9

Morir bien

Lan partió en dos la cabeza del Myrddraal, desde la crisma hasta el cuello. Hizo retroceder a Mandarb para apartarse del Fado, que se retorció violentamente mientras moría, de forma que las convulsiones zarandearon ambos trozos del cráneo desde el cuello. Una pútrida sangre negra se desparramó en la piedra regada ya con sangre una docena de veces.

—¡Lord Mandragoran!

Lan se volvió hacia la llamada. Uno de sus hombres señaló hacia atrás, donde se encontraba el campamento. Un chorro de brillante luz roja ascendía hacia el cielo.

«¿Ya es mediodía?», pensó Lan, que alzó la espada para ordenar la retirada a sus malkieri. Era el turno de las tropas kandoresas y arafelinas de entrar en combate; enseguida empezaron a disparar andanada tras andanada de flechas sobre la masa de trollocs.

El hedor era tremendo. Lan y sus hombres se alejaron a galope de las líneas del frente y pasaron junto a dos Asha’man y una Aes Sedai, Coladara, que había insistido en quedarse como consejera del rey Paitar; los tres encauzaron para prender fuego a los cadáveres. Eso dificultaría más el avance de la siguiente oleada de Engendros de la Sombra.

Los ejércitos de Lan habían seguido con su brutal trabajo de contener a los trollocs en el desfiladero, como brea que impedía que las rociadas de olas entraran en una barca que hacía agua. El ejército combatía en rotaciones cortas, una hora cada vez. Las hogueras y los Asha’man alumbraban el camino en la noche, sin dar a los Engendros de la Sombra la oportunidad de avanzar.

Después de dos días de agotadoras batallas, Lan sabía que esa táctica acabaría favoreciendo a los trollocs. Los humanos los estaban matando a carretadas, pero la Sombra llevaba años creando huestes de engendros. Cada noche, los trollocs se alimentaban de los muertos; no tenían que preocuparse por el problema de obtener suministros.

Lan se obligó a no encorvar los hombros mientras cabalgaba alejándose del frente para dejar sitio al siguiente grupo de sus tropas, pero habría querido tumbarse y dormir durante días. A pesar del gran número de efectivos que le había proporcionado el Dragón Renacido, a todos los hombres se les exigía que hicieran varios turnos en las primeras líneas del frente cada día. Lan siempre hacía unos cuantos más de los requeridos.

Encontrar el momento de dormir no era fácil para sus hombres, ya que también debían ocuparse del equipo, de recoger leña para las hogueras y de transportar suministros a través de los accesos. Observó a los que, junto a él, dejaban el frente atrás, y barajó ideas para hacer algo que les diera ánimos y brío. Cerca, el leal Bulen se iba doblando en la silla. Tendría que ocuparse de que ese hombre durmiera más, o…

Bulen se cayó de la montura.

Lan soltó una maldición, refrenó a Mandarb y desmontó de un salto. Corrió junto a Bulen y descubrió que el hombre tenía los ojos abiertos, mirando sin ver el cielo. También vio una enorme herida en el costado, donde la cota de malla estaba rota como una vela a la que el viento ha azotado más de la cuenta. Bulen se había tapado la herida poniéndose el tabardo encima de la armadura. Lan no había visto cuándo le habían dado y tampoco lo había visto cubrirse la herida.

«¡Necio!», pensó Lan mientras tocaba el cuello del hombre con los dedos.

No había pulso. Estaba muerto.

«¡Necio! —repitió Lan para sus adentros, e inclinó la cabeza—. Querías seguir a mi lado, ¿verdad? Por eso ocultaste la herida. Temías que muriera ahí fuera mientras a tú regresabas para la Curación.

»O era por eso, o es que no querías usar la fuerza de los encauzadores. Sabías que se les está exigiendo hasta el límite».

Prietos los dientes, Lan cogió en brazos el cadáver de Bulen y se lo cargó al hombro. Lo echó sobre el caballo del hombre y lo ató, atravesado en la silla. Parados a corta distancia, Andere y el príncipe Kaisel —que solía cabalgar con Lan junto con su pelotón de cien jinetes— observaban con gesto solemne. Consciente de los ojos de los hombres posados en él, Lan apoyó la mano en el hombro del cadáver.

—Combatiste bien, amigo mío —dijo—. Se cantarán elogios en tu honor durante generaciones. Que halles cobijo en la mano del Creador, y que el último abrazo de la madre te acoja en su seno. —Se volvió hacia los otros—. ¡No lo lloraré! ¡Llorar a los muertos es para quienes se lamentan, y yo no lamento lo que hacemos aquí! Bulen no habría podido tener una muerte mejor. No lloraré por él, ¡lo vitorearé!

Sujetando las riendas del caballo de Bulen, montó en la silla de Mandarb y se irguió, orgulloso. No dejaría que advirtieran su fatiga. Ni su pesar.

—¿Alguno de vosotros ha visto caer a Bakh? —preguntó a quienes cabalgaban cerca de él—. Llevaba una ballesta atada a la grupa de su caballo. Siempre llevaba esa cosa consigo. Juro que si se ha disparado con ella aunque sea sin querer, haré que los Asha’man lo cuelguen por los dedos gordos de los pies en lo alto de un despeñadero.

—Murió ayer cuando la espada se le quedó enganchada en la armadura de un trolloc. La soltó e intentó asir la otra, pero dos trollocs más lo desmontaron del caballo. Creí que había muerto entonces e intentaba llegar hasta él, cuando lo vi incorporarse con esa condenada ballesta y acertarle a un trolloc justo en el ojo, a dos pies de distancia; el virote le traspasó limpiamente el cráneo. El segundo trolloc lo hizo trizas, pero no antes de que consiguiera clavarle en el cuello el cuchillo de la bota. Te recuerdo, Bakh. Moriste bien.

Lan asintió con la cabeza. Cabalgaron en silencio unos segundos y entonces el príncipe Kaisel añadió:

—Ragon. También murió bien. Cargó con su caballo directamente contra un grupo de treinta trollocs que se nos echaban encima por el flanco.

—Sí, Ragon era un loco —dijo Andere—. Soy uno de los hombres que salvó. —Sonrió—. Sí que murió bien. Luz, y tanto que sí. Por supuesto, la mayor locura que he visto estos últimos días es lo que hizo Kragil cuando luchaba con ese Fado. ¿Alguno de vosotros lo vio…?

