35
Antiguo edificio de RD Estudios (Barrio de Palomas, Madrid)
5 de septiembre de 2017
Un año que había parecido una eternidad.
Las imágenes de la normalidad se fundían con lo que ahora quedaba del edificio.
—Conozco cada rincón de ese lugar —dijo Don—. Fue mi hogar durante algún tiempo.
Esas fueron las palabras antes de que se bajara del coche en el aparcamiento y se perdiera entre los setos que lo rodeaban. La seguridad que transmitió, no fue suficiente para el chófer, que temía no poder esquivar la treta de Vélez.
Aparcó el vehículo y no vio ningún otro en toda la explanada de asfalto.
Buenos tiempos pasados, pensó al ver aquella imagen, pero no era el momento de ponerse nostálgico. La autonomía de la mente era difícil de evitar. Cuando se acercó a la puerta del edificio de dos plantas, vio una luz encendida en lo alto. Procedía del antiguo despacho del arquitecto, la cúpula de cristal desde la que observaba el resto de su realidad.
El teléfono de la recepción sonó. Era una de las pocas cosas que todavía seguían allí. El resto había desaparecido. Ahora, el interior, era un espacio opaco y sin vida.
Dio varios pasos al frente y se aseguró de que no hubiera nadie más vigilándole. Se cuestionó qué haría el arquitecto, dónde estaría escondido y si, realmente, se había arrepentido de su decisión.
Atendió el teléfono y se lo acercó al oído.
—Sube —ordenó la voz de Vélez.
Colgó y vio el ascensor a escasos metros de él. Pudo tomarlo, pero habría sido un error. A la salida, corría el riesgo de ser agujereado a balazos. Luego pensó que, si era lo que Vélez buscaba, lo habría logrado con tan solo entrar en el edificio.
Tomó las escaleras contando cada peldaño como si fuera el último, hasta que llegó a una puerta de emergencia que daba con el pasillo que llegaba al nivel superior.
Empujó la manivela y la luz llenó la oscuridad. Sintió el olor a tabaco negro, a los Ducados que Vélez y él solían fumar juntos. Aquel mamón había sido el causante de su adicción durante los días de trabajo en los que no había mucho que hacer.
—¿Alguna vez te invitó a venir aquí? —preguntó a lo lejos.
El vacío provocaba que su voz se extendiera por toda la oficina.
Vélez fumaba en el interior del despacho de cristal, de pie, mirando al horizonte. Habían pasado décadas desde su último encuentro. Mariano sintió cómo el vello de los brazos se le erizaba y un flujo de sentimientos contradictorios lo contaminaba.
«No olvides quién es», se repitió antes de comenzar a hablar. Vélez sabía jugar, casi tanto, como él, y no tardaría en rememorar historias del pasado para aflojar su defensa.
Estaba gordo, le habían salido canas y seguía usando las mismas lentes que llevaba antaño. Era como si el tiempo se hubiera parado para él.
El chófer caminó unos metros y se detuvo.
—Te recuerdo lo que le pasó al Lobo después de venir aquí —dijo Mariano con voz calmada. Su interior era un volcán en erupción.
—Qué cabrón eres… —dijo con sorna—. Fuiste tú, ¿verdad? Me lo temía. En fin, era su destino.
—Puede ser. ¿Cuál es el tuyo?
Vélez se ajustó las monturas y le pegó otra calada al cigarro. Era angustioso estar en ese despacho, pero no parecía importarle.
—No me hagas reír —dijo y le dio un repaso—. ¿Sigues fumando?
—Dejémonos de historias. ¿A qué esperas?
Vélez volvió a reír.
—¿A qué espero? Eres tú quien lleva esperando desde que te largaste… —contestó—. Ambos sabemos que has soñado con este momento. Tú estás aquí para matarme y yo para entregarte… Por suerte, solo debo mantenerte vivo… La Policía os estará buscando en breve por toda la ciudad. Como ves, tenemos intereses diferentes, Mariano.
Su seguridad le incomodaba.
—Es un farol… ¿Y el inglés? ¿Dónde está?
—Estamos solos, te doy mi palabra.
—Vete al cuerno. ¿Te crees que soy tan tonto como tú? —preguntó mirando de nuevo alrededor—. Acabo de deshacerme de esos dos franceses. Sigues siendo un inepto hasta para contratar…
Vélez levantó una ceja. No sabía de lo que hablaba, pero era tarde. Sospechó que, si se había limpiado a dos agentes, la alarma ya habría saltado.
—Mejor me lo pones… Escucha, no te preocupes por el inglés… —dijo y dio otra chupada al pitillo—. Le hará compañía a tu ahijado. Estarán entretenidos.
—Le arruinasteis la vida.
—Vaya, ahora seremos nosotros los malos… —respondió y se acercó unos metros abandonando el despacho de cristal—. Conseguí que el CNI reiniciara el programa PRET a cambio de que eligiera personalmente a un sujeto en condiciones… Cuando pareció entrar en razón, lo tuvo que joder todo… Aquellas misiones en Dinamarca y Polonia habrían terminado bien, si no fuera porque alguien le convenció para que se quedara con el lápiz de memoria, una información que… siendo sincero… me costó un fuerte disgusto personal y unos tantos millones de euros a los servicios de inteligencia… Pero fuimos los malos… Le dimos la oportunidad de tener una vida mejor, acorde a su naturaleza… Un trabajo pagado, seguir la relación con esa mujer, además de mantener todo esto, sin contar con la cantidad de dinero que desviaba a Suiza para evitar pagar a Hacienda… Iba a tener cobertura gubernamental, poder desahogarse a sus anchas, ser un caso cerrado para la clase política… pero fuimos los malos… Y tú, que siempre tuviste que estar detrás, condicionando sus decisiones… ¿Qué hiciste por él?
—Sabes tan bien como yo, que eso no es verdad.
—¡Por favor! ¡Es un criminal! ¡Un asesino en serie! ¡Un trastornado! —gritó. Su voz se expandió—. ¡Tú mismo lo decías! ¿Qué esperabas? ¿Que le ofreciéramos una paga mensual y unas vacaciones en Mallorca? ¡Tú fuiste quien lo manipuló! ¡Solo tú!
—¡Eso no es cierto! —gritó Mariano, dolido por las palabras ajenas y se acercó un poco más. Encarados en línea recta, parecían dos vaqueros del oeste a punto de desenfundar—. ¡Yo le ofrecí la libertad!
—¡Y un cuerno! Eres un egoísta, un jodido manipulador egoísta… Te creíste más listo que el resto y eso te pasó factura.
—No te atrevas…
—Sí, Mariano. Asúmelo de una maldita vez —prosiguió con su voz de ultratumba—. El culpable de que tu familia muriera en aquel accidente, fuiste tú, solo tú… El único que se rebeló ante las órdenes que nos había dado el nuevo jefe… Nosotros nunca te pusimos la zancadilla, éramos amigos… Nunca devolviste mis llamadas, no me dejaste darte una explicación, ni siquiera avistarte de lo que iba a suceder… ¿Recuerdas? Pero en este oficio es muