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Estación de trenes Madrid–Puerta de Atocha (Madrid, España)

5 de septiembre de 2017

El hormiguero humano se movía en todas las direcciones de la estación.

La estación más grande de España nunca descansaba. Un gran número de viajeros abandonaba los andenes de los trenes de cercanías que llegaban de los alrededores y de las afueras de la ciudad. Otros grupos se dispersaban en los controles de seguridad que les llevaban a los ferrocarriles de alta velocidad, que conectaban con numerosas ciudades del país. Entre la muchedumbre, propia de un escenario como aquel, la ingeniera aguardaba en una de las cafeterías que se encontraban junto al jardín del interior de la estación.

Un hermoso y colorido botánico de árboles y palmeras que llenaban de vida el enorme recinto, más allá de la humana, y oxigenaban el aire captivo entre las paredes de aquel lugar de paso.

Marlena estaba nerviosa, la llamada la había desestabilizado.

Ahora, las imaginaciones que había tenido días atrás, convencida de que habían sido un desliz de la mente, se convertían en una pesadilla real. No le quedó opción, tuvo que hacerlo, por él, por ella y por la urgencia del mensaje que había recibido por teléfono.

Como una sombra invisible, él apareció entre la gente, con el semblante de seriedad perenne en su rostro y los andares serenos que le caracterizaban. La ingeniera dejó el vaso de cartón sobre la mesa. Estaba frío, pero no le importó. La presencia de aquel hombre tan familiar, de aquel rostro que la había acompañado tantas veces, volvió a generar en ella una ansiedad casi olvidada.

Cuando quiso darse cuenta, la punta de sus relucientes zapatos estaban frente a los suyos.

—Hola, Marlena —dijo él asintiendo, cómo si le estuviera entregando el pésame por la pérdida de un familiar. Vestido de traje y con una gabardina de color caqui, Mariano no supo qué más decir, puesto que no estaba acostumbrado al afecto, ni esperaba que la ingeniera lo recibiera con cariño—. Gracias por haber venido.

Temblorosa, respiró profundamente al mirarlo a los ojos.

A pesar de la aparente calma que Mariano podía transmitir, siempre ocultando la verdad que había tras sus pupilas, no era capaz de mantenerse tranquila. Tenía la sospecha de que Ricardo Donoso no estaría muy lejos de allí, aunque el chófer le hubiera prometido previamente que solo acudiría él.

—¿Dónde está? —preguntó dejando las presentaciones cordiales a un lado.

Él sopló y miró a su alrededor en busca de un camarero de la cafetería en la que ella se había sentado.

—Descansando. Cumplo con lo que digo —respondió sin darle importancia. Era lo mínimo que podía esperar, después de tanto tiempo—, demonios… ¿Por qué nadie me cree? Por esa razón estoy aquí. Ven, siéntate.

Dirigió sus movimientos y la llevó, de nuevo, hasta la mesa. Dado que los empleados no servían, se acercó y pidió un café, que después llevó con él hasta dejarlo encima de la superficie de madera junto al de la ingeniera.

—¿De verdad que no quieres nada?

—No tengo mucho tiempo, Mariano.

—Cierto —dijo él con voz paternal. Era todo un ensayo—. Como ya he dicho, agradezco que hayas venido.

—¿Qué es tan importante?

—No podía decírtelo por teléfono.

—¡Basta ya, por favor! —exclamó levantando la voz y llamando la atención de los clientes que estaban al lado. Se disculpó y bajó el tono—. Está vivo, ¿verdad? Lo vi con mis propios ojos. Tienes que decirle que me deje en paz, Mariano. No puedo volver a verlo…

—De eso precisamente quería hablarte.

Ella entornó los ojos y cruzó los brazos. No iba a permitir un encuentro. No había negociación.

—Creo que he sido clara.

—El señor Donoso está aquí, ha venido a buscarte, a Madrid, pero no solo eso…

—¿Es que no me oyes? Lo nuestro terminó, Mariano… Terminó.

