40
Hermano lobo
Los captores de Elayne miraban a Birgitte, estupefactos, y Elayne aprovechó para girar el cuerpo hacia un lado. Rodó y se puso de rodillas; el embarazo la entorpecía, pero distaba mucho de estar incapacitada. El medallón que Mellar había estado sujetando contra ella cayó al suelo, y Elayne encontró el brillo del Saidar esperando a ser asido. Se llenó de Poder y se sostuvo el vientre.
Sus pequeños todavía rebullían dentro. Elayne tejió flujos de Aire que apartaron con brusquedad a sus captores. Cerca, los guardias de Elayne, que se habían concentrado, irrumpieron entre los soldados de Mellar. Unos cuantos se detuvieron al ver a Birgitte.
—¡Seguid luchando, hijas e hijos de cabras! —gritó Birgitte, mientras disparaba flechas a los mercenarios—. ¡Puede que esté muerta, pero sigo siendo vuestro jodido comandante, así que obedeced mis órdenes!
Eso los hizo reaccionar de inmediato. La niebla que se estaba levantando se enroscó hacia arriba y empezó a cubrir el campo de batalla. Parecía brillar débilmente en la oscuridad. En cuestión de segundos, los tejidos de Elayne, el arco de Birgitte y el trabajo de sus guardias hicieron que los mercenarios Amigos Siniestros de Mellar que quedaban salieran huyendo.
Birgitte derribó a seis más con flechas mientras escapaban.
—Birgitte —dijo Elayne con los ojos anegados en lágrimas—, lo siento.
—¿Lo sientes? —Birgitte se volvió hacia ella—. ¿Lo sientes? ¿Por qué te entristeces, Elayne? —Rompió a reír—. ¡Es maravilloso! No sé cómo me has aguantado estas últimas semanas. He estado más abatida que una chiquilla a la que acaban de romper su arco favorito.
—Yo… Oh, Luz.
Dentro de Elayne todavía había un hueco que le decía que había perdido a su Guardiana, y el dolor de la ruptura del vínculo no era algo racional. Daba igual que Birgitte estuviera delante de ella.
—¿Crees que quizá debería vincularte otra vez? —le preguntó.
—No funcionaría —respondió la otra mujer al tiempo que hacía un gesto con la mano desechando la idea—. ¿Estás herida?
—Sólo lo está mi orgullo.
—Tienes suerte, pero eres más afortunada aún porque el Cuerno tocara cuando lo hizo.
Elayne asintió con la cabeza.
—Voy a unirme a los otros héroes —dijo Birgitte—. Quédate aquí y recupérate.
—¡Ni hablar! —replicó Elayne, que hizo un esfuerzo para ponerse de pie—. No voy a quedarme atrás ahora, puñetas. Los bebés están bien. Yo estoy bien.
—Elayne…
—Mis soldados me creen muerta —declaró Elayne—. Nuestras líneas se rompen, nuestros hombres mueren. Tienen que verme para saber que todavía hay esperanza. No sabrán lo que significa la niebla. Si alguna vez han necesitado a su reina, es en este momento. Nada que no sea el Oscuro podrá impedirme que regrese con ellos.
Birgitte frunció el entrecejo.
—Ya no eres mi Guardiana —dijo Elayne—. Pero sigues siendo mi amiga. ¿Querrás cabalgar conmigo?
—Tonta cabezota…
—No soy yo la que acaba de negarse a seguir muerta. ¿Juntas?
—Juntas —contestó Birgitte, acompañando las palabras con un asentimiento de cabeza.
Aviendha se frenó en seco para escuchar los nuevos aullidos. Ésos no sonaban a aullidos de lobos.
La tempestad seguía en Shayol Ghul. Aviendha ignoraba qué bando estaba ganando. Había cuerpos tirados por doquier, algunos desgarrados y hechos pedazos por los lobos, otros todavía humeando por ataques del Poder Único. Los vientos tormentosos azotaban y aullaban, pero no llovía, y oleadas de polvo y gravilla la fustigaban.
Notaba encauzar en la Fosa de la Perdición, pero era como un latido, una pulsación silenciosa muy distinta de la tormenta que era purificadora. Rand. ¿Estaría bien? ¿Qué estaba ocurriendo?
