31

Una tromba de agua

Egwene contempló a través del río la batalla que proseguía con furia entre sus fuerzas y el ejército sharaní. Había regresado al campamento en la orilla arafelina del vado. Ansiaba volver a unirse al combate contra la Sombra, pero también necesitaba hablar con Bryne sobre lo que había ocurrido en las colinas. Había ido a la tienda de mando, pero la había encontrado vacía.

El campamento siguió llenándose de Aes Sedai y de arqueros y piqueros supervivientes que llegaban de las colinas del sur a través de accesos. Las Aes Sedai se estaban arremolinando y hablaban entre ellas con cierto aire de urgencia. Todas parecían agotadas, pero era evidente, por las frecuentes ojeadas hacia la batalla que se libraba al otro lado del río, que ansiaban tanto como ella volver a unirse a los que combatían contra la Sombra.

Egwene llamó al mensajero apostado delante de la tienda de mando.

—Comunica a las hermanas que disponen de menos de una hora para descansar. Esos trollocs contra los que luchábamos regresarán pronto a la batalla en el río, ahora que hemos abandonado las colinas.

Movería a las Aes Sedai río abajo, a esta orilla, y después atacarían a los trollocs por encima del agua mientras se desplazaran a través de los campos para lanzarse sobre sus soldados.

—Diles a los arqueros que también vendrán con nosotras —añadió—. Y que saquen provecho a las flechas que les quedan hasta que podamos conseguirles otro aprovisionamiento.

El mensajero salió a la carrera y Egwene se volvió hacia Leilwin, que se hallaba cerca junto a su esposo, Bayle Domon.

—Leilwin, esas tropas de caballería al otro lado del río parecían seanchan. ¿Sabes algo sobre eso?

—Sí, madre, eran seanchan. Ese hombre que está allí… —señaló a un tipo con las sienes afeitadas que se encontraba junto a un árbol en la pendiente de la ribera del río, vestido con un pantalón voluminoso y, cosa incongruente, con una astrosa chaqueta marrón que por el aspecto parecía hecha en Dos Ríos— me dijo que una legión al mando de la teniente general Khirgan había venido del campamento seanchan y que el general Bryne los había llamado.

—También dijo que iban acompañados por el Príncipe de los Cuervos —intervino Domon.

—¿Mat?

—Algo más que acompañarlos hizo, sí —añadió Domon—. Él dirigía uno de los escuadrones, el que dio un buen repaso a los sharaníes que atacaban nuestro flanco izquierdo. Llegó allí justo a tiempo, porque nuestros piqueros las estaban pasando moradas antes de que él apareciera con la caballería.

—Egwene —dijo Gawyn mientras señalaba.

Hacia el sur, unos cuantos centenares de pasos más abajo del vado, un reducido número de soldados salía del río con esfuerzo. Se habían quitado todo salvo la ropa interior y llevaban las espadas colgadas a la espalda. Se hallaban demasiado lejos para estar segura, pero uno de sus líderes le resultaba conocido a Egwene.

—¿Ése es Ino?

Egwene frunció el entrecejo y pidió su caballo con un gesto de la mano. Seguida por Gawyn y sus guardias, montó y galopó a lo largo del río hasta donde los hombres yacían junto a la orilla, jadeantes. La voz de uno de los hombres, maldiciendo, resonaba en el aire.

—¡Ino!

—¡Ya iba siendo hora de que viniera alguien, puñetas! —Ino se puso firme y la saludó con respeto—. ¡Madre, estábamos es un jodido aprieto ahí!

—Lo vi. —Egwene rechinó los dientes—. Estaba en las colinas cuando os atacaron. Hicimos cuanto pudimos, pero eran demasiados. ¿Cómo escapasteis?

—¿Que cómo puñetas salimos, madre? ¡Cuando los hombres empezaron a caer a nuestro alrededor y nos figuramos que estábamos en las últimas, salimos a todo galope de allí como si un puñetero relámpago nos hubiera caído de lleno en el maldito culo! ¡Llegamos al puto río zumbando, nos quedamos en cueros, saltamos al agua y nadamos como si nos fuera la maldita vida en ello, porque nos iba, madre, con el debido respeto!

Mientras Ino hablaba y blasfemaba, el mechón de la coronilla se le sacudía de lado a lado, y Egwene habría jurado que el ojo pintado en el parche adquiría un color rojo más intenso.

Ino hizo una profunda inhalación y prosiguió, algo más apaciguado.

—No lo entiendo, madre. Algún mensajero cabeza de cabra nos dijo que las Aes Sedai de las colinas se encontraban en apuros y que teníamos que ir por la jodida retaguardia de los trollocs y atacarlos. Yo dije que quién iba a cubrir el flanco izquierdo del río y, ya de paso, nuestros jodidos flancos cuando atacáramos a los trollocs, y él contestó que el general Bryne ya se había encargado de eso, que la caballería de reserva ocuparía nuestra posición en el río y los illianos cubrirían nuestros putos flancos. Y menuda protección eran, anda que… ¡Un condenado escuadrón, como si una puñetera mosca intentara repeler a un maldito halcón! Oh, y nos estaban esperando, como si supieran que íbamos. No, madre, esto no puede ser culpa de Gareth Bryne, nos la ha jugado algún traidor revienta cabras y chupa leche ¡Con el debido respeto, madre!

