32
Una araña de flor amarilla
La damane mantenía abierto un agujero en el suelo para Mat desde el que se contemplaba el campo de batalla, allá abajo.
Mat se frotó el mentón, todavía impresionado a pesar de que había utilizado esos agujeros durante la última hora, más o menos, desde que contrarrestó la trampa que Bryne había puesto a los ejércitos de Egwene. Había enviado más escuadrones de caballería seanchan para reforzar ambos flancos de sus tropas en el río, y más damane para repeler los ataques de encauzadores sharaníes y detener el flujo de trollocs que presionaban contra los defensores.
Por supuesto, esto no era tan válido como estar abajo, en el campo de batalla. Quizá debería salir otra vez y combatir un poco más. Echó una ojeada a Tuon, que se encontraba sentada en el trono —uno enorme, de diez pies de alto— a un lado del pabellón de mando. Tuon lo estaba mirando y entrecerró los ojos, como si pudiera leerle los pensamientos.
«Es Aes Sedai —se dijo Mat—. Oh, no puede encauzar… Aún no se ha permitido aprender. Pero de todos modos es una puñetera Aes Sedai. Y me he casado con ella».
No obstante, también era increíble. Cada vez que Tuon daba órdenes, él sentía un estremecimiento; lo hacía con tanta naturalidad… Podría darles lecciones a Elayne y a Nynaeve. Tuon estaba preciosa en ese trono. Mat dejó que los ojos se le llenaran de ella, con lo que se ganó una mirada ceñuda, algo completamente injusto. Si un hombre no podía lanzar una mirada procaz a su esposa, entonces ¿a quién podía echársela?
Mat se volvió a mirar el campo de batalla.
—Buen truco —dijo al tiempo que se inclinaba para meter la mano a través de agujero.
Se hallaban a mucha altura. Si se caía, antes de estrellarse tendría tiempo para tararear tres estrofas de Ella no tiene tobillos, que yo vea. Puede que incluso pudiera repetir el estribillo.
—Ésta aprendió a hacerlo observando los tejidos de las Aes Sedai —dijo la sul’dam refiriéndose a su nueva damane.
Catrona, la sul’dam, casi se atragantó con las palabras «Aes Sedai». Mat la comprendía muy bien. Pronunciarlas debía de ser un mal trago para ella.
Mat no miró con demasiada intensidad a la damane, ni los tatuajes de ramas florecientes que le marcaban las mejillas como unas manos que le rodearan la cara. Él era responsable de que la hubieran capturado. Era mejor eso que estar luchando por la Sombra, ¿no?
«Rayos y centellas —se dijo para sus adentros—. Menuda labor estás haciendo con vistas a convencer a Tuon de que no utilice damane, Matrim Cauthon, si tú capturas una…»
Era desconcertante lo pronto que la sharaní se había acomodado a su cautividad. Todas las sul’dam lo habían comentado. Apenas un momento de resistencia y, acto seguido, absoluta sumisión. Habían esperado que una damane recién capturada tardara meses en estar bien entrenada, y sin embargo aquélla estaba preparada en horas. Catrona había sonreído casi con satisfacción, como si fuera ella personalmente la responsable de la adaptación de la sharaní.
Ese agujero era extraordinario. Mat se encontraba justo al borde, mirando el mundo desde arriba, contando las compañías y los escuadrones mientras tomaba nota mentalmente de sus posiciones. Se preguntó qué habría hecho Classen Bayor con un acceso así. Tal vez la Batalla de Kolesar habría tenido un desenlace distinto. Nunca habría perdido a su caballería en la ciénaga, eso seguro.
Las fuerzas de Mat seguían conteniendo a las de la Sombra en la frontera oriental de Kandor, pero él no estaba contento con la situación actual. La naturaleza de la trampa de Bryne había sido sutil y tan difícil de detectar como una araña de flor amarilla agazapada en un pétalo. Así era como Mat lo había comprendido. Hacía falta ser un verdadero genio militar para poner al ejército en tan mala situación sin que pareciera estarlo. Ese tipo de cosas no ocurrían por casualidad.
Mat había perdido más hombres de los que quería contar. Su gente estaba sufriendo una gran presión contra el río, y Demandred —a despecho de que siguiera bramando por el Dragón Renacido— no dejaba de poner a prueba las defensas de Mat tratando de encontrar un punto débil, mandando un asalto de caballería pesada contra un lado, luego un ataque de arqueros sharaníes y una carga trolloc por el otro. En consecuencia, Mat tenía que mantener una vigilancia constante sobre los movimientos de Demandred para poder contrarrestarlos a tiempo.
La noche no tardaría en caer. ¿Se retiraría la Sombra? Los trollocs podían luchar en la oscuridad, pero probablemente esos sharaníes no. Mat dio otra tanda de órdenes, y los mensajeros galoparon a través de accesos para transmitirlas. Parecía que sólo habían pasado unos instantes cuando sus tropas, allá abajo, respondieron.