Para cuando llegaron al campamento, los hombres reían y ensalzaban a los caídos. Lan se apartó de ellos y llevó a Bulen hasta donde estaban los Asha’man. Vio a Narishma, que abría un acceso para una carreta de suministros.

—Lord Mandragoran… —dijo, saludándolo con una ligera inclinación de cabeza.

—Necesito dejarlo en algún sitio frío —contestó Lan mientras desmontaba—. Cuando esto haya terminado y Malkier haya sido reivindicado, querremos que haya un sitio apropiado para los valerosos caídos. Hasta entonces, no permitiré que se lo queme ni que se lo deje para que se pudra. Fue el primer malkieri que volvió con el rey de Malkier.

Narishma asintió con un cabeceo y las campanillas arafelinas tintinearon al final de las trenzas del hombre. Hizo pasar a la carreta y luego alzó la mano para que las demás se detuvieran. Cerró ese acceso y abrió uno en lo alto de una montaña.

A través del acceso sopló un viento helador. Lan bajó a Bulen del caballo. Narishma se acercó para ayudarlo, pero Lan le hizo un gesto para apartarlo y gruñó al aupar el cadáver para echárselo al hombro. Cruzó por el acceso a la nieve y al mordiente aire en las mejillas, que fue como si alguien se las hubiera cortado con un cuchillo.

Soltó a Bulen en el suelo, se arrodilló y le quitó el hadori de la cabeza, con suavidad. Lo llevaría él a la batalla —para que así Bulen pudiera seguir luchando— y después volvería a ponérselo al cadáver, cuando la batalla hubiese terminado. Una antigua tradición malkieri.

—Lo hiciste bien, Bulen —susurró Lan—. Gracias por no perder la fe en mí.

Se puso de pie haciendo crujir la nieve y salió por el acceso con el hadori en la mano. Narishma dejó que el acceso se cerrara y Lan preguntó por la ubicación de la montaña —en caso de que el Asha’man pereciera en el conflicto— para poder localizar a Bulen.

No podrían conservar así los cadáveres de todos los malkieri, pero era mejor uno que ninguno. Lan enrolló el hadori de cuero en la empuñadura de la espada, justo debajo de los gavilanes, y lo ató bien apretado. Le pasó las riendas de Mandarb a un mozo de cuadra y, levantando el índice delante de la nariz del animal, lo miró con fijeza a los brillantes ojos.

—Ni un mordisco más a los mozos de cuadra —reprendió al semental.

Hecho esto, Lan fue en busca de lord Agelmar. Encontró al comandante hablando con Tenobia, fuera del sector saldaenino del campamento. Cerca, hombres con los arcos preparados y situados en filas de doscientos vigilaban el cielo. Ya se habían dado varios ataques de Draghkar. Mientras Lan se acercaba, el suelo empezó a temblar y a retumbar.

Los soldados no gritaron. Estaban acostumbrados a eso. La tierra gemía.

La roca pelada del suelo se partió cerca de Lan, que saltó hacia atrás, alarmado, mientras las sacudidas proseguían, y vio unas minúsculas hendeduras que aparecían en la piedra, unas fracturas finas. En esas grietas había algo que estaba muy, muy mal. Eran demasiado oscuras, demasiado profundas. Aunque el área seguía sacudiéndose, se acercó y las observó con detenimiento intentando distinguirlas en detalle en medio del estruendo del terremoto.

Parecían grietas abiertas a la nada. Atraían la luz, la absorbían. Era como si mirara fracturas en la naturaleza de la propia realidad.

Las sacudidas cesaron. La oscuridad dentro de las grietas persistió durante unos segundos y después desapareció; las fracturas diminutas se convirtieron en hendiduras corrientes en la piedra. Cauteloso, Lan se arrodilló y las inspeccionó atentamente. ¿Había visto lo que creía? ¿Qué significaría?

Con un escalofrío, se puso de pie y siguió su camino.

«No son sólo los hombres los que están cada vez más cansados —pensó—. La madre se está debilitando».

Se apresuró a través del campamento saldaenino. De todos los que luchaban en el desfiladero, los saldaeninos eran los que tenían el campamento mejor cuidado, dirigido por las manos severas de las esposas de los oficiales. Lan había dejado a la mayoría de los malkieri no combatientes en Fal Dara, y las otras fuerzas habían ido con pocas personas que no fueran guerreros.

No era así como hacían las cosas los saldaeninos. Aunque normalmente no entraban en la Llaga, en los demás casos las mujeres acompañaban a sus esposos. Todas sabían luchar con cuchillos y defenderían su campamento hasta la muerte si llegaba el caso. Habían sido muy útiles en la tarea de reunir y distribuir víveres y atender a los heridos.

Tenobia discutía tácticas con Agelmar otra vez. Lan los oyó y vio que el gran capitán shienariano accedía a sus demandas con un cabeceo. El problema no era que la mujer no entendiera las cosas, sino que era demasiado atrevida. Quería que lanzaran un ataque en la Llaga para trasladar la lucha con los trollocs al territorio donde esos monstruos se reproducían.

Por fin reparó en Lan.

—Lord Mandragoran —saludó, mirándolo. Era una mujer bastante guapa, con fuego en los ojos y largo cabello negro—. ¿Vuestra última misión de combate ha tenido éxito?

—Han muerto más trollocs —dijo Lan.

—Libramos una batalla gloriosa —comentó ella con orgullo.

—He perdido a un buen amigo.

Tenobia se quedó callada y después lo miró a los ojos, tal vez buscando emoción en ellos. Lan no denotó ninguna. Bulen había muerto bien.

—Los hombres que combaten tienen gloria —dijo Lan—, pero la batalla en sí no es la gloria. Es lo que es, simplemente. Lord Agelmar, me gustaría hablar con vos.

Tenobia se apartó y Lan hizo un aparte con Agelmar. El viejo general miró a Lan con agradecimiento. Tenobia los observó un momento y después se alejó acompañada por dos guardias que la siguieron a toda prisa.

«En algún momento irá a combatir ella misma si no vigilamos sus pasos —pensó Lan—. Tiene la cabeza llena de cantares de gesta y relatos de juglares».

¿Acaso no acababa él de animar a sus hombres a contar esos mismos relatos? No. Había una diferencia; él percibía una diferencia. Enseñar a los hombres a aceptar que podrían morir y a venerar el honor de los caídos… Eso era diferente de entonar canciones sobre lo maravilloso que era luchar en el frente de la batalla.