—Está enfermo, Marlena. Está muy enfermo.

Ella cerró los ojos. Las manos le seguían temblando. Un ovillo de pensamientos ocupó su cabeza.

—No sé de qué estás hablando, Mariano. Tampoco quiero que me lo expliques —respondió con voz desgarrada mostrándole las palmas de las manos—. No quiero estar relacionada con él, ni con nada de lo que ha hecho o hizo en el pasado. Para mí, está olvidado. No existe, es una persona que…

—No puedes negar su existencia. Te necesita, está vivo.

Las palabras dolían como agujas calientes en su pecho.

Su rostro se contrajo. Quería llorar y le faltaba el oxígeno. Se sentía impotente ante la presencia de ese sádico.

—¿Por qué me haces esto?

Mariano se lamentó y miró al vaso de café.

—El señor Donoso es buena persona, siempre lo ha sido, pero ahora está muy enfermo.

—¡Deja de decir eso! ¡Explícate, maldita sea!

—Su cabeza. No funciona bien… Es peligroso.

En el interior del cuerpo de la ingeniera, sus emociones luchaban por no escuchar las palabras del hombre que tenía delante. Las imágenes del pasado, los momentos de ternura y los sentimientos de aquellos días idílicos volvían a colorearse en su mente.

Los quería olvidados, enterrados en cal viva para hacerlos desaparecer de su vida, pero el subconsciente le estaba jugando una mala pasada. Tensa, se puso en pie dando un pequeño traspiés con la pata de la mesa. El café del chófer se derramó un poco sobre la mesa. Acudir al encuentro había sido un error.

—Me tengo que ir, Mariano. Tengo una cita con un hombre —dijo recogiendo su bolso y cargándolo al hombro—. No ha sido muy acertado vernos de nuevo. No quiero que vuelva a suceder, te lo suplico. De lo contrario…

—No puedes hacer nada —dijo él sin levantarse de la silla—. Lo que más te pesa es saber quién es, conocer parte de su historia, aceptar que es un auténtico peligro para esta sociedad, que las personas como él no tienen cabida en este mundo… a pesar de que descubrieras su lado más noble. Ya no hay vuelta atrás, ni para ti, ni para mí, pero no eres capaz de cargar con ello.

—Mariano, te lo juro. Si no te alejas, avisaré a la Policía —dijo y se giró para mirar a uno de los agentes que rondaba por la estación—. Se lo contaré todo. No estoy bromeando…

—Marlena…

Ella vaciló y se detuvo.

—¿Sí?

—Avísame si cambias de opinión… Siento lo de tu amigo.

—Adiós, Mariano —respondió y abandonó la cafetería tomando las escaleras mecánicas que la llevaban al piso superior.

Desde lo alto, a medida que se perdía en la distancia, vio cómo el chófer seguía allí, pensativo, terminando el café en la mesa, como si no tuviera nada más que hacer.

Reflexionó sobre las últimas palabras, que todavía carecían de sentido para ella.

Se preguntó qué habría pasado con el arquitecto, aunque ya no le incumbiera ni quisiera saber nada de él. El episodio de Copenhague había sido demasiado fuerte como para olvidarlo. Aún le temblaban las piernas al recordar el olor a pólvora quemada. Tenía razón, no era capaz de cargar con ello, ni con nada de lo ocurrido antes. Nunca entendería por qué aquel hombre, de aspecto sensato y mirada entristecida, se preocuparía tanto por un enfermo mental como Ricardo Donoso. Pero, lo cierto era que, Mariano tenía sus motivos.

Una parte de su interior se desgarró por no estar dispuesta a ayudarle, aunque supo entender que los sentimientos no siempre tenían la razón.

Al llegar a la máquina de cercanías, buscó su billete, entró en las escaleras que la llevaban al andén y desapareció de allí.

Por suerte, James Woodward seguía en la ciudad y la ayudaría a olvidar lo que había ocurrido.


Había tomado una decisión madurada durante años.

