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Cruzaron el grandioso puente colorado y dejaron atrás la capital.

Antes de que el chófer empezara con sus preguntas y repitiera, por enésima vez, que no habría retorno, Don sopesaba si realmente estaba preparado para afrontar lo que tenía por delante. En el fondo, aquel no era su plan, sino el de Mariano. A él solo le importaba volver a verla.

Las inseguridades se agarraban a su pecho como una corona de espinas.

Había soñado con el reencuentro desde el mismo instante en el que ella abandonó aquel hotel de Montenegro. Se preguntó si le habría perdonado, si sería capaz de darle una nueva oportunidad. Lo que más le aterraba era que ella se hubiera olvidado de él, de lo que habían creado juntos, aunque hubiese sido por un breve periodo de tiempo.

El amor, aquel término abstracto del que siempre había huido, al que nunca había llegado a conocer en profundidad, ahora le desgarraba las entrañas haciéndole sentir una pena que nunca había albergado en su interior por tanto tiempo.

Por primera vez en su vida experimentaba lo que era desprenderse de lo que más quería.

—Pararemos en Extremadura para repostar, cerca de Trujillo —comentó Mariano al volante del vehículo francés. Era espacioso, silencioso y disponía de las mismas comodidades que los de alta gama, aunque el olor de la tapicería era distinto. Había algo en el interior de esa máquina que marcaba la diferencia—. Después seguiremos hasta Madrid.

—Estupendo. Tú llevas el timón.

—Le recuerdo que…

Era cuestión de tiempo que lo mencionara.

—Sí, lo sé. Nada de comportarse como antes. Creo que el mensaje ha calado durante estos meses, Mariano.

El chófer chasqueó la lengua.

—Este no es un viaje de turismo, señor. Ni tampoco un regreso para recuperar lo que ha perdido. Ahora mismo, usted ya no es quien era, ni yo tampoco. Para ellos, todavía sigo con vida, de un modo oficial, quiero decir.

—Te entiendo. Pero eso no cambia nada.

—Ya lo creo que sí —replicó—. Volar hasta Portugal fue un movimiento arriesgado, aunque nos ha salido bien. Eso no significa que Vélez y sus hombres no hayan hecho el trabajo de mantenerse al tanto de mi localización, y por ende…

—La mía.

—Eso me temo.

—¿Cómo estás tan seguro de que saben que sigo vivo? —preguntó desconcertado. Hasta el momento, Mariano no se había pronunciado al respecto—. Supuestamente, mi cadáver yace en algún lugar lejano. Tal vez crean que decidiste abdicar, renunciar a lo que se supone que debías hacer y retirarte en Portugal para empezar de nuevo. Cerca, pero distante. No serías el primero. Acuérdate de…

—En esta ocasión… es diferente —murmuró con la atención puesta en la carretera. El vehículo no llamaba la atención y se mezclaba con el tráfico de coches, que tenían un aspecto similar. Los altos impuestos a los vehículos en el país vecino provocaba que muchos ni se plantearan adquirir coches caros—. Vélez no es estúpido. Sabía que regresaría y le envió a uno de sus hombres hasta Dinamarca. Casi nos cuesta un disgusto.

—Aquel fue un error tuyo y de Marlena, si mal no recuerdo…

Mariano volteó la mirada.

Sus ojos se encontraron.

Por primera vez, le hirió la insolencia del arquitecto. Todo lo que había hecho por él, parecía no significar nada.

—Lo importante es que supimos cómo resolver la situación —respondió. Él nunca hablaba de muertos, ni de objetivos. Siempre se refería a los enfrentamientos con sangre en términos relativos—. Pero eso no marca una diferencia. Una máquina de matar solo es abatida por otra. Nuestra única salida fue el error que cometimos. ¿Existía otra opción?

—Paradójico —dijo Don y se recostó en el asiento.

Se formó un tenso silencio que duró varios kilómetros de trayecto.

—¿Ha pensado en ella? —preguntó rompiendo el vacío. Las palabras alteraron la tranquilidad de Donoso—. En la señorita Lafuente.

Las palabras obstruyeron su voz. No lograban salir.

Cargaban con demasiado sentimiento.

—Cada mañana, cada tarde y cada noche.

El chófer suspiró.

—No me refería a eso. Hablaba de lo que sabe.

—Marlena no dirá nada, puedes estar seguro, Mariano.

—A estas alturas de la vida, debería ser usted quien dudara de todo —contestó apenado. La inestabilidad emocional de su acompañante no mejoraba la situación—. Háganos un favor y manténgase alejado de ella, hasta que terminemos con lo acordado.

—Me temo que no tengo otra opción.

—Por su bien… No, no la tiene.

Después Mariano encendió la radio.

Una emisora portuguesa hablaba de la borrasca que se avecinaba para el fin de semana. Don miró hacia la infinidad del Tajo y el apartamento en el que había residido se convertía en una mota blanca en el horizonte.

El vehículo siguió la travesía del puente hasta llegar al final.