—Tan rápido… —musitó Mat.
—Esto cambiará el mundo —dijo el general Galgan—. Los mensajeros pueden responder al instante; los comandantes pueden observar las batallas y planear sobre la marcha.
Mat mostró su acuerdo con un gruñido.
—Sin embargo —replicó—, apuesto que habrá que esperar toda la puñetera noche para que llegue la cena de la tienda de comedor.
Cosa increíble, Galgan sonrió. Era como ver un peñasco partirse por la mitad.
—Decidme, general —intervino Tuon—. ¿Qué juicio os merecen las habilidades de nuestro consorte?
—Ignoro dónde lo encontrasteis, Altísima Señora, pero es un diamante de gran valor. Lo he observado estas últimas horas mientras rescataba a las fuerzas de la Torre Blanca. A pesar de su estilo poco… convencional, rara vez he visto un jefe de combate tan dotado como él.
Tuon no sonrió, pero Mat notó en sus ojos que se sentía complacida. Eran unos ojos bonitos. Y, de hecho, con Galgan comportándose de una forma menos hosca, a lo mejor no sería un lugar tan malo para vivir, después de todo.
—Gracias —dijo entre dientes a Galgan cuando los dos se inclinaron por el agujero para estudiar el campo de batalla allá abajo.
—Me considero un hombre sincero, mi príncipe —contestó Galgan, que se frotó la mejilla con un dedo calloso—. Serviréis bien al Trono de Cristal. Sería una lástima veros asesinado demasiado pronto. Me aseguraré de que los primeros que mande por vos estén poco entrenados, para que así podáis pararlos con facilidad.
Mat notó que se había quedado boquiabierto. El hombre decía aquello con absoluta franqueza, casi con afecto. ¡Como si estuviera planeando hacerle un favor al intentar asesinarlo!
—Los trollocs que están ahí —señaló un grupo de bestias, abajo— se retirarán enseguida.
—Estoy de acuerdo —convino Galgan.
—Tendremos que ver qué hace Demandred con ellos. —Mat se rascó el mentón—. Me preocupa que los sharaníes intenten meter a escondidas a algunas de sus marath’damane en nuestro campamento durante la noche. Demuestran una entrega extraordinaria a su causa. O una estúpida indiferencia por su supervivencia.
Las Aes Sedai y las sul’dam no eran precisamente apocadas, pero por lo general eran precavidas. Por el contrario, los encauzadores sharaníes eran cualquier cosa menos prudentes, sobre todo los hombres.
—Conseguidme algunas damane para que creen luces en el río —dijo Mat—. Que el campamento quede en aislamiento, con un círculo de damane separadas a intervalos, atentas a que alguien encauce. Nadie tiene que encauzar, ni siquiera para encender una puñetera vela.
—A las… Aes Sedai quizá no les guste eso —opinó el general Galgan.
También él titubeó antes de usar las palabras «Aes Sedai». Habían empezado a utilizar esa denominación en lugar de marath’damane por orden de Mat, orden que él había esperado que Tuon rescindiera. No lo había hecho.
Tylee entró en el recinto. Alta y con la cara marcada por una cicatriz, la mujer de tez oscura caminaba con la confianza de quien ha sido militar durante mucho tiempo. Llevaba la ropa manchada de sangre y la armadura abollada; se postró delante de Tuon. Su legión había recibido una paliza ese día, y probablemente ella se sentía como una alfombra después de que un ama de casa le hubiera dado una buena tunda con el sacudidor.
—Me preocupa nuestra posición aquí. —Mat volvió junto al agujero y se agachó para mirar abajo.
Como había pronosticado, los trollocs empezaban a retroceder.
—¿En qué sentido? —preguntó el general Galgan.
—Hemos exprimido a nuestras encauzadoras hasta la médula —explicó Mat—. Y tenemos el río a la espalda, una posición difícil de defender a largo plazo, sobre todo contra un ejército tan numeroso. Si encauzan algunos accesos y mueven parte del ejército sharaní a este lado del río durante la noche, podrían aplastarnos.
—Entiendo lo que decís. —Galgan meneó la cabeza—. Dada su impresionante potencia combativa, seguirán desgastándonos hasta que estemos tan débiles que podrán echarnos un lazo al cuello y apretarlo.
Mat miró directamente a Galgan.
—Creo que ha llegado el momento de que abandonemos esta posición —declaró.
—Estoy de acuerdo en que ésa parece ser la única medida razonable que podemos tomar. —El general asintió con la cabeza—. ¿Por qué no elegir un campo de batalla más conveniente para nosotros? ¿Vuestras amigas de la Torre Blanca aceptarían un repliegue?
—Veremos. —Mat se incorporó—. Que alguien vaya en busca de Egwene y las Asentadas.
—No vendrán —dijo Tuon—. Las Aes Sedai no se reunirán con nosotros aquí. Y dudo que esa Amyrlin acepte que yo vaya a su campamento con la protección que requeriría mi desplazamiento.
