8
Paseo del Rey (Madrid)
2 de septiembre de 2017
Diez minutos fue lo que tardó Mariano en llegar al segundo lugar que había planeado. Joaquín Sans llevaba una venda de color negro que le impedía ver.
A su lado, Don le apuntaba con el arma para que supiera que seguía allí.
—No me hagan daño, por favor, se lo suplico —rogaba con una voz quebrada y nerviosa—. Les daré dinero, lo que me pidan…
—¡Cállese! —ordenó Don, pero no podía detenerlo. Estaba demasiado asustado.
—¿Es dinero? ¿A dónde me llevan? Les juro que se han equivocado de persona, se lo juro…
Mariano, concentrado en la conducción, atravesó el barrio residencial de Argüelles y bordeó el enorme Parque del Oeste para girar la primera rotonda y tomar la bajada del paseo del Rey. La zona se encontraba en pendiente y formaba parte del vacío que quedaba entre los aledaños del Parque del Oeste, el Templo de Debod y el paseo de la Florida.
A medida que se acercaba a su destino, no tardó en vislumbrar a los indigentes que salían del centro de acogida. La mayoría de ellos partían por la mañana para comprar alcohol y pasar el resto del día por los alrededores de la estación de Príncipe Pío, hasta el toque de queda, que era cuando regresaban al albergue para dormir. A esas horas de la mañana, muchos de ellos merodeaban por la calle, sin rumbo alguno, en busca de algo con lo que entretenerse. La ausencia de vehículos era obvia, así como la de transeúntes comunes. No era un área de turistas, ni de oficinistas con corbata.
El vehículo descendió por la cuesta y finalmente se acercó a una de las aceras.
Un grupo de mendigos se quedó mirándoles, pero finalmente decidió regresar con su tarea, que no era otra que la de caminar hacia la estación.
Allí, pensó el chófer, estarían seguros a esa hora de la mañana.
—¿Hemos llegado? —preguntó de nuevo Sans, que ahora parecía un poco más relajado—. ¿Me van a quitar la venda?
—No —sentenció el exagente—. Puede estar tranquilo, señor Sans. No le haremos nada. Tan solo queremos hacerle unas preguntas.
La respiración recuperó la normalidad, a pesar de que Don seguía apoyando el cañón del arma sobre su muslo.
—¿No es un secuestro?
—No es un secuestro —dijo Don—. Limítese a contarnos la verdad y podrá regresar a su oficina antes de que empiecen a echarle de menos.
Sans resopló acalorado bajo la camisa y el traje azul marino que llevaba puesto.
—Está bien, ¿qué quieren saber?
—¿Dónde está Vélez? —preguntó Mariano sin preámbulos—. Queremos saber dónde vive, dónde podemos encontrarlo.
El cuerpo del oficinista se tensó. No quería hablar de ello.
Don observó pequeñas gotas de sudor que le empapaban el labio superior.
—¿Tiene calor?
—No, no… —dijo titubeante. De nuevo, volvía a hiperventilar—. Estoy… bien.
—Se lo repito. No nos haga perder el tiempo —insistió Mariano.
—No sé dónde está, se lo juro. No sé de quién me habla.
Don levantó el cañón y se lo puso en el pómulo. Mariano miró por el espejo retrovisor para asegurarse de que no había testigos.
—¡No! Por favor… —dijo con voz de súplica—. No me haga daño, por favor…
La respiración le entrecortaba el habla.
—Sabemos que lo conoce, que está en contacto con usted —prosiguió el chófer—. También estamos al tanto de que colabora con el CNI en ocasiones para informales de lo que se cuece en la banca. Sabemos que su esposa se llama Irene Montalvo.
—Así que no nos toque los cojones, señor Sans, si no quiere que su casa parezca una escena de El Resplandor.
La temperatura de aquel tipo aumentó.
En efecto, sentía pavor. Tanto si confesaba como si no lo hacía, su vida corría peligro.
—Me matarán.
—¿Ellos o nosotros? ¿O ambos? —preguntó Mariano con sorna—. Déjese de tonterías. No le pasará nada, ni siquiera sabrán que ha estado con nosotros. Díganos dónde reside Vélez, dónde le podemos encontrar y nos encargaremos del resto. Muerto el perro, muerta la rabia.
De pronto, a Sans se le apelmazó la saliva en la garganta y le costaba respirar.
—No toque a mi familia, se lo suplico, por el amor de Dios… Solo soy un simple oficinista. Me ofrecieron colaborar con ellos a cambio de un sobresueldo, de una vida mejor…
—¡Corta el rollo, imbécil! —exclamó y dio un golpe contra el volante. Mariano giró la cabeza dirigiéndose a él, aunque este no podía verlo—. Sé de sobra quién diablos eres. Ahora dime dónde diablos está Vélez o terminarás igual que Montoya.
El habla se le paró por completo. Después respiró de nuevo.