Las nubes blancas llevadas por las Detectoras de Vientos bullían entre los nubarrones negros como pez de la tormenta, y todas giraban juntas en una inmensa formación, retorciéndose encima del pico de la montaña. Por lo que había oído decir a las Detectoras de Vientos —se habían trasladado a Shayol Ghul, a un saliente a bastante altura por encima de la entrada de la cueva, para seguir trabajando con el Cuenco de los Vientos—, se hallaban en un estado crítico, casi al límite de su resistencia, con más de dos tercios de sus mujeres desmayadas por el agotamiento. A no tardar, la tormenta lo consumiría todo.
Aviendha deambuló a través de la vorágine para dar con la fuente de aquellos aullidos. No tenía otros encauzadores con los que coligarse, ahora que Rafela se había ido para unirse a los Juramentados del Dragón, que plantarían cara a ultranza en la caverna. Allí fuera, en el valle, diferentes grupos se mataban entre sí, avanzando y retrocediendo. Doncellas, Sabias, siswai’aman, trollocs, Fados. Y lobos; cientos de ellos se habían unido a la batalla. También quedaban algunos domani, tearianos y Juramentados del Dragón, aunque la mayoría de ésos combatían cerca del sendero que subía hacia la boca de la caverna.
Algo golpeó el suelo cerca de ella, arrullador, y ella atacó sin pensarlo. El Draghkar estalló en llamas como una astilla seca tras cien días de estar al sol. Aviendha respiró hondo y miró en derredor. Aullidos. Cientos y cientos.
Echó a correr hacia esos aullidos a través del suelo del valle. Al hacerlo, algo surgió de las polvorientas sombras, un hombre fuerte y enjuto con una gran barba gris y ojos dorados. Lo acompañaba una pequeña manada de lobos. La miraron y después se volvieron hacia la dirección en la que se dirigían.
Aviendha se detuvo. Ojos dorados.
—¡Eh, el que danza con lobos! —llamó al hombre—. ¿Has traído a Perrin Aybara contigo?
El hombre se paró de golpe. Actuaba como un lobo, cauto y, sin embargo, peligroso.
—Conozco a Perrin Aybara —respondió—, pero no está conmigo. Caza en otra parte.
Aviendha se acercó más al hombre. Él la observó, cauteloso, y varios de sus lobos gruñeron. Por lo visto no se fiaban de ella o de los de su clase mucho más de lo que confiaban en los trollocs.
—Esos aullidos nuevos —habló a través del viento—, ¿son de tus… amigos?
—No —dijo el hombre, cuyos ojos se tornaron distantes—. No, ya no. Si conoces mujeres que encauzan, Aiel, deberías traerlas ahora. —Echó a andar hacia los sonidos, con su manada corriendo con él.
Aviendha los siguió manteniendo la distancia con los lobos, pero confiando más en los sentidos de los animales que en los propios. Llegaron a una pequeña elevación en el suelo del valle, una que Aviendha había visto utilizar a Ituralde de vez en cuando para supervisar la defensa del paso.
Saliendo del paso a raudales, había montones de oscuras figuras. Lobos negros del tamaño de caballos pequeños. Avanzaban a grandes zancadas por la roca y, aunque quedaban fuera del alcance de la vista, Aviendha sabía que iban dejando marcadas las huellas en la piedra.
Centenares de lobos atacaron a las formas oscuras saltándoles sobre el lomo, pero salieron despedidos con sacudidas. No parecía que estuvieran consiguiendo nada.
El hombre de los lobos gruñó.
—¡¿Sabuesos del Oscuro?! —gritó Aviendha.
—Sí —contestó él de igual modo, para hacerse oír por encima de la tempestad—. Ésta es la Cacería Salvaje, la peor de su especie. Éstos no caen por armas mortales. Los mordiscos de los lobos comunes no les causan daño, al menos no de forma permanente.
—Entonces, ¿por qué luchan?
El Hermano Lobo rió.
—¿Por qué lucha cualquiera de nosotros? —dijo luego—. ¡Porque debemos intentar ganar de algún modo! ¡Vete! ¡Trae Aes Sedai, alguno de esos Asha’man si puedes encontrarlos! ¡Estas criaturas aplastarán a vuestros ejércitos con la misma facilidad que una crecida del río arrastraría los guijarros!
El hombre bajó corriendo la cuesta, seguido por los lobos. Aviendha entendía por qué luchaban. Puede que no fueran capaces de matar a los Sabuesos del Oscuro, pero sí retrasarían a esas bestias. Y ésa era su victoria allí: dar tiempo a Rand para hacer lo que tuviera que hacer.
