en el cuero y dejó que la rutina del trabajo lo tranquilizara. El cincel para cuero que usaba hacía agujeros en forma de rombo; podría utilizar el mazo para ir más deprisa, pero en ese momento le apetecía notar la sensación de abrir los agujeros presionando, en lugar de golpear.

Calculó las posiciones de las siguientes puntadas con el rodillo marcador y después se puso a abrir otro agujero. Con ese tipo de agujeros había que alinear los lados de los rombos entre sí para que, de ese modo, cuando el cuero tirara no lo hiciera en los ángulos. Unas puntadas bien hechas ayudarían a conservar la silla en buen estado durante años. Las filas tenían que estar lo bastante juntas para actuar como refuerzo unas de otras, pero no tanto como para correr el peligro de rasgar el cuero entre ellas. Escalonar los agujeros a intervalos regulares evitaba eso.

Pequeñas cosas. Uno tenía que asegurarse de hacer bien las cosas pequeñas, y…

Los dedos le resbalaron y abrió un agujero con la figura de rombo apuntando al lado equivocado. El movimiento provocó que dos de los agujeros se rasgaran entre sí.

Fue tal la frustración de Androl que faltó poco para que arrojara el trabajo al otro extremo de la habitación. ¡Ya era la quinta vez que ocurría lo mismo esa noche!

«Luz —pensó mientras plantaba las manos en la mesa con fuerza—. ¿Por qué pierdo el control con tanta facilidad?»

Por desgracia, responder a esa pregunta era fácil. «La Torre Negra, por eso estoy así». Se sentía como un nachi de múltiples patas que se queda atrapado en una poza de mareas, ahora seca, y espera que el agua regrese mientras observa con impotencia a un grupo de niños que baja hacia la playa con cubos y recoge en el camino cualquier cosa que parezca apetitosa…

Inhaló y exhaló despacio, tras lo cual recogió el trozo de cuero. Iba a ser el trabajo más chapucero que había hecho en años. Pero lo terminaría. Dejar algo sin acabar era casi tan malo como meter la pata con los detalles.

—Qué curioso —comentó la Aes Sedai.

Se llamaba Pevara y pertenecía al Ajah Rojo. Notaba los ojos de la mujer clavados en la espalda.

Una Roja, nada menos. En fin, las travesías de destinos habituales solían dar extraños compañeros de a bordo, como rezaba el dicho teariano. Quizá sería más acertado lo que decía el proverbio saldaenino: «Si la espada de otro está en el cuello de tu enemigo, no pierdas tiempo recordando cuando la tenía en el tuyo».

—Entonces, estabais contándome cosas de vuestra vida antes de venir a la Torre Negra, ¿no? —dijo Pevara.

—No creo que estuviera haciendo tal cosa —contestó Androl mientras empezaba a coser—. ¿Por qué? ¿Qué queréis saber?

—Es simple curiosidad. ¿Fuisteis uno de los que vinieron por propia voluntad para someterse a la prueba o fuisteis de los que encontraron ellos durante una salida para cazar?

—Vine por mi cuenta. —Tiró de un hilo para apretarlo—. Como creo que Evin ya os dijo ayer, cuando le preguntasteis sobre mí.

—Mmmmm. Me estáis vigilando, por lo que veo.

Bajando la pieza de cuero, Androl miró a la mujer.

—¿Eso es algo que os enseñan? —preguntó.

—¿El qué? —preguntó ella a su vez con aire inocente.

—Darle la vuelta a una conversación. Estáis ahí sentada, acusándome prácticamente de espiaros, cuando sois vos la que interroga a mis amigos sobre mí.

—Quiero saber qué recursos tengo.

—Queréis saber por qué un hombre elegiría venir a la Torre Negra. Para aprender a encauzar el Poder Único.

Ella no respondió. Androl se percató de que estaba decidiendo cómo responder para no quebrantar los Tres Juramentos. Hablar con una Aes Sedai era como intentar seguir a una serpiente verde mientras se deslizaba por hierba húmeda.

—Sí —contestó ella por fin.

Androl parpadeó, sorprendido.

—Sí, quiero saberlo —continuó Pevara—. Somos aliados, sin que importe si nos gusta o no. Deseo saber con qué clase de persona me he metido en la cama. —Lo miró—. Hablando en sentido figurado, claro.

Androl respiró hondo para procurar no perder los nervios. Detestaba hablar con Aes Sedai porque no dejaban de tergiversarlo todo. Eso, junto con la tensión de la noche y la incapacidad de conseguir que la elaboración de la silla de montar estuviera bien…

¡Mantendría la calma, así lo abrasara la Luz!

—Deberíamos hacer prácticas para formar un círculo —dijo Pevara—. Será una ventaja para nosotros, aunque sea pequeña, contra los hombres de Taim si vienen por nosotros.

Androl desechó de su mente el desagrado que despertaba la mujer en él —tenía otras cosas de las que preocuparse— y se obligó a pensar de manera objetiva.

—¿Un círculo? —preguntó.

—¿Sabéis lo que es?

—Me temo que no.

—A veces olvido cuán ignorantes sois todos…

La mujer frunció los labios e hizo una pausa, como si cayera en la cuenta de que había hablado demasiado.

—Todos los hombres lo somos, Aes Sedai. Los temas de nuestra ignorancia pueden cambiar, pero en la naturaleza del mundo está que ningún hombre puede saberlo todo.

Al parecer, tampoco ésa era la respuesta que la Aes Sedai esperaba. Los ojos, de expresión dura, lo estudiaron. No le gustaban los varones que podían encauzar —como a la mayoría de la gente— pero con ella era algo más. Se había pasado la vida dando caza a hombres como él.

—Un círculo —empezó Pevara— se crea cuando mujeres y hombres unen su fuerza en el Poder Único. Ha de hacerse de un modo específico.

—Entonces, el M’Hael debe de saberlo.

—Los hombres necesitan a las mujeres para formar un círculo —aclaró Pevara—. De hecho, un círculo ha de tener más mujeres que hombres, excepto en casos muy limitados. Un hombre y una mujer pueden coligarse, como también una mujer y dos hombres, y también dos mujeres y dos hombres. Así que el círculo mayor que nosotros podríamos formar sería el de tres, dos de vosotros y yo. Aun así, podría sernos útil.

—Os buscaré otros dos para que practiquéis con ellos —propuso Androl—. Entre los que gozan de mi confianza, yo diría que Nalaam es el más fuerte. Emarin también es muy poderoso, y no creo haya alcanzado aún la cota máxima de su poder. Pasa igual con Jonneth.

—¿Son los más fuertes? ¿Vos no? —preguntó Pevara.

—No —contestó mientras continuaba con el trabajo.

El golpeteo de la lluvia se reanudó y un viento frío se coló por debajo de la puerta. Una de las lámparas de la habitación apenas daba luz y dejaba entrar las sombras. Androl observó la oscuridad, incómodo.

—Me cuesta trabajo creerlo, maese Androl —dijo Pevara—. Todos cuentan con vos y buscan vuestro consejo.

—Creedlo o no, Aes Sedai, como gustéis. Soy el más débil de todos ellos. Tal vez el más débil en toda la Torre Negra.

Eso la acalló, y Androl se levantó de la silla para echar más aceite a la lámpara que titilaba. Acababa de sentarse otra vez cuando un toque en la puerta anunció la entrada de Emarin y Canler. Ambos estaban mojados por la lluvia, y no podían ser más distintos. Uno, alto, refinado y prudente; el otro, arisco y propenso a la verbosidad. En algo habían encontrado puntos en común y parecían disfrutar de la compañía del otro.

—¿Y bien? —preguntó Androl.

—Podría funcionar —dijo Emarin mientras se quitaba el abrigo mojado y lo colgaba de una percha al lado de la puerta. Debajo vestía ropas bordadas al estilo teariano—. Necesitaríamos que fuera un fuerte aguacero. Los guardias vigilan atentamente.

