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Calle de Génova (Madrid, España)

3 de septiembre de 2017

Había regresado a ella el temor a sentirse perseguida.

Era consciente de que todo formaba parte de una ilusión, de un engaño de su imaginación pero creía en lo que había visto, pese a que hubiese deseado lo contrario. A partir de entonces, volver a la normalidad era una tarea imposible.

Habiendo tomado distancia de lo ocurrido, regresó el lunes a la oficina con la intención de centrarse en el trabajo y olvidarse del fin de semana. Nadie en su sano juicio podía vivir en esa clase de psicosis. Sin embargo, ella no era una persona normal. Había dejado de serlo en el momento que ese hombre decidió cruzarse en su vida.

Por suerte, el aire de la mañana del lunes tenía un olor distinto.

Se había despertado con la esperanza de empezar de nuevo, con la actitud necesaria para encarar sus problemas sin echarse atrás o huir, que era lo que la mayoría de personas decidían cuando tenían que hacer frente a una situación complicada.

En el despacho donde trabajaba eran seis personas: dos mujeres y cuatro hombres.

Por suerte, los proyectos no faltaban y se podía sentir la tensión de las entregas a última hora. La situación ayudaba a que, en más de una ocasión, tuviera que llevarse parte del trabajo a casa, lo cual no le disgustaba ya que la mantenía ocupada en la soledad del apartamento.

El fin de semana había estado cargado de emociones. Primero, lo que había visto y, después, el constante apoyo de Miguel, que resultaba agotador. En más de una ocasión, se había propuesto marcarle las líneas rojas, cortando así cualquier tipo de esperanza amorosa y dejando la relación como una amistad entre dos personas que se estiman. Sin embargo, no se veía preparada para hacerlo. Incluso, aunque no le importara herirle, la situación requería un esfuerzo emocional que no podía derrochar.

Si perdía a Miguel, que era lo más probable que ocurriera ante el rechazo, se quedaría sola, y eso era lo último que deseaba.

Al llegar esa mañana a la oficina, uno de los arquitectos se dirigió directamente a ella.

—Marlena, ¿podemos hablar? —preguntó.

Lucas era uno de los propietarios del estudio.

Junto a su socio, Andrés Laporte, habían conseguido levantar una marca en la difícil ciudad de Madrid. Para ella, tenían mucho mérito. Ganaban lo suficiente para vivir bien, pero no eran los típicos estirados que alardeaban ser miembros de un club de golf.

Andrés le resultaba atractivo: moreno, alto, guapo, corpulento y con gusto para vestir, aunque sin ser demasiado formal. Nunca usaba traje, prefería las americanas y solía llevar jerséis de lana y zapatos deportivos. Le recordaba a Ricardo, pero sin aquel aura de misterio que llegaba a ser sórdido.

—Sí, claro —dijo ella al llegar y dejó su ordenador portátil sobre el escritorio—. ¿Qué sucede?

—¿Recuerdas que te hablé del auditorio que nos habían encargado para Oxford?

Ella miró hacia otro lado.

No tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo y se sonrojó. Supuso que era a causa de la vorágine en la que se había sumergido.

—Algo me suena, ¿por qué?

—Está aquí —dijo el arquitecto.

—¿Quién?

—James. De la oficina.

—¿James? —preguntó en voz alta. Al mencionar el nombre, un tipo trajeado, de piel pálida, ojos claros y pelo castaño, con aspecto refinado, apareció tras la puerta del despacho del jefe del estudio. La ingeniera se puso colorada.

—James Woodward —dijo en un perfecto inglés entregándole la mano—. Y usted debe ser la señorita Lafuente. ¿Verdad?

El hombre la dejó boquiabierta. Su inglés era tan impecable como su español, lo cual no esperaba.

—Bueno… señor Woodward —dijo el arquitecto desconcertado—. Ahora ya conoce a la señorita Lafuente, nuestra ingeniera y quien se encargará de resolverle las dudas sobre el proyecto.

Andrés le lanzó una mirada a Marlena para que le siguiera el juego.

El día comenzaba.

Después de todo, la presencia de ese británico le iba a ayudar a olvidarse de los problemas por unas horas.


La mañana se le vino encima sin darse apenas cuenta.

La presencia de Woodward la había sacado de la realidad. Y es que, el apuesto inglés, además de tener buena presencia, era un hombre encantador.