—No puedo creerlo, Ino. Acaban de decirme que el general Bryne hizo venir a una legión de caballería seanchan. Puede que simplemente llegara tarde. Lo aclararemos todo cuando encontremos al general. Entretanto, lleva a tus hombres al campamento para que podáis descansar como es debido. La Luz sabe que os lo habéis ganado.

Ino asintió con la cabeza, y Egwene cabalgó de vuelta al campamento.

Usando el sa’angreal de Vora, Egwene tejió Aire y Agua, entrelazándolos. Un embudo de agua se alzó en el aire, sacado del río. Egwene lanzó el tornado de agua a los trollocs que empezaban a atacar el flanco izquierdo de su ejército en la orilla kandoresa del río. Su tromba de agua pasó a través de ellos. No era lo bastante fuerte para levantar a ninguno en el aire —Egwene carecía de la energía necesaria para conseguir tal cosa—, pero los arrastró hacia atrás, con las manos en la cara.

Detrás de ella y de las otras Aes Sedai situadas en la orilla arafelina del río, los arqueros disparaban andanadas de flechas al cielo. Ésas no oscurecían el cielo como le habría gustado a ella —no eran tantas—, pero derribaban más de un centenar de trollocs con cada tanda.

A un lado, Pylar y otras dos Marrones —todas ellas partidarias del uso de los tejidos de Tierra— hicieron que el suelo saltara en pedazos debajo de los trollocs lanzados a la carga. Desplegadas cerca de ella, Myrelle y un numeroso contingente de Verdes tejían bolas de fuego que lanzaban por encima del agua a los apretujados grupos de trollocs, muchos de los cuales siguieron corriendo un trecho considerable antes de desplomarse envueltos en llamas.

Los trollocs aullaban y rugían, pero continuaban su incesante avance contra los defensores en la orilla del río. En cierto momento, varias filas de caballería seanchan salieron de las líneas defensivas y atacaron de frente la violenta arremetida trolloc. Ocurrió tan deprisa que a muchos de los trollocs les fue imposible levantar siquiera las lanzas antes de que se produjera el contacto; grandes ringleras del enemigo de las primeras líneas cayeron. Los seanchan viraron hacia un lado y regresaron a su posición en el río.

Egwene siguió encauzando, obligándose a trabajar a pesar del agotamiento. Pero los trollocs no renunciaban; estaban furiosos y atacaban a los humanos con frenesí. Egwene oía los gritos claramente por encima del ruido del viento y el agua.

Así que los trollocs se habían enfurecido, ¿verdad? Bien, pues no sabrían lo que era cólera hasta que hubieran sentido la de la Sede Amyrlin. Egwene absorbió más y más Poder hasta llegar casi al límite de su habilidad. Dio calor a la tromba, de modo que el agua hirviente quemó ojos, manos, corazones de trollocs. Se sorprendió chillando también, con el sa’angreal de Vora alzado ante sí como una lanza.

Transcurrió lo que a ella le parecieron horas. Finalmente, exhausta, permitió que Gawyn la convenciera para que se retirara un tiempo. Gawyn fue a buscar su caballo y, cuando regresó, Egwene miró al otro lado del río.

No cabía duda: el flanco izquierdo de su ejército había tenido que retroceder otros treinta pasos. Incluso con la ayuda de las Aes Sedai, estaban perdiendo la batalla.

Ya era muy tarde para buscar a Gareth Bryne.

Cuando Egwene y Gawyn regresaron al campamento, desmontó y le pasó las riendas del caballo a Leilwin encargándole que lo utilizara para ayudar a transportar a los heridos. Eran muchísimos a los que habían cargado a través del vado a terreno seguro, soldados ensangrentados que iban desplomados en los brazos de amigos.

Por desgracia, no tenía fuerza para Curar, cuanto menos para abrir un acceso por el que enviar a los heridos a Tar Valon o a Mayene. La mayoría de las Aes Sedai que no estaban ocupadas en la ribera del río tampoco parecían encontrarse en mejor estado.

—Egwene —susurró Gawyn—. Una amazona. Seanchan. Parece una noble.

«¿Alguien de la Sangre?», pensó Egwene, que se puso de pie y miró hacia donde apuntaba Gawyn. Al menos a él le quedaba bastante fuerza para seguir estando alerta. No alcanzaba a entender por qué cualquier mujer andaría por ahí, voluntariamente, sin un Guardián que la respaldara.

La mujer que se aproximaba llevaba delicadas sedas seanchan, y a Egwene se le revolvió el estómago al verla. Esas ricas galas eran posibles gracias a la existencia de encauzadoras esclavizadas, obligadas a la obediencia al Trono de Cristal. La mujer era de la Sangre, desde luego, ya que un contingente de Guardias de la Muerte la acompañaba.

«Tienes que ser muy importante para que…»

—¡Luz! —exclamó Gawyn—. ¿Ésa es Min?

Egwene se quedó boquiabierta. Lo era.

Min se acercó a caballo, ceñuda.

—Madre —saludó a Egwene al tiempo que inclinaba la cabeza en medio de sus guardias de oscura armadura y rostros pétreos.

—Min… ¿Te encuentras bien? —preguntó Egwene.

«Cuidado, no reveles demasiada información». ¿Era Min una cautiva? No podía haberse unido a los seanchan, ¿verdad?

—Oh, sí, estupendamente —repuso Min con acritud—. Me han mimado, me han metido en estos ropajes y me han ofrecido todo tipo de alimentos delicados… en cierto modo. Podría añadir que, entre los seanchan, delicado no significa necesariamente sabroso. Y tendríais que ver las cosas que beben, Egwene.

—Las he visto —dijo Egwene, que no pudo evitar que la voz le sonara fría.

—Oh. Sí. Supongo que sí. Madre, tenemos un problema.

—¿Qué clase de problema?

—Bueno, depende de hasta dónde llegue vuestra confianza en Mat.

—Confío en su capacidad para buscar problemas —contestó Egwene—. Confío en su capacidad para encontrar bebida y juego, vaya a donde vaya.

—¿Y para dirigir un ejército?

Egwene vaciló. ¿Confiaba en su capacidad para eso?

Min se inclinó hacia adelante y echó una ojeada a los Guardias de la Muerte, que no parecían dispuestos a permitirle que se acercara más a Egwene.

—Egwene —dijo en voz baja—, Mat cree que Bryne está conduciendo a vuestro ejército a la destrucción. Dice que… Dice que cree que Bryne es un Amigo Siniestro.

Gawyn empezó a reírse.

Egwene se sobresaltó. De él habría esperado cólera, indignación.

—¿Gareth Bryne? ¿Un Amigo Siniestro? —dijo Gawyn—. Antes creería eso de mi propia madre que de él. Dile a Cauthon que se mantenga lejos del brandy real de su esposa; es evidente que ha tomado demasiado.

—Me siento inclinada a estar de acuerdo con Gawyn —empezó despacio Egwene.

Con todo, no podía hacer caso omiso de las irregularidades en la forma en que se había dirigido al ejército. Tenía que investigar eso.

—Mat siempre intenta cuidar de personas que no necesitan que cuiden de ellas —añadió—. Sólo trata de protegerme. Dile que agradezco su… advertencia.

—Madre —dijo Min—, parece estar seguro. Esto no es ninguna broma. Quiere que le deis el mando de vuestros ejércitos.

—Mis ejércitos —repitió con voz inexpresiva Egwene.

—Sí.

—En manos de Matrim Cauthon.

—Ummm… Sí. He de mencionar que la emperatriz le ha dado el mando de todas las fuerzas seanchan. Ahora es el Mariscal de Campo Cauthon.

Ta’veren. Egwene meneó la cabeza.

—Mat es buen estratega, pero que comande los ejércitos de la Torre Blanca… No, eso es inviable. Además, no puedo pasarle el mando de los ejércitos porque no lo tengo. Es la Antecámara de la Torre la que tiene autoridad sobre ellos. Y ahora ¿cómo podemos persuadir a esos caballeros que te rodean de que no corres peligro si me acompañas?

Aunque no quería admitirlo, Egwene necesitaba a los seanchan. No correría el riesgo de romper su alianza para salvar a Min, sobre todo porque no parecía correr un peligro inminente. Por supuesto, si los seanchan descubrían que Min había prestado sus juramentos en Falme y después había huido…

—No os preocupéis por mí —repuso Min con una mueca—. Supongo que estoy mejor con Fortuona. Ella… está enterada de cierto talento que tengo, gracias a Mat, y puede que me permita ayudarla. Y a vos.

El comentario estaba cargado de significado. Los Guardias de la Muerte eran demasiado impávidos para mostrar alguna reacción al hecho de que Min se refiriera a la emperatriz por su nombre, pero sí pareció que se ponían tensos y que el gesto del rostro se endurecía.

«Ten cuidado, Min —pensó Egwene— Estás rodeada de cizaña espinosa de otoño».

A Min no parecía importarle.

—¿Al menos consideraréis lo que ha dicho Mat? —preguntó.

—¿Que Gareth Bryne es un Amigo Siniestro? —dijo Egwene; en realidad era absurdo—. Vuelve y dile a Mat que nos presente sus sugerencias en planes de batalla, si es preciso. De momento, tengo que buscar a mis comandantes para planear qué es lo siguiente que vamos a hacer.

«Gareth Bryne, ¿dónde estás?»

Una andanada de flechas negras se elevó casi invisible en el aire y después cayó como una gran ola al romper. Alcanzaron al ejército de Ituralde en la boca del paso al valle de Thakan’dar; algunas rebotaron en escudos, pero otras se clavaron en carne. Una cayó en lo alto del afloramiento rocoso donde se encontraba Ituralde, a escasas pulgadas de él.

Ituralde no se inmutó. Siguió erguido, recta la espalda, las manos enlazadas atrás. Sin embargo, murmuró:

—Estamos dejando que las cosas caigan un poco más cerca, ¿cierto?

Binde, el Asha’man que lo acompañaba esa noche, hizo una mueca como si le doliera algo.

—Lo siento, lord Ituralde.

Se suponía que él debía encargarse de mantener las flechas lejos. Y hasta el momento lo había hecho. Sin embargo, a veces adoptaba un gesto absorto y empezaba a mascullar algo de que «ellos» intentaban «asirle las manos».

—Espabila y mantente alerta —dijo Ituralde.