—Bien. —Mat movió la mano hacia el acceso en el suelo, que la damane estaba cerrando—. Usaremos un acceso y hablaremos a través de él, como si fuera una puerta.
Tuon no hizo objeciones, por lo que Mat envió mensajeros. Se tardó un poco en hacer los preparativos, pero a Egwene pareció gustarle bastante la idea. Tuon se entretuvo durante la espera haciendo que movieran el trono al otro extremo del recinto; Mat no tenía ni idea de por qué. Después empezó a darle la lata a Min.
—¿Y éste? —preguntó Tuon mientras un larguirucho miembro de la Sangre entraba y hacía una reverencia.
—Se casará pronto —respondió Min.
—Antes tienes que dar el augurio, y la interpretación después, si quieres —dijo Tuon.
—Sé exactamente lo que significa ese augurio —protestó Min. Estaba instalada en un trono más pequeño al lado del de Tuon. Iba tan engalanada con delicadas telas y encajes que podrían haberla confundido con un ratón escondido en un fardo de seda—. A veces lo sé de inmediato y…
—Darás primero el augurio —la interrumpió Tuon sin cambiar el tono de voz—. Y te dirigirás a mí como Altísima Señora. Es un gran honor el que se te concede al poder hablar conmigo directamente. Que el comportamiento del Príncipe de los Cuervos no te sirva de modelo.
Min guardó silencio, pero no parecía acobardada. Había pasado demasiado tiempo cerca de Aes Sedai para dejarse amedrentar por Tuon. Eso le dio que pensar a Mat. Él ya tenía una ligera idea de lo que Tuon podría ser capaz si Min llegaba a disgustarla. La amaba. Luz, estaba muy seguro de que la amaba. Pero también se permitía tenerle un poco de miedo.
Tendría que estar pendiente para que Tuon no decidiera «educar» a Min.
—El augurio para ese hombre —dijo Min, que controlaba el tono de voz con cierta dificultad, al parecer— es una puntilla de encaje blanco ondeando en un estanque. Sé que significa su matrimonio en un futuro próximo.
Tuon asintió con la cabeza y movió los dedos hacia Selucia. El hombre del que hablaban pertenecía a la Sangre baja, un rango que no era lo bastante alto para hablar directamente con Tuon. Inclinó tanto la cabeza hacia el suelo al hacer la reverencia que parecía estar fascinado con escarabajos y tratar de recoger un espécimen.
—Lord Gokhan de la Sangre —dijo Selucia, poniendo voz a las palabras de Tuon— será trasladado al frente de batalla. Tiene prohibido casarse hasta que este conflicto acabe. Los augurios han hablado y vivirá bastante tiempo para encontrar una esposa, por lo cual estará protegido.
Min torció el gesto y abrió la boca, probablemente para hacer alguna objeción sobre que aquello no funcionaba así. Mat logró menear la cabeza cuando Min lo miró y ella dio marcha atrás.
Tuon hizo que entrara el siguiente. Era una joven soldado que no pertenecía a la Sangre. La mujer tenía la tez clara y un rostro que no era nada feo, si bien Mat no podía apreciar gran cosa de lo que había debajo de esa armadura. De hecho, las armaduras de los hombres y las de las mujeres no se diferenciaban gran cosa, lo cual era una pena. Mat le había preguntado a un armero seanchan si ciertas zonas del peto de las mujeres no deberían estar «realzadas», por así decir, y el armero lo había mirado como si fuera imbécil. Luz, esta gente no tenía sentido de la moralidad. Un tipo necesitaba saber si estaba luchando contra una mujer en el campo de batalla. Era lo lógico.
Mientras Min daba los augurios, Mat se sentó en su silla y puso los pies en la mesa de los mapas a la vez que sacaba la pipa del bolsillo. Era bastante guapa, esa soldado, aunque no pudiera ver las partes importantes. Podría ser una buena pareja para Talmanes. Ese hombre dedicaba muy poco tiempo a mirar a las mujeres. Talmanes era tímido cuando había mujeres cerca, vaya si lo era.
Mat hizo caso omiso de las miradas de los que lo rodeaban cuando inclinó la silla hacia atrás, dejándola apoyada en dos patas; plantó bien los talones en la mesa y llenó la pipa. Qué susceptibles podían ser los seanchan.
No estaba seguro sobre la opinión que le merecía el hecho de que tantas mujeres seanchan fueran soldados. Muchas de ellas le recordaban a Birgitte, lo cual le parecía bien. Mat preferiría pasar una velada en la taberna con ella que con la mitad de los hombres que conocía.
—Serás ejecutada —dijo Tuon a través de Selucia, dirigiéndose a la soldado.
Faltó poco para que Mat se cayera de la silla. Agarró la mesa que tenía delante, y las patas de la silla golpearon con fuerza en el suelo.