—Me siento como un toro premiado en una feria —rezongó Canler, que tras colgar el abrigo soltó un poco de barro de las botas pateando el suelo—. A dondequiera que vayamos, los favoritos de Taim nos observan de reojo. Rayos y centellas, Androl. Lo saben. Saben que vamos a intentar la huida.

—¿Habéis encontrado algún punto débil? —se interesó Pevara, que se echó hacia adelante—. ¿Algún sitio donde la muralla esté menos vigilada?

—Parece que eso depende de los guardias elegidos, Pevara Sedai —contestó Emarin a la par que hacía una inclinación de cabeza.

—Mmmmm… Supongo que eso serviría. ¿He mencionado lo raro que me parece que el que me trata con más respeto de todos vosotros sea un teariano?

—Ser educado con una persona no denota que se la respete, Pevara Sedai —comentó Emarin—. Sólo denota una buena educación y un carácter equilibrado.

Androl sonrió. Emarin tenía un don especial para el insulto. La mitad de las veces, la persona no se imaginaba que se había mofado de ella hasta después de haberse separado.

Pevara frunció los labios.

—Bien, pues, estaremos atentos a la rotación de guardias. Cuando llegue la próxima tormenta, la aprovecharemos para escapar por encima del muro más próximo a los guardias que nos parezcan menos atentos.

Los dos hombres se volvieron hacia Androl, que se descubrió observando el rincón del cuarto donde daba la sombra de una mesa. ¿Estaba creciendo? ¿Se extendía hacia él…?

—No me gusta dejar hombres aquí —dijo, obligándose a apartar la vista del rincón—. En la Torre Negra hay docenas y docenas de hombres y muchachos que aún no están bajo el control de Taim. Es imposible que los saquemos a todos sin llamar la atención. Si los dejamos atrás, corremos el riesgo de…

No fue capaz de decirlo. No sabía lo que estaba pasando; con certeza, no. La gente cambiaba. Aliados otrora de confianza se convertían en enemigos de la noche a la mañana. Parecían los mismos, pero diferentes al mismo tiempo. Diferentes en el fondo de los ojos. Androl se estremeció.

—Las mujeres que han enviado las Aes Sedai rebeldes aún están al otro lado de las puertas —dijo Pevara. Llevaban acampadas fuera un tiempo, afirmando que el Dragón Renacido les había prometido Guardianes. Taim aún no había dejado que entrara ninguna—. Si conseguimos llegar a ellas, podríamos asaltar la Torre y rescatar a los que hayan quedado dentro.

—¿De verdad sería tan fácil? —preguntó Emarin—. Taim tendría todo un pueblo de rehenes. Muchos de los hombres trajeron consigo a sus familias.

Canler asintió con la cabeza. La de él era una de esas familias. No dejaría a los suyos por las buenas.

—Además, ¿pensáis sinceramente que las Aes Sedai pueden ganar aquí? —inquirió con suavidad Androl, que se volvió en la banquera para mirar a Pevara.

—Muchas de ellas tienes décadas de experiencia, y algunas, siglos.

—¿Y cuánto tiempo de esas décadas y siglos han dedicado a luchar?

Pevara no respondió.

—Hay cientos de hombres capaces de encauzar aquí, Aes Sedai —prosiguió Androl—. Cada uno de ellos ha sido entrenado largo y tendido para ser un arma. No aprendemos cosas de política y de historia. No estudiamos cómo influir en las naciones. Aprendemos a matar. A cada hombre y muchacho que hay aquí se lo empuja hasta el límite de su capacidad, se lo fuerza a dar el máximo y a progresar. Acumular más poder. Destruir. Y un montón de ellos están locos. ¿Podéis vosotras, las Aes Sedai, combatir eso, sobre todo cuando cabe la posibilidad de que muchos de los hombres de nuestra confianza, los mismos que estamos intentando salvar, luchen al lado de los hombres de Taim si ven Aes Sedai que intentan invadir la Torre?

—Vuestros argumentos son dignos de tener en cuenta —dijo Pevara.

«Igual que una reina», pensó él, impresionado muy a su pesar por el aplomo de la mujer.

—Pero creo que hemos de enviar información fuera —continuó Pevara—. Puede que un asalto general sea imprudente, pero quedarnos sentados aquí hasta que nos hayan sometido a todos, de uno en uno…

—Me parece que sería aconsejable mandar a alguien —dijo Emarin—. Tenemos que prevenir al lord Dragón.

—El lord Dragón —repitió Canler con un resoplido desdeñoso, sentándose junto a la pared—. Nos ha abandonado, Emarin. No somos nada para él. Se…

—El Dragón Renacido lleva en sus hombros la carga del mundo, Canler —dijo Androl con suavidad, atajando a Canler—. No sé por qué nos ha abandonado aquí, pero preferiría suponer que es porque cree que somos capaces de arreglárnoslas solos. —Androl toqueteó las tiras de cuero y luego se puso de pie—. Ha llegado el momento de que demostremos lo que valemos, la prueba de la Torre Negra. Si tenemos que correr hacia las Aes Sedai para protegernos de los nuestros, entonces nos sometemos a su autoridad. Si tenemos que correr hacia el lord Dragón, entonces no seremos nada una vez que él se vaya.

—Ahora ya no puede haber reconciliación con Taim —dijo Emarin—. Todos sabemos lo que está haciendo.

Androl no miró a Pevara. La mujer había explicado que sospechaba lo que estaba ocurriendo. Y, a despecho de los años de entrenamiento para controlar las emociones, había sido incapaz de disipar el miedo en la voz mientras hablaba de ello. Trece Myrddraal y trece encauzadoras, juntos en un rito aterrador, lograban poner al servicio de la Sombra a cualquier encauzador. En contra de su voluntad.

—Lo que hace es lisa y llanamente perverso —dijo Pevara—. Esto ya no es una división entre hombres que siguen a un líder y los que siguen a otro. Esto es obra del Oscuro, Androl. La Torre Negra ha caído bajo el poder de la Sombra. Tienes que aceptarlo.

—La Torre Negra es un sueño —contestó él, sosteniéndole la mirada a la Aes Sedai—. Un refugio para hombres con capacidad de encauzar, un lugar que nos pertenece, donde no tenemos que sentir miedo ni huir ni ser odiados. Eso no pienso entregárselo a Taim por las buenas. No renunciaré a ello.

El cuarto se quedó en silencio a excepción del repiqueteo de la lluvia en las ventanas. Emarin empezó a asentir con la cabeza, y Canler se puso de pie para tomar a Androl por el brazo.

—Tienes razón —convino Canler—. Así me abrase, pero tienes razón, Androl. Mas ¿qué podemos hacer? Somos débiles y nos superan en número.

—Emarin, ¿has oído hablar de la rebelión de Knoks? —preguntó Androl.

—Por supuesto. Provocó una gran agitación, incluso fuera de Murandy.

—Jodidos murandianos —espetó Canler—. Te robarán el abrigo que llevas puesto y te molerán a palos si no les ofreces que se queden también con los zapatos.

Emarin enarcó una ceja.

—Knoks estaba bastante lejos de Lugard, Canler —arguyó Androl—. Creo que descubrirías que esas gentes no son tan diferentes de los andoreños. La rebelión tuvo lugar hace unos… diez años.

—Un grupo de granjeros derrocó a su señor —explicó Emarin—. Se lo merecía, por todo lo que se cuenta de él. Desartin era una persona horrible, sobre todo con quienes pertenecían a una clase social inferior a la suya. Disponía de una fuerza de soldados, una de las más grandes fuera de Lugard, y actuaba como si hubiese establecido un pequeño reino propio. El rey no podía hacer nada.

—¿Y Desartin fue derrocado? —pregunto Canler.

—Por hombres y mujeres normales que estaban hartos de su brutalidad —respondió Androl—. Al final, muchos de los mercenarios que habían sido sus compinches se pusieron de nuestra parte. Aunque parecía ser muy fuerte, su vileza lo condujo a la caída. La situación aquí parece mala, pero la mayoría de los hombres de Taim no le son leales. Los hombres como él no inspiran lealtad. Reúne compinches, otros que esperan compartir el poder o la riqueza. Nosotros podemos y lograremos encontrar un modo de derrocarlo.