No existía vuelta atrás, ni para él, ni para el pobre de Donoso. Ahora que sabía la verdad y que estaba a punto de perder el control de sí mismo, no tenía sentido seguir adelante con un plan tan destructivo.

Marlena había sido su última baza, la carta oculta que podía darle una tregua y devolverle la cordura al arquitecto. Pero dado que se resignaba a colaborar, que sus sentimientos ya no correspondían con los de Donoso, forzar un acercamiento solo empeoraría la situación de ambos.

Dio un sorbo al café, se cuestionó, por enésima vez en los últimos meses, cómo había llegado hasta ese callejón. Después encontró la respuesta.

Le hubiese gustado propinarse una fuerte bofetada.

La venganza nunca le saciaría. El odio solo se alimentaba con más odio. Pero, ¿habría sido más feliz huyendo para siempre, dejando que los otros ganaran y olvidándose de lo que le habían hecho?, se preguntó.

Llevaba años triste, los mismos desde que le habían despojado de su familia. Entonces, ¿qué sentido tenía para él seguir vivo, si no era para llevarse consigo a ese cabronazo de Vélez?

Terminó el café, estiró las mangas del traje y se puso la gabardina encima.

Caminó hacia el exterior de la estación, donde había aparcado el vehículo. Le quedaban un par de horas antes de que el arquitecto enloqueciera en el apartamento. La dosis de Lexatin que le había vertido en un descuido durante la comida, era suficiente para dormirlo un buen rato, pero no para tumbar a un caballo.

Pensó que le ayudaría a relajarse, a dormir unas cuantas horas antes de que la situación se agravara. Porque, tarde o temprano, lo haría. Los franceses regresarían, así como Vélez. Lo cierto era que quien golpeara primero, golpearía dos veces.

De pronto y sin esperarlo, Madrid se había convertido en un escenario hostil y sórdido. Un laberinto en el que todos jugaban al gato y al ratón, sin saber muy bien quién era quién.

Mientras se dirigía a la zona donde había estacionado el sedán, recibió un mensaje de texto del contacto que se encargaba de las comunicaciones. Era Nico, un joven hacker a sueldo al que había conocido años atrás, a través de un viejo exagente retirado y de confianza, que por entonces se dedicaba al contrabando de información digital. Nico había comenzado trabajando para las entidades bancarias, encargándose de tumbar sus sistemas de seguridad, para después ofrecer una solución a cambio de una compensación económica. Pero aquel no era solo su campo.

Una vez fuera de juego legalmente, la relación entre ambos se consolidó: Nico no conocía la auténtica identidad de Mariano, ni siquiera para quién había trabajado en el pasado y, por su parte, el exagente no tenía interés en la vida privada del muchacho. La confidencialidad y el secreto profesional se sellaba con las remuneraciones económicas que Mariano le hacía frecuentemente.

El mensaje llamó la atención del exagente. Nico le pedía que acudiera a su casa, lo antes posible. No se lo podía comunicar de otro modo, así que pensó que sería importante. Hasta la fecha, solo se habían visto una vez. Pensó que, con suerte, esa sería la última.

Comprobó la hora por enésima vez y calculó que aún tenía tiempo de sobra.

El contacto vivía cerca de Lavapiés, conocido barrio obrero y ahora también inmigrante, que colindaba con el centro de la ciudad y el área de Atocha.

Diez minutos después, aparcó el vehículo en zona de pago, y se dejó caer por una cuesta con el sol de frente y rodeado de una mezcolanza humana que poco se parecía a la que se había acostumbrado a ver junto al arquitecto. Al llegar al portal que le había indicado, tocó el timbre, pero nadie abrió. Por suerte, la cerradura de la puerta del edificio estaba estropeada, así que se tomó la licencia de pasar.

El lugar era una vieja corrala madrileña.

Subió las escaleras, que apestaban orín y basura. Las puertas de las casas presentaban un estado lamentable, así como la pintura de las paredes, que estaba desconchada por la humedad y agrietada por el paso de los años. Al llegar a la segunda planta, comprobó que era la misma puerta y recordó que así era. Miró a ambos lados, siempre tomando precauciones, golpeó con los nudillos y la puerta se echó hacia un lado.