—¿Qué? —demandó Min—. ¡No!
—Viste el signo del jabalí blanco —dijo Tuon.
—¡Pero no sé el significado!
—El jabalí es el símbolo de un Handoin, uno de mis rivales en Seanchan —explicó Tuon con paciencia—. El jabalí blanco es un augurio de peligro, quizá de traición. Esta mujer trabaja para él o lo hará en el futuro.
—¡No podéis ejecutarla!
Tuon parpadeó una vez y miró fijamente a Min. El recinto pareció oscurecerse, helarse. Mat se estremeció. No le gustaba cuando Tuon se ponía así. Esa mirada suya… Parecía la de otra persona. Una persona sin compasión. Una estatua tenía más vida en ella.
Cerca, Selucia movió los dedos hacia Tuon y ella los miró, tras lo cual asintió con la cabeza.
—Eres mi Palabra de la Verdad —le dijo a Min, aunque casi a regañadientes—. Puedes corregirme en público. ¿Ves un error en mi decisión?
—Sí, lo veo —contestó Min sin alterarse—. No usáis mi habilidad como deberíais.
—¿Y cómo debería hacerlo? —preguntó Tuon.
La soldado a quien había condenado a muerte seguía postrada en el suelo, tendida boca abajo. No había hecho objeción alguna; con su rango no podía dirigirse a la emperatriz. Pertenecía a una clase social tan baja que incluso hablarle a otra persona en presencia de Tuon sería un agravio.
—Lo que alguien «podría» hacer no es motivo para matar a esa persona —dijo Min—. No es mi intención faltaros al respeto; pero, si vais a matar gente por lo que yo os diga, no hablaré.
—Se te puede obligar a hacerlo.
—Intentadlo —replicó Min con voz queda. Mat dio un brinco. Maldición, Min mostraba un aire tan frío como el de Tuon un momento antes—. Veremos cómo os trata el Entramado, emperatriz, si torturáis a la portadora de augurios.
Entonces Tuon sonrió.
—Le estás tomando el gusto a esto —le dijo a Min—. Explícame lo que quieres, portadora de augurios.
—Os diré lo que veo —contestó Min—. Pero, de ahora en adelante, las interpretaciones, ya sean las mías o las que vos leáis en las imágenes, han de llevarse a cabo con discreción. Tratar esos temas entre las dos sería lo mejor. Podéis vigilar a alguien por algo que yo haya visto, pero no castigarlo a menos que lo sorprendáis haciendo algo. Dejad libre a esta mujer.
—Que así sea —asintió Tuon—. Eres libre —dio Voz a través de Selucia—. Vive siendo leal al Trono de Cristal. Se te estará vigilando.
La mujer se incorporó, hizo una profunda reverencia y después salió del recinto con la cabeza inclinada. Mat atisbó un hilillo de sudor que se deslizaba por un lado de la cara. Así que no era una estatua.
Se volvió a mirar a Tuon y a Min. Todavía estaban las dos con la mirada trabada. No había cuchillos, pero la sensación era como si alguien hubiera sido apuñalado. Ojalá Min aprendiera a mostrar un poco más de respeto. Uno de estos días iba a tener que sacarla a la rastra de la compañía de los seanchan, un paso por delante del verdugo; de eso no le cabía duda.
Un acceso se abrió de repente en el aire, en el lado del recinto donde Tuon había indicado que debería hacerse. De pronto se le ocurrió a Mat la razón de que se hubiera cambiado el trono de sitio. Si hubieran capturado a cualquiera de las damane o de los mensajeros que entraban en el puesto de mando y lo hubieran obligado a decir dónde se sentaba Tuon, una Aes Sedai podría haber abierto un acceso justo donde estuviera el trono y la habría partido en dos. Era tan improbable que daba risa —una Aes Sedai volaría antes que matar a alguien que no fuera un Amigo Siniestro—, pero Tuon no corría riesgos.
El acceso se abrió y dejó a la vista a las Asentadas de la Antecámara de la Torre reunidas en una tienda. Detrás de ellas, Egwene estaba acomodada en un gran sillón. El solio de la Sede Amyrlin, comprendió Mat. «Rayos y centellas… Ha hecho que vayan a buscarlo».
Egwene tenía aspecto de estar agotada, aunque se le daba bien ocultarlo. Las otras no se encontraban en mejor estado. Las Aes Sedai habían estado esforzándose hasta el límite. Si Egwene fuera un soldado, Mat no la habría mandado a la batalla. Rayos y centellas… Si tuviera un soldado con ese tono en la piel y esa mirada en los ojos, le habría ordenado al tipo que se fuera a la cama durante una semana.
—Sentimos curiosidad por saber el propósito de esta reunión —dijo Saerin con voz calmada.
Silviana ocupaba un sillón más pequeño, al lado de Egwene, y las otras hermanas se habían agrupado por Ajahs. Faltaban algunas, incluida una de las Amarillas, según las cuentas de Mat.
