3

Un lugar peligroso

Lord Logain y Taim han solventado sus diferencias, desde luego —dijo Welyn, que estaba sentado en la sala común de La Gran Reunión. Llevaba campanillas en las oscuras trenzas y sonreía de oreja a oreja. Siempre había sonreído mucho; más de la cuenta—. A los dos les preocupaba la división que estábamos sufriendo y convinieron en que no era bueno para la moral. Tenemos que centrarnos en la Última Batalla. No es el momento de pelear.

Androl se encontraba junto a la puerta, con Pevara a su lado. Era sorprendente la rapidez con que ese edificio —otrora un almacén— se había transformado en una taberna. Lind había hecho bien su trabajo. Había un mostrador bastante decente y banquetas, y, a pesar de que las mesas y las sillas repartidas por la sala eran disparejas, allí cabían docenas de personas sentadas. También tenía una biblioteca con un número considerable de libros, aunque era muy exigente en cuanto a permitir usarlos según a quién. En el segundo piso, Lind planeaba montar comedores privados y dormitorios para los visitantes que recibiera la Torre Negra. Eso, si es que Taim empezaba a permitir otra vez la entrada de visitantes.

La sala estaba bastante llena y entre la muchedumbre había un gran número de reclutas nuevos, hombres que aún no habían entrado en la creciente disputa ni se habían decantado por un bando u otro, ya fueran Taim y sus hombres, o los partidarios de Logain.

Oyendo hablar a Welyn, Androl sintió escalofríos. Su Aes Sedai, Jenare, se encontraba sentada a su lado y tenía posada la mano en el brazo de Welyn con gesto afectuoso. Y ese ser con el rostro y la voz de Welyn no era el mismo hombre.

—Nos encontramos con el lord Dragón —prosiguió Welyn—, que inspeccionaba las Tierras Fronterizas a fin de preparar el ataque de la humanidad contra la Sombra. Ha reunido a todas las naciones bajo su bandera. No hay nadie que no lo apoye, aparte de los seanchan, desde luego, pero a ésos se los ha hecho retroceder.

»Ha llegado el momento, y muy pronto seremos llamados a la lucha. Tenemos que estar volcados una última vez en nuestras habilidades. La Espada y el Dragón se otorgarán con prodigalidad en las próximas dos semanas. Trabajad duro y seremos las armas que acabarán con el dominio del Oscuro en este mundo.

—Dijiste que Logain venía —demandó una voz—. ¿Por qué no ha vuelto aún?

Androl se volvió. Jonneth Dowtry se encontraba cerca de la mesa de Welyn. Cruzado de brazos y con una mirada fulminante clavada en Welyn, Jonneth ofrecía una imagen intimidante. El hombre de Dos Ríos solía comportarse de manera amistosa y era fácil olvidar que era más alto que cualquiera de ellos y que tenía brazos de oso. Vestía la chaqueta negra de Asha’man, aunque no lucía ningún alfiler en el cuello alto, a pesar de que era tan fuerte en el Poder Único como cualquier Dedicado.

—¿Por qué no está aquí? —demandó Jonneth—. Dijiste que habías regresado con él, que Taim y él habían hablado. Bien, pues ¿dónde está?

«No presiones, muchacho —pensó Androl—. ¡Deja que piense que creemos sus mentiras!»

—Llevó al M’Hael a visitar al lord Dragón —respondió Welyn—. Ambos deberían estar de vuelta por la mañana o al día siguiente, como muy tarde.

—¿Por qué necesitaba Taim que Logain le mostrara el camino? —insistió con cabezonería Jonneth—. Podría haber ido él solo.

—Ese chico es un necio —susurró Pevara.

—Es honesto —repuso Androl en voz baja—, y quiere respuestas veraces. Estos chicos de Dos Ríos son un buen grupo, gente llana y cabal. Sin embargo, no son muy duchos en subterfugios.

Pevara guardó silencio, pero Androl percibió que estaba considerando la idea de encauzar y acallar a Jonneth con alguna mordaza de Aire. No era un pensamiento serio, sino simple antojo, pero aun así lo percibía. ¡Luz! ¿Qué se habían hecho el uno al otro?

«Está dentro de mi cabeza —pensó—. Tengo una Aes Sedai metida en la cabeza».

Pevara se quedó paralizada y después lo miró.

Androl buscó el vacío, ese viejo truco de soldado que ayudaba a encontrar la lucidez antes de la batalla. El Saidin también estaba allí, por supuesto. No hizo intención de asirlo.

—¿Qué es lo que habéis hecho? —le susurró Pevara—. Os siento, pero percibir vuestros pensamientos es más difícil.

Bueno, al menos ya era algo.

—Jonneth —llamó Lind desde el otro lado de la sala, de forma que interrumpió la siguiente pregunta que iba a hacer a Welyn—, ¿no le has oído decir que ha viajado mucho? Está agotado. Deja que se beba la cerveza y descanse un rato antes de que lo atosigues para que cuente más cosas.

Jonneth la miró con aire dolido. Welyn sonrió mientras el joven se retiraba y salía de la sala. Welyn siguió hablando de lo bien que hacía las cosas el lord Dragón y de lo muy necesario que cada uno de ellos iba a ser.