—Está bien… Se lo juro… No sé dónde está, ni dónde vive, ni cómo localizarlo… —explicó con la cabeza gacha, totalmente abatido—. Es él quien me contacta, quien me cita. A veces en cafeterías, normalmente donde hay mucha afluencia de personas. Otras, lo hace en mi oficina, fingiendo ser un cliente. No hablamos desde hace semanas. Vélez solo llama para preguntar.
—¿A tu móvil?
—No… —dijo a regañadientes—. A un número prepago.
—Dámelo
—No lo tengo aquí… Está en la oficina.
Don lo registró, pero no encontró nada.
—¿Está Vélez en Madrid?
—Tal vez.
—¿Tal vez? —preguntó Mariano.
Don le asestó un puñetazo en el estómago. Se escuchó un fuerte lamento.
—Vuelve a plantearte la respuesta.
—Sí, tiene que vivir aquí. Se niega a abandonar la ciudad.
—¿En qué anda metido?
—¿Yo qué demonios sé? ¡Soy un maldito informador!
Don le propinó otro golpe en la boca del esófago. Toda la rabia se le escapó en el aliento. Mariano empezaba a ver el comportamiento frío del arquitecto. Hasta la fecha, solo lo había hecho en la distancia, pero nunca había estado presente. Tenía el rostro de alguien que demostraba cero afección por el dolor o las emociones de su víctima.
Si por el hubiese sido, habría destripado a ese hombre en el interior del coche pero, a la vez, sabía cómo comportarse sin perder el control.
Era inteligente, astuto, delicado.
—Quiero que te pongas en contacto con él —ordenó Mariano.
—No puedo… hacer eso…
—Estoy convencido de que existe algún código de emergencia —dijo. Lo estaba porque así era cómo se trataba con los informadores—. Úsalo, cítate con él. Dile que es urgente.
—No será necesario…
—Te juro que si te golpeo de nuevo, lo lamentarás —agregó el arquitecto.
—Espera, espera… —contestó recuperando el habla—. No lo será porque vendrá a verme el lunes. Dos días.
—¿Dónde, cuándo, cómo? —cuestionó el exagente.
—Restaurante El Pelotari. A las quince horas.
—¿Cuándo te citó?
—Hace unos días. Eso es todo lo que sé.
—¿El motivo?
—Ya se lo he dicho…
Don le levantó el mentón.
—Te doy una última oportunidad —dijo el arquitecto.
—No, no, por favor… —rogó—. Están buscando a dos hombres altamente peligrosos. Quiere darme más información sobre ellos.
—¿Qué hombres?
—Se lo juro, no lo sé, las líneas no son fiables.
—Pero, ¿qué cojones? ¡Si es el maldito CNI!
—Él lo quiere así… Todo lo hacemos en persona, él decide, yo solo asiento.
—¿Te dio un nombre? —preguntó Don.
—Sí… —dijo meneando la cabeza, hastiado de la situación—. El alacrán… No, no… El Escorpión. Eso fue lo que dijo. El Escorpión.
—¿El Escorpión?
—¿Y el otro? —preguntó Don.
—¡Basta! —exclamó Mariano—. Está mintiendo. Es obvio que nos está intentando tender una trampa.
—¡No! ¡No me lastimen, por favor! ¡Digo la verdad!
Mariano volvió a mirar por el espejo retrovisor. Un grupo de asiduos al albergue se dirigían hacia el coche lentamente.
—Mierda, es hora de irnos.
—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó Sans—. ¿A dónde vamos ahora? ¡Déjenme, por favor! ¡Déjenme marchar!
Don hizo contacto visual con Mariano y acató el mensaje.
—Como quiera —contestó el arquitecto, abrió la puerta y le dio una patada al cuerpo del informador.
Mariano puso el motor en marcha.
Confundido y desorientado por la falta de visión, cayó al exterior y rodó medio metro por el asfalto. El coche se movió, los indigentes se acercaron al oficinista y el chófer se aseguró de que no pudiera verlos en la distancia.
—Esto ha sido una pérdida de tiempo —dijo Don mirando por la ventanilla al salir de la calle—. No tardará en contarlo todo. Nos acorralarán.
Las preguntas se mezclaron en la cabeza del arquitecto. No entendía nada y temía que, una vez más, Mariano le ocultara parte del plan. Lo había hecho otras veces, aunque solo le quedaba confiar en él. Se lo debía.
Mariano había estado a su lado sin cuestionar sus intenciones, una y otra vez, hasta que no le quedó salida.
En Portugal, el exagente se sinceró con él.
Le dijo por qué lo hacía y entendió sus motivos. Don conocía esa sensación.
Toda su vida había sido adoctrinado con la premisa de que el perdón era la única vía que solucionaba todos los males que llevábamos dentro. Pero no era cierto. En ocasiones, no resultaba suficiente. Y es que, aunque el desquite tampoco era la mejor alternativa, sí que era la única forma de equilibrar la balanza. A Mariano lo habían desterrado sin éxito para después quitarle lo único que lo mantenía vivo en el mundo ordinario. En parte, Don podía empatizar con sus sentimientos. A él le había sucedido lo mismo.
Llenó los pulmones y calmó la oleada de pensamientos negativos que se acercaban a él.