Los otros asintieron con la cabeza, aunque Pevara se limitó a observarlo con los labios fruncidos. Androl no pudo evitar sentirse un poco estúpido; no creía que los demás debieran recurrir a él, en vez de consultar a alguien destacado, como Emarin, o poderoso, como Nalaam. Con el rabillo del ojo vio que las sombras de debajo de la mesa se alargaban hacia él. Apretó los dientes. No se atreverían a llevárselo con tanta gente a su alrededor, ¿verdad? Si las sombras iban a engullirlo, tendrían que esperar hasta que se encontrara solo, tratando de dormir.

Las noches lo aterrorizaban.

«Ahora vienen hasta cuando no abrazo el Saidin —pensó—. ¡Así me abrase, la Fuente quedó limpia!»

Aferró con todas sus fuerzas el asiento de la banqueta hasta que el terror cedió y las sombras se retiraron. Canler —que se mostraba inusualmente alegre— dijo que iba a buscar algo de beber. Se dirigió a la cocina; pero, como no era cuestión de hacer las cosas por su cuenta, vaciló.

—Supongo que tampoco me vendría mal un trago —admitió Pevara con un suspiro, y se reunió con él.

Androl se sentó y siguió con su trabajo. Mientras, Emarin acercó otra banqueta y se sentó a su lado. Lo hizo con tanta tranquilidad como si se limitara a buscar un buen sitio para relajarse y quisiera echar una ojeada por la ventana.

Sin embargo, Emarin no era de los que hacen cosas sin que lo movieran varios motivos.

—Combatiste en la rebelión de Knoks —apuntó con suavidad.

—¿He dicho yo eso? —Androl retomó su trabajo en la pieza de cuero.

—Dijiste que cuando los mercenarios cambiaron de bando combatieron con vosotros. Utilizaste la palabra «nosotros» para referirte a los rebeldes.

«Maldita sea. —Androl vaciló—. En verdad he de tener cuidado con lo que digo o lo que hago». Si Emarin se había percatado de ello, también lo habría hecho Pevara.

—Sólo pasaba por allí —contestó— y me encontré metido en algo imprevisto.

—Tienes un pasado extraño y variado, amigo mío. Cuantas más cosas descubro, más curiosidad siento.

—Yo diría que no soy el único con un pasado interesante —dijo Androl con voz queda—. Lord Algarin de la Casa Pendaloan.

Emarin se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo lo descubriste? —preguntó.

—Fanshir tenía un libro sobre las familias nobles de Tear —repuso Androl, que se refería a uno de los soldados Asha’man que había sido un estudioso antes de ir a la Torre—. Incluía una anotación muy curiosa. Una casa con una historia de varones a los que aquejaba un problema innombrable; el más reciente había sido causa de vergüenza para la casa años atrás.

—Entiendo. En fin, supongo que el hecho de que sea un noble no cae muy de sorpresa.

—Uno que tiene experiencia con las Aes Sedai —continuó Androl— y que las trata con respeto, a pesar de lo que hicieron a su familia, o tal vez precisamente por ello. Y es nada menos que el que actúa así, ojo. Uno a quien no le importa servir a las órdenes de los que llamaríais chicos granjeros y que simpatiza con ciudadanos rebeldes. Si me lo permites, amigo mío, ésa no es una actitud corriente entre tus compatriotas. No me extrañaría nada que tú también tuvieras un pasado interesante.

—Estás en lo cierto, lo reconozco. —Emarin sonrió—. Serías magnífico en el Juego de las Casas, Androl.

—Lo dudo —negó Androl, que torció el gesto—. La última vez que probé a hacerlo, casi… —Enmudeció.

—¿Qué?

—Prefiero no decirlo. —Androl había enrojecido. No iba a explicar— ese periodo de su vida. —«Luz, si sigo así la gente pensará que soy un cuentista, como Nalaam».

Emarin se volvió hacia la ventana para contemplar la lluvia que golpeaba el cristal.

—El éxito de la rebelión de Knoks duró poco tiempo, si no recuerdo mal. Al cabo de dos años la línea familiar del noble se había restablecido y los disidentes fueron expulsados o ejecutados.

—Sí —confirmó Androl en voz queda.

—Así que más vale que aquí hagamos un trabajo mejor —comentó Emarin—. Soy tu hombre, Androl. Todos lo somos.

—No. Somos los hombres de la Torre Negra. Os lideraré, si es preciso, pero esto no es por mí ni por ti ni por cualquiera de nosotros como individuo. Sólo estaré al frente hasta que Logain regrese.

«Si es que regresa —pensó—. Los accesos a la Torre Negra ya no funcionan. ¿Estará intentando volver y se ha encontrado con que le es imposible entrar?»

—Muy bien. ¿Qué hacemos? —preguntó Emarin.

Fuera retumbó un trueno.

—A ver, déjame pensar. —Androl recogió la pieza de cuero y las herramientas—. Dame una hora.

—Lo siento —le dijo en voz queda Jesamyn a Talmanes—. No puedo hacer nada. Esta herida sobrepasa con creces mis conocimientos.

Talmanes asintió con la cabeza mientras volvía a colocarse el vendaje. La piel a todo lo largo del costado se había puesto negra, como si hubiese sufrido una terrible congelación.

La Allegada lo miró con el entrecejo fruncido. Era una mujer de cabello rubio y aspecto joven, aunque con las encauzadoras lo de calcular la edad podía resultar muy engañoso.

—Me sorprende que aún podáis caminar —le dijo ella.

—No sé si a esto se lo puede llamar caminar —contestó Talmanes mientras regresaba renqueando hacia donde estaban los soldados.

Todavía era capaz de moverse sin ayuda la mayor parte del tiempo, cojeando, pero los lapsos de desmayo ahora eran más frecuentes.

Guybon discutía con Dennel, que seguía señalando el mapa y gesticulando. Había una neblina de humo tan densa en el aire que muchos de los hombres se habían atado pañuelos en la cara para taparse la nariz. Parecían una banda de puñeteros Aiel.

—… hasta los trollocs están retirándose de esa barriada —insistió Guybon—. Hay demasiado fuego.

—Los trollocs se están retirando hacia las murallas por toda la ciudad —replicó Dennel—. Van a dejar que la ciudad arda toda la noche. El único sector que no está en llamas es donde se encuentra la puerta de los Atajos. Allí han derribado todos los edificios para crear un cortafuego.

—Utilizaron el Poder Único —dijo Jesamyn a la espalda de Talmanes—. Lo percibí. Hermanas Negras. Yo sugeriría no ir en esa dirección.

Jesamyn era la única Allegada que quedaba; las otras habían caído. Jesamyn no tenía suficiente fuerza en el Poder para abrir un acceso, pero eso no significaba que no fuese útil. Talmanes había visto cómo quemaba a seis trollocs que habían abierto una brecha en sus líneas.

Se había pasado sentado durante esa escaramuza, superado por el dolor. Por suerte, Jesamyn le había dado unas hierbas para masticar. La medicina le había hecho sentirse más confuso, pero el dolor se hizo más controlable. Era como si su cuerpo estuviera atrapado en un torno y lo estuvieran aplastando poco a poco, pero al menos podía sostenerse de pie.

—Tomaremos la ruta más rápida —dijo Talmanes—. La barriada que no está en llamas se encuentra muy cerca de los dragones, demasiado; no voy a correr el riesgo de que los Engendros de la Sombra descubran a Aludra y sus armas.

«Eso, si es que no las han descubierto ya», añadió para sus adentros.

Guybon le asestó una mirada furiosa, pero la operación era de la Compañía. El capitán de la guardia andoreña era bienvenido, pero no formaba parte de la estructura de mando.