Tenía un fuerte dolor de cabeza. Esa noche lo habían acosado los sueños de nuevo; unos sueños tan reales… Había visto trollocs comiéndose viva a su familia, y él había sido demasiado pusilánime para salvarlos. Se había debatido y había llorado mientras devoraban a Tamsin y a sus hijos, pero al mismo tiempo se había sentido atraído por los aromas de la carne hirviendo y quemándose.

Al final del sueño, se había unido a los monstruos en su festín.

«Quítate eso de la cabeza», se exhortó. No era fácil hacerlo. Los sueños habían sido tan vívidos… Se había alegrado de que el ataque trolloc lo despertara.

Se habían estado preparando para eso. Sus hombres encendieron fogatas en las barricadas. Los trollocs habían logrado por fin abrirse paso entre sus fortificaciones de espinos, pero lo habían pagado muy caro. Ahora sus tropas combatían en la boca del paso conteniendo el embate de las oleadas enemigas para que no entraran en el valle.

Habían aprovechado bien el tiempo durante los días que los trollocs habían avanzado arduamente a través de las barreras hasta la boca del paso. La entrada al valle estaba ahora fortificada con una serie de parapetos de tierra a la altura del pecho. Esos terraplenes serían excelentes para que los ballesteros los utilizaran como resguardo, si las formaciones de piqueros se veían forzadas a retroceder demasiado.

De momento, Ituralde había dividido su ejército en grupos de unos tres mil hombres cada uno, a los que había organizado en formaciones de cuadro con picas, rozones y ballestas. Utilizaba a los ballesteros como escaramuzadores en el frente y en los flancos, y había creado una vanguardia de piqueros de unas seis líneas de fondo. Picas grandes, de veinte pies de largo. En Maradon había aprendido que uno quería mantenerse a distancia de los trollocs.

Las picas funcionaban maravillosamente bien. Las formaciones en cuadro de picas podían girar sobre sí mismas y luchar en todas direcciones en caso de que las rodearan. A los trollocs se los podía forzar a luchar en filas, pero esos cuadrados —aplicados debidamente— podrían romper su formación. Una vez que las líneas de los trollocs estuvieran desbaratadas, los Aiel podrían matar a placer.

Detrás de la formación de piqueros situó soldados de infantería con rozones y alabardas. A veces los trollocs conseguían abrirse paso entre las picas apartando a empujones las armas o haciéndolas caer con el peso de cadáveres. Entonces entraban en liza los hombres de los rezones —metiéndose entre los piqueros— y desjarretaban a los trollocs que iban delante. De ese modo los soldados de las primeras líneas tenían tiempo para retroceder y reagruparse mientras la siguiente tanda de soldados —más de a pie, con picas— avanzaba para enfrentarse a los trollocs.

Hasta ese momento la táctica funcionaba. Tenía tropas en una docena de esas formaciones de cuadro enfrentándose a los trollocs de noche. Luchaban a la defensiva, haciendo cuanto estaba en su mano para romper el implacable ímpetu de aquella marea de monstruos. Los trollocs se lanzaban contra los piqueros en un intento de abrirse paso a través de la formación, pero cada cuadrado operaba de forma independiente. A Ituralde no le preocupaban los trollocs que conseguían pasar a través de los soldados a costa de recibir un buen castigo, porque ya se encargarían de ellos los Aiel.

Ituralde tenía que mantener las manos enlazadas a la espalda para ocultar que le temblaban. Nada había vuelto a ser igual después de lo de Maradon. Había aprendido, pero había pagado un precio muy alto por ese aprendizaje.

«Malditos dolores de cabeza —pensó—. Y malditos trollocs».

Tres veces había estado a punto de dar la orden de lanzar a sus ejércitos en un ataque directo, abandonando las formaciones en cuadro. Los imaginaba matando, haciendo una escabechina. No más tácticas dilatorias. Quería sangre.

Las tres veces se había contenido. No estaban allí para derramar sangre, sino para defender el valle. Para dar a ese hombre el tiempo que necesitaba en la caverna. De eso se trataba… ¿no? ¿Por qué últimamente le costaba tanto recordar eso?

Otra andanada de flechas trollocs cayó sobre los hombres de Ituralde. Los Fados habían estacionado algunos de ellos en lo alto de las paredes del paso, en lugares ocupados anteriormente por los arqueros de Ituralde. Conseguir que subieran allí debía de haber sido una ardua tarea, pues las paredes del paso era muy empinadas. ¿Cuántos se habrían matado al despeñarse intentándolo? A pesar de todo, a los trollocs no se les daba bien el tiro con arco, pero tampoco era necesario tener mucha puntería cuando se disparaba a un ejército.

Los alabarderos levantaron los escudos. No podían luchar mientras los sostenían así, pero los llevaban sujetos con correa a la espalda porque eran necesarios. El número de flechas se incrementó y cayeron a través del aire nocturno, ligeramente brumoso. La tormenta tronaba en lo alto, pero las Detectoras de Vientos volvían a estar volcadas en su labor de mantenerla alejada. Afirmaban que, en varias ocasiones, había faltado un pelo para que se desplomara sobre el ejército la destrucción total de la tormenta. En cierto momento, granizos del tamaño del puño de un hombre se habían precipitado durante un minuto antes de que ellas consiguieran controlar de nuevo el tiempo.