Tuon le hizo un gesto con la cabeza. Él tenía que dirigir la reunión. Él la saludó con una ligera inclinación del sombrero, por lo que se ganó que ella enarcara una ceja… a medias. El aire peligroso había desaparecido, aunque seguía siendo la emperatriz.
—Aes Sedai —saludó Mat mientras se ponía de pie; también saludó a las Asentadas tocándose el sombrero—. El Trono de Cristal agradece que hayáis entrado en razón y nos dejéis dirigir la jodida batalla.
A Silviana se le desorbitaron los ojos como si alguien acabara de darle un pisotón. Con el rabillo del ojo, Mat captó un atisbo de sonrisa en los labios de Tuon. Rayos y truenos, las dos ya tendrían que saber que no deberían animarlo de ese modo.
—Tan elocuente como siempre, Mat —dijo Egwene con sequedad—. ¿Todavía conservas tu mascota, el zorro?
—En efecto. Está acurrucado en su sitio, cómodo y calentito.
—Cuídalo bien —le aconsejó Egwene—. No querría verte sufrir la suerte de Gareth Bryne.
—Así que era Compulsión, ¿verdad? —preguntó Mat.
Egwene le había mandado aviso.
—Es lo que creemos que ha pasado —contestó Saerin—. Me han dicho que Nynaeve Sedai puede ver los tejidos en la mente de una persona, pero ninguna de nosotras sabe cómo hacerlo.
—Tenemos a nuestras Curadoras examinando a Bryne —dijo una fornida Aes Sedai domani—. De momento, no podemos fiarnos de ningún plan de batalla en el que él haya intervenido, al menos hasta que determinemos cuánto tiempo lleva dominado por la Sombra.
—Es lógico —contestó Mat—. Además, tenemos que retirar nuestras fuerzas del vado.
—¿Por qué? —demandó Lelaine—. Hemos logrado estabilizarnos aquí.
—No lo bastante bien —dijo Mat—. No me gusta este terreno y no deberíamos combatir donde no nos interesa hacerlo.
—No me gusta la idea de ceder una pulgada más a la Sombra —arguyó Saerin.
—El paso que cedemos ahora, puede aportarnos dos mañana —fue la respuesta de Mat.
El general Galgan se mostró de acuerdo con un murmullo, y Mat comprendió que acababa de citar a Hawkwing.
Saerin frunció el entrecejo. Al parecer las otras dejaban que fuera ella la que llevara la voz cantante en la reunión. Egwene, sentada detrás y con los dedos enlazados ante sí, apenas intervenía.
—Probablemente tendría que deciros que nuestro gran capitán no fue el único objetivo de la Sombra. Davram Bashere y lord Agelmar también intentaron conducir a sus respectivos ejércitos a la destrucción. Elayne Sedai hizo un gran trabajo en su batalla y destruyó un gran número de trollocs, pero lo consiguió sólo gracias a la llegada de la Torre Negra. Los fronterizos han sido aplastados, y han perdido casi dos tercios de sus efectivos.
Mat se quedó helado. ¿Dos tercios? ¡Luz! Los fronterizos se contaban entre las mejores tropas que tenía la Luz.
—¿Y Lan? —preguntó.
—Lord Mandragoran está vivo —contestó Saerin.
Bueno, eso ya era algo.
—¿Y qué ha pasado con el ejército de la Llaga?
—Lord Ituralde cayó en batalla —repuso Saerin—. Nadie parece saber con certeza qué le ocurrió.
—Todo esto estaba muy bien planeado —dijo Mat, cuya mente trabajaba a toda velocidad—. Rayos y centellas. Intentaban aplastar los cuatro frentes de batalla al mismo tiempo. No me puedo imaginar la cantidad de coordinación que haría falta…
—Como ya he comentado —intervino Egwene en voz queda—, debemos tener mucho cuidado. Mantén ese zorro tuyo cerca, a todas horas.
—¿Qué piensa hacer Elayne? —inquirió Mat—. ¿Sigue teniendo el mando de los ejércitos?
—En este momento Elayne Sedai se ocupa de ayudar a los fronterizos —repuso Saerin—. Nos ha explicado que podemos dar por perdida Shienar, y ha encargado a los Asha’man que trasladen el ejército de lord Mandragoran a un lugar seguro. Ella planea llevar mañana a su ejército a través de accesos para contener a los trollocs en la Llaga.
—No —contestó Mat, que negó con la cabeza—. Tenemos que agruparnos todos para presentar una defensa unificada. —Vaciló un momento—. ¿Podríamos traerla a través de uno de estos accesos? Al menos para estar en contacto con ella.
Las Aes Sedai no tuvieron nada que objetar a esa idea. Poco después, otro acceso se abría en la tienda donde estaban reunidas Egwene y las Asentadas. A pesar del hinchado vientre por el embarazo, Elayne avanzó a zancadas, con los ojos casi echando fuego. Detrás de ella, Mat atisbó soldados desmadejados que caminaban penosamente a través de un campo de batalla bajo un oscuro anochecer.