Por desgracia, era preciso combatir para entender la diferencia. Quisiera la Luz que Tenobia no hiciera nada irreflexivo. Lan había visto muchos jóvenes con esa mirada en los ojos. En esos casos, la solución era trabajar con ellos durante unas cuantas semanas e instruirlos hasta el agotamiento de forma que sólo pensaran en dormir, no en la «gloria» que algún día alcanzarían. Dudaba que esa solución fuera apropiada para una reina.

—Se ha ido haciendo más temeraria desde que Kalyan se casó con Ethenielle —explicó lord Agelmar en voz baja mientras Lan y él caminaban a lo largo de las líneas de vanguardia y saludaban con la cabeza a los soldados con los que se cruzaban—. Creo que él sabría cómo quitarle esas ideas de la cabeza, aunque fuera sólo de forma pasajera. Pero ahora, sin estar él ni Bashere pendientes de ella… —Suspiró—. En fin, dejando eso a un lado, ¿qué necesitáis de mí, Dai Shan?

—Los hombres están luchando —contestó Lan—. Pero me preocupa lo cansados que están. ¿Podremos seguir frenando a los trollocs?

—Tenéis razón; el enemigo acabará abriéndose paso a la fuerza —se mostró de acuerdo Agelmar.

—Entonces ¿qué hacemos?

—Seguiremos luchando aquí —contestó Agelmar—. Y luego, una vez que no seamos capaces de contenerlos, nos retiraremos para ganar tiempo.

—¿Retirarnos? —Lan se puso tenso.

Agelmar asintió con la cabeza.

—Estamos aquí para demorar a los trollocs —dijo después el general shienariano—. Eso lo conseguiremos aguantando en esta posición durante un tiempo, y después nos retiraremos a través de Shienar, poco a poco.

—No he venido al desfiladero de Tarwin para retirarme, Agelmar.

—Dai Shan, esas palabras me llevan a pensar que habéis venido aquí a morir.

Lo cual no era más que la verdad.

—No abandonaré Malkier en manos de la Sombra por segunda vez, Agelmar. Vine al desfiladero, y los malkieri me siguieron hasta aquí, para demostrar al Oscuro que no nos había vencido. De hecho, irnos después de haber conseguido afianzarnos en una posición…

—Dai Shan —lord Agelmar habló en voz más baja, sin dejar de caminar—, respeto vuestra decisión de combatir. Todos la respetamos; vuestro viaje hacia aquí, solo, fue el acicate que movió a miles. Puede que no fuera ése vuestro propósito, pero sí era el que la Rueda tejió para vos. La determinación de un hombre, centrada en lo que es justo, es algo que no se toma a la ligera. Sin embargo, llega un momento en que uno relega sus anhelos para dar prioridad a lo que tiene más importancia.

Lan se detuvo y miró al anciano general.

—Cuidad lo que decís, lord Agelmar —advirtió—. Casi da la impresión de que me estáis llamando egoísta.

—Lo estoy haciendo, Lan. Y lo sois —repuso Agelmar.

Lan no se inmutó.

—Vinisteis para dar la vida por Malkier —prosiguió el general—. Eso, en sí mismo, es un gesto noble. No obstante, teniendo encima la Última Batalla, también es un despilfarro, una estupidez. Os necesitamos. Los hombres morirán por vuestra tozudez.

—No les pedí que me siguieran. ¡Luz! Hice todo lo posible para impedírselo.

—El deber es más pesado que una montaña, Dai Shan.

Esta vez sí que Lan acusó el golpe. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie lograba provocarle esa reacción con unas simples palabras? Recordó enseñar ese mismo concepto a un joven, allá en Dos Ríos. Un pastor, desconocedor del mundo, atemorizado por el destino que el Entramado le había deparado.

—El sino de algunos hombres es morir y eso los atemoriza —añadió Agelmar—. El de otros es vivir y dirigir, y para ellos es una carga. Si lo que queréis es seguir luchando aquí hasta que caiga el último hombre, podéis hacerlo, y ellos morirán cantando la gloria de la batalla. O podríais hacer lo que ambos necesitamos que hagáis: retirarnos cuando no tengamos más remedio, adaptarnos y continuar reteniendo a la Sombra para retardar su avance. Hasta que otros ejércitos tengan la posibilidad de enviarnos refuerzos.

»Contamos con una fuerza que tiene una movilidad excepcional. Cada ejército os ha enviado su mejor cuerpo de caballería. He visto nueve mil jinetes de la caballería ligera saldaenina realizar maniobras complejas con total precisión. Aquí podemos hacerle daño a la Sombra, pero ha quedado demostrado que su número de efectivos es demasiado grande. Más de lo que jamás imaginé que sería. Les haremos más daño al irnos retirando. Encontraremos la forma de castigarlos con cada paso que demos atrás. Sí, Lan. Me nombrasteis comandante general de campo. Y éste es el consejo que os doy. No ocurrirá hoy, o puede que no ocurra durante otra semana, pero al final tendremos que retroceder.

Lan siguió caminando en silencio. Antes de que tuviera oportunidad de formular una respuesta, vio estallar en el aire una luz azul. La señal de emergencia desde el desfiladero. Las unidades que acababan de rotar para actuar en el campo de batalla necesitaban ayuda.

«Lo pensaré», dijo Lan para sus adentros a los razonamientos del general. Desechando la fatiga, corrió hacia las hileras de caballos donde el mozo habría conducido a Mandarb.

No tenía por qué participar en esa salida. Acababa de regresar de cumplir un turno, pero de todos modos decidió ir. Se sorprendió llamando a voces a Bulen para que preparara su caballo, y se sintió como un estúpido. Luz, cómo se había acostumbrado a la ayuda de ese hombre.

«Agelmar tiene razón —pensó mientras los mozos de cuadra se peleaban por ensillar a Mandarb, el cual, percibiendo el estado de ánimo de su amo, se mostró inquieto—. Me seguirán. Como hizo Bulen. Los conduciré a la muerte en nombre de un reino desaparecido… Y yo marcharé también a la misma muerte… ¿Qué diferencia hay entre actuar así y el proceder de Tenobia?»

Poco después galopaba de vuelta a las líneas defensivas y allí se encontró con que los trollocs casi se habían abierto paso. Se unió a la concentración de tropas y, esa noche, aguantaron. A la larga no lo conseguirían. Y entonces ¿qué? Entonces… abandonaría otra vez Malkier y haría lo que debía hacerse.