La fuerza de Talmanes continuó a través de la oscura ciudad, todos atentos a posibles emboscadas. Aunque sabían más o menos la ubicación del almacén, llegar a él era problemático. Muchas calles grandes estaban bloqueadas con los escombros, el fuego o el enemigo. Sus soldados tenían que avanzar a paso de tortuga a través de callejones y callejas tan serpenteantes que incluso Guybon y los otros hombres de Caemlyn tenían dificultad para no desviarse de la dirección hacia donde querían ir.

Su ruta pasó bordeando una parte de la ciudad que ardía con un fuego tan abrasador que probablemente estaba derritiendo los adoquines. Talmanes contempló aquellas llamas hasta que los ojos se le secaron y después condujo a sus hombres dando rodeos más amplios.

Poco a poco, se aproximaron al almacén de Aludra. Dos veces toparon con trollocs que merodeaban en busca de refugiados para matarlos. Acabaron con ellos cuando los ballesteros que quedaban cayeron sobre uno y otro grupo antes de que las bestias tuvieran ocasión de responder.

Talmanes se quedó de pie para observar, pero dudaba que fuera capaz de seguir luchando. Esa herida lo había debilitado demasiado. Luz, ¿por qué habría dejado su caballo atrás? Qué equivocación. En fin, los trollocs lo habrían espantado, de todos modos.

«Mis ideas empiezan a dar vueltas sobre lo mismo. —Señaló con la espada hacia un callejón que cruzaba la calle. Los exploradores corrieron con premura hacia allí y miraron en una y otra dirección antes de hacer la señal de vía libre—. Casi no puedo pensar. Ya falta poco para que la oscuridad me lleve».

Antes se ocuparía de proteger los dragones. Tenía que hacerlo.

A trompicones, Talmanes salió del callejón a una calle que le resultaba familiar. Se encontraban cerca. Las construcciones ardían a un lado de la calle, y las estatuas semejaban pobres almas atrapadas en llamas. El fuego rugía a su alrededor y el blanco mármol se iba ennegreciendo poco a poco.

Al otro lado de la calle reinaba el silencio y no había fuego. Las sombras arrojadas por las estatuas se agitaban y danzaban como juerguistas que observaran arder a sus enemigos. El aire estaba cargado de un opresivo olor a humo. Esas sombras —y las estatuas en llamas— parecían entrar en la mente confusa de Talmanes. Criaturas de sombras danzantes. Bellezas moribundas, consumidas por una enfermedad en la piel que la oscurecía, que se deleitaba con ella mientras mataba el espíritu…

—¡Estamos cerca! —dijo Talmanes.

Se obligó a seguir adelante, arrastrando los pies. No podía retrasar a los demás ahora. «Si el fuego alcanza el almacén…»

Llegaron a un trozo de terreno quemado; el fuego había pasado por allí y se había alejado, al parecer. Un almacén grande de madera se alzaba antes en aquel solar, pero se había venido abajo. Ahora las vigas y los tablones ardían sin llama, amontonados entre escombros y cadáveres de trollocs a medio quemar.

Los hombres se reunieron a su alrededor, en silencio. El único sonido era el chisporroteo de las llamas. Un sudor frío resbaló por el rostro de Talmanes.

—Hemos llegado demasiado tarde —susurró—. Se los han llevado, ¿verdad? Los dragones habrían provocado explosiones si se hubiesen quemado. Los Engendros de la Sombra llegaron, se apoderaron de los dragones e incendiaron el almacén.

Alrededor de Talmanes, miembros de la Compañía se dejaron caer de rodillas al suelo, exhaustos.

«Lo siento, Mat —pensó—. Lo intentamos. Nosotros…»

Un repentino estampido, semejante a un trueno, retumbó por toda la ciudad y estremeció a Talmanes de pies a cabeza. Los hombres miraron hacia arriba.

—Luz —musitó Guybon—. ¿Los Engendros de la Sombra están utilizando los dragones?

—Tal vez no.

Talmanes sintió una oleada de energía por todo el cuerpo y echó a correr otra vez. Sus hombres cerraron filas a su alrededor.

Cada zancada le producía una sacudida de dolor en el costado; dejó atrás la calle de las estatuas, con las llamas a su derecha y el frío silencio a su izquierda.

¡BOOM!

Esas explosiones no sonaban lo bastante fuertes para ser los dragones. ¿Sería posible que hubiera una Aes Sedai? Jesamyn parecía haberse animado al oírlas y corría junto a los hombres con la falda remangada. A dos calles de distancia del almacén, el grupo dobló una esquina a toda velocidad y se topó con una gran fuerza de rugientes Engendros de la Sombra.

Talmanes gritó con una sorprendente ferocidad y enarboló la espada con las dos manos. El fuego de la herida se le había extendido por todo el cuerpo; hasta los dedos le ardían. Se sentía como si se hubiese convertido en una de esas estatuas destinadas a abrasarse con la ciudad.

Descabezó a un trolloc antes de que la bestia se diera cuenta de que lo tenía encima, y después se lanzó contra la siguiente criatura que estaba a continuación. El ser retrocedió con una levedad grácil; el rostro que se volvió hacia él carecía de ojos y la capa no se movía con el aire. Los labios pálidos se entreabrieron para emitir un gruñido.

Talmanes se sorprendió a sí mismo al echarse a reír. ¿Y por qué no? Luego sus hombres decían que no tenía sentido del humor. Adoptó la pose de Flores de manzano al viento y arremetió violentamente hacia adelante con una fuerza y una rabia equiparables al fuego que lo estaba consumiendo.

Era obvio que el Myrddraal lo sabía en desventaja. Incluso estando en plena forma, Talmanes habría necesitado ayuda para combatir contra él. El ser se movía como una sombra, pasando de una pose a otra, mientras la terrible espada arremetía como una flecha hacia Talmanes. Sin duda el Fado pensaba que sólo tenía que hacerle un pequeño corte.

Lo alcanzó en la mejilla, tocándole la piel con la punta de la espada, y abrió limpiamente un chirlo en la carne. Talmanes se echó a reír y golpeó el arma con su espada; el Fado se quedó boquiabierto por la sorpresa. Así no era como se suponía que los hombres reaccionaban, sino que tendría que tambalearse por el dolor abrasador, gritar al saber que su vida se había acabado.

—¡Ya me han dado con una de vuestras puñeteras espadas, hijo de una cabra! —gritó Talmanes sin dejar de atacar una y otra vez.

El herrero golpea la hoja. Qué pose tan poco elegante. Encajaba a la perfección con su estado de ánimo.

El Myrddraal dio un traspié. Talmanes hizo un movimiento amplio hacia atrás, con suavidad, desviando la espada hacia el costado; la hoja cercenó el pálido brazo del ser a la altura del hombro. El miembro se retorció en el aire y el arma del Fado se soltó de los dedos convulsos. Talmanes giró con ímpetu e impulsó la espada en golpe de través con las dos manos, de forma que descabezó limpiamente al Fado.

Una rociada de sangre oscura se esparció en el aire y el ser se desplomó mientras se llevaba la mano que le quedaba al ensangrentado cuello cortado. Talmanes se quedo de pie junto a él; de repente la espada le pesaba demasiado para sostenerla. Le resbaló de las manos y tintineó al caer en los adoquines. Dio un traspié y perdió el equilibrio; cayó de bruces, pero una mano lo sostuvo desde atrás.

—¡Luz! —exclamó Melten, con la vista fija en el cuerpo caído—. ¿Otro?

—He descubierto el secreto para derrotarlos —susurró Talmanes—. Sólo hay que estar muerto. —Rió su broma, aunque Melten se quedó mirándolo, desconcertado.

A su alrededor, docenas de trollocs se desplomaban en el suelo, retorciéndose. Estaban vinculados con el Fado. La Compañía se reunió alrededor de Talmanes. Había algunos soldados heridos, y otros habían caído para siempre. Todos se sentían exhaustos; aquella tropa de trollocs podría haber acabado con ellos.

Melten recogió la espada de Talmanes y la limpió, pero el noble notó que le costaba sostenerse de pie, así que la enfundó y mandó a un hombre que le llevara un lanza trolloc para apoyarse en ella.