Si era eso lo que les esperaba si las Detectoras de Vientos no usaban el Cuenco, Ituralde estaba más que satisfecho de dejarlas con su trabajo. Al Oscuro lo traería sin cuidado cuántos trollocs destruía desencadenando una tempestad, un tornado o un huracán con tal de matar a los humanos que luchaban.

—¡Se están agrupando para otra acometida en la boca del paso! —gritó alguien en la noche.

Otras voces confirmaron el aviso. Ituralde escudriñó a través de la neblina con la ayuda de la luz de las fogatas. Los trollocs se reagrupaban, sí.

—Que se retiren la séptima y la novena compañías de infantería —ordenó—. Llevan ahí mucho tiempo. Sacad de reserva a la cuarta y la quinta y que ocupen posiciones en los flancos. Preparad más flechas. Y…

Dejó de hablar y frunció el entrecejo. ¿Qué hacían esos trollocs? Se estaban echando hacia atrás más de lo que era de suponer, metiéndose en la oscuridad del paso. No podían estar retirándose, ¿verdad?

Una oleada oscura salió de la boca del paso. Myrddraal. Cientos y cientos de ellos. Negras capas que no se movían a despecho de la brisa. Rostros sin ojos, labios torcidos en una mueca burlona, espadas negras. Las criaturas se movían como anguilas sinuosas, lustrosas.

No dieron tiempo para impartir órdenes ni para reaccionar. Fluyeron entre las formaciones en cuadro de los defensores, deslizándose entre las picas, golpeando con espadas mortíferas.

—¡Aiel! —bramó Ituralde—. ¡Que vengan los Aiel! ¡Todos ellos, y los encauzadores! ¡Todo el mundo excepto los que guardan la Fosa de la Perdición! ¡Moveos, moveos!

Los mensajeros salieron disparados, trompicándose. Ituralde observaba la escena con horror. Un ejército de Myrddraal. ¡Luz, era tan espantoso como sus pesadillas!

La séptima de infantería se vino abajo antes del ataque y la formación en cuadro se deshizo. Ituralde abrió la boca para ordenar que la fuerza de reserva principal —la que defendía su posición— fuera a ayudar. Necesitaba que la caballería saliera y quitara presión a la infantería.

No disponía de mucha caballería; había estado de acuerdo en que la mayoría de los jinetes serían necesarios en otros frentes. Pero contaba con alguna. Sería esencial en ese momento.

Sólo que…

Cerró los ojos con fuerza. Luz, qué cansado se sentía. Le costaba trabajo pensar.

Retirada antes del ataque, parecía decirle una voz. Retira los Aiel, y después defiende tu posición aquí.

—Retirada… —susurró—. Que se…

Había algo que parecía erróneo, muy erróneo en hacer eso. ¿Por qué su mente insistía en lo mismo?

«Capitán Tihera —intentó susurrar Ituralde—. Tenéis una orden». No le salían las palabras. Algo físico parecía mantenerle la boca cerrada.

Oía gritar a los hombres. ¿Qué era lo que ocurría? Docenas de ellos podían morir luchando contra un único Myrddraal. En Maradon había perdido a toda una compañía de arqueros —cien hombres— a manos de dos Fados que se habían introducido a hurtadillas en la ciudad por la noche. Sus compañías defensivas eran eficaces para vérselas con los trollocs, para desjarretarlos, para abatirlos.

Pero los Fados quebrarían esas formaciones en cuadro de piqueros como quien casca un huevo. Nadie estaba haciendo lo que tenía que hacerse.

—Milord Ituralde… —dijo el capitán Tihera—. Milord, ¿qué habéis dicho?

Si se retiraban, los trollocs los rodearían. Tenían que aguantar firmes.

Los labios de Ituralde se abrieron para dar la orden de retirada.

—Reti…

Lobos.

Aparecieron lobos en la niebla, como sombras, y saltaron sobre los Myrddraal entre gruñidos. Ituralde sufrió un sobresalto y giró velozmente sobre sus talones cuando un hombre vestido con pieles subió a lo alto del afloramiento rocoso.

Tihera retrocedió a trompicones al tiempo que llamaba a los guardias. El recién llegado saltó sobre Ituralde y lo empujó de lo alto de las rocas.

Ituralde no se defendió. Quienquiera que fuera ese hombre, él le estaba agradecido, y experimentó una gozosa victoria mientras caía. No había dado la orden de retirada.

Cayó al suelo, aunque no había mucha altura, y el golpe hizo que los pulmones expulsaran todo el aire. Los lobos lo cogieron con la boca por los brazos con mucho cuidado y tiraron de él hacia la oscuridad mientras su mente se sumía en la inconsciencia.

Egwene estaba sentada en el campamento en tanto que la batalla por la frontera de Kandor continuaba.

Su ejército contenía el avance trolloc.

Los seanchan combatían junto a sus tropas al otro lado del río.

Egwene tenía en la mano una pequeña taza de té.

Luz, era mortificante. Ella era la Amyrlin. Pero no le quedaba ni pizca de fuerza.

Todavía no había encontrado a Gareth Bryne, lo cual no era inesperado. Él se movía de aquí para allá. Silviana lo estaba buscando y pronto le llevaría noticias.

A las Aes Sedai les había encomendado llevar los heridos a Mayene. El sol se hundía despacio en el horizonte, como un párpado que no pudiera mantenerse abierto. A Egwene le temblaron las manos al alzar la taza. Todavía se oía la batalla. Al parecer, los trollocs pensaban combatir entrada la noche, machacando a los ejércitos humanos contra el río.