El ejército de Egwene se había reunido en el sector meridional de Campo de Merrilor. Estaba previsto que Viajaran a Kandor después de que el contingente de Elayne hubiera accedido a Caemlyn. Los ejércitos de Rand aún no habían entrado en Thakan’dar, sino que se habían desplazado a áreas temporales de estacionamiento, en la zona septentrional de Campo de Merrilor, donde era más fácil aprovisionarse de suministros. Él afirmaba que no era el momento adecuado para lanzar su ataque; quisiera la Luz que estuviera haciendo progresos con los seanchan.

Desplazar a tanta gente era un tremendo quebradero de cabeza. Las Aes Sedai creaban accesos en una extensa hilera, como puertas situadas a un lado de un gran salón de banquetes. Los soldados se apelotonaban a la espera de que llegara su turno de pasar. Muchas de las encauzadoras más fuertes se abstenían de colaborar; al cabo de poco tendrían que encauzar en combate, y la creación de accesos sólo les haría consumir la fuerza tan necesaria para la importante tarea que había dado comienzo.

Ni que decir tiene que los soldados abrieron paso a la Amyrlin. Con las unidades de vanguardia en su puesto y un campamento establecido al otro lado, había llegado el momento de que cruzara ella. Había pasado toda la mañana reunida con la Antecámara para repasar los informes sobre los suministros y el reconocimiento del terreno. Se alegraba de haber permitido que la Antecámara desempeñara un papel importante en la guerra. Las Asentadas tenían un montón de sabiduría que ofrecer; muchas de ellas habían vivido bastante más de un siglo.

—No me gusta tener que esperar tanto —comentó Gawyn, que cabalgaba a su lado.

Ella lo miró en silencio antes de responder.

—La organización del despliegue militar del general Bryne merece mi confianza, como también la de la Antecámara —comentó mientras pasaban a caballo entre los Compañeros Illianos, todos ellos equipados con reluciente armadura y con las Nueve Abejas de Illian cinceladas en el peto.

Los hombres saludaron, los rostros ocultos tras los yelmos cónicos con visera de barras. Egwene no estaba muy convencida de la conveniencia de tenerlos en su ejército —serían más leales a Rand que a ella—, pero Bryne había insistido en ello. Había dicho que su fuerza, aunque muy numerosa, carecía de un grupo de elite, como era el de los Compañeros.

—Sigo diciendo que deberíamos haber partido antes —insistió Gawyn mientras los dos cruzaban el acceso y salían a la frontera de Kandor.

—Sólo han sido unos pocos días.

—Unos pocos días mientras Kandor ardía.

Egwene percibía la frustración de Gawyn. También notaba que la amaba, apasionadamente. Ahora era su esposo. Los había casado Silviana en una ceremonia sencilla celebrada la noche anterior. Todavía resultaba extraño que Egwene hubiera autorizado su propia boda. Cuando uno era la mayor autoridad, ¿qué otra cosa podía hacer?

De camino al campamento instalado en la frontera kandoresa, Bryne salió a su encuentro a la par que impartía órdenes concisas a las patrullas de exploradores. Cuando llegó a donde estaba Egwene, se bajó del caballo, hizo una profunda reverencia y le besó el anillo. Después volvió a montar y continuó su camino. Se mostraba muy respetuoso, si se tenía en cuenta que, como quien dice, lo habían obligado a dirigir este ejército. Por supuesto, él había planteado sus condiciones, que se habían aceptado, así que, tal vez, también Bryne había impuesto su voluntad en esa negociación. Dirigir los ejércitos de la Torre Blanca había sido una oportunidad para él; a ningún hombre le gustaba que lo retiraran como si echaran a pastar a un caballo viejo. Para empezar, el gran capitán no tendría que encontrarse allí.

Vio que Siuan cabalgaba al lado de Bryne y sonrió con satisfacción.

«Son muy fuertes los vínculos que lo unen a nosotras».

Egwene recorrió con la mirada las colinas de la frontera sudoriental de Kandor. A pesar de la ausencia de verdor —como ocurría ahora en casi todas las partes del mundo—, la tranquila serenidad no daba indicios de que el país ardía, más allá de esas elevaciones. La capital, Chachin, había quedado reducida a poco más que escombros. Antes de retirarse para unirse a la lucha con los otros fronterizos, la reina Ethenielle había traspasado las operaciones de rescate a Egwene y la Antecámara. Ellas habían hecho todo cuanto estaba en su mano, enviando exploradores a través de accesos a lo largo de las principales calzadas a fin de buscar refugiados y llevarlos hasta un sitio seguro; si es que quedaba algún lugar que pudiera considerarse así.

El principal ejército trolloc había dejado las ciudades envueltas en llamas y ahora avanzaba en dirección sudeste, hacia las colinas y el río que formaban la frontera de Kandor con Arafel.

Silviana cabalgó hasta llegar a la altura de Egwene y se situó en el lado opuesto de Gawyn, a quien sólo se dignó lanzar una mirada feroz antes de besar el anillo de Egwene. En verdad esos dos tendrían que dejar de actuar como el perro y el gato; se estaba haciendo irritante soportar semejante comportamiento.

—Madre —saludó la Guardiana.

—Silviana.

—Hemos recibido información actualizada de Elayne Sedai.

Egwene se permitió sonreír. Su Guardiana y ella —cada una por su lado— habían tomado por costumbre llamar a Elayne por su título de la Torre Blanca, en lugar de su título regio.

—¿Y…?

—Sugiere que establezcamos un emplazamiento donde se pueda trasladar a los heridos para la Curación.

—Habíamos hablado de mandar a las Amarillas de un campo de batalla a otro —argumentó Egwene.

—A Elayne Sedai le preocupa exponer a las Amarillas a un ataque —respondió Silviana—. Quiere un hospital de campaña.

—Eso sería más eficaz, madre —intervino Gawyn mientras se frotaba el mentón—. Buscar a los heridos tras una batalla es un asunto feo, brutal. No sé qué opinión me merece que se envíe a las hermanas a peinar el campo de batalla, a través de cadáveres. Esta guerra podría alargarse semanas, incluso meses, si los grandes capitanes están en lo cierto. Con el tiempo, la Sombra empezará a eliminar Aes Sedai en el campo de batalla.

—Elayne Sedai es muy… insistente —añadió Silviana.

El rostro de la Guardiana era una máscara impasible y el tono de voz, firme; sin embargo, también se las ingeniaba para transmitir un fuerte desagrado. Silviana era muy diestra en eso.