—¡Eh, los ahí abajo, en la calle! —llamó una voz a lo lejos—. ¡Quienesquiera que seáis, gracias!

Talmanes avanzó renqueante, con Filger y Mar reconociendo el terreno sin necesidad de recibir la orden. La calle estaba oscura y atestada con los trollocs que se habían desplomado hacía unos instantes, así que Talmanes tardó un poco en pasar por encima de los cadáveres y ver quién le había hablado.

Alguien había levantado una barricada al final de la calle. Había gente encima de ella, incluida una persona que sostenía una antorcha en alto. Llevaba el cabello peinado con trencillas y lucía un sencillo vestido marrón con un delantal blanco. Era Aludra.

—Soldados de Cauthon —dijo la mujer, poco o nada impresionada—. Anda que no os habéis tomado con calma venir a buscarme.

En una mano sostenía un cilindro de cuero corto y grueso, aunque más largo que el puño de un hombre y con una oscura mecha recortada en un extremo. Talmanes sabía que explotaban después de prenderlos y lanzarlos. La Compañía los había utilizado con anterioridad, pero arrojándolos con hondas. No eran tan devastadores como los dragones, pero sí lo bastante poderosos.

—Aludra, ¿tenéis los dragones? —gritó Talmanes—. Por favor, decidme que los habéis salvado.

Ella resopló con desdén e hizo un gesto a unas personas para que retiraran una parte de la barricada a fin de que entraran los hombres de la Compañía. Parecía que había varios centenares —puede que varios miles— de vecinos con ella, llenando la calle. Cuando le abrieron paso, el noble vio algo maravilloso: un centenar de dragones descansaban allí detrás.

Los tubos de bronce iban instalados en pequeños carros de madera —las cureñas— para componer una única pieza tirada por dos caballos. Pensándolo bien, eran bastante maniobrables. Talmanes sabía que las cureñas se podían anclar al suelo para aguantar el retroceso, y los dragones se disparaban una vez que se había desatado a los caballos. Allí había gente suficiente para hacer lo que los caballos de trabajo tendrían que haber hecho, de haberlos tenido.

—¿Pensabais que los abandonaría? —replicó Aludra—. Esta gente no está entrenada para dispararlos, pero puede tirar de un carro tan bien como cualquiera.

—Tenemos que sacarlos de aquí —dijo Talmanes.

—¿Acabáis de tener esa revelación? Como si yo no hubiera estado intentándolo. ¿Qué os pasa en la cara? —preguntó Aludra, extrañada.

—Una vez comí un queso muy fuerte y no me sentó bien. Desde entonces la tengo así.

Aludra lo miró ladeando la cabeza. «A lo mejor si sonriera más cuando bromeo los demás entenderían a qué me refiero», pensó Talmanes, distraído. Por supuesto, eso generaba la pregunta de si él quería que la gente lo entendiera. A menudo resultaba más divertido al contrario. Además, sonreír era tan vulgar… ¿Qué había de sutileza en eso? Y…

A decir verdad le estaba costando trabajo enfocar la vista. Parpadeó al mirar a Aludra, cuyo semblante mostraba preocupación a la luz de la antorcha.

—¿Qué le pasa a mi cara? —Talmanes se llevó una mano a la mejilla. Sangre. El Myrddraal. Vaya—. No es más que un corte.

—¿Y las venas?

—¿Qué venas? —inquirió.

Y entonces notó la mano. Zarcillos de oscuridad, como hiedra que creciera debajo de la piel, se habían extendido por la muñeca y cruzaban a través del dorso de la mano hacia los dedos, que parecían oscurecerse mientras los miraba.

—Oh, eso —dijo—. Me estoy muriendo, por desgracia. Terriblemente trágico. No tendréis por casualidad un poco de brandy, ¿verdad?

—Yo…

—¡Milord! —llamó una voz.

Talmanes parpadeó y luego se obligó a dar media vuelta, apoyado en la lanza.

—Dime, Filger.

—Más trollocs, milord. ¡A montones! Ocupan las calles detrás de nosotros.

—Estupendo. Poned la mesa. Espero que tengamos suficiente vajilla. Sabía que tendríamos que haber mandado a la doncella a recoger el juego de cinco mil setecientas treinta piezas de servicio de mesa.

—¿Os encontráis bien? —preguntó Aludra.

—Rayos y truenos, mujer, ¿tengo aspecto de encontrarme bien? ¡Guybon! Han bloqueado la vía de retirada. ¿A qué distancia estamos de las puertas?

—¿De la puerta este? Tal vez media hora de marcha —respondió el capitán andoreño—. Tenemos que seguir bajando la colina.

—Pues pongámonos a ello, entonces. Coged a los exploradores e id en cabeza. ¡Dennel, asegúrate de que esos vecinos están organizados para tirar de los dragones! Estad preparados para montar las armas.

—Talmanes —dijo Aludra, que se acercó a él—, nos quedan pocas reservas de huevos de dragón y de pólvora. Los suministros se traen de Baerlon. Si ponéis a funcionar hoy los dragones… Unos cuantos disparos de cada dragón es lo único que puedo ofreceros.

—Los dragones no están pensados para crear unidades de primera línea por sí solos, milord —añadió Dennel—. Es necesario tener respaldo para impedir que el enemigo se acerque demasiado y los destruya. Podemos manejar esos dragones, pero no resistiremos mucho sin infantería.

—Y es por eso por lo que corremos —contestó Talmanes. Se volvió, dio un paso, y estaba tan mareado que faltó poco para que se cayera—. Y creo que… Creo que necesitaré un caballo…

Moghedien dio un paso y entró en la plataforma de piedra que flotaba en medio de un mar. El agua, cristalina y azul, se rizaba con el soplo intermitente de la brisa, pero no había olas. Tampoco había tierra a la vista.

Moridin se hallaba al borde de la plataforma, con las manos enlazadas a la espalda. Delante de él el mar ardía. El fuego no echaba humo, pero era abrasador, y el agua que había cerca siseaba y borbotaba. Un suelo de piedra en mitad de un mar interminable. Agua que ardía. A Moridin le gustaba crear lo imposible y lo impensable en sus fragmentos de sueños.

—Siéntate —le dijo Moridin sin volverse.

Ella obedeció y eligió una de las cuatro sillas que aparecieron colocadas de repente cerca del centro de la plataforma. El cielo, de un intenso color azul, estaba despejado y el sol había recorrido unas tres cuartas partes del arco hacia su cenit. ¿Cuánto hacía que Moghedien no había visto el sol en el Tel’aran’rhiod? Últimamente, la omnipresente tormenta negra ocultaba el cielo. Aunque, claro, esto no era del todo el Tel’aran’rhiod, ni el sueño de Moridin, sino una mezcla de los dos. Como un cobertizo provisional levantado a un lado del mundo del sueño. Una burbuja de realidades incorporadas.

Moghedien llevaba un vestido negro y dorado con un encaje en las mangas que evocaba vagamente una tela de araña. Sólo vagamente. Mejor no abusar del tópico.

Mientras se sentaba, intentó transmitir control y aplomo. Antes lo habría logrado con facilidad. Ahora, dominar ese estado de ánimo era como tratar de atrapar vilanos volanderos, con el resultado de verlos alejarse de su mano girando en el aire. Moghedien apretó los dientes, furiosa consigo misma. Era una Elegida. Había hecho llorar a reyes. Había hecho temblar a ejércitos. Su nombre había sido utilizado por las madres para asustar a sus hijos durante generaciones. Y ahora…

Se llevó la mano al cuello y tocó el colgante que llevaba puesto. Aún estaba a salvo. Sabía que lo estaba, pero tocarlo le proporcionaba tranquilidad.

—No te acostumbres demasiado a sentirte cómoda con eso —advirtió Moridin.

Un soplo de viento pasó junto a él y rizó la prístina superficie del océano. En ese viento Moghedien oyó débiles gritos.

—Aún no has sido perdonada del todo. Esto es un periodo de prueba. Puede que le entregue la trampa mental a Demandred cuando fracases la próxima vez.

—La tiraría a un lado, con hastío —respondió ella con un resoplido desdeñoso—. Demandred sólo ansía una cosa: enfrentarse a al’Thor. Todo lo que no lo conduzca hacia su meta carece de importancia para él.

—Lo subestimas —contestó Moridin con suavidad—. El Gran Señor se siente complacido con Demandred. Mucho. Tú, por el contrario…

Moghedien se hundió en la silla al revivir las torturas padecidas. Un dolor como pocos seres en este mundo habían conocido. Un dolor que sobrepasaba lo que un cuerpo sería capaz de soportar. Aferró la cour’souvra y abrazó el Saidar. Hacerlo le proporcionó cierto alivio.

Antes, encauzar en el mismo cuarto en el que estaba la cour’souvra había sido atroz. Ahora que era ella la que llevaba puesto el colgante en lugar de Moridin, ya no ocurría así. «No es un simple colgante —pensó mientras cerraba los dedos alrededor de la joya—. Es mi propia alma». ¡Así la tragara la Sombra! Jamás había imaginado que ella, precisamente ella, se vería sometida a uno de esos artilugios. ¿Era o no era la araña, cauta en todo cuanto hacía?

Alzó la otra mano y la cerró sobre la que sujetaba el colgante. ¿Y si se caía? ¿Y si se lo apropiaba otro? No lo perdería. No podía perderlo.

«¿En esto me he convertido? —Se sintió asqueada—. Tengo que recuperarme. De algún modo». Se obligó a soltar la trampa mental.

La Última Batalla ya estaba encima; los trollocs entraban en enormes hordas en países meridionales. Era una nueva Guerra de la Sombra, pero sólo ella y los otros Elegidos conocían los secretos más profundos del Poder Único. Los que se había visto forzada a entregar a esas horribles mujeres…

«No, no pienses en ello». El dolor, el sufrimiento, el fracaso.

En esta guerra no se enfrentaban a Cien Compañeros ni a Aes Sedai con siglos de experiencia y práctica. Demostraría su valía, y los errores del pasado se olvidarían.

Moridin seguía contemplando con fijeza las llamas inverosímiles. Los únicos sonidos eran el crepitar del fuego y el burbujeo del agua que había junto a las llamas. Él acabaría explicando el propósito de haberla convocado, ¿verdad? Últimamente Moridin se comportaba de un modo cada vez más raro. Quizá la locura estaba apoderándose de su mente otra vez. Hubo un tiempo en que el hombre conocido como Moridin —o Ishamael, o Elan Morin Tedronai— se habría deleitado en poseer la cour’souvra de una de sus rivales. Habría ideado castigos, se habría emocionado con el dolor que le causaría.

Algo de eso había habido al principio; después… había perdido el interés. Pasaba más y más tiempo solo contemplando las llamas, cavilando. Los castigos que les había aplicado a Cyndane y a ella eran como si realizara una tarea rutinaria.

Le parecía más peligroso tal como era ahora.

Un acceso hendió el aire justo al lado de la plataforma.

—¿En serio tenemos que hacer esto un día sí y otro no, Moridin? —preguntó Demandred mientras lo cruzaba para entrar en el Mundo de los Sueños. Apuesto y alto, tenía el cabello negro azabache y la nariz prominente. Echó una ojeada a Moghedien y reparó en el colgante que llevaba al cuello antes de seguir hablando—. Tengo cosas importantes que hacer y me has interrumpido.

—Hay gente que debes conocer, Demandred —respondió Moridin sin alterar la voz—. A menos que el Gran Señor te haya nombrado Nae’blis sin informarme, harás lo que se te diga que hagas. Tus juguetes pueden esperar.

La expresión de Demandred se ensombreció, pero no protestó más. Dejó que el acceso se cerrara y luego se apartó a un lado y bajó la vista al mar. Frunció el entrecejo. ¿Qué había en el agua? Moghedien no había mirado y se llamó necia para sus adentros por no haberlo hecho. ¿Adónde había ido a parar su cautela?

Demandred se acercó a una de las sillas que había cerca de ella, pero no se sentó. Siguió de pie, contemplando a Moridin por detrás. ¿Qué había estado haciendo Demandred? Durante el periodo en el que Moridin la había tenido sujeta a la trampa mental, Moghedien había estado a sus órdenes, pero nunca había encontrado respuesta a la incógnita de Demandred.

La estremeció otro escalofrío al pensar en aquellos meses en manos de Moridin. «Me vengaré».

—Has liberado a Moghedien —comentó Demandred—. ¿Y qué ha pasado con la tal… Cyndane?

—No es asunto tuyo —repuso Moridin.

A Moghedien no se le había pasado por alto que Moridin todavía llevaba colgada la trampa mental de Cyndane. Cyndane. Significaba «última oportunidad» en la Antigua Lengua, pero la verdadera naturaleza de la mujer era un secreto que Moghedien había descubierto. Moridin en persona había rescatado a Lanfear del Sindhol, liberándola de las criaturas que se regalaban los sentidos absorbiendo su capacidad para encauzar.

A fin de rescatarla y, por supuesto, para castigarla, Moridin la había matado. Eso había permitido al Gran Señor recuperar su alma y colocarla dentro de un cuerpo nuevo. Brutal, pero muy efectivo. Justo el tipo de solución que prefería el Gran Señor.

Moridin seguía absorto en las llamas y Demandred lo estaba en él, así que Moghedien aprovechó la ocasión para levantarse de la silla y acercarse al borde de la plataforma flotante de piedra. El agua estaba completamente clara y, a través de ella, distinguió personas con gran nitidez. Flotaban con las piernas encadenadas a algo que había en las profundidades y con los brazos atados a la espalda. Se mecían como algas.

Había millares y todos miraban hacia arriba, al cielo, con los ojos muy abiertos, aterrados. Estaban sujetos a un estado perpetuo de ahogamiento. Muertos no; no se les permitía morir, pero boqueaban de forma constante para coger aire y sólo encontraban agua. Mientras observaba, Moghedien vio algo oscuro que ascendía, tiraba de uno de ellos hacia abajo y lo arrastraba a las profundidades. La sangre emergió como un capullo rojo al florecer; la reacción de los otros fue debatirse con más desesperación.

Moghedien sonrió. Le sentaba bien ver que había otros, aparte de ella, que sufrían. Tal vez sólo fueran ficciones, pero cabía la posibilidad de que se tratara de gente que le había fallado al Gran Señor.

Se abrió otro acceso al borde de la plataforma y una mujer desconocida lo cruzó. Tenía unos rasgos tremendamente desagradables, con la nariz prominente pero al mismo tiempo bulbosa, y ojos pálidos con estrabismo. Llevaba un vestido que parecía de buena confección, de seda amarilla, pero lo único que lograba era resaltar su fealdad.

Moghedien esbozó una sonrisa despectiva y regresó a su silla. ¿Por qué admitía Moridin a una extraña en una de sus reuniones? Esa mujer encauzaba; debía de ser una de esas inútiles que se hacían llamar Aes Sedai en la era actual.

«Vale, sí —pensó mientras se sentaba—, es poderosa». ¿Cómo se le había pasado por alto que existía una con ese talento entre las Aes Sedai? ¿Sus informadoras le habían señalado casi de inmediato a esa tiparraca ligera de cascos, la maldita Nynaeve, y sin embargo no se fijaban en semejante adefesio?

—¿Es ella a quien quieres presentarnos? —inquirió Demandred, con las comisuras de los labios inclinadas hacia abajo, con fastidio.

—No —contestó Moridin, como distraído—. Ya conocéis a Hessalam.

¿Hessalam? Significaba… «sin redención» en la Antigua Lengua. La mujer sostuvo la mirada de Moghedien con orgullo, y en su actitud había algo que resultaba familiar.