Gritos distantes se alzaban como las llamadas de una multitud furiosa, pero las explosiones de los encauzadores se habían espaciado.

Se volvió hacia Gawyn. No parecía cansado en absoluto, aunque su rostro tenía una palidez extraña. Egwene dio un sorbo de té y lo maldijo para sus adentros. No era justo, pero en ese momento lo que menos le importaba era la imparcialidad. Podía refunfuñar a costa de su Guardián. Para eso estaban, ¿no?

Sopló una brisa por el campamento. Egwene se encontraba a unos pocos cientos de pasos al este del vado, pero el aire olía a sangre. Cerca, un pelotón de arqueros tensó la cuerda de los arcos a la orden de su comandante y disparó una descarga de flechas. Instantes después, dos Draghkar de alas negras se precipitaban al suelo con sendos golpes apagados, justo al borde del campamento. Llegarían más a medida que oscureciera, porque les era más fácil ocultarse de noche contra el oscuro cielo.

Mat. Sentía una extraña sensación de mareo que le revolvía el estomago al pensar en él. Era tan fanfarrón… Un jaranero que echaba miradas lascivas a todas las mujeres hermosas que encontraba. Mira que tratarla como a un cuadro y no como a una persona. Era… Era…

Era Mat. Una vez, cuando ella tenía unos trece años, Mat había saltado al río para salvar a Kiem Lewin de ahogarse. Por supuesto, la chica no se estaba ahogando. Simplemente, un amigo le había hecho una aguadilla y Mat había llegado corriendo y se había echado al agua para sacarla. Los hombres de Campo de Emond le habían tomado el pelo durante meses a costa de eso.

La primavera siguiente, Mat había sacado a Jer al’Hune del mismo río y había salvado la vida al chico. Después de eso, la gente había dejado de reírse a costa de Mat durante un tiempo.

Así era Mat. Había rezongado y mascullado todo el invierno porque la gente se burlaba de él y había repetido que la próxima vez los dejaría ahogarse y se acabó. Pero, en el momento en que había visto a alguien en peligro, había vuelto a lanzarse de cabeza al agua. Egwene todavía recordaba a un Mat desgarbado saliendo del río dando traspiés y al pequeño Jer aferrado a él y boqueando con una expresión de puro terror en los ojos.

Jer se había hundido sin hacer ruido alguno. A Egwene nunca se le había ocurrido que pudiera pasar algo así. La gente que empezaba a ahogarse no chillaba ni escupía ni gritaba «socorro». Simplemente se hundía bajo el agua mientras parecía que todo iba bien y no pasaba nada. A menos que Mat estuviera cerca, vigilante.

«Vino a rescatarme a la Ciudadela de Tear», pensó. Claro que también había intentado salvarla de las Aes Sedai, poco dispuesto a creer que era la Amyrlin.

Así pues, ¿cuál de las dos cosas pasaba ahora? ¿Se estaba ahogando o no? Min le había preguntado hasta dónde llegaba su confianza en Mat.

«Luz, confío en él. Soy una necia, pero es así». Mat podía estar equivocado. A menudo lo estaba.

Pero, cuando tenía razón, salvaba vidas.

Egwene se obligó a incorporarse. Se tambaleó levemente y Gawyn se acercó a su lado. Ella le dio unas palmaditas en el brazo y luego se apartó. No dejaría que el ejército viera a su Amyrlin tan débil que tenía que apoyarse en alguien para no caer.

—¿Qué informes tenemos de los otros frentes de batalla?

—Hoy no hay gran cosa —contestó Gawyn, que frunció el entrecejo—. De hecho, todo ha estado muy tranquilo.

—Se supone que Elayne lucha en Cairhien —dijo Egwene—. Era una batalla importante.

—Estará demasiado ocupada para mandar información.

—Quiero que envíes a un mensajero por un acceso. Necesito saber cómo va la batalla.

Gawyn asintió y se alejó deprisa. Cuando se hubo ido, Egwene caminó a un paso regular hasta que encontró a Silviana, que iba con un par de hermanas Azules.

—¿Y Bryne? —preguntó Egwene.

—Está en la tienda comedor —dijo Silviana—. Acaban de decírmelo. He enviado a un corredor para que le diga que permanezca allí hasta que lleguéis vos.

—Vamos.

Caminaron hacia la tienda, el espacio cubierto más grande —con mucho— del campamento, y lo vio nada más entrar. No estaba comiendo, sino de pie junto a la mesa de campaña del cocinero, con mapas extendidos encima. La mesa olía a las cebollas que probablemente habían cortado allí infinidad de veces. Yukiri tenía abierto un acceso en el suelo para mirar desde arriba el campo de batalla. Lo cerró al ver llegar a Egwene. No lo dejaban abierto mucho tiempo, ya que los sharaníes estaban pendientes de verlo abrirse y con tejidos preparados para lanzarlos a través de él.

—Reúne a la Antecámara de la Torre —le dijo Egwene a Silviana—. Que regresen todas las Asentadas que puedas encontrar. Que vengan todas aquí, a esta tienda, tan pronto como sea posible.

Silviana asintió; su rostro no denotaba ni asomo del desconcierto que debía de sentir. Se alejó presurosa y Egwene tomó asiento en la tienda.