«Colaboré en poner a Elayne al frente de los ejércitos —se recordó Egwene—. Rehusar su indicación sentaría un mal precedente. Como también lo haría obedecerla». Con suerte, conseguirían mantener su amistad a lo largo del transcurso de la guerra.

—Elayne Sedai demuestra tener mucha cordura —dijo en voz alta—. Dile a Romanda que hay que hacerlo así. Que todo el Ajah Amarillo se agrupe para realizar Curaciones, pero no en la Torre Blanca.

—¿Perdón, madre? —se extrañó Silviana.

—Por los seanchan —explicó Egwene. Tenía que sofocar a esa sierpe que alentaba y se retorcía en lo más profundo de su ser cada vez que pensaba en ellos—. No correré el riesgo de que a las Amarillas las ataquen estando solas y cansadas por realizar la Curación. La Torre Blanca está desprotegida y es un objetivo para el enemigo… Si no por parte de los seanchan, entonces por la Sombra.

—Un razonamiento válido —comentó Silviana, aunque se le notaba reticencia en la voz—. Entonces, ¿dónde? Caemlyn ha caído y las Tierras Fronterizas pasan por una situación muy comprometida. ¿En Tear?

—Ni hablar —rechazó Egwene. Aquél era territorio de Rand, y parecía demasiado evidente—. Envía respuesta a Elayne con una sugerencia. Tal vez la Principal de Mayene tendría a bien proporcionarnos un edificio adecuado, uno muy grande. —Egwene dio golpecitos con los dedos en el costado de la silla de montar—. Envía a las Aceptadas y a las novicias con las Amarillas. No quiero a esas mujeres en el campo de batalla, pero su fuerza se puede utilizar en la Curación.

Coligada con una Amarilla, hasta la más débil de las novicias podría colaborar con un mínimo de Poder y salvar vidas. Muchas se sentirían defraudadas; se imaginaban a sí mismas matando trollocs. Bueno, pues, éste sería un modo de que lucharan sin andar estorbando, ya que no estaban adiestradas para combatir.

Egwene miro hacia atrás. Aún tardaría mucho en cesar el tránsito a través de los accesos.

—Silviana, transmite mis palabras a Elayne Sedai —instruyó Egwene—. Gawyn, hay algo que quiero hacer.

Encontraron a Chubai supervisando la instalación de un campamento de mando en un valle situado al este del río que hacía de frontera entre Kandor y Arafel. Avanzarían hacia la región montuosa de las colinas para salirles al paso a los trollocs que se aproximaban, desplegando fuerzas hostigadoras en los valles adyacentes, con arqueros en las cimas de las colinas, junto con las unidades defensivas. El plan sería atacar duramente a los trollocs cuando intentaran tomar las colinas a fin de causarles el mayor daño posible. Las unidades de hostigamiento podrían golpear los flancos del enemigo mientras los defensores mantenían las colinas todo el tiempo que fuera posible.

Las probabilidades de que al final los obligaran a retirarse de esas colinas eran muchas, y asimismo los harían retroceder a través de la frontera con Arafel, pero en las amplias llanuras arafelinas sacarían mucho más partido de sus cuerpos de caballería. Las fuerzas de Egwene, como las de Lan, tenían a su cargo la tarea de demorar y ralentizar la marcha de los trollocs hasta que Elayne derrotara a los que había en el sur. De ser posible, aguantarían hasta que pudieran llegarles refuerzos.

Chubai saludó y los condujo a una tienda que ya estaba instalada cerca. Egwene desmontó e hizo intención de entrar, pero Gawyn le puso una mano en el brazo. Egwene suspiró, asintió con la cabeza y dejó que él entrara primero.

En el interior, sentada en el suelo sobre las piernas dobladas, se encontraba la seanchan a la que Nynaeve llamaba Egeanin, aunque la mujer insistía en que la llamaran Leilwin. Tres miembros de la Guardia de la Torre los vigilaban a ella y a su esposo illiano.

Leilwin alzó la vista al entrar Egwene, y de inmediato se incorporó sobre las rodillas y realizó una grácil reverencia, de forma que tocó el suelo de la tienda con la frente. Su esposo hizo lo mismo que ella, aunque pareció hacerlo más a desagrado. Quizá no sabía disimular tan bien como ella.

—Salid —ordenó Egwene a los tres guardias.

Ellos no discutieron, aunque se retiraron despacio, a regañadientes. Como si ella no fuera capaz de arreglárselas con su Guardián contra dos personas que no encauzaban. Hombres…

Gawyn se situó a un lado de la tienda para dejarla hablar con los dos prisioneros.

—Nynaeve me ha dicho que eres una persona en quien se puede confiar hasta cierto punto —le dijo a Leilwin—. Oh, siéntate. Nadie se inclina tan bajo en la Torre Blanca, ni siquiera el último sirviente.

Leilwin se sentó, pero mantuvo baja la mirada.

—He fracasado de forma estrepitosa en la tarea que se me encomendó y, al hacerlo, he puesto en peligro incluso al Entramado.

—Cierto, los a’dam. Estoy enterada. ¿Te gustaría tener una oportunidad de saldar esa deuda? —preguntó Egwene.

La mujer se inclinó de nuevo hasta poner la frente en el suelo. Egwene suspiró, pero antes de que tuviera ocasión de ordenar a la mujer que se levantara, Leilwin habló:

—Por la Luz y mi esperanza de salvación y renacimiento, juro serviros y protegeros, Amyrlin, cabeza de la Torre Blanca. Por el Trono de Cristal y la sangre de la emperatriz, me someto a vos para obedecer todas vuestras órdenes y para anteponer vuestra vida a la mía. Por la Luz, que así sea. —Dicho esto, besó el suelo.

Egwene la miró sin salir de su asombro. Sólo un Amigo Siniestro incumpliría un juramento con aquél. Por supuesto, no había mucha diferencia entre cualquier seanchan y un Amigo Siniestro.

—¿Quieres decir que no estoy bien protegida? —le preguntó—. ¿O que necesito otro servidor?

—Sólo quiero saldar mi deuda —respondió Leilwin.

En la voz de la mujer Egwene percibió cierta dureza, cierta amargura. Eso sonaba a autenticidad. A esa mujer no le gustaba humillarse de esa manera. Egwene se cruzó de brazos, preocupada.

—¿Qué puedes contarme del ejército seanchan, de sus armas y su fuerza, y de los planes de la emperatriz?