—Luz —dijo Elayne—. Mat, ¿qué es lo que quieres?
—¿Has ganado tu batalla? —le preguntó él.
—A duras penas, pero sí. Los trollocs han sido destruidos en Cairhien. La ciudad también está a salvo.
—Bien —aprobó Mat—. Necesito replegarnos de nuestra posición aquí.
—De acuerdo. Quizá podamos combinar vuestra fuerza con lo que queda de los fronterizos.
—Quiero hace algo más que eso, Elayne —declaró Mat, que se acercó—. Esta estratagema que organizó la Sombra… era muy astuta, Elayne. Jodidamente astuta. Estamos sangrando y casi destrozados. Ya no podemos permitirnos el lujo de combatir en varios frentes.
—Entonces, ¿qué?
—Un último reducto de resistencia —contestó con suavidad—. Todos nosotros, juntos, en un sitio donde el terreno nos favorezca.
Elayne guardó silencio y alguien le llevó una silla para que se sentara junto a Egwene. Mantenía la apostura de una reina, pero el cabello despeinado y la ropa quemada en varios sitios revelaban por lo que había pasado. Mat olía el humo procedente del campo de batalla, donde el acceso seguía abierto.
—Eso suena desesperado —dijo por fin Elayne.
—Porque lo estamos —apuntó Saerin.
—Deberíamos preguntar a nuestros comandantes… —Elayne dejó la frase sin acabar—. Si es que queda alguno del que se pueda esperar razonablemente que no está sometido a la Compulsión.
—Sólo hay uno —dijo Mat con gravedad mientras le sostenía la mirada—. Y te está diciendo que estamos acabados si seguimos como ahora. El plan anterior era muy bueno, pero después de los efectivos que hemos perdido hoy… Elayne, estamos muertos a menos que elijamos un lugar donde reunirnos, resistir y luchar.
Una última tirada de dados. Elayne permaneció pensativa un tiempo.
—¿Dónde? —preguntó por fin.
—¿Tar Valon? —sugirió Gawyn.
—No —replicó Mat—. Lo asediarían y seguirían adelante. No puede ser una ciudad donde nos quedaríamos atrapados. Lo que nos interesa es un territorio que funcione a nuestro favor, así como una tierra que no pueda alimentar a los trollocs.
—Bueno, un lugar en las Tierras Fronterizas debería servir para eso —dijo Elayne con una mueca—. El ejército de Lan ha quemado casi todas las ciudades y los campos por los que ha pasado para privar de recursos a los trollocs.
—Mapas —ordenó Mat con un gesto de la mano—. Que alguien me consiga mapas. Necesitamos una ubicación al sur de Shienar o Arafel. Algún lugar lo bastante cerca para que le resulte tentador a la Sombra, un sitio en el que pueda combatirnos a todos juntos…
—Mat, ¿y eso no le facilitará lo que quiere? —preguntó Elayne—. ¿Una ocasión para aniquilarnos a todos?
—Sí —respondió con suavidad Mat mientras las Aes Sedai le mandaban mapas; tenían marcas, anotaciones que parecían hechas por la mano del general Bryne, a juzgar por lo que decían—. Tenemos que ser un objetivo tentador. Tenemos que atraerlos, combatirlos y, una de dos: derrotarlos o perecer en el intento.
Una lucha prolongada le vendría bien a la Sombra. Una vez que los trollocs suficientes llegaran a las tierras meridionales, no habría forma de pararlos. Tenían que ganar o perder con rapidez.
Una última tirada a los dados. Y tanto que sí.
Mat señaló un punto en los mapas, un sitio que Bryne tenía con anotaciones. Buen abastecimiento de agua, buen punto de confluencia de colinas y ríos.
—Este sitio… Merrilor. ¿Lo habéis estado utilizando como un depósito de abastecimiento?
Saerin soltó una suave risita.
—Así pues, regresamos a donde empezamos, ¿eh? —comentó.
—Tiene algunas fortificaciones pequeñas —informó Elayne—. Los hombres construyeron una empalizada a un lado, y podríamos ampliarla.
—Es lo que necesitamos —dijo Mat mientras imaginaba una batalla allí.
Merrilor los situaba donde los dos principales ejércitos trollocs podían confluir para intentar aplastar a los humanos entre ambos. Sería muy tentador. Pero el terreno sería maravilloso para que Mat lo utilizara…
Sí. Sería como la Batalla de la Angostura Priya. Si situaba arqueros a lo largo de esos riscos —no, mejor dragones— y si podía dar unos cuantos días de descanso a las Aes Sedai… La Angostura Priya. Allí había contado con la utilización de un gran río para coger en la trampa al ejército hamareano en la entrada del paso. Pero cuando hizo saltar la trampa, el maldito río se quedó seco; los hamareanos lo habían represado al otro lado de la Angostura. Pasaron por el lecho del río y escaparon sin dejar rastro.