De vez en cuando, el origen británico se le escapaba entre las palabras.

Tras varias horas tratando las cuestiones que el supervisor había llevado consigo, no tardaron en demostrar una coquetería inofensiva por parte de los dos. Ella era una mujer bella y él no parecía estar dispuesto a desestimar la ocasión.

La reunión se alargó durante varias horas y el agotamiento comenzó a hacer mella. Cuando Marlena levantó la vista y miró hacia el estudio, notó que sus compañeros habían parado para salir a comer. El inglés percibió esto y se sintió responsable por haberle robado las horas de almuerzo.

—Quizá debiéramos continuar más tarde —dijo frente al montón de planos que había encima de la mesa—, a no ser que acepte que la invite a almorzar algo.

Ella agachó la mirada y se sintió incómoda ante la respuesta forzada que ese hombre había provocado. Tal vez iba demasiado rápido. Aunque no le hubiese importado, presintió que no era lo correcto.

—En otro momento, tal vez —dijo excusándose. Él la miró y sonrió con afán de quitarle importancia a su proposición. La ingeniera no lograba entender sus intenciones, si era algo común en su país de origen o si intentaba flirtear con ella desde el primer encuentro, pero tenía el corazón a cien por hora—. No se preocupe… Estoy acostumbrada a que se me acumule el trabajo. Puedo lidiar con ello.

Vista su reacción, el cliente supo que la hora de marcharse había llegado, antes de que empeorara la situación.

—Ha sido mi error. En Londres ni siquiera nos planteamos la hora del almuerzo —dijo reculando y eso la alivió. Después se levantó estirándose la chaqueta del traje para poner fin a su visita—. Supongo que volveré a verla, señorita Lafuente. No por nada, pero hemos hablado de muchas cosas y ni siquiera he tomado una nota al respecto… Estoy convencido de que me asaltará alguna duda de última hora antes de abandonar Madrid.

—Puede encontrarme aquí cuando lo necesite —dijo ella mostrándole su blanca dentadura para no entrar en el juego—. Estaré encantada de atenderle en esta oficina.

—Que así sea —dijo él y le devolvió el gesto. Por un breve momento, se formó una tensión sexual inesperada entre los dos. Marlena no había imaginado que su jornada laboral fuera a comenzar de ese modo. No le disgustaba, de hecho, agradeció que un hombre, tan interesante como aquel, mostrara interés por ella. Se había olvidado de lo que era flirtear. Empero, la experiencia le había enseñado a no volver a mezclar el trabajo con lo personal. Llevaba poco en el estudio y quería hacer las cosas bien. El británico entendió la postura de la mujer, aunque eso no evitó que la mirara con deseo en la distancia. Era consciente de que su jugada llegaba hasta allí—. Que tenga un buen día, señorita Lafuente.


Plaza de Alonso Martínez (Madrid, España)

3 de septiembre de 2017

De nuevo, sentada en la misma mesa de la cafetería que había visitado días antes, ahora la acompañaba el abogado que perdía los vientos por ella, tapándole las vistas que le permitían observar la calle en silencio.

La había recogido en su motocicleta al abandonar el estudio. Detestaba que apareciera sin avisar, pero era incapaz de reprochárselo.

Marlena daba sorbos a un café templado mientras escuchaba como un balbuceo las historias que Miguel le contaba. No se había atrevido a pedirle tiempo, espacio, distancia y una orden de alejamiento indefinida. Era demasiado buena como para romperle el corazón en público. Por su parte, Miguel intentaba ser cordial, comprensivo y es que, por mucho que lo intentara, la cabeza de la ingeniera estaba en otra parte.

Desde que ese misterioso hombre inglés había desaparecido del estudio, no había logrado quitárselo de la cabeza, ni su rostro, ni su olor, ni tampoco la forma en la que le había mirado antes de marcharse.

Deseaba verlo de nuevo, aunque no fuese lo más ético.

Solo tenía que esperar. Estaba convencida de que él volvería a aparecer.

—¿Y bien? ¿Cómo te ha ido a ti el día? —preguntó el abogado.

Ella vio en sus ojos el reflejo de su rostro apagado, aburrido y distraído.

Se preguntó por qué ese Woodward hablaría tan bien español.