Siuan no se encontraba allí; seguramente estaría ayudando con las Curaciones otra vez. Eso la tranquilizó, porque no le habría gustado intentar lo que iba a hacer teniendo a Siuan lanzándole miradas airadas. Tal como estaban las cosas, el que la preocupaba era Gawyn. Quería a Bryne como a un padre, y ya percibía a través del vínculo la ansiedad que lo atenazaba.

Iba a tener que enfocar aquello con mucha delicadeza, y no quería empezar hasta que la Antecámara hubiera llegado. No podía acusar a Bryne, pero tampoco podía pasar por alto la advertencia de Mat. Era un sinvergüenza, pero confiaba en él. La Luz la amparara, pero era la verdad. Le confiaría su vida. Y en el campo de batalla habían pasado cosas raras.

Las Asentadas se reunieron con relativa prontitud. Tenían a su cargo todo lo relacionado con la guerra, y se reunían a diario por las noches para recibir informes y explicaciones tácticas de Bryne y sus comandantes. A Bryne no pareció extrañarle que acudieran a verlo ahora; siguió con su tarea.

Muchas de las mujeres le dirigieron a Egwene miradas de curiosidad al entrar. Ella las saludó con un ligero gesto de cabeza en un intento de transmitir el peso de la Sede Amyrlin.

Por fin, llegaron suficientes Asentadas para que Egwene decidiera empezar. No debía perder más tiempo. Necesitaba descartar de la mente las acusaciones de Mat de una vez por todas, o tenía que actuar de acuerdo con ellas.

—General Bryne —dijo—, ¿os encontráis bien? No nos ha sido fácil dar con vos.

Él alzo la vista y parpadeó. Tenía los ojos rojos.

—Madre —dijo; hizo una inclinación de cabeza a las Asentadas—. Estoy cansado, pero probablemente no más que vos. He recorrido todo el campo de batalla para atender todo tipo de detalles; ya sabéis cómo es esto.

Gawyn entró en ese momento con pasos precipitados.

—Egwene —dijo, pálido el semblante—. Problemas.

—¿Qué pasa?

—Yo… —Hizo una profunda inhalación—. El general Bashere se ha vuelto contra Elayne. ¡Luz! Es un Amigo Siniestro. La batalla se habría perdido de no ser porque los Asha’man llegaron en el último momento.

—Pero ¿qué dices? —exclamó Bryne, que había alzado la vista de los mapas—. ¿Bashere, un Amigo Siniestro?

—Sí.

—Imposible —afirmó Bryne—. Fue compañero del lord Dragón durante meses. No lo conozco bien, pero… ¿un Amigo Siniestro? No puede ser.

—Es un tanto irrazonable de asumir… —opinó Saerin.

—Podéis hablar con la propia reina, si gustáis —contestó Gawyn con firmeza—. Lo he oído de sus propios labios.

El silencio se adueñó de la tienda. Las Asentadas se miraron unas a otras con gestos de preocupación.

—General —le dijo Egwene a Bryne—, ¿cómo es que enviasteis dos unidades de caballería a protegernos de los trollocs en las colinas, al sur de aquí, mandándolas a una trampa y dejando el flanco izquierdo del grueso del ejército desprotegido?

—¿Que cómo ha sido, decís, madre? —preguntó Bryne—. Era evidente que estabais a punto de ser arrolladas, cualquiera podía verlo. Sí, hice que abandonaran el flanco izquierdo, pero moví a las reservas illianas para cubrir esa posición. Cuando vi que la unidad de caballería sharaní se separaba para atacar el flanco derecho de Ino, envié a los illianos para interceptarla; era la maniobra correcta. ¡No sabía que habría tantos sharaníes! —Alzó la voz hasta hablar a gritos, pero se calló; le temblaban las manos—. Cometí un error. No soy perfecto, madre.

—Eso fue algo más que un error —intervino Faiselle—. Acabo de volver de hablar con Ino y los otros supervivientes de esa masacre de la caballería. Ino dice que pudo oler la trampa tan pronto como sus hombres y él empezaron a galopar hacia las hermanas, pero que vos le habíais prometido ayuda.

—Ya os he dicho que le envié refuerzos, sólo que no esperaba que los sharaníes enviaran una fuerza tan grande. Además, lo tenía todo bajo control. Había pedido una legión de caballería seanchan para reforzar nuestras tropas; se suponía que debían ocuparse de esos sharaníes. Los organicé al otro lado del río. ¡Pero no esperaba que tardaran tanto!

—Sí —dijo Egwene, endureciendo la voz—. Esos hombres, tantos miles de ellos, quedaron atrapados entre los trollocs y los sharaníes, sin posibilidad de escapar. Los perdisteis, y sin una buena razón que lo justifique.

—¡Tenía que sacar a las Aes Sedai de allí! —repuso Bryne—. Son nuestro recurso más valioso. Perdón, madre, pero vos me habéis insistido en cuanto a ese punto.

—Las Aes Sedai podrían haber esperado —declaró Saerin—. Yo estaba allí. Sí, necesitábamos salir, nos estaban presionando, pero aguantábamos, y podríamos haber aguantado más tiempo.