—Sé algunas cosas, Amyrlin, pero yo era capitana de barco —contestó Leilwin—. Lo que sé está relacionado con la flota armada seanchan, y eso no os servirá de mucho.

«Por supuesto», pensó Egwene. Miró a Gawyn, que se encogió de hombros.

—Por favor —dijo la seanchan con suavidad—, permitid que os pruebe mi utilidad de algún modo. Me queda muy poco de mí misma. Ni siquiera mi nombre me pertenece.

—Primero me hablarás de los seanchan —contestó Egwene—. No me importa si crees que es irrelevante. Cualquier cosa que me cuentes podría ser de utilidad. —O podría revelar que Leilwin era una mentirosa, lo cual sería igualmente útil—. Gawyn, tráeme una silla. Voy a escuchar lo que tenga que decir esta mujer. Después, veremos…

Rand examinó el montón de mapas, notas e informes. Estaba de pie, con el brazo doblado a la espalda; una única lámpara ardía en el escritorio. Metida dentro de cristal, la llama danzaba al llegarle los remolinos de aire que se colaban en la tienda, donde se encontraba solo.

¿Estaría viva la llama? Se alimentaba, se movía por sí misma. Uno podía extinguirla, así que, en cierto modo, respiraba. ¿Qué significaba estar vivo?

¿Podría vivir una idea?

«Un mundo sin el Oscuro. Un mundo sin maldad».

Rand miró de nuevo los mapas y lo que vio lo dejó impresionado: Elayne se preparaba bien. No había asistido a las reuniones donde se planificaba cada batalla. Estaba concentrado en el norte. En Shayol Ghul. Su destino. Su tumba.

Odiaba el modo en que esos mapas de batallas, con notas para formaciones y grupos, reducían la vida de los hombres a garabatos en un papel. Números y estadísticas. Oh, admitía que la claridad —la distancia— era esencial para un comandante de campo. De todos modos, lo odiaba.

Allí, ante él, había una llama viva y, sin embargo, allí también había hombres que estaban muertos. Ahora que no podía dirigir en persona la guerra, confiaba en no tener que acercarse a mapas como aquél. Sabía que ver esos preparativos lo afligiría por los soldados que no podía salvar.

Un escalofrío repentino le recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies y el vello de los brazos se le puso de punta; era un ostensible estremecimiento, mezcla de excitación y terror. Una mujer estaba encauzando.

Rand alzó la cabeza y vio a Elayne inmóvil en la entrada de la tienda.

—¡Luz! —exclamó ella—. ¡Rand! ¿Qué haces aquí? ¿Es que intentas matarme de un susto?

Él se volvió, posados los dedos en los mapas de batallas, y la miró encandilado. Ahora sí que había vida allí. Mejillas arreboladas, cabello dorado con una pincelada de miel y rosa, ojos que ardían como una hoguera. El vestido de color carmesí mostraba la hinchazón del vientre por los bebés que cobijaba. Luz, qué hermosa era.

—Rand al’Thor, ¿vas a hablarme o sólo quieres seguir comiéndome con los ojos? —preguntó ella.

—Si no puedo comerte con los ojos a ti, ¿a quién se lo puedo hacer?

—No me sonrías de ese modo, pastor —le dijo—. Así que colándote en mi tienda a hurtadillas, ¿eh? En serio, ¿qué va a decir la gente?

—Dirá que quería verte. Además, no me he colado a hurtadillas. Los guardias me han dejado pasar.

—Pues no me lo han dicho —argumentó ella al tiempo que se cruzaba de brazos.

—Les he pedido que no lo hicieran.

—En tal caso, por intención y propósito, te has colado aquí a todos los efectos. —Elayne pasó cerca de él. Olía maravillosamente bien—. En serio, Rand, como si Aviendha no fuera suficiente…

—No quería que los soldados del ejército regular me vieran —aclaró Rand—. Me preocupaba que mi presencia alborotara tu campamento. Les he pedido a los guardias que no mencionaran que estaba aquí. —Se acercó a ella y le puso la mano en el hombro—. Tenía que verte otra vez, antes de que…

—Ya me viste en Merrilor.

—Elayne…

—Lo siento. —Se volvió hacia él—. Me alegra verte y me hace feliz que hayas venido. Lo que pasa es que no me entra en la cabeza cómo encajas en todo esto. Cómo encajamos en todo esto.

—No lo sé. Nunca lo he entendido. Lo siento.

Elayne suspiró y se sentó en la silla que había junto al escritorio.

—Supongo que está bien descubrir que hay algo que no puedes solucionar con sólo mover la mano.

—Hay muchas cosas que no puedo solucionar, Elayne. —Miró el escritorio, y los mapas—. Tantas…

«No pienses en eso», se exhortó para sus adentros.

Se arrodilló delante de ella, con lo que se ganó un gesto de sorpresa de Elayne que se mantuvo hasta que le puso la mano en el vientre, al principio con inseguridad.

—No lo sabía —musitó—. No lo supe hasta hace poco, la noche anterior a la reunión. ¿Es cierto lo que se dice? ¿Gemelos?

—Sí.

—Así que Tam será abuelo. Y yo seré…

¿Cómo se suponía que tenía que reaccionar un hombre a esa noticia? ¿Como si el mundo se volviera del revés? Rand ya había tenido sorpresas de sobra en la vida. Era como si no pudiera dar dos pasos sin que el mundo sufriera cambios a su alrededor.

Pero esto… Esto no era una sorpresa. Comprendió que muy dentro de él había abrigado la esperanza de ser padre algún día. Y había ocurrido. Era una cálida sensación. Había algo que iba bien en el mundo, aunque otras muchas cosas hubieran ido mal.

Hijos. Sus hijos. Cerró los ojos e inhaló hondo, disfrutando la idea.

No los conocería. Los dejaría huérfanos antes incluso de que nacieran. Claro que Janduin también lo había dejado huérfano, y él había salido bien. Sólo algunas carencias en refinamiento, aquí y allá.

—¿Cómo vas a llamarlos?

—Si uno es chico, había pensado ponerle Rand.

Rand se quedó callado mientras tocaba el vientre de Elayne. ¿Había sido eso un movimiento? ¿Una patada?

—No —susurró luego—. No le pongas mi nombre a ninguno de ellos, Elayne, por favor. Deja que vivan sus vidas. Mi sombra ya es bastante larga tal como es.

—De acuerdo.

Rand alzó los ojos para mirar los de ella y la encontró sonriéndole con cariño. Elayne le puso la mano en la mejilla.