—Tengo cosas de las que ocuparme, Moridin —dijo la recién llegada—. Más vale que esto sea…

Moghedien dio un respingo. Esa voz…

—No me hables ese tono —la interrumpió Moridin sin volverse, sin alzar la voz—. No lo uses con ninguno de nosotros. En la actualidad, incluso Moghedien goza de más aprecio que tú.

—¿Graendal? —preguntó Moghedien, espantada.

—¡No pronuncies ese nombre! —espetó Moridin volviéndose hacia ella mientras el agua hirviente borboteaba con más fuerza—. Ha sido despojada de él.

Graendal —Hessalam— se sentó sin mirar de nuevo a Moghedien. Sí, la forma de comportarse de esa mujer resultaba inconfundible. Era ella.

Faltó poco para que Moghedien soltara una risita de regocijo. Graendal siempre se había valido de su aspecto para impresionar y conseguir lo que quería. Bueno, ahora también causaría impresión, pero de otra forma. ¡Perfecto! Esa mujer tenía que estar retorciéndose por dentro. ¿Qué había hecho para merecer semejante castigo? La reputación de Graendal —su autoridad, las leyendas que se contaban de ella— todo iba unido a su belleza. ¿Y ahora qué? ¿Tendría que empezar a buscar las personas más horrendas para tenerlas como sus juguetes, las únicas que podrían competir con su fealdad?

Esta vez Moghedien se echó a reír. Fue una risa queda, pero Graendal la oyó. La mujer le lanzó una mirada asesina que podría haber prendido fuego a todo el océano por sí misma.

Moghedien le devolvió una mirada sosegada, sintiéndose más segura de sí misma ahora. Resistió el impulso de acariciar la cour’souvra. «Lanza lo que quieras, Graendal —pensó—. Ahora estamos en las mismas condiciones. Veremos quién acaba primero esta carrera».

Un soplo de viento más fuerte pasó y las aguas empezaron a rizarse alrededor ellos, aunque la plataforma en sí permanecía firme. Moridin dejó que se apagara su ira y, cerca, se mecieron olas. Moghedien distinguió cuerpos, poco más que sombras oscuras, dentro de esas olas. Algunos estaban muertos. Otros luchaban para llegar arriba, despojados de las cadenas; pero, a medida que se acercaban a la superficie y al aire, algo volvía a tirar de ellos hacia abajo.

—Ahora somos pocos —dijo Moridin—. Nosotros cuatro y quien ha recibido el mayor castigo somos los únicos que quedamos. Por definición, eso nos hace los más fuertes.

«Algunos de nosotros lo somos —pensó Moghedien—. A uno de nosotros lo mató al’Thor, Moridin, y necesitó la mano del Gran Señor para volver a la vida». ¿Por qué no se había castigado nunca a Moridin por su fracaso? En fin, más valía no pararse a pensar en la equidad de las decisiones del Gran Señor.

—Aun así, somos muy pocos.

Moridin movió una mano, y un umbral de piedra apareció al borde de la plataforma. No era un acceso, sino una puerta. Se encontraban en un fragmento de sueños de Moridin; él lo controlaba. La puerta se abrió y un hombre la cruzó y salió a la plataforma.

De cabello oscuro, el hombre tenía rasgos saldaeninos: nariz ligeramente ganchuda y ojos rasgados. Era apuesto y alto, y Moghedien lo reconoció.

—¿El cabecilla de esos Aes Sedai novatos? Conozco a este hombre, Mazri…

—Ese nombre se ha descartado —la atajó Moridin—. Igual que cada uno de nosotros, al ser Elegidos, descartamos lo que éramos y el nombre por el que nos llamaban los hombres. A partir de este momento, él será conocido sólo como M’Hael. Uno de los Elegidos.

—¿Elegido? —Hessalam pareció atragantarse con la palabra—. ¿Este… pequeño? Él… —Enmudeció.

No les competía debatir si uno era Elegido o no. Entre ellos podían discutir, e incluso maquinar si lo hacían con precaución. Pero cuestionar al Gran Señor… Eso no estaba permitido. Nunca.

Hessalam no dijo nada más. Moridin no osaría llamar «Elegido» a ese hombre si el Gran Señor no lo hubiera decidido así. No había nada que discutir. Sin embargo, Moghedien se estremeció. Se decía que Taim… es decir, M’Hael, era fuerte, tal vez tanto como el resto de ellos, pero encumbrar a alguien de la era actual, con toda su ignorancia… Le daba mucha rabia pensar que al tal M’Hael se lo consideraría su igual.

—Advierto el desafío en vuestra mirada —dijo Moridin, que los observaba a los tres—, aunque sólo uno de vosotros ha sido tan necio para empezar a expresarlo en voz alta. M’Hael se ha ganado su recompensa. Demasiados de los nuestros se lanzaron a contiendas con al’Thor cuando se lo suponía débil. En cambio, M’Hael se ganó la confianza de Lews Therin y después se encargó del entrenamiento de sus armas. Él es el artífice de una nueva generación de Señores del Espanto para la causa de la Sombra. ¿Qué resultados podéis mostrar los tres del trabajo que habéis realizado desde que fuisteis liberados?

—Sabrás de los frutos que he cosechado, Moridin —repuso Demandred en voz baja—. Los contemplarás en fanegas y manadas. Tú recuerda mi petición: me enfrentaré a al’Thor en el campo de batalla. Su sangre me pertenece, es mía y de nadie más.

Les sostuvo la mirada de uno en uno hasta llegar a M’Hael. Parecía que había familiaridad entre ellos. No era la primera vez que se encontraban.

«Habrá competencia entre ése y tú, Demandred —pensó Moghedien—. Quiere a al’Thor casi tanto como tú».

Últimamente Demandred había cambiado. Antes, siempre y cuando muriera, le habría traído sin cuidado quién mataba a Lews Therin. ¿Por qué motivo insistía en ser el brazo ejecutor?

—Moghedien —dijo Moridin—, Demandred tiene planes para la guerra inminente. Tú vas a ayudarlo.

—¿Ayudarlo? Yo…

—¿Tan pronto se te olvidan las cosas, Moghedien? —La voz de Moridin no podía ser más suave—. Harás lo que se te ordene. Demandred quiere que estés pendiente de uno de los ejércitos que ahora carece de la adecuada supervisión. Pronuncia una sola palabra de protesta y te encontrarás con que el dolor que has soportado hasta ahora no es más que una sombra del verdadero sufrimiento.

Moghedien se llevó la mano a la cour’souvra que llevaba colgada al cuello. Al mirar los ojos del hombre notó que toda sensación de autoridad se evaporaba.

«Te odio —pensó—. Te odio más por hacerme esto delante de los otros».

—Tenemos encima los días finales —habló Moridin mientras se volvía hacia ellos—. En estas horas os haréis merecedores de vuestras últimas recompensas. Si tenéis rencores, dejadlos atrás. Si tenéis conspiraciones, llevadlas a cabo. Haced vuestras últimas jugadas, porque esto… Esto es el fin.

Talmanes yacía boca arriba y contemplaba el oscuro cielo. Allá en lo alto, las nubes parecían reflejar luz de abajo, la de una ciudad moribunda. Eso no era normal. La luz siempre llegaba de arriba, ¿verdad?

Se había caído del caballo a poco de ponerse en marcha hacia la puerta de la ciudad. Eso lo recordaba; casi siempre. Costaba mucho pensar con el dolor. Oyó personas que se gritaban entre sí.

«Debería… Debería haberme burlado más de Mat —pensó, y un atisbo de sonrisa se insinuó en sus labios—. Qué momento más absurdo para pensar cosas así. Tengo que… Tengo que encontrar los dragones. ¿O ya los hemos encontrado?»

—¡Os estoy diciendo que las puñeteras cosas no funcionan así! —Era la voz de Dennel—. No son puñeteras Aes Sedai sobre ruedas. No podemos crear un muro de fuego. Podemos lanzar rodando estas bolas de metal entre los trollocs, pero…

—Explotan. —La voz de Guybon—. Podemos usar las que sobran como digo yo.