Androl soltó el vacío y se sintió más relajado. Echó una ojeada en torno a la sala en un intento de juzgar quiénes, de los que se encontraban allí, eran dignos de confianza. Le caían bien muchos de esos hombres y quedaban bastantes que no estaban del todo con Taim, pero aun así no podía confiar en ellos. Taim tenía ahora un control completo en la Torre, y las lecciones privadas con él y con sus elegidos eran codiciadas por los recién llegados. Sólo se podía contar con que los chicos de Dos Ríos lo apoyaran de un modo u otro en su causa, y la mayoría de ellos, aparte de Jonneth, eran demasiado inexpertos para que resultaran de utilidad.

Evin se había reunido con Nalaam al otro lado de la sala, y Androl le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que siguiera a Jonneth bajo la tormenta. Nadie debía estar solo. Hecho esto, Androl escuchó las fanfarronadas de Welyn y advirtió que Lind se desplazaba entre la multitud para dirigirse hacia él.

Lind Taglien era una mujer baja, de cabello oscuro; llevaba el vestido cubierto con un precioso bordado. Siempre la había visto como un modelo de lo que la Torre Negra podría llegar a ser. Civilizada. Educada. Importante.

Los hombres le abrían paso; sabían que en su posada no debían derramar la bebida ni provocar peleas. Un hombre con dos dedos de frente no querría despertar la ira de Lind. Era bueno que dirigiera el establecimiento de un modo tan estricto. En una población llena de encauzadores varones, una simple reyerta de taberna podía llegar a ser potencialmente peligrosa. Mucho.

—¿Te incomoda esto tanto como a mí? —le preguntó Lind en voz queda cuando llegó a su lado—. ¿No era Welyn quien, hace sólo unas pocas semanas atrás, hablaba de que habría que procesar y ejecutar a Taim por algunas de las cosas que había hecho?

Androl no contestó. ¿Qué podía decir? ¿Que sospechaba que el hombre al que conocían como Welyn estaba muerto? ¿Que toda la Torre Negra no sería más que esos monstruos de ojos anormales, sonrisas falsas y almas muertas?

—No creo lo que cuenta de Logain —añadió Lind—. Aquí está pasando algo, Androl. Voy a hacer que Frask lo siga esta noche para ver dónde…

—No —la interrumpió Androl—. No lo hagas.

Frask era su marido, un hombre al que se había contratado para ayudar a Henre Haslin a enseñar el arte de luchar con espada en la Torre Negra. Taim pensaba que la lucha con espada no tenía la menor utilidad para los Asha’man, pero el lord Dragón había insistido en que los hombres recibieran clases. La mujer lo miró.

—No estarás diciendo que crees…

—Digo que corremos un gran peligro ahora, Lind, y no quiero que Frask lo empeore. Hazme un favor. Toma nota de qué más dice Welyn esta noche. Tal vez me podría venir bien saber algo de lo que cuente.

—De acuerdo —accedió la mujer, aunque su tono era escéptico.

Androl hizo una seña con la cabeza a Nalaam y a Canler; éstos se levantaron y se encaminaron hacia la puerta. Fuera, la lluvia descargaba con fuerza en la azotea y en el porche. Welyn seguía hablando y los hombres escuchaban. Sí, era increíble que hubiera cambiado de bando tan deprisa, y eso debería levantar algunas sospechas. Pero mucha gente lo respetaba y la forma en que sonaba ligeramente «falso» no era perceptible a menos que uno lo conociera bien.

—Lind —dijo Androl cuando se disponía a salir.

Ella se volvió a mirarlo.

—Deberías… cerrar el local a cal y canto esta noche. Y tal vez Frask y tú deberíais bajar a la bodega con algunas provisiones, ¿de acuerdo? ¿Es sólida la puerta de la bodega?

—Sí —contestó ella—. Para lo que va a servir…

Tanto daba el grosor que tuviera una puerta si se presentaba alguien blandiendo el Poder Único.

Nalaam y Canler los alcanzaron y Androl se volvió para salir, pero se topó con un hombre que estaba detrás de él en el umbral, alguien a quien no había oído acercarse. La lluvia goteaba de la chaqueta de Asha’man con la Espada y el Dragón en el cuello. Atal Mishraile había sido del grupo de Taim desde el principio. No tenía la mirada vacua; su maldad era innata. Alto, con el cabello rubio y largo, sonreía de un modo que el gesto nunca se reflejaba en sus ojos.

Pevara pegó un brinco al verlo y Nalaam maldijo al tiempo que asía el Poder Único.

—Vamos, vamos —dijo una voz—. No hay por qué montar una disputa.

Mezar se adelantó a través de la lluvia para ponerse junto a Mishraile. El bajo domani tenía el pelo canoso y cierto aire de sabiduría a pesar de la transformación.

Androl lo miró a los ojos y fue igual que si miraran una caverna profunda. Un sitio donde la luz jamás había brillado.

—Hola, Androl —dijo Mezar, que puso una mano en el hombro de Mishraile, como si los dos hubieran sido amigos de siempre—. ¿Por qué iba Lind a tener miedo y a encerrarse en la bodega? Sin duda, la Torre Negra es el lugar más seguro que pueda haber, ¿no?

—No me fío de una noche oscura y tormentosa —repuso Androl.