—Serás un buen padre.

—Elayne…

—Ni una palabra de eso —advirtió mientras levantaba un dedo—. Nada de hablar de muerte ni del deber.

—No podemos cerrar los ojos a lo que ocurrirá.

—Tampoco tenemos que estar hablando siempre de ello —dijo ella—. Te enseñé muchas cosas sobre ser un monarca, Rand. Parece que olvidé una lección. Es bueno hacer planes para las peores contingencias posibles, pero no hay que regodearse en ello. No debes obsesionarte con ello. Un monarca ha de tener esperanza por encima de todo.

—Yo tengo esperanza. Esperanza para el mundo, para ti, para todos los que han de luchar. Eso no cambia el hecho de que haya aceptado mi propia muerte.

—Basta ya. Se acabó hablar de eso. Esta noche disfrutaré de una cena tranquila con el hombre que amo.

Rand suspiró, pero se puso de pie y se sentó en la silla que había junto a la de ella, mientras Elayne llamaba a los guardias apostados en la entrada de la tienda para que les llevaran la cena.

—¿Podemos al menos hablar de tácticas? —preguntó Rand—. Estoy realmente impresionado por lo que has hecho aquí. Dudo que yo hubiera sido capaz de hacerlo mejor.

—Los grandes capitanes hicieron la mayor parte.

—He visto tus anotaciones —apuntó Rand—. Bashere y los otros son unos generales maravillosos, incluso geniales, pero sólo piensan en sus batallas específicas. Alguien tiene que coordinarlos, y tú lo has hecho de maravilla. Tienes talento para ello.

—No, no es así —objetó Elayne—. Lo que tengo es una vida entera siendo la heredera del trono de Andor, recibiendo entrenamiento para guerras que podrían ocurrir. Dales las gracias al general Bryne y a mi madre por lo que ves en mí. ¿Has encontrado algo en mis anotaciones que querrías cambiar?

—Hay más de ciento cincuenta millas entre Caemlyn y Bosque de Braem, donde planeas emboscar a la Sombra —comentó Rand—. Es una maniobra arriesgada. ¿Y si tus fuerzas se ven superadas antes de llegar al bosque?

—Todo depende de que ellos lleguen antes que los trollocs al bosque. Nuestras fuerzas hostigadoras utilizarán las monturas más fuertes y rápidas que haya disponibles. Será una carrera durísima, de eso no cabe duda, y los caballos estarán casi reventados para cuando lleguen al bosque. Pero esperamos que, también para entonces, ellos estén en malas condiciones, cosa que facilitará nuestro trabajo.

Hablaron de tácticas y el ocaso dio paso a la noche. Los criados llegaron con la cena, sopa de verduras y jabalí. Rand habría querido mantener en secreto su presencia, pero eso sería imposible ahora, sabiéndolo los criados.

Se sentó para cenar y se dejó llevar por la conversación con Elayne. ¿Qué campo de batalla corría más peligro? ¿A cuál de los grandes capitanes debería apoyar ella cuando estuvieran en desacuerdo, cosa que ocurría a menudo? ¿Cómo organizaría todo el trabajo con el ejército de Rand, que aún esperaba la llegada del momento adecuado para atacar Shayol Ghul?

La conversación le recordó a Rand el tiempo que habían pasado juntos en Tear, donde, entre sesiones de aleccionamiento político, se habían robado besos en la Ciudadela. Se había enamorado de ella durante esos días. Con verdadero amor. No la admiración de un muchacho que al caerse de un muro se encuentra con una princesa… Por aquel entonces sabía tan poco del amor como sabía de la guerra un granjero que blandía una espada.

Su amor nació de las cosas que habían compartido. Con Elayne podía hablar de política y de la gran carga que era gobernar. Ella lo comprendía. Lo comprendía de verdad. Y mejor que cualquiera de las personas que conocía. Elayne sabía lo que era tomar decisiones que cambiaban la vida de miles de personas. Sabía lo que era estar al servicio del pueblo, como si uno fuera propiedad de la nación. A Rand le parecía extraordinario que, aunque habían estado separados a menudo, la relación de complicidad entre los dos se hubiera mantenido intacta. De hecho, parecía haberse fortalecido ahora que Elayne era reina. Ahora que compartían los hijos que se gestaban en su vientre.

—Has hecho una mueca —dijo Elayne.

Rand alzó la vista de la sopa. La cena de Elayne estaba a medio acabar; la había hecho hablar muchísimo. De todas formas parecía que no quería más, porque sostenía en las manos una taza de té.

—¿Que he hecho qué? —preguntó Rand.

—Una mueca. Cuando he mencionado a los contingentes que combaten por Andor has hecho un gesto de dolor, aunque sólo un instante.

No era de sorprender que lo hubiera notado; había sido Elayne la que le había enseñado a estar atento a los leves —aunque reveladores— cambios de expresión de aquellos con quienes hablaba.

—Todas esas personas luchan en mi nombre. Tanta gente que ni siquiera conozco morirá por mí.

—Ésa ha sido siempre la carga de un dirigente en tiempos de guerra.

—Tendría que ser capaz de protegerlos —se dolió Rand.

—Si crees que puedes proteger a todo el mundo, Rand al’Thor, es que eres mucho menos listo de lo que aparentas.

Rand la miró a los ojos.

—No creo que pueda hacerlo —dijo—, pero sus muertes son un peso en mi conciencia. Me siento como si tuviera que ser capaz de hacer más, ahora que he recobrado esos recuerdos. Él intentó quebrantarme, pero fracasó.

—¿Fue eso lo que ocurrió aquel día en la cumbre del Monte del Dragón?

No había hablado de aquello con nadie. Acercó más la silla a la de Elayne.

—Allí arriba —empezó—, me di cuenta de que había estado pensando demasiado en la firmeza. Quería ser duro, mucho. Al empeñarme tanto en conseguirlo, corrí el riesgo de perder la capacidad de sentir. Estaba equivocado. Para alzarme con la victoria he de tener sentimientos. Eso, por desgracia, significa que tengo que aceptar que sus muertes me causarán sufrimiento.

—¿Y ahora recuerdas a Lews Therin? —susurró Elayne—. ¿Todo lo que él sabía? ¿No es que te comportes con afectación, dándote esos aires?

—Soy él. Siempre lo he sido. Ahora lo recuerdo todo.

Elayne, con los ojos muy abiertos, exhaló con fuerza.

