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Aún no habían salido del parque aunque no habían perdido la esperanza de dar con el rastro de aquel tipo.

Don no podía pensar, sentía que estaba a punto de perder el equilibrio.

La presión de la situación era superior a su templanza. Un fuerte ardor de estómago lo estaba consumiendo. Las manos no le respondían y la cabeza le daba vueltas, provocando que su sistema nervioso se disparara.

Más y más gente se reunía alrededor de la escena del crimen. Los médicos transportaron el cadáver en una camilla al interior de la ambulancia.

La pareja se separó de la muchedumbre y se fundió en el bosque de árboles que había en lo alto de la cuesta.

De pronto, el arquitecto se detuvo. Estaban a salvo, podían hablar sin testigos, aunque le importara lo más mínimo que alguien les escuchara.

—¿Qué me estás diciendo, Mariano? —preguntó sin mirarlo a los ojos, con las manos en alto y la mirada sobre el camino de asfalto—. Tú me contaste la verdad sobre ese abogado, ese chico que estaba saliendo con Marlena…

—Señor… —dijo lamentándose.

—Me diste su nombre, lo localicé. Tú mismo sabes lo que le hice a ese hombre…

—Tiene que escucharme…

—¡No! ¡Tienes que escucharme tú a mí! —bramó. Las venas se le marcaban en la frente y mostraba el rostro enrojecido. Estaba realmente enfadado—. ¡Me engañaste! ¡Me utilizaste a tu antojo!

—Eso no es así —dijo poniéndose firme—. Usted me preguntó por él. Yo me limité a darle su nombre. ¿Qué más esperaba?

—¡Vete a la mierda, Mariano! ¡Maté a un inocente! —contestó señalándole con el dedo acusador—. Eres consciente de que me usaste porque conocías mi debilidad por esa mujer. Sabías que Marlena no tenía nada con él, pero pensaste que así ganarías tiempo. ¡Y también conocías su paradero! ¡Eres un maldito egoísta! Me siento traicionado por la única persona en la que confiaba de verdad… Todavía no entiendo cómo has podido hacer algo así. Ni siquiera sé cómo lo he permitido…

Mariano se acercó a él, lo agarró por los brazos y lo encaró.

—¡Escúcheme bien! —exclamó con gesto serio—. La señorita Marlena está en peligro y necesita su ayuda. Vélez nos ha tendido una trampa desde el principio y no lo ha hecho solo. Nos quieren a los dos y están dispuestos a sacrificar lo que sea necesario…

—No, Mariano —dijo dando un respingo, recuperando la aparente calma y relajando el rostro. Su voz ahora era más grave, algo se había activado en él. Tenía el aspecto de la misma persona que se le aparecía en el espejo, aunque era incapaz de diferenciar quién hablaba dentro de su cuerpo—. Te quieren a ti. Esta caza de brujas siempre ha sido cosa tuya. He tardado tiempo en comprenderlo, pero es así. Siempre lo ha sido. No somos tan diferentes, tenías razón, pensamos del mismo modo… Pero tú solo quieres recuperar tu feudo… y yo no te importo lo más mínimo.

Por un instante, el chófer dudó de él y se preguntó cómo habría descubierto sus intenciones, pero debía ser fuerte, convencerlo, eliminar esa idea de la cabeza del arquitecto.

—¿Me va a ayudar o se va a quedar ahí sermoneándome? —preguntó. Mantuvieron la mirada, pero las palabras no salieron de ninguno de los dos—. Siento haberle ocultado información. Si le hubiera dejado verla, lo habría arruinado todo. Está enfermo, sabe de lo que es capaz cuando le afectan las emociones, pero no puede controlarlo… Ella es la única que puede devolverle la felicidad… porque ella es la única persona con la que se siente cómodo, sin remordimientos… No crea que no lo intenté.

Don pensaba en las palabras que él decía. Se cuestionó si era otro de sus trucos. Él confiaba en ella, creía en el amor, pero sabía más bien poco de este. La idea de perder a Marlena por decisión propia, simplemente, agrietaba su corazón.

—No me pienso tragar otro de tus embustes. Marlena todavía tiene sentimientos hacia mí. Solo debe perdonarme…

—La señorita Lafuente no quería verlo —dijo y los ojos del arquitecto se paralizaron. Mariano sacó la pistola sin temor a que alguien lo viera y se la entregó—. Tome, dispare y máteme. Lo está deseando, puedo sentirlo en su forma de respirar. Después comprobará que esta pesadilla sigue sin mí.

Don cogió el arma con las dos manos.

—No pienso dispararte.

—Entonces guárdela y ayúdeme a terminar con esta historia.


Abandonaron El Retiro y regresaron al vehículo, que seguía aparcado en una zona de pago.

Mariano caminaba pensativo. Tras la muerte de Irene Montalvo, se había quedado en blanco, sin ideas. La discusión había enfriado la conversación, aunque no tenía más remedio que acudir de nuevo a él, de solicitar su colaboración. Si Lafuente se iba a reunir con ese hombre, debían encontrarla antes de que fuera tarde. Lo más probable, es que James Woodward la asesinara.