—Una idea juiciosa —contestó Mezar—. Y, sin embargo, vas a pasarla por alto al salir ahí afuera. ¿Por qué no te quedas en un lugar cálido? Nalaam, me gustaría oír una de tus historias. Quizá podrías contarme la vez que tu padre y tú visitasteis Shara, ¿sí?

—Esa historia no es buena —contestó Nalaam—. Ni siquiera sé si la recuerdo muy bien.

Mezar rió y Androl oyó a Welyn ponerse de pie detrás de él.

—¡Ah, aquí estáis! Les estaba contando que ibais a hablar de las defensas en Arafel.

—Entrad y escuchad —dijo Mezar—. Esto será importante para la Última Batalla.

—Puede que vuelva luego —repuso Androl con frialdad—. Una vez que haya acabado mi otro trabajo.

Los dos se sostuvieron la mirada. A un lado, Nalaam aún asía el Poder Único. Era tan fuerte como Mezar, pero no podría enfrentarse a él y a Mishraile, sobre todo en una sala atestada de gente que probablemente se pondría de parte de los dos Asha’man de pleno derecho.

—No pierdas el tiempo con el paje, Welyn —dijo Coteren desde atrás.

Mishraile se apartó para dejar sitio al tercer recién llegado. El hombre corpulento, de ojos pequeños como cuentas, plantó la mano con fuerza en el torso de Androl y lo empujó a un lado mientras pasaba.

—Oh, espera. Ya no puedes hacer de paje, ¿verdad?

Androl entro en el vacío y asió la Fuente.

De inmediato, las sombras empezaron a moverse por la sala. Se alargaron.

¡No había bastante luz! ¿Por qué no encendían más lámparas? La oscuridad invitaba a que las sombras entraran y a que él pudiera verlas. Éstas eran reales, cada una de ellas un zarcillo de oscuridad que se extendía hacia él. Para tirar de él y envolverlo, destruirlo.

«Oh, Luz. Estoy loco. Estoy loco…»

El vacío se hizo añicos y las sombras —afortunadamente— retrocedieron. Se descubrió tiritando, reculando hasta la pared, jadeante. Pevara lo observaba con gesto inexpresivo, pero Androl percibía su preocupación.

—Oh, por cierto —dijo Coteren. Era uno de los lameculos de Taim con más influencia—. ¿Te has enterado ya?

—¿Que si me he enterado de qué? —se las arregló Androl para responder, con esfuerzo.

—Te han degradado, paje —contestó Coteren mientras señalaba el alfiler de la espada—. Órdenes de Taim. A partir de hoy vuelves a ser soldado, Androl.

—Oh, sí —dijo Welyn desde el centro de la sala—. Lamento que se me haya olvidado mencionarlo. Me temo que el lord Dragón lo ha aprobado. Nunca debiste ser ascendido, Androl. Lo siento.

Androl llevó la mano al cuello de la chaqueta, hacia el alfiler prendido en él. No tendría que importarle; ¿qué significaba en realidad?

Pero sí que importaba. Se había pasado toda la vida buscando. Había sido aprendiz de una docena de profesiones diferentes. Había combatido en rebeliones, había navegado por dos mares. Y siempre buscando, buscando algo que era incapaz de definir.

Lo había encontrado cuando viajó a la Torre Negra.

Se sobrepuso al miedo. ¡Así se abrasaran las sombras! Volvió a asir el Saidin y el Poder fluyó en él. Se irguió, quedando cara a cara con Coteren.

El hombre, más corpulento, sonrió y asió también el Poder Único. Mezar se unió a él y, en el centro de la sala, Welyn hizo otro tanto. Nalaam susurraba para sí, preocupado, mientras movía los ojos de un lado a otro. Canler asió el Saidin con aire resignado.

Todo cuanto Androl era capaz de absorber —todo el Poder Único que podía reunir— fluyó en su interior. Era una cantidad minúscula comparada con los otros. Era el más débil de la sala; hasta los reclutas más nuevos podían absorber más que él.

—Así que al final vas a intentarlo, ¿verdad? —preguntó con suavidad Coteren—. Les pedí que te dejaran, porque sabía que antes o después lo intentarías. Quería tener esa satisfacción, paje. Vamos. Ataca. Veamos qué sabes hacer.

Androl trató de hacer lo único que podía: crear un acceso. Para él, eso era algo más allá de los tejidos. Era algo entre él y el Poder, algo íntimo, algo instintivo.

En ese momento, tratar de abrir un acceso era como intentar escalar por un muro de cristal de cien pies de alto con sólo las uñas para agarrarse. Saltó, bregó, lo intentó. No ocurrió nada. Lo sentía tan, tan cerca… Si lograra empujar sólo un poquito más, podría…

Las sombras se alargaron. De nuevo, el pánico hizo presa en él. Prietos los dientes, Androl subió la mano al cuello de la chaqueta y se arrancó el alfiler. Lo arrojó a los pies de Coteren y cayó con un tintineo en el entarimado del suelo.

Después, enterrando la vergüenza bajo una montaña de determinación, soltó el Poder Único y apartó a Mezar de un empujón para salir a la noche. Nalaam, Canler y Pevara lo siguieron anhelantes.

—Androl… —dijo Nalaam—. Lo siento.

Retumbó un trueno. Caminaban chapoteando por los charcos de la calle de tierra.

—No importa —contestó.