Estaba abierto, un fuerte hedor a rancio y cerrado le dio de bruces. Era algo habitual en esa clase de personas que vivían encerradas frente a la pantalla del ordenador, rodeados de plásticos, restos de comida para llevar y latas de refresco o cerveza.

Llegaban a tal punto, que se olvidaban de la higiene y de sí mismos.

Empujó la puerta con el pie y escuchó la música que salía de un ordenador, al fondo de un pasillo. Cerró con sigilo, puso la mano en el cinto y agarró la pistola sin llegar a sacarla. Mariano odiaba las sorpresas pero, para su desgracia, cuando cruzó el pasillo de penumbra y poca claridad, encontró una imagen desoladora.

El mundo se le vino encima y una fuerte tensión se apoderó de sus brazos.

La música electrónica seguía saliendo por los altavoces mientras un vídeo de Youtube proyectaba imágenes en tres dimensiones. En la pantalla había restos de sangre procedentes de la parte trasera de la cabeza. Sobre la silla giratoria, el cadáver agujereado del muchacho, hundido como un filete ruso a medio cocinar. Los ojos del informático todavía seguían abiertos. Su última mirada había sido de terror.

—Pero, qué diablos… —murmuró en voz alta pisando con cuidado de no mancharse las suelas con la sangre que había en el suelo.

Por un instante, le vino a la mente el arquitecto. Pensó que pudo haber sido él, lo cual le horrorizaba. Después pensó en los franceses, habiéndose adelantado al descubrir el micrófono oculto. En ese caso, no se explicaba cómo habrían dado con él en tan poco tiempo.

Un teléfono vibró en silencio, como el zumbido de una mosca sobre una superficie. Echó mano al bolsillo creyendo que era el suyo, pero no era así. Buscó por los alrededores hasta que avistó el aparato del chico, un viejo Nokia 8210 con la pantalla amarilla, el modelo perfecto que utilizaban los narcotraficantes con las tarjetas de prepago para no ser triangulados y, por ende, localizados. Mariano siempre había pensado que aquello era un bulo sacado de la televisión, pero lo cierto era que había sido el mismo Nico quien le había enseñado algunos trucos como el del microondas.

Se acercó a su cuerpo con sumo cuidado y desprendió el aparato de sus dedos. Miró a la pantalla y leyó que era un número desconocido. Instintivamente, se lo arrebató de las manos, se lo acercó al oído y contestó.

Escuchó una voz ronca que reía hasta atragantarse.

—¿Quién eres? —preguntó con el pulso acelerado.

—Ja, ja, ja… —repitió la voz quebrada—. Cuánto tiempo sin escucharte, camarada… Ja, ja, ja…

Mariano apretó los párpados con fuerza y se llenó los pulmones de oxígeno. Sintió una impotencia tan profunda, que quedó paralizado sin poder hablar.

—Hijo de perra… —respondió respirando con problemas. Echó un vistazo por la casa, temeroso de que Vélez estuviera allí pero, para entonces, ya se habría largado—. Has sido tú.

De repente, el tono jovial y relajado del agente cambió bruscamente, adoptando una voz seria y autoritaria, la propia a la que todos estaban acostumbrados.

—Esto es lo que querías, Mariano. Aquí lo tienes, vamos, cógelo, ¡cógelo! —gritó desquiciado al otro lado del aparato—. Tu ambición te llevó tan lejos, que olvidaste el camino de regreso a casa.

—Eres hombre muerto, Vélez.

—Entrégate, me encargaré de que sean lo menos severos posible contigo.

—Vete al infierno.

—Es todo lo que te queda —respondió—. ¿Qué vas a hacer? ¿Volver a huir con ese chiflado? Tal vez tuvieras suerte de localizarlo antes que nosotros, pero… piénsalo. Estás viejo. ¿Hasta cuándo seguirás jugando al escondite?