Los ojos de Talmanes se cerraron.

—Las bolas explotan, sí —dijo Dennel—. Pero antes tenemos que dispararlas. No serviría de mucho ponerlas en hilera y dejar que los trollocs tropiecen con ellas.

Una mano sacudió a Talmanes por el hombro.

—Lord Talmanes —dijo Melten—, no es deshonroso ponerle fin ahora. Sé que el dolor es muy fuerte. Que el último abrazo de la madre os acoja en su seno.

Una espada empezó a deslizarse en su vaina. Talmanes se armó de valor.

Entonces descubrió que realmente, verdaderamente, no quería morir.

Se obligó a abrir los ojos y alzó una mano para detener a Melten, que se erguía sobre él. Jesamyn rondaba cerca, cruzada de brazos y con aire preocupado.

—Ayúdame a incorporarme —dijo Talmanes.

Melten vaciló, pero enseguida hizo lo que le había pedido.

—No deberíais estar de pie —intervino Jesamyn.

—Es mejor que acabar decapitado con honor —rezongó Talmanes, que apretó los dientes por el dolor. Luz, ¿era ésa su mano? Estaba tan oscura que parecía que se hubiera calcinado con el fuego—. ¿Qué… qué está pasando?

—Nos han acorralado, milord —informó Melten, sombrío y con mirada solemne. Ya los daba a todos por muertos—. Dennel y Guybon discuten sobre el emplazamiento de los dragones para plantar cara por última vez. Aludra está calibrando las cargas.

Talmanes, finalmente de pie, se apoyó en Melten. Delante de él, dos mil almas se amontonaban en una gran plaza. Se apretaban unos contra otros como hombres en territorio agreste que buscan calor en una fría noche. Dennel y Guybon habían instalado los dragones en un semicírculo combado hacia afuera que apuntaba hacia el centro de la ciudad, con los refugiados detrás. La Compañía estaba asignada ahora a manejar los dragones; se necesitaban tres pares de manos para hacer funcionar cada uno de ellos. Casi todos los soldados de la Compañía habían recibido algo de entrenamiento en su manejo.

Los edificios cercanos se habían prendido fuego, pero la luz hacía cosas raras. ¿Por qué no llegaba a las calles? Estaban demasiado oscuras. Como si se hubieran pintado. Como…

Parpadeó para quitar las lágrimas de los ojos causadas por el dolor, y entonces lo comprendió. Los trollocs llenaban las calles como tinta que fluyera hacia el semicírculo de dragones que los apuntaba.

De momento, algo contenía a las bestias. «Esperan estar reunidos todos para cargar», pensó Talmanes.

Gritos y gruñidos llegaron de atrás. Talmanes giró sobre sí mismo y tuvo que asirse al brazo de Melten cuando el mundo pareció dar un bandazo. Esperó a que la sensación pasara. El dolor… De hecho, el dolor se estaba mitigando. Como llamas que se quedaran sin carbón nuevo. Se habían dado un banquete con él, pero ya no quedaba mucho de lo que alimentarse.

A medida que las cosas dejaban de moverse, Talmanes vio qué era lo que emitía los gruñidos. La plaza en la que se hallaban lindaba con la muralla de la ciudad, pero los vecinos y los soldados habían mantenido la distancia con la muralla porque el adarve estaba recubierto de trollocs, como con una gruesa capa de mugre. Los seres enarbolaban armas y las agitaban en el aire y rugían a la gente allá abajo.

—Arrojan lanzas a todo el que se acerca demasiado —explicó Melten—. Habíamos esperado alcanzar la muralla y seguir a lo largo de ella hasta la puerta, pero no es posible; no con esas bestias ahí arriba arrojando una lluvia de muerte sobre nosotros. Todas las rutas están cortadas.

Aludra se acercó a Guybon y a Dennel.

—Puedo poner cargas debajo de los dragones —les dijo; en voz baja, pero no tanto como debería haber sido—. Esas cargas los destruirán, pero pueden herir a la gente de un modo muy desagradable.

—Hazlo —contestó el capitán andoreño casi en un susurro—. Lo que perpetrarán los trollocs será mucho peor, y no podemos permitir que los dragones caigan en manos de la Sombra. Por eso están esperando. Sus cabecillas confían en que una carga repentina les dé tiempo para superarnos y apoderarse de las armas.

—¡Se mueven! —gritó un soldado situado junto a los dragones—. ¡Luz, ya vienen!

La oscura mugre de Engendros de la Sombra bulló en las calles. Dientes, uñas, garras, ojos demasiado humanos. Los trollocs avanzaban por todos los lados, ansiosos de matanza. Talmanes se esforzó por inhalar aire.

En las murallas, los gritos sonaron excitados.

«Estamos rodeados —pensó el noble—. Acorralados contra la muralla, atrapados en una red. Nos…»

Acorralados contra la muralla.

—¡Dennel! —gritó Talmanes para hacerse oír por encima del estruendo.

El capitán de dragones se volvió en la línea, donde esperaban hombres con yesca prendida para lanzar la andanada que tenían.

Talmanes respiró hondo de modo que los pulmones le ardieron.

—Me dijiste que podías derrumbar un baluarte enemigo con sólo unos pocos disparos.

—¡Por supuesto! —gritó Dennel en respuesta—. Pero no intentamos entrar… —Dejó la frase en el aire, sin acabar.

«Luz —pensó Talmanes—. Estamos tan exhaustos… Tendríamos que habernos dado cuenta de esto».

—¡Vosotros, los del centro, la escuadra de Ryden, girad los dragones ciento ochenta grados! —gritó Talmanes—. ¡Los demás, quedaos en la misma posición y disparad a los trollocs que atacan! ¡Moveos, moveos, moveos!

Los dragoneros reaccionaron al instante, Ryden y sus hombres giraron con frenesí las armas mientras las ruedas chirriaban. Los otros dragones empezaron a disparar con una pauta de tiro que alcanzó todas las calles que daban a la plaza. Los estampidos eran ensordecedores y los refugiados gritaron y se taparon los oídos. Sonaba como el fin del mundo. Cientos, miles de trollocs cayeron en charcos de sangre a medida que los huevos explotaban en medio de la horda. La plaza se llenó de humo blanco que salía de las bocas de los dragones.

Los refugiados, ya aterrorizados por lo que acababan de presenciar, chillaron cuando los dragones de Ryden se volvieron hacia ellos y la mayoría se tiró al suelo por el miedo, dejando despejado el camino. Un camino que dejaba expuesta la muralla infectada de trollocs. La línea de dragones de Ryden se curvó hacia adentro como una taza, en formación inversa a la de los que disparaban a los trollocs que había detrás, de modo que los tubos apuntaban al mismo sector de la muralla.

—¡Dadme una de esas malditas yescas! —bramó Talmanes, que alargó la mano.

Uno de los dragoneros obedeció y le pasó un tizón con la punta roja brillante. Se apartó de Melten, decidido a sostenerse por sí solo de momento.

Guybon se acercó. La voz del hombre sonaba débil en los oídos ensordecidos de Talmanes.

—Esas murallas se han alzado durante cientos de años. Mi pobre ciudad. Mi pobre, pobre ciudad.

—Ya no es vuestra ciudad —repuso Talmanes, que levantó el ardiente tizón en el aire, bien alto, desafiante frente a un muro rebosante de trollocs y una ciudad en llamas a su espalda—. Es suya.

Talmanes bajó con fuerza el tizón y dejó en el aire un rastro rojo. Su señal fue la chispa que encendió un rugido de fuego draconiano que retumbó por toda la plaza.

Los trollocs —o sus trozos, al menos— saltaron por el aire. La muralla explotó bajo ellos como un montón de piezas de un juego de construcciones que unos niños hubieran derribado de una patada al pasar corriendo. Talmanes se tambaleó; la vista se le oscurecía y atisbó el derrumbe de la muralla hacia afuera. Cuando se desplomó, inconsciente, el suelo pareció temblar por la fuerza de su caída.