—Qué gran ventaja —dijo luego.

De todos los que sabían de cierto que había sido Lews Therin, sólo ella había reaccionado así. Qué mujer tan maravillosa.

—Tengo todos esos conocimientos y, sin embargo, no me dan respuesta a lo que he de hacer. —Se puso de pie y empezó a caminar por la tienda—. Tendría que ser capaz de solucionarlo, Elayne. Nadie más tendría que morir por mí. Ésta es mi lucha. ¿Por qué han de pasar por semejante sufrimiento todos los demás?

—¿Es que nos niegas el derecho a luchar? —inquirió ella al tiempo que se sentaba erguida.

—No, claro que no. No podría negarte nada. Sólo me gustaría que, de algún modo… De algún modo pudiera hacer que todo esto parara. ¿Acaso mi sacrificio no es suficiente?

Elayne se puso de pie y lo agarró del brazo. Rand se volvió hacia ella.

Entonces lo besó.

—Te amo —dijo Elayne—. Eres un rey. Pero si intentaras negar a las buenas gentes de Andor el derecho a defenderse a sí mismas, el derecho a estar presentes en la Última Batalla…

Los ojos le llameaban y tenía las mejillas enrojecidas. ¡Luz! Sus comentarios la habían enfurecido realmente.

Nunca estaba seguro de lo que ella iba a decir o cómo iba a reaccionar a algo, y eso lo excitaba. Como la excitación de contemplar un espectáculo de flores nocturnas sabiendo que lo que ocurriría sería maravilloso, pero sin tener idea de la forma exacta que adoptaría esa belleza.

—Ya he dicho que no te negaría el derecho a luchar —repitió.

—No se trata sólo de mí, Rand. Son todos. ¿Es que no puedes entenderlo?

—Supongo que sí.

—Bien.

Elayne volvió a sentarse y bebió un sorbo de té. Torció el gesto.

—¿Se ha estropeado? —preguntó él.

—Sí, pero ya me he acostumbrado. No obstante, casi es peor así que no beber nada, tal y como se estropea todo.

Rand se acercó a ella y le quitó la taza de los dedos. La sostuvo un momento en la mano, pero sin encauzar.

—Te he traído algo. Olvidé mencionarlo.

—¿Té?

—No, no tiene nada que ver con el té.

Le devolvió la taza y Elayne dio un sorbo. Abrió los ojos como platos.

—Está riquísimo —manifestó—. ¿Cómo lo has hecho?

—Yo no he hecho nada. Es el Entramado.

—Pero…

—Soy ta’veren. A mi alrededor pasan cosas, cosas impredecibles. Durante mucho tiempo hubo equilibrio. En una ciudad, alguien descubría un gran tesoro debajo de la escalera de forma inesperada. En la siguiente que visitaba, la gente descubría que sus monedas eran falsas, que se las había colado un espabilado falsificador.

»La gente moría de formas horribles; otros se salvaban de pura chiripa. Muertes y nacimientos. Matrimonios y discordias. Una vez vi una pluma bajar flotando del cielo, caer con la punta del cálamo en el barro y quedarse clavada allí. Con las diez siguientes que cayeron ocurrió lo mismo. Todo era aleatorio. Dos caras de una moneda arrojada al aire.

—Este té no es nada aleatorio.

—Sí, claro que lo es —afirmó Rand—. Pero ¿sabes? Sólo me toca una de las caras de la moneda estos días. Hay otro que tiene la del lado malo. El Oscuro inocula horrores en el mundo causando muerte, locura, maldad. Pero el Entramado… El Entramado es el equilibrio. Por lo cual actúa a través de mí para compensar con una cara los efectos de la otra. Cuanto más se afana el Oscuro en procurar el mal, más poderoso se hace el efecto que surge a mi alrededor.

—La hierba nueva —dijo Elayne—. Las nubes que se retiran. Los alimentos que no se estropean…

—Sí.

Bueno, algunos otros trucos hacían su servicio de vez en cuando, pero eso no lo mencionó. Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsita pequeña.

—Si lo que dices es cierto, entonces nunca puede haber sólo bien en el mundo —repuso Elayne.

—Pues claro que sí.

—¿Y eso no lo equilibraría el Entramado?

Rand vaciló. Esa línea de razonamiento se acercaba mucho a la forma en que había empezado a pensar antes del Monte del Dragón: que no había opciones, que su vida estaba planificada de antemano.

—Mientras nos importen los demás, el bien existirá —declaró—. El Entramado no tiene que ver con las emociones, ni siquiera está relacionado con el bien ni con el mal. El Oscuro es una fuerza ajena que ejerce influencia en él de forma arbitraria, con violencia.

Y él pondría fin a eso. Si podía.

—Toma. Es el regalo que mencioné antes. —Le tendió la bolsita a Elayne.

Ella lo miró con curiosidad. Desató el cordel atado a la boca de la bolsa y sacó una pequeña estatuilla de una mujer. Estaba de pie, con un chal echado por los hombros, aunque no tenía aspecto de Aes Sedai. El rostro era el de una mujer madura, entrada en años, con un aire de sabiduría y una sonrisa en los labios.

—¿Un angreal? —preguntó Elayne.

—No, una Simiente.

—¿Una… Simiente?

—Tú posees el Talento de crear ter’angreal —explicó Rand—. Crear angreal requiere un proceso diferente. Se empieza con uno de estos objetos, hechos para atraer tu Poder e infundirlo en otra cosa. Lleva tiempo realizarlo, y te debilitará durante varios meses, así que no deberías intentarlo mientras estemos en guerra. Pero cuando lo encontré, olvidado, pensé en ti. Había estado dándole vueltas, sin que se me ocurriera qué podía darte.

—Oh, Rand, yo también tengo algo para ti.

Se dirigió presurosa hacia un cofre de marfil para joyas que había en una mesa de campaña y sacó un objeto pequeño de él. Era una daga de hoja corta y roma, con la empuñadura confeccionada con asta de ciervo y forrada con hilo de oro.

Rand contempló la daga con gesto inquisitivo.

—Sin ánimo de ofender, pero por su aspecto parece un arma de mala calidad, Elayne —comentó luego.

—Es un ter’angreal, algo que podría serte de utilidad cuando vayas a Shayol Ghul. Llevando esa daga encima, la Sombra no puede verte.

Elayne alzó la mano para acariciarle la cara. Él puso la suya encima de la de ella.

Permanecieron juntos hasta bien avanzada la noche.