«Ésa es una lección que nunca olvidaré», pensó.
—Este lugar servirá —dijo Mat, con la mano en el mapa—. ¿Elayne?
—Adelante —accedió ella—. Espero que sepas lo que haces, Mat.
Cuando dijo aquello, los dados empezaron a rodar en la cabeza de Mat.
Galad cerró los ojos de Trom. Había buscado en el campo de batalla al norte de Cairhien durante más de una hora hasta encontrarlo. Trom se había desangrado y sólo unos pocos pliegues de su capa seguían siendo blancos. Galad le quitó los galones de oficial del hombro —que sorprendentemente no se habían manchado— y se incorporó.
Estaba cansado hasta la médula. Echó a andar de vuelta a través del campo de batalla y dejó atrás montones de muertos. Los grajos y los cuervos ya habían llegado y tapizaban el paisaje tras él. Una negrura ondulante, agitada, que cubría el suelo como moho. Había tantas aves carroñeras que desde lejos parecía como si el suelo se hubiera quemado.
De vez en cuando, Galad se cruzaba con hombres que, como él, buscaban amigos entre los muertos. Cosa sorprendente, había pocos saqueadores; en un campo de batalla había que estar alerta con esa clase de gente. Elayne había sorprendido a unos cuantos que intentaban escabullirse de Cairhien. Había amenazado con colgarlos.
«La guerra la ha endurecido —pensó Galad mientras regresaba al campamento andando con dificultad—. Eso está bien». De pequeña, a menudo tomaba decisiones guiada por el corazón. Ahora era una reina y actuaba como tal. En fin, ojalá estuviera en su mano poder enderezarla en cuanto a pautas de moral. No es que fuera mala persona, pero Galad querría que su hermana —al igual que otros monarcas— pudiera ver las cosas con la claridad que las veía él.
Empezaba a aceptar que no lo hicieran así. Empezaba a aceptar que no pasaba nada siempre y cuando intentaran hacerlo lo mejor posible. Lo que quiera que alentara en su interior que le permitía ver lo correcto de las cosas era, obviamente, un don de la Luz, y despreciar a otros porque no habían nacido con tal don era un error. Igual que sería un error despreciar a un hombre porque hubiera nacido con una sola mano y fuera, en consecuencia, peor espadachín.
Pasó por delante de muchos soldados vivos que se habían sentado en las escasas zonas del campo que no estaban manchadas de sangre o llenas de cadáveres. Esos hombres no parecían los vencedores de una batalla, a pesar de que la llegada de los Asha’man los había salvado del desastre. El truco de la lava le había dado al ejército de Elayne el respiro que necesitaba para reagruparse y atacar.
La batalla había sido rápida, pero brutal. Los trollocs no se rendían y tampoco se les podía permitir que abrieran una brecha y escaparan. Así que Galad y los otros habían seguido combatiendo, sangrando y muriendo mucho después de que resultara obvio que se alzarían con la victoria.
Los trollocs habían muerto. Los hombres que quedaban estaban sentados y contemplaban con fijeza los cadáveres que alfombraban el campo como si fueran incapaces de reaccionar ante la perspectiva de buscar a los escasos supervivientes entre los muchos millares de muertos.
El sol poniente y las nubes sofocantes enrojecían la luz y daban a los rostros un matiz como si estuvieran teñidos de sangre.
Galad llegó por fin a la alargada loma que había marcado la división entre los dos campos de batalla. La subió despacio, rechazando toda idea de lo agradable que sería tumbarse en una cama. O en un jergón, en el suelo. O en una piedra lisa, en un lugar apartado, donde echarse envuelto en la capa.
El aire fresco en lo alto de la loma lo pilló por sorpresa. Llevaba oliendo sangre y muerte tanto tiempo que ahora era el aire limpio lo que le olía raro. Sacudió la cabeza y siguió adelante pasando al lado de fronterizos que salían con paso cansino a través de accesos. Los Asha’man había ido al norte para contener a los trollocs a fin de que los ejércitos de lord Mandragoran pudieran escapar.
Por lo que Galad había oído, los ejércitos fronterizos habían quedado reducidos a una mínima parte de lo que eran antes. Quienes más habían sufrido por la traición de los grandes capitanes eran lord Mandragoran y sus hombres. Pensarlo ponía enfermo a Galad, porque la batalla de aquí no había sido un paseo para él ni para nadie de los que estaban con Elayne, sino una experiencia horrible, y a pesar de lo espantosa que había sido, a los fronterizos les había ido aún peor en la suya.
Le costó trabajo evitar que se le revolviera el estómago al contemplar desde lo alto de la loma el número ingente de aves carroñeras que habían acudido a darse un festín. Los esbirros del Oscuro caían y los esbirros del Oscuro se engullían a sí mismos.