—A lo mejor tendríamos que haber luchado —añadió Nalaam—. Algunos de los chicos que había allí nos habrían respaldado; no los tienen a todos en el bolsillo. Una vez, padre y yo luchamos contra seis Sabuesos del Oscuro… Por la Luz sobre mi tumba, vaya si lo hicimos. Si sobrevivimos a eso, podemos vérnoslas con unos cuantos perros Asha’man.

—Nos habrían masacrado —sentenció Androl.

—Pero…

—¡Nos habrían masacrado! —gritó Androl—. No hay que dejarles que escojan el campo de batalla, Nalaam.

—Pero ¿habrá una batalla? —preguntó Canler, que alcanzó a Androl y se puso al otro lado.

—Tienen a Logain —contestó—. No harían las promesas que están haciendo de no ser así. Todo, nuestra rebelión, nuestra posibilidad de unificar la Torre Negra, morirá si lo perdemos a él.

—Así que…

—Así que vamos a rescatarlo —anunció Androl sin dejar de andar—. Esta noche.

Rand trabajaba a la luz suave y regular de una esfera de Saidin. Antes del Monte del Dragón había empezado a eludir este tipo de uso común del Poder Único. Asirlo lo ponía enfermo, y utilizarlo le había revuelto el estómago cada vez más.

Eso había cambiado. El Saidin formaba parte de él y ya no tenía por qué temerlo, ahora que la infección había desaparecido. Y lo más importante: tenía que dejar de pensar en él —y en sí mismo— como una mera arma.

Trabajaría con esferas de luz siempre que fuera posible. Y se proponía estar con Flinn para aprender a Curar. No tenía mucha habilidad para ello, pero aunque fuera poca podría salvar la vida de alguien herido. Con demasiada frecuencia había utilizado esta maravilla —este regalo— para destruir o para matar. No era de extrañar que la gente lo mirara con miedo. ¿Qué diría Tam de ello?

«Supongo que puedo preguntarle», pensó ociosamente mientras escribía una nota en un trozo de papel para acordarse. Todavía le costaba trabajo acostumbrarse a la idea de que Tam estuviera allí, justo un campamento más allá. Había cenado con él unas horas antes. Había sido extraño, pero no más de lo que sería que un rey invitara a su padre, de un pueblo rural, a «cenar». Se habían reído los dos con la idea, y eso le había hecho sentirse mucho mejor.

Rand había dejado que Tam regresara al campamento de Perrin en lugar de verlo recibiendo honores y riquezas. Tam no quería ser aclamado como el padre del Dragón Renacido. Quería ser lo que había sido siempre: Tam al’Thor, un hombre responsable con el que se podía contar desde cualquier punto de vista, pero no un señor noble.

Rand retomó el documento que tenía delante. Los escribientes de Tear le habían aconsejado respecto al lenguaje adecuado, pero había sido él mismo quien lo había escrito; no confiaba en ninguna otra mano —ni en ningunos otros ojos— respecto a este documento.

¿Estaba siendo demasiado cauteloso? Sus enemigos no podían trabajar contra algo que desconocían. Se había vuelto muy desconfiado desde que Semirhage había estado a punto de capturarlo. Eso lo reconocía. Sin embargo, había guardado secretos durante tanto tiempo que resultaba difícil sacarlos a la luz.

Empezó por la parte superior del documento para repasarlo. Una vez, tiempo atrás, Tam había enviado a Rand a examinar el cercado para ver si tenía desperfectos. Rand lo hizo; pero, cuando hubo regresado, Tam volvió a encargarle la misma tarea.

No fue hasta pasar por tercera vez cuando Rand había encontrado el poste que había que reemplazar. Aún ignoraba si Tam sabía lo del poste defectuoso o si su padre sólo había actuado con la prudencia inherente a su carácter.

El documento en el que trabajaba ahora era mucho más importante que un cercado. Volvería a releerlo una docena de veces esa noche en busca de problemas que no había previsto.

Lo malo era que le costaba trabajo concentrarse. Las mujeres se traían algo entre manos. Las sentía a través del núcleo de emoción en el fondo de su mente. Eran cuatro, ya que Alanna seguía allí, en algún punto del norte. Las otras tres habían estado cerca juntas durante toda la noche; ahora se dirigían hacia su tienda y no andaban lejos. ¿Qué tramaban? Si…

Un momento. Una de ellas se había separado de las otras. Casi había llegado. ¿Aviendha?

Rand se puso de pie, caminó hacia la entrada de la tienda y levantó los faldones.

Ella se quedó petrificada justo en la entrada, como si hubiese tenido intención de meterse a hurtadillas en la tienda. Levantó la barbilla y lo miró a los ojos.

De repente, sonaron gritos en la noche. Por primera vez, Rand se dio cuenta de que sus hombres no estaban en la entrada montando guardia. No obstante, las Doncellas se encontraban acampadas cerca de su tienda y parecía que le gritaban a él. No con gozo, como habría sido de esperar. Eran insultos. Tremendos. Algunas gritaban sobre lo que le harían en ciertas partes del cuerpo cuando lo pillaran.

—¿A qué viene esto? —murmuró.

—No lo dicen en serio —explicó Aviendha—. Es un símbolo para ellas porque me apartas de sus filas, pero ya las había dejado yo para unirme a las Sabias. Es… una cosa de las Doncellas. De hecho, es una muestra de respeto. Si no les gustaras, no habrían actuado así.