»Dejasteis que miles de buenos hombres murieran, general Bryne. ¿Y sabéis la peor parte? No era necesario. Dejasteis a todos esos seanchan aquí, al otro lado del vado, esperando vuestra orden de que atacaran. Pero esa orden no llegó nunca, ¿verdad, general? Los abandonasteis, igual que abandonasteis a nuestra caballería.

—Pero les ordené atacar; al final lo hicieron, ¿verdad? Envié un mensajero. Yo… Les…

—No. ¡De no ser por Mat Cauthon todavía seguirían esperando a este lado del río, general! —Egwene se apartó de él.

—Egwene. —Gawyn la tomó del brazo—. ¿Qué estás diciendo? Sólo porque…

Bryne se llevó una mano a la cabeza. Entonces se tambaleó, como si de repente las piernas hubieran perdido las fuerzas.

—No sé qué me pasa —susurró en un tono de voz que sonaba hueco—. No dejo de cometer errores, madre. No dejo de repetirme que son el tipo de errores de los que un hombre puede recuperarse. Y entonces cometo otro, y surgen más dificultades para contrarrestarlo.

—Sólo estáis cansado —dijo Gawyn con voz dolida, mirándolo—. Todos lo estamos.

—No —negó Bryne en voz baja—. No, es algo más que eso. He estado cansado en otras ocasiones. Esto es como… Como si me fallara la intuición. Doy las órdenes y después veo los agujeros, los problemas. Yo…

—Compulsión —dijo Egwene con un escalofrío—. Alguien os ha Compelido. Están atacando a nuestros grandes capitanes.

Varias mujeres abrazaron la Fuente.

—¿Cómo es eso posible? —protestó Gawyn—. ¡Egwene, tenemos hermanas vigilando el campamento por si notan señales de que alguien encauza!

—No sé cómo ha pasado —repuso ella—. Quizá se pusieron hace meses para que saltara en el momento oportuno, o antes de que empezara la guerra. —Se volvió hacia las Asentadas—. Propongo que la Antecámara releve a Gareth Bryne como comandante de nuestros ejércitos. La decisión es vuestra, Asentadas.

—Luz —musitó Yukiri—. Nosotras… ¡Luz!

—Ha de hacerse —dijo Doesine—. Es una maniobra muy sagaz, un modo de destruir nuestros ejércitos sin que nos diéramos cuenta de la trampa. Deberíamos haberlo previsto… Los grandes capitanes tendrían que haber estado mejor protegidos.

—¡Luz! —exclamó Faiselle—. ¡Tenemos que mandar aviso a lord Mandragoran y a las tropas de Thakan’dar! También podrían estar involucrados. Un intento de derrotar a nuestros ejércitos en los cuatro frentes a la vez, en un ataque coordinado.

—Me ocuparé de que se dé el aviso —dijo Saerin, que se dirigió hacia los faldones de la entrada—. De momento, coincido con la Amyrlin. Bryne tiene que ser relevado del mando.

Una tras otra, las demás asintieron. No era un voto formal en la Antecámara, pero serviría. Junto a la mesa, Gareth Bryne se sentó. Pobre hombre. Sin duda estaba conmocionado, preocupado.

De forma inesperada, Bryne sonrió.

—¿General? —preguntó Egwene.

—Gracias —dijo él con aire relajado.

—¿Por qué?

—Temía estar volviéndome loco, madre. No dejaba de repetirme que qué había hecho… Había dejado morir a millares de hombres… Pero no era yo. No era yo.

—Egwene —intervino Gawyn; también él disimulaba su dolor—. El ejército. Si Bryne ha sido obligado a conducirnos hacia el peligro, hemos de cambiar la estructura de mando de inmediato.

—Haced venir a mis comandantes —pidió Bryne—. Les cederé el control a ellos.

—¿Y si también han sido pervertidos? —preguntó Doesine.

—Estoy de acuerdo —convino Egwene—. Esto huele a uno de los Renegados, puede que Moghedien. Lord Bryne, si hubieseis caído en esta contienda, ella sabría que vuestros comandantes serían los siguientes en el mando. Tal vez tienen el mismo problema que vos, que les falle su intuición.

—¿Y en quién podemos confiar? —preguntó Doesine al tiempo que meneaba la cabeza—. Cualquier puñetero hombre a quien demos el mando podría haber sufrido Compulsión.

—Puede que tengamos que hacerlo nosotras —dijo Faiselle—. Llegar a un hombre que no puede encauzar sería más fácil que a una hermana, que nota si se encauza y percibiría a una mujer con la habilidad. Somos las que tenemos más probabilidad de permanecer limpias.

—Pero ¿quién de nosotras tiene conocimiento de tácticas de combate? —preguntó Ferane—. Me considero una persona lo bastante instruida para supervisar planes, pero ¿para hacerlos?

—Mejor nosotras que alguien a quien se pueda pervertir —insistió Faiselle.

—No —declaró Egwene, que se levantó apoyándose en el brazo de Gawyn.

—Entonces, ¿qué? —inquirió Gawyn.

Egwene apretó los dientes. Sí. Entonces, ¿qué? Sabía de un único hombre que podía estar segura de que no sería Compelido, al menos no por Moghedien. Un hombre inmune a los efectos del Saidar y del Saidin.

—Tendremos que poner nuestros ejércitos al mando de Matrim Cauthon —dijo—. Y que la Luz vele por nosotros.