Galad encontró por fin a Elayne. Las apasionadas palabras que dirigía a Tam al’Thor y a Arganda lo dejaron estupefacto.
—Mat tiene razón —decía—. El Campo de Merrilor es un buen campo de batalla. ¡Luz! Ojalá pudiera dar más tiempo a la gente para descansar. Tendremos sólo unos pocos días, una semana como mucho, antes de que los trollocs lleguen a Merrilor siguiendo nuestros pasos. —Meneó la cabeza—. Tendríamos que haberlo visto venir, tendríamos que haber sospechado el ataque de los sharaníes. Cuando todo parecía ir en su contra, por supuesto que era de esperar que el Oscuro se sacara unas cuantas cartas de la manga para ganar la partida.
El orgullo le exigía a Galad permanecer de pie mientras oía la conversación de Elayne con los otros comandantes. Sin embargo, por una vez, su orgullo no logró imponerse; Galad se sentó en una banqueta, inclinado hacia adelante.
—Galad —dijo Elayne—, te digo en serio que deberías dejar que uno de los Asha’man te aliviara la fatiga. Ese empeño de tratarlos como si fueran unos marginados es absurdo.
Galad se puso erguido.
—No tiene nada que ver con los Asha’man —espetó. Demasiado brusco y argumentador. Estaba cansado—. Este agotamiento me recuerda lo que hemos perdido hoy. Es una extenuación que mis hombres deben soportar, así que yo también lo haré, porque si no, olvidaré lo cansados que están y les exigiré más de lo debido.
Elayne lo miró con el entrecejo fruncido. Hacía mucho tiempo que a Galad había dejado de importarle si sus palabras la ofendían. Parecía que no podía opinar siquiera que hacía un día muy agradable o que su té estaba caliente sin que, de un modo u otro, se diera por ofendida.
Habría sido estupendo que Aybara no se hubiese ido. Ese hombre era un líder —uno de los pocos que Galad conocía— con quien podía hablar sin la preocupación de que pudiera ofenderlo. Quizá Dos Ríos sería un buen sitio para que un Capa Blanca se instalara.
Por supuesto, había una historia de ciertas hostilidades entre ellos. Tendría que trabajar en eso…
«Me he referido a mis compañeros como Capas Blancas —se dijo para sus adentros al cabo de un instante—. Así es como pienso en los Hijos ahora». Hacía mucho tiempo que no había hecho tal cosa de un modo inconsciente.
—Majestad —dijo Arganda.
Se encontraba al lado de Logain, el cabecilla de los Asha’man, y de Havien Nurelle, el nuevo comandante de la Guardia Alada. Talmanes, de la Compañía de la Mano Roja, subía penosamente con unos cuantos comandantes de los saldaeninos y de la Legión del Dragón. A corta distancia estaba sentado Haman, un Mayor de los Ogier; contemplaba fijamente el ocaso, con aire aturdido.
—Majestad —repitió Arganda—, soy consciente de que consideráis esto una gran victoria…
—Es que es una gran victoria —se adelantó Elayne—. Debemos persuadir a los hombres de que lo vean así. Hace menos de ocho horas, yo daba por hecho que todo nuestro ejército acabaría exterminado. Hemos vencido.
—Al precio de la mitad de nuestros efectivos —apuntó con suavidad Arganda.
—Seguiré considerando el resultado como una victoria —insistió Elayne—. Esperábamos una destrucción total.
—La única que ha sacado provecho hoy ha sido la muerte —comentó Nurelle en voz queda. Parecía angustiado.
—No —intervino Tam al’Thor—, ella tiene razón. Las tropas tienen que entender lo que se ha conseguido merced a la pérdida de tantas vidas. Hemos de enfocar esto como una victoria. Ha de recordarse así en los relatos, y a los soldados hay que convencerlos para que lo vean de ese modo.
—Eso es una mentira —dijo Galad, sorprendiéndose a sí mismo.
—No lo es —rebatió al’Thor—. Hoy hemos perdido muchos amigos. Luz, todos nosotros los hemos perdido. Sin embargo, que centremos la atención en la muerte es lo que el Oscuro quiere que hagamos. Os reto a que rebatáis mis palabras y digáis que me equivoco. Debemos mirar y ver Luz, no Sombra, o acabará engulléndonos a todos.
—Al vencer aquí —manifestó Elayne, que puso énfasis a propósito en la palabra «vencer»—, hemos ganado tiempo para darnos un respiro. Nos reuniremos en Merrilor, nos atrincheraremos allí y les plantaremos cara en ese último reducto.
—Luz —susurró Talmanes—. Vamos a pasar por lo mismo otra vez, ¿no es cierto?
—Sí, lo es —admitió Elayne a regañadientes.
Galad volvió la vista hacia los campos de muerte y se estremeció.
—Merrilor será peor —dijo luego—. La Luz nos ampare… Va a ser mucho peor.