Aiel tenían que ser.

—Un momento, ¿y cómo te he apartado de ellas? —preguntó luego, extrañado.

Aviendha lo miró a los ojos, pero tenía las mejillas encendidas. ¿Aviendha sonrojada? Eso sí que era inesperado.

—Deberías haberlo entendido ya —le dijo ella—. Si hubieses prestado atención a lo que te dije sobre nosotros…

—Lamentablemente, tienes un alumno que es un completo zopenco.

—Pues entonces ese alumno tiene suerte de que haya decidido ampliar mis lecciones de adiestramiento. —Se acercó un paso a él—. Hay muchas cosas que aún tengo que enseñarte. —La rojez de las mejillas se hizo más intensa.

Luz. Era preciosa. Pero también lo era Elayne… Y también Min… Y…

Era estúpido. Un idiota redomado.

—Aviendha, te amo, te quiero de verdad. ¡Pero hay un problema, maldita sea! Os amo a las tres. No creo que pueda aceptar esto y elegir…

Inesperadamente, ella se echó a reír.

—Eres un zoquete, ¿verdad, Rand al’Thor?

—Con mucha frecuencia. Pero ¿eso qué…?

—Somos primeras hermanas, Rand al’Thor, Elayne y yo. Cuando la conozcamos mejor, más a fondo, Min lo será también. Las tres compartimos todo.

¿Primeras hermanas? Debería haberlo sospechado, tras aquella extraña vinculación. Se llevó una mano a la cabeza. Te compartiremos, le habían dicho.

Dejar a cuatro mujeres vinculadas con sus sufrimientos ya era bastante malo, pero ¿a tres mujeres que lo amaban? ¡Luz, él no quería causarles dolor!

—Dicen que has cambiado —comentó Aviendha—. Han sido tantos a los que se lo he oído decir en tan corto tiempo desde mi regreso que casi me harté de oír hablar de ti. Bueno, puede que la expresión de tu rostro sea sosegada, pero no ocurre lo mismo con tus emociones. ¿Tan terrible te parece estar con nosotras tres?

—Lo deseo, Aviendha. Y debería avergonzarme por ello. Pero el dolor…

—Lo has abrazado, ¿cierto?

—Lo que temo no es mi dolor, sino el vuestro.

—¿Es que somos tan débiles, pues, que no podemos soportar lo que puedes soportar tú?

Esa mirada en sus ojos era perturbadora.

—Pues claro que no lo sois —contestó Rand—. Mas ¿cómo puedo aceptar el dolor de quienes amo?

—El dolor es nuestro y somos nosotras quienes decidimos aceptarlo —argumentó ella al tiempo que alzaba la barbilla—. Rand al’Thor, tu decisión es sencilla, aunque te empeñas en hacerla difícil. Elige sí o no. Pero ¡cuidado! Es a las tres o a ninguna. No permitiremos que te interpongas entre nosotras.

Rand vaciló y después —sintiéndose un redomado libertino— la besó. Detrás, las Doncellas —que él no se había dado cuenta de que observaban la escena— empezaron a gritar insultos con más fuerza, aunque ahora se les notaba una alegría incongruente. Se apartó y sostuvo la cara de Aviendha en el hueco de la mano.

—Sois unas malditas estúpidas. Las tres.

—Entonces está bien. Somos tus iguales. Deberías saber que ahora soy una Sabia.

—En tal caso, quizá no seamos iguales —le contestó Rand—, porque yo acabo de empezar a comprender qué poca sabiduría poseo.

Aviendha resopló con desdén.

—Basta de hablar y llévame al lecho.

—¡Luz! Un poco atrevido, ¿no? ¿Es ése el modo Aiel de hacer las cosas?

—No. —Ella se sonrojó otra vez—. Es que… No soy muy experta en estas lides.

—Vosotras lo decidisteis, ¿no es así? Me refiero a cuál de las tres vendría a mí, ¿no?

Ella vaciló antes de asentir con la cabeza.

—Y yo nunca voy a tener ocasión de elegir, ¿verdad?

Esta vez Aviendha meneó la cabeza para negar.

Rand se echó a reír y la atrajo hacia sí. Al principio la notó tensa, pero enseguida se fundió con él.

—Entonces, ¿voy a tener que luchar con ellas primero? —Señaló con un gesto hacia las Doncellas.

—Eso es sólo para la boda, si decidimos que eres merecedor de casarte, varón ignorante. Y serán nuestras familias, no miembros de nuestra asociación. No hiciste mucho caso de las lecciones, ¿cierto?

Rand bajó la vista hacia ella.

—Bueno, me alegra no tener que luchar. No estoy seguro de cuánto tiempo tenemos y confiaba en poder dormir un rato esta noche. Aun así… —Dejó la frase sin acabar al mirarla a los ojos—. No voy a dormir nada, ¿a que no?

Ella negó de nuevo con la cabeza.

—En fin. Al menos esta vez no tendré que preocuparme de que te quedes congelada hasta morir.

—No. Pero podría ser que me muriera de aburrimiento, Rand al’Thor, si no dejas de divagar.

Lo asió por el brazo y con suavidad, pero con firmeza, tiró de él hacia el interior de la tienda; los gritos de las Doncellas se hicieron más estruendosos, más insultantes y más entusiastas.