Subieron al vehículo. Don tenía el rostro tenso y la expresión seria. Se encontraba desorientado, abrumado por la información y su corazón era un carrusel de emociones.

Ahora, más que nunca, quería verla, preguntarle y que le contara la verdad. Estaba agotado, cansado de ser quien era, sin importar su nombre. Se sentía traicionado por todos y el escozor de las piernas volvía a hacerse presente con más y más calor. Los calores le alcanzaron el cuello. Mariano lo observó con detenimiento cuando se rascaba la parte superior del pecho.

—¿Está bien?

—Tengo calor. Eso es todo —contestó Don con sequedad. El chófer dio varios golpecitos al volante antes de arrancar—. ¿Piensas quedarte aquí dentro el resto del día?

Apretó los puños y se guardó las palabras. Don era un fósforo en busca de algo con lo que restregarse para prender.

—Necesito su ayuda —dijo al arrancar el motor—. La señorita Lafuente tiene una cita con ese tipo. Al parecer, una cena. Por casualidad… ¿Se le ocurre a dónde podrían haber ido?

Don se rio como si hubiera dicho algo gracioso, pero no era así. Después recuperó la seriedad.

—Esto es Madrid. Podría estar en cualquier sitio ahora mismo. Estás buscando una aguja en un pajar, Mariano.

—Pero estoy seguro de que ella tendrá sus lugares favoritos, ¿no cree? —insistió, algo más nervioso que la primera vez.

—Pueden estar en Salamanca, en Chamberí, en quién diablos sabe… ¿Eso es todo lo que se te ocurre?

Su modo de actuar, ahora indiferente, lo estaba poniendo de los nervios. Se mostraba ofendido, quizá por esa razón no quería prestarle ayuda, pero no lo entendía. Actuaba como un niño inmaduro, quizá como ese joven que siempre había sido, pero en el que nunca había podido convertirse. Después de todo, era él quien perdía los vientos por la ingeniera. ¿Iba a dejar sin más que le hicieran daño?, se cuestionó.

Se acercaban a la Puerta de Alcalá, cuando Mariano notó que un coche les seguía.

Cambió de carril y divisó los rostros de dos hombres.

El sedán era un coche alemán, un BMW 320 de color negro, una bestia que los alcanzaría en cuanto tomaran una recta. Don también lo percibió.

—Ese coche nos sigue, ¿verdad?

—Eso me temo. Creo que son ellos.

—¿Vélez?

—No, los franceses —dijo y volvió a mirar por el espejo retrovisor. No reconoció sus rostros, pues no había tenido ocasión de verlos con detenimiento, pero sí sus siluetas, los trajes y la expresión inconfundible que tenían todos los agentes—. Espero que, durante estos años, haya aprendido a disparar.


Cruzaron la plaza de la Independencia y atravesaron la calle de Alcalá sumidos en el tráfico vespertino habitual.

El coche alemán los seguía en la distancia y la única forma de asegurarse de que estaban en problemas, fue desviándose por el paseo de Recoletos.

Cuando vieron que el vehículo tomaba la misma dirección, Mariano pisó el acelerador, a pesar de la posible presencia policial que había por la zona, y comenzó a zigzaguear como una serpiente entre los tres carriles de una sola dirección que los llevaba hasta Colón.

Los altos edificios se rendían ante ellos. Allí aumentó la velocidad, convirtiendo, prácticamente, el alargado paseo de la Castellana en una pista de carreras.

—Vamos a llamar la atención de la Policía.

Los franceses no parecían relajarse. Mantenían una distancia segura, pero sin ocultar lo que estaban haciendo. La arteria madrileña era un enjambre de vehículos y policías motorizados que no permitía saltarse las normas. Mariano razonó rápido y se cuestionó cómo de bien conocerían la ciudad aquellos matones. Solo existía un modo de saberlo.

La noche se iba acercando. La Puerta de Europa, los dos rascacielos inclinados de 114 metros que abrazaban la Plaza Castilla iluminaban el cielo. Tomaron el primer desvío de la glorieta para dirigirse a la estación de ferrocarril de Chamartín, la segunda más grande de la ciudad. Los franceses siguieron la trayectoria del vehículo. Mariano apagó las luces y se desvió por un callejón de asfalto, rodeado de viviendas, edificios de ladrillo y vegetación. Los rayos del sol no llegaban allí, las sombras se hacían cada vez más largas en la calle. Miró por el espejo y no vio a nadie, por lo que entendió que estarían entretenidos. Se quitaron el cinturón de seguridad y bajaron del coche. Los edificios que tenían en frente, quedaban demasiado lejos.

—¿En qué estás pensando?

Sin respuesta, Mariano se acercó al seto que protegía al muro de ladrillo que separaba la parte trasera de la estación. Tomó carrera, dio un salto y lo trepó. Después cayó al otro lado. Don escuchó el motor de un vehículo. Antes de que este apareciera, saltó, se agarró al borde del muro y trepó hacia el otro lado.