Echaba a correr para reunir a los demás cuando se volvió, alarmada. La sensación de una poderosa encauzadora manejando Saidar cerca la hizo pararse en seco. Giró para mirar hacia la fuente de esa sensación.
Graendal se encontraba allí, un poco más adelante, apenas visible. Con calma, la Renegada lanzó tejidos mortales a una línea de Defensores de la Ciudadela. Llevaba consigo un grupo reducido de mujeres —Aes Sedai y Sabias— y unos pocos guardias. La mujeres estaban arrodilladas a su alrededor y debían de estar pasándole su poder a juzgar por la fuerza de los tejidos que soltaba.
Los guardias eran cuatro Aiel varones, con velos negros, no rojos. Sometidos a Compulsión, seguro. Aviendha vaciló, dudosa. ¿Y qué pasaba con los Sabuesos del Oscuro?
«Tengo que aprovechar esta oportunidad», pensó. Tejió y lanzó un rayo de luz azul hacia el cielo, la señal que Amys, Cadsuane y ella habían acordado.
Lo cual, por supuesto, alertó a Graendal. La Renegada se volvió hacia ella y la atacó con Fuego. Aviendha hizo un quiebro y rodó sobre sí misma. Lo siguiente que llegó fue un escudo para aislarla de la Fuente. Con desesperación, Aviendha absorbió tanto Poder como podía contener a través del broche de tortuga. Aislar de la Fuente con un escudo a una mujer que estaba encauzando era como intentar cortar una cuerda con una tijera: cuanto más gruesa la cuerda, más difícil de tajar. En su caso, Aviendha había absorbido bastante Saidar para rechazar el escudo.
Apretó los dientes mientras realizaba tejidos propios. Luz, no se había dado cuenta de lo cansada que estaba. Casi se le soltaron los hilos de Poder Único, que amenazaron con escapar a su control.
Los reunió de nuevo merced a su fuerza de voluntad y lanzó el tejido de Aire y Fuego, aunque sabía que entre esos cautivos había amigos y aliados.
«Preferirían morir antes que ser utilizados por la Sombra», se dijo para sus adentros mientras esquivaba otro ataque. El suelo explotó a su alrededor y se tiró de bruces al suelo.
«No. Sigue moviéndote».
Aviendha se incorporó de golpe y corrió. Eso le salvó la vida, ya que el rayo cayó detrás de ella y su fuerza la tiró de nuevo al suelo.
Se levantó con varios cortes en un brazo y empezó a tejer. Tuvo que soltarlo cuando un tejido complejo le cayó cerca. Compulsión. Si le hubiera dado, se habría convertido en otro de sus esclavos, obligada a prestarle su fuerza para abatir a la Luz.
Aviendha tejió Tierra en el suelo delante de sí y lanzó al aire lascas de roca, polvo y humo. Luego se alejó rodando sobre sí misma buscando un hueco en el suelo; se asomó con cautela. Contuvo la respiración y no encauzó.
El fuerte viento limpió la distracción que había creado. En mitad del campo, Graendal vaciló. No podía percibir a Aviendha, que antes se había colocado un tejido que enmascaraba su habilidad. Si encauzaba, Graendal lo sabría; pero, si no lo hacía, estaría a salvo.
Los esclavos Aiel de Graendal avanzaron al acecho, subidos los velos, buscándola. Aviendha estuvo tentada de encauzar allí y en ese instante para acabar con sus vidas. Cualquier Aiel que ella conocía le agradecería que lo hiciera.
Se contuvo; no quería descubrirse. Graendal era demasiado fuerte. No podía enfrentarse sola a esa mujer. Pero si esperaba…
Un tejido de Aire y Energía atacó a Graendal en un intento de cortarle el contacto con la Fuente. La mujer maldijo y giró sobre sí misma. Cadsuane y Amys habían llegado.
—¡Resistid! ¡Resistid por Andor y la reina!
Elayne galopaba a través de grupos de piqueros, ahora en desorden, con el cabello ondeando tras ella y gritando con voz potenciada por el Poder. Enarbolaba una espada, aunque sólo la Luz sabía qué haría si tuviera que blandirla.
Los hombres se volvían cuando pasaba junto a ellos. Algunos perecieron a manos de los trollocs al hacerlo. Las bestias se abrían paso entre las defensas a la fuerza, deleitándose en la matanza y las líneas de humanos destrozadas.