—Sospecho que la razón es algún tipo de ter’angreal —dijo Pevara.

Estaba agachada agazapada con Androl en el cuarto trasero de uno de los almacenes generales de la Torre Negra, y no encontraba muy cómoda esa postura. El cuarto olía a polvo, grano y madera. La mayoría de los edificios de la Torre Negra eran nuevos y ése no era una excepción, con las tablas de cedro del suelo todavía recientes.

—¿Conocéis un ter’angreal que impida abrir accesos? —preguntó Androl.

—Específicamente, no. —Pevara buscó una postura más cómoda—. Pero es algo aceptado que lo que sabemos sobre los ter’angreal constituye sólo una pequeña parte de lo que se sabía antaño. Debe de haber miles de tipos distintos de ter’angreal, y si Taim es un Amigo Siniestro, tendrá acceso a los Renegados, que seguramente le explicarán el uso y la interpretación de cosas que nosotros sólo imaginamos.

—Así que tenemos que encontrar ese ter’angreal —dijo Androl—. Bloquearlo o, al menos, deducir cómo funciona.

—¿Y escapar? —añadió Pevara—. ¿Todavía no habéis llegado a la conclusión de que huir sería una mala alternativa?

—Bueno… sí —admitió Androl.

Ella se concentró y logró captar vislumbres de lo que el hombre pensaba. Había oído decir que el vínculo con el Guardián permitía una conexión empática. Él… Sí, en verdad deseaba poder abrir accesos. Se sentía inerme sin ellos.

—Es mi Talento —dijo Androl a regañadientes; sabía que ella acabaría por dar con la razón—. Puedo hacer accesos. Al menos, podía.

—¿De veras? ¿Con vuestro nivel de fuerza en el Poder Único?

—¿Queréis decir con la casi total falta de ella? —preguntó.

Pevara percibía un poco de lo que él pensaba. Aunque aceptaba su debilidad, le preocupaba que eso lo hiciera poco apto para dirigir a los demás. Era una mezcla curiosa de autoestima e inseguridad.

—Sí —continuó Androl—. Viajar requiere mucha fuerza en el Poder Único, pero soy capaz de abrir accesos grandes. Antes de que las cosas dejaran de funcionar, el acceso más grande que llegué a hacer tenía treinta pies de ancho.

—Sin duda estáis exagerando —comentó Pevara mientras parpadeaba.

—Os lo demostraría, si fuera posible.

Parecía sincero. O decía la verdad o su convencimiento se debía a la locura. La Aes Sedai permaneció callada, sin saber muy bien cómo plantear aquello.

—No importa —dijo él—. Sé que… me pasan cosas raras. Nos ocurre a casi todos. Podéis preguntar a los otros lo de mis accesos. Hay una razón por la que Coteren me llama paje. Se debe a que lo único en lo que soy bueno es en facilitar que la gente se desplace de un lugar a otro.

—Es un Talento extraordinario, Androl. Estoy segura de que a la Torre le encantaría estudiarlo. Me pregunto cuánta gente nacería con ese Talento, pero no se supo nunca porque los tejidos de Viajar eran desconocidos.

—No pienso ir a la Torre Blanca, Pevara —afirmó, y puso énfasis en la palabra «Blanca».

Ella cambió de tema.

—Echáis de menos Viajar y, sin embargo, no queréis dejar la Torre Negra. Por lo tanto, ¿qué importancia tiene ese ter’angreal?

—Los accesos serían… útiles.

—Pero si no vamos a ir a ninguna parte… —protestó Pevara.

—Os sorprenderíais —dijo él.

Alzó la cabeza para asomarse por el borde del alféizar y echar un vistazo al callejón. Fuera lloviznaba; por fin había cesado el aguacero. Sin embargo, el cielo seguía oscuro. El alba aún tardaría unas pocas horas en llegar.

—He estado… experimentando —prosiguió—. Probando algunas cosas que no creo que nadie más haya intentado nunca.

—Dudo que haya algo que no se haya intentado nunca —comentó ella—. Los Renegados tienen acceso al conocimiento de eras.

—¿Creéis de verdad que uno podría estar metido en esto?

—¿Por qué no? Si os preparaseis para la Última Batalla y quisierais aseguraros de que vuestros enemigos no pudieran presentar resistencia, ¿dejaríais que una nueva hornada de encauzadores se entrenaran juntos, se enseñaran unos a otros y se hicieran fuertes?

—Sí —dijo en un susurro—. Lo haría, y después me apoderaría de ellos.

Pevara cerró la boca. Probablemente tenía razón. Hablar de los Renegados inquietaba a Androl; ella percibía sus pensamientos con más claridad que antes.

Ese vínculo no era normal. Tenía que librarse de él. Y, después, no le importaría vincularlo de nuevo como era debido.

—No estoy dispuesto a responsabilizarme por esta situación, Pevara. —Androl echó otro vistazo al callejón—. Vos me vinculasteis primero.

—Después de que traicionasteis la confianza que había depositado en vos al ofreceros formar el círculo.

—Yo no os hice daño. ¿Qué esperabais que pasara? —preguntó él—. ¿El propósito del círculo no era que uniéramos nuestros poderes?

—Esta discusión no tiene sentido.

—Eso lo decís porque la estáis perdiendo.

Androl hablaba con tranquilidad; y también la sentía. Pevara empezaba a darse cuenta de que Androl era la clase de hombre que no se irritaba con facilidad.