Que el modo de operar no fuera el suyo, no significaba que no fuera igual de eficaz, aunque detestaba sentirse como un pájaro dentro de una jaula. Estaba acostumbrado a operar por su cuenta, a moverse libre como una sombra.
La sensación de ser una presa cautiva, simplemente, le irritaba.
—Acabamos de llegar, no se desespere —dijo el chófer incorporándose al cinturón subterráneo de la M-30, un túnel circular de varios carriles con numerosas salidas que apuntaban hacia las cuatro direcciones del mapa.
El tránsito del mediodía formado por taxistas, turistas y locales, congestionaba la carretera. Las luces verdes se reflejaban en el cristal.
Don había olvidado lo que era sentirse en casa de nuevo, aunque le parecía muy distinto. Se sentía como un foráneo, como alguien de paso. Quizá Marlena fuera su obsesión, la fuerza motora que le había empujado a emprender ese viaje, la mujer que daba sentido a sus días, pero Madrid era su vida, el único lugar en el que se sentía cómodo y bajo control, y el sentimiento ahora flotaba sin esperanza en su corazón.
—No lo hago.
—Descuide, señor. Teníamos que intentarlo… Conozco a este gente. Ya le he dicho que mentía…
—¿Por qué no has insistido más? Ese hombre estaba al límite. Si tan solo le hubiese apretado lo suficiente…
—¿Para qué? —preguntó molesto—. No iba a contarnos nada más. Posiblemente se lo hubiera olido en el momento en el que le dijimos que no pedíamos dinero… Siento comunicarle que este tipo de personas funciona de un modo diferente al que usted está acostumbrado, señor. No es un agente, sino un informador y, aunque colabore con los servicios secretos, no deja de ser un idiota con aires de grandeza… Un imbécil que finge ser James Bond sobre seguro, sin jugarse nada a cambio… La mayoría de estos tipos no tiene formación. Se les ofrece un curso intenso basado en la presión psicológica, en cómo reaccionar a cierto tipo de situaciones críticas, pero jamás han empuñado un arma… Y ni hablar del entrenamiento, incapaces de defenderse por sí solos… Empero, si hay algo que poseen, es el miedo a perderlo todo, como un ciudadano más…
—Como alguien normal.
—Eso es… —reafirmó el chófer para continuar con su aclaración—. Así que, ese Sans, a partir de ahora, se andará con cuidado antes de irse de la lengua. Puede que le haya visto a usted, lo cual no sirve de mucho porque dudo que haya tomado en serio su nombre… pero no a mí, ni siquiera sabe quién soy, y eso lo convierte en un objetivo frágil. Recuerde que lo sabemos todo sobre su familia. No tardará en pedir ayuda cuando se reúna con Vélez y, para entonces, ya no nos será de ayuda porque iremos detrás de Vélez. Habrá cumplido con su cometido y nosotros seguiremos a ese desgraciado antes de que tome medidas.
—Te noto demasiado seguro, Mariano. Me gustaría creerte.
—Pues hágalo. Solo le pido eso.
—¿Cómo estás tan convencido de que no llamará por teléfono a Vélez?
—Porque pasé años con ese cretino. Ya le has oído —explicó—. Nada de llamadas, nada de encuentros sociales. Posiblemente, Joaquín Sans tenga el teléfono pinchado desde hace un tiempo para evitar que hable más de la cuenta… Le recuerdo que Vélez forma parte del lado tenebroso del CNI.
—Entiendo… No existe.
—Me alegra ver que comienza a comprender cómo se presenta el panorama.
Don aguardó unos segundos. Se sentía como un principiante.
—Cuando ha dicho que había dos hombres en el punto de mira, por un momento pensé que se refería a nosotros —comentó—, no me cabía otra explicación… Pero reconozco que la mención de ese nombre me ha desconcertado.
—¿Cuál?
—El Escorpión. ¿Te resulta familiar?
—En absoluto.
Don observó su reacción. Como siempre, Mariano mantenía la expresión relajada y atenta que le caracterizaba.
—No sé, Mariano. Hay algo en ese apodo que me inquieta. Tengo la sensación de que está relacionado con nuestro episodio de Copenhague. Todavía me cuesta olvidarlo…
Mariano dibujó una sonrisa y tomó la salida que los sacaba de aquel cinturón interminable.
El sol volvió a brillar sobre la tapicería del coche. Los edificios de viviendas se alzaban hacia arriba tapando las nubes. La tranquilidad de la calle era perturbadora.
—No tiene por qué preocuparse, señor. Ya hemos pasado por esto anteriormente. Usted lleva un par de años demasiado intensos, no lo olvide. Pronto todo habrá acabado, solo es cuestión de tiempo, así que no le dé importancia a lo que un desconocido le haya dicho… Intentaba improvisar… y me temo que no es más que un sobrenombre sin sentido alguno… Sinceramente, es la primera vez que lo escucho. De todos modos… alégrese, de ser así, significa que no estaremos solos.
—¿Y eso cambia algo, Mariano?
—Por supuesto que sí… Sea paciente, todo llega. Volveremos a intentarlo.