«Mis hombres están casi acabados —pensó Elayne—. Oh, Luz. Mis pobres soldados». Lo que veía era una historia de muerte y desesperación. Las formaciones de picas cairhieninas y andoreñas habían retrocedido tras tener un número horrible de bajas. Ahora, los hombres aguantaban en pequeños grupos; muchos se dispersaban, corrían para salvar la vida.
—¡Aguantad! —gritó Elayne—. ¡Aguantad con vuestra reina!
Más hombres dejaron de correr, pero no volvieron atrás para luchar. ¿Qué hacer?
Luchar.
Elayne atacó a un trolloc. Usó la espada, a despecho de que instantes antes había pensado que sería una nulidad con ella. Lo era. De hecho, el trolloc con rasgos de verraco pareció sorprenderse cuando intentó golpearlo.
Por suerte, Birgitte estaba allí y disparó a la bestia en el brazo cuando arremetía contra Elayne. Eso le salvó la vida, pero siguió sin poder matar a ese maldito ser. Su montura —que había tomado prestada de uno de sus guardias— no dejaba de moverse y dar vueltas, lo que evitó que el trolloc la cortara en rodajas mientras ella trataba de clavarle el arma. La espada no se movía en la dirección que ella quería. El Poder Único era un arma mucho más refinada. Lo utilizaría si era preciso, pero prefería luchar de momento.
No tuvo que esforzarse mucho más. Los soldados que había cerca despacharon a la bestia y la defendieron de otras cuatro que se habían acercado hacia ella. Elayne se enjugó la frente y retrocedió.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Birgitte, que se aproximó a ella en el caballo y después disparó una flecha a un trolloc antes de que pudiera matar a uno de los soldados—. ¡Por las uñas de Ratliff, Elayne! Creía que había visto el máximo alcance de tu insensatez.
Elayne levantó el arma. Cerca, los hombres empezaron a gritar:
—¡La reina está viva! —chillaron—. ¡Por la Luz y por Andor! ¡Luchemos con la reina!
—¿Cómo te sentirías si vieras a tu reina intentando matar un trolloc con una espada mientras tú huyes? —preguntó Elayne en voz baja.
—Sentiría la necesidad imperiosa de trasladarme a otra puñetera nación —espetó Birgitte, que disparó otra flecha—. Una donde su monarca no tuviera un budín por cerebro.
Elayne resopló por la nariz. Birgitte podía decir lo que quisiera, pero la maniobra había funcionado. Como si fuera levadura, la fuerza de hombres que había reunido creció y se expandió a uno y otro lado de ella, creando una línea de combate. Mantuvo la espada levantada en alto mientras gritaba y —tras un momento de indecisión— ejecutó un tejido con el que creó una majestuosa bandera de Andor, con el León Blanco flotando en el aire por encima de ella, para iluminar la noche.
Eso atraería el ataque directo de Demandred y sus encauzadores, pero los hombres necesitaban una almenara. Rechazaría los ataques de Poder conforme llegaran.
No llegaron mientras cabalgaba a lo largo de las líneas de soldados gritando palabras que infundieran ánimo y confianza a sus hombres.
—¡Por la Luz y por Andor! ¡Vuestra reina está viva! ¡Aguantad y luchad!
En su acometida hacia el suroeste, Mat cabalgaba en medio de la atronadora trápala de cascos a través de los Altos con lo que quedaba del otrora gran ejército. Un poco más adelante, los trollocs estaban concentrados en una gran masa, a su izquierda, y el ejército sharaní más adelante, a la derecha. Frente al enemigo se encontraban los héroes, los fronterizos, Karede y sus hombres, los Ogier, los arqueros de Dos Ríos, los Capas Blancas, ghealdanos y mayenienses, mercenarios, Tinna y sus Juramentados del Dragón refugiados. Y la Compañía de la Mano Roja. Sus hombres.
Recordaba —entre esos recuerdos que no eran suyos— haber encabezado fuerzas más formidables. Ejércitos que no estaban fragmentados, entrenados a medias, heridos y exhaustos. Pero, por la Luz bendita, jamás se había sentido tan orgulloso. A despecho de todo lo que había ocurrido, sus hombres se sumaron a los gritos de ataque y se lanzaron a la batalla con renovado vigor.
La muerte de Demandred le había dado a Mat una oportunidad. Sentía a los ejércitos avanzar en tropel, y a través de ellos fluía ese ritmo instintivo de la batalla. Éste era el momento que había estado esperando. Era la carta a la que apostar todo lo que tenía. Aún los superaban en diez a uno, pero el ejército sharaní, los trollocs y los Fados no tenían cabecilla. No había un general que los guiara. Contingentes diferentes iniciaron acciones contradictorias cuando varios Fados o Señores del Espanto intentaron dar órdenes.
«Habré de estar atento a esos sharaníes —pensó—. Tendrán generales que restablecerán el mando».
De momento, debía infligirles un fuerte castigo, atacar con dureza. Forzar a trollocs y a sharaníes a abandonar los Altos. Abajo, los trollocs llenaban la cañada que había entre las ciénagas y los Altos. La muerte de Elayne había sido un engaño. Sus tropas se habían sumido en el caos y habían perdido más de un tercio de sus soldados; pero, justo cuando estaban a punto de ser derrotadas por los trollocs, ella había aparecido a caballo entre los suyos y los había reagrupado. Ahora aguantaban de forma milagrosa sus líneas, a pesar de que los habían hecho retroceder internándose un ancho tramo en territorio shienariano. Sin embargo, no podrían resistir mucho más, con Elayne o sin ella; cada vez eran más los piqueros de las primeras líneas que se veían acosados y caían soldados por todo el frente, mientras la caballería y los Aiel combatían ferozmente, con creciente dificultad, para contener al enemigo.
«¡Luz, si pudiera echar a la Sombra de estos jodidos Altos contra esas bestias de ahí abajo, acabarían trompicando unos con otros!»
—¡Lord Cauthon! —llamó cerca Tinna.
A lomos de su montura, la mujer levantó una lanza ensangrentada para señalar hacia el sur. Hacia una luz distante, en dirección al río Erinin. Mat se enjugó la frente. ¿Aquello era…?
Accesos en el cielo. A docenas, y a través de ellos salían a montones to’raken en vuelo que llevaban linternas. Una feroz lluvia de flechas cayó sobre los trollocs de la cañada; los to’raken, que transportaban arqueros, volaron en formación sobre el vado y la cañada que había más allá.
Por encima del estruendo de la batalla, Mat oía sonidos que tendrían que hacer helarse la sangre al enemigo: centenares, puede que miles de cuernos de animales, resonaban en la noche con su llamada a la guerra; el ruido atronador de tambores empezó a marcar una cadencia unificada que resonó con más y más fuerza, y el retumbo de pisadas —tanto de hombres como de animales— producido por un ejército en marcha que se acercaba, poco a poco, hacia los Altos de Polov desde la oscuridad. Nadie los veía en la negrura previa a la hora crepuscular, pero todos los que estaban en el campo de batalla supieron quiénes eran.
Mat soltó un grito de alegría. Ahora, en su mente, veía los movimientos seanchan. La mitad de su ejército marcharía directamente al norte desde el Erinin para unirse al hostigado ejército de Elayne, en el Mora, a fin de aplastar a los trollocs que intentaban abrirse paso hacia Shienar. La otra mitad giraría hacia el oeste alrededor de las ciénagas para llegar a la ladera occidental de los Altos, de modo que aplastarían a los trollocs desde atrás.
Ahora, la lluvia de flechas iba acompañada de luces brillantes que surgían en el aire; damane, dando más luz para que su ejército viera. ¡Un despliegue que habría hecho sentirse orgullosos a los Iluminadores! El suelo temblaba a medida que el masivo ejército seanchan marchaba a través de Campo de Merrilor.
El estampido de un trueno —un trueno más profundo— hendió el aire por el flanco derecho de Mat, en los Altos. Talmanes y Aludra habían arreglado los dragones y disparaban directamente desde la caverna, a través de accesos, al ejército sharaní.
Las piezas casi habían encajado en su sitio. Sólo quedaba otro asunto más del que ocuparse antes de hacer la última tirada de dados.
Los ejércitos de Mat siguieron presionando.
Jur Grady toqueteó la carta de su esposa que le había llevado Androl desde la Torre Negra. No podía leerla en esa oscuridad, pero no importaba, siempre y cuando pudiera tocarla. De todos modos había memorizado las palabras escritas.
Contempló aquel cañón del río, a unas diez millas al nordeste a lo largo del Mora, donde Cauthon lo había apostado. Se encontraba a bastante distancia del campo de batalla de Merrilor.
Él no luchaba. Luz, era duro, pero no luchaba. Observaba, intentando de no pensar en la pobre gente que había muerto tratando de defender el río allí. Era el lugar perfecto para ello; el Mora pasaba por un cañón en esa zona, donde la Sombra cortaría el curso del río. Y lo había hecho. Oh, los hombres que Mat había enviado a ese sitio habían tratado de luchar contra Señores del Espanto y sharaníes. ¡Qué misión tan absurda había sido! La ira contra Mat consumía a Grady. Todo el mundo afirmaba que era un buen general. Y luego iba y hacía eso.
Entonces, si era un genio, ¿por qué había mandado a quinientas personas normales y corrientes de un pueblo de montaña en Murandy a defender el río allí? Sí, Cauthon también había enviado a cien soldados de la Compañía, pero con eso no era suficiente ni de lejos. Habían muerto tras defender el río unas pocas horas. ¡Eran cientos y cientos de trollocs y varios Señores del Espanto en el cañón del río!
En fin, que esas personas habían sido masacradas, hasta la última. ¡Luz! En ese grupo había niños incluso. Los vecinos de ese lugar y los soldados habían luchado bien, defendiendo el cañón durante más tiempo de lo que Grady habría creído posible, pero al final habían caído. Y él había recibido la orden de que no los ayudara.
Bien, pues, ahora él esperaba en la oscuridad, en lo alto de las paredes del cañón, escondido entre un grupo de rocas. A unos cien pasos de su posición, veía moverse a los trollocs a la luz de las antorchas; los Señores del Espanto necesitaban luz para ver. También ellos se encontraban en lo alto de las paredes del cañón, cosa que les daba altura y posición para vigilar el río, el cual se había convertido en un lago. Los tres Señores del Espanto habían roto grandes trozos de las paredes del cañón y habían creado la barrera de roca que represaba las aguas del río.
Eso había servido para que el Mora se secara en Merrilor, a fin de que los trollocs pudieran cruzarlo con facilidad. Grady podría romper la presa en un momento; un ataque con el Poder Único la abriría y soltaría el agua del cañón. Hasta ahora, no se había atrevido. Cauthon le había ordenado que no atacara. Aparte de eso, él solo nunca podría derrotar a tres Señores del Espanto fuertes. Lo matarían y volverían a represar el río.
Acarició la carta de su esposa y después se preparó. Cauthon le había ordenado que abriera un acceso al mismo pueblo al amanecer. Hacer eso pondría de manifiesto su presencia allí. Ignoraba el propósito de esa orden.
Seguiría sus órdenes. Así la luz lo abrasara, pero lo haría. No obstante, si Cauthon sobrevivía a la batalla río abajo, ellos dos tendrían unas palabras. Palabras serias. Un hombre como Cauthon, nacido en una familia normal y corriente, tendría que haber sabido que no se debía desperdiciar vidas así como así.
Hizo otra profunda inhalación y empezó a tejer el acceso. Lo abrió a ese pueblo de donde había llegado la gente del día anterior. Ignoraba por qué tenía que hacer tal cosa; el pueblo se había despoblado para crear el grupo que había luchado horas antes. Dudaba que quedara alguien. ¿Cómo había dicho Mat que se llamaba? ¿Hinderstap?
Un gentío salió por el acceso con un clamor, gritando, blandiendo cuchillos de carnicero, horcas, espadas oxidadas… Con ellos llegaron más soldados de la Compañía, como el centenar que había luchado el día antes. Sólo que…
Sólo que a la luz de las hogueras de los Señores del Espanto, los rostros de esos soldados eran los mismos que los que habían combatido allí hacía horas… Combatido y muerto allí.
Grady se quedó boquiabierto mientras se incorporaba y veía a esa gente atacar. Todos eran los mismos. Las mismas amas de casa, los mismos herradores y herreros, la misma gente. Los había visto morir, y ahora regresaban de nuevo.
Probablemente los trollocs no distinguían un humano de otro, pero los Señores del Espanto los vieron… Y comprendieron que aquellas personas eran las mismas. Los tres Señores del Espanto se quedaron estupefactos. Uno de ellos gritó algo sobre que el Señor Oscuro los había abandonado. Y empezó a lanzar tejidos a la gente.
La muchedumbre siguió a la carga, sin hacer caso del peligro, aunque muchos de ellos saltaron en pedazos por el aire. Cayeron sobre los Señores del Espanto arremetiendo contra ellos con herramientas de granja y cuchillos de cocina. Para cuando los trollocs atacaron, los Señores del Espanto habían perecido. Ahora podría…
Saliendo de su estupor, Grady abrazó el Poder y destruyó la presa que taponaba el cañón.
Y, al hacerlo, liberó las aguas del río.