—Lo digo porque es verdad. ¿No estáis de acuerdo?

Pevara percibió su regocijo porque veía cómo tomaba ella el control de la conversación. Y… aparte de regocijo, de hecho parecía impresionado. Estaba cavilando que tenía que aprender a hacer lo que ella hacía.

La puerta que daba al cuarto se abrió con un leve chirrido y Leish se asomó. Era una mujer de cabello blanco, redonda y agradable, una combinación rara con el hosco Asha’man Canler, con quien estaba casada. Le hizo un gesto a Pevara con la cabeza para indicar que había pasado media hora y después cerró la puerta. Según se afirmaba, Canler la había vinculado haciendo de ella una especie de… ¿qué? ¿Una Guardiana?

Todo iba al revés con esos hombres. Pevara suponía que era comprensible vincular a la mujer de uno, aunque sólo fuera para tener la tranquilidad de saber dónde andaba cada cual, pero le parecía mal utilizar el vínculo para una tarea tan mundana. Aquello era algo para Aes Sedai y Guardianes, no para maridos y esposas.

Androl la observaba; saltaba a la vista que intentaba descubrir lo que pensaba, aunque esos pensamientos eran lo bastante complejos para que no le resultara fácil. Qué hombre tan extraño, este Androl Genhald. ¿Cómo lograba mezclar tan bien la determinación con la inseguridad, como dos hilos entretejidos? Hacía lo que era preciso hacer, y entretanto no dejaba de preocuparle que quizá no fuera él quien debería hacerlo.

—Yo tampoco me entiendo —dijo él.

También era exasperante. ¿Cómo se le daba tan bien comprender lo que ella pensaba? Ella todavía tenía que escudriñar para discernir los pensamientos del hombre.

—¿Podéis pensar eso otra vez? —preguntó Androl—. No lo he pillado.

—Majadero —masculló Pevara.

Androl sonrió y luego volvió a atisbar por la ventana.

—Aún no es hora —dijo Pevara.

—¿Estáis segura?

—Sí. Y si seguís asomándoos quizá lo asustéis cuando venga.

Androl se acuclilló de nuevo de mala gana.

—Bien, cuando venga, debéis dejar que sea yo quien tenga el control —dijo Pevara.

—Deberíamos coligarnos.

—No. —No se pondría de nuevo en sus manos. No después de lo ocurrido la ultima vez. Se estremeció y Androl le lanzó una mirada.

»Hay muy buenas razones para no coligarnos —continuó—. Lo digo sin ánimo de ofenderos, Androl, pero vuestra habilidad no es lo bastante grande para que merezca la pena intentarlo. Más vale que seamos dos. Debéis aceptarlo. En un campo de batalla, ¿qué preferiríais tener? ¿Un soldado? ¿O dos, uno de ellos sólo un poco más experimentado, al que podríais mandar distintas tareas y servicios?

Él lo pensó y luego suspiró.

—Muy bien, de acuerdo —aceptó después—. Habláis con sensatez.

—Siempre lo hago. —Pevara se incorporó—. Es la hora. Preparaos.

Se situaron cada uno a un lado de la puerta que conducía al callejón. Estaba abierta una rendija a propósito, con el recio candado de fuera colgando como si alguien hubiera olvidado cerrarlo.

Aguardaron en silencio y Pevara empezó a preocuparse por si había calculado mal. Androl se reiría con ganas por ello, y…

La puerta se abrió del todo. Dobser asomó la cabeza, seducido por el comentario despreocupado de Evin respecto a haber birlado una botella de vino del cuarto trasero tras descubrir que Leish había olvidado cerrar la puerta. Según Androl, Dobser era un bebedor empedernido, y Taim lo había golpeado más de una vez hasta dejarlo sin sentido por pasarse con el vino.

Pevara percibía la reacción de Androl hacia el hombre. Tristeza. Una tristeza profunda, aplastante. Dobser tenía la oscuridad en el fondo de los ojos.

Pevara atacó con rapidez; ató a Dobser con Aire e interpuso un escudo entre el confiado Asha’man y la Fuente. Androl levantó con esfuerzo un garrote, pero no era necesario. A Dobser se le desorbitaron los ojos cuando se elevó en el aire; Pevara enlazó las manos a la espalda y lo miró con gesto crítico.

—¿Estáis segura de esto? —preguntó Androl con suavidad.

—Demasiado tarde para planteárselo —contestó mientras desataba los tejidos de Aire—. Los informes parecen coincidir. Cuanto más dedicada a la Luz es una persona antes del cambio, más dedicada será a la Sombra tras su caída. Así pues…

Así pues ese hombre, que siempre había sido tan poco entusiasta, tendría que resultar más fácil de quebrantar, sobornar o convertir que otros. Eso era importante, ya que los lacayos de Taim probablemente se darían cuenta de lo que había ocurrido tan pronto como…

—¡Dobser! —llamó una voz. Dos figuras se perfilaron en el vano de la puerta—. ¿Tienes el vino? No es menester vigilar la parte de delante; la mujer no está…

Welyn y otro de los favoritos de Taim, Leems, se encontraban en la puerta.

Pevara reaccionó al instante y lanzó tejidos a los dos hombres mientras creaba un hilo de Energía. Ellos rechazaron sus intentos de escudarlos —era muy difícil meter un escudo entre la Fuente y una persona que asía el Poder Único—, pero las mordazas se ciñeron en su sitio y evitaron que gritaran.

Sintió Aire envolviéndose a su alrededor, un escudo que intentaba colocarse entre la Fuente y ella. Lo deshizo con Energía, cortando los tejidos merced a suponer dónde debían de estar.

Leems retrocedió a trompicones, al parecer sorprendido al ver que sus tejidos se desvanecían. Pevara se lanzó hacia adelante mientras tejía otro escudo y lo colocaba entre él y la Fuente al tiempo que arremetía con el cuerpo contra el hombre, empujándolo contra la pared. La distracción funcionó, y el escudo lo dejó aislado del Poder Único.

Lanzó un segundo escudo a Welyn, pero él la golpeó con sus propios hilos de Aire, que tiraron de ella hacia atrás a través de cuarto. Pevara tejió Aire al tiempo que se golpeaba contra la pared con un gruñido. La vista se le emborronó, pero mantuvo asido aquel hilo de Aire y, de forma instintiva, lo lanzó hacia adelante y asió el pie de Welyn cuando el Asha’man trataba de salir corriendo del edificio.

Sintió temblar el suelo al caer alguien en él. Welyn había tropezado, ¿no? Aturdida, aún no veía con claridad.

Se sentó erguida; le dolía todo el cuerpo, pero se aferró a los hilos de Aire que había tejido como mordazas. Si los soltaba, los hombres de Taim podrían gritar. Y, si lo hacían, ella moriría. Todos morirían. O algo peor.

Parpadeó para librarse de las lágrimas de dolor que le desbordaban los ojos y encontró a Androl de pie junto a los dos Asha’man, con el garrote en las manos. Al parecer, los había dejado sin sentido a los dos, sin poder confiar en unos escudos que no veía. Menos mal, ya que su segundo escudo no se había colocado bien. Ahora lo puso en su sitio.

Dobser seguía colgado donde ella lo había dejado, ahora con los ojos aún más desorbitados. Androl la miró.

—¡Luz! Pevara, eso ha sido increíble. ¡Habéis dejado fuera de combate a dos Asha’man prácticamente sin ayuda!

Ella sonrió con satisfacción y, aún atontada, le tendió la mano a Androl y le permitió que la ayudara a ponerse de pie.

—¿Y en qué creéis que emplea su tiempo el Ajah Rojo, Androl? ¿En estar sentado y protestar sobre los hombres? Nos entrenamos para luchar contra encauzadores.

Percibió el respeto de Androl mientras él se afanaba en tirar de Welyn, meterlo en el edificio y cerrar la puerta; después oteó por la ventana para comprobar que nadie había visto nada. Se apartó enseguida y encauzó para crear una luz.

Pevara inhaló y levantó una mano para apoyarse en la pared. Androl la observó intensamente.

—Hemos de llevaros a uno de los otros para la Curación —dijo.

—Me pondré bien. Sólo me he dado un golpe en la cabeza y estoy aturdida, pero se me pasará.

—Dejadme que os mire —pidió Androl, que se acercó con la luz flotando a su lado. Pevara le permitió que se entretuviera un momento examinándole los ojos y tanteándole la cabeza en busca de chichones. Le acercó la luz a los ojos—. ¿Os duele si la miráis?

—Sí —admitió al tiempo que apartaba la vista.

—¿Náuseas?

—Un poco.

Él gruñó y entonces sacó un pañuelo del bolsillo y lo mojó con agua de su petaca. Adoptó una expresión concentrada y la luz se apagó. El pañuelo sonó al escurrirlo y se lo tendió. Estaba helado.

—Sostenedlo contra la herida —le dijo—. Decidme si empezáis a sentiros adormilada. Podría empeorar vuestro estado si os dormís.

—¿Estáis preocupado por mí? —preguntó divertida, e hizo lo que le decía.

—Es más bien… ¿Cómo era eso que me dijisteis antes? ¿Cuidar de nuestros activos?

—Sí, seguro. —Pevara apretó el helado vendaje contra la cabeza—. ¿De modo que también tenéis conocimientos de medicina de campaña?

—Una vez estuve de aprendiz con una Mujer Sabia de una ciudad —contestó Androl con aire ausente mientras se arrodillaba para atar a los hombres caídos.

Pevara agradeció poder soltar los tejidos de Aire con los que los sujetaba, pero mantuvo los escudos.

—¿Una Mujer Sabia tomó de aprendiz a un hombre? —inquirió, sin salir de su asombro.

—Al principio no —confesó él—. Es… una larga historia.

—Excelente; una historia larga impedirá que me quede dormida hasta que los otros vengan a buscarnos.

Emarin y los demás habían recibido instrucciones de salir y dejarse ver a fin de establecer una coartada para el grupo en caso de que la desaparición de Dobser llamara la atención.

Androl la miró y acercó la luz. Después se encogió de hombros y siguió con lo que estaba haciendo.

—Todo comenzó cuando perdí a un amigo por las fiebres durante una temporada de pesca del cazón en Mayene. Cuando regresé al continente, empecé a pensar que podríamos haber salvado a Sayer si cualquiera de nosotros hubiera sabido qué hacer. Así que fui a buscar a alguien que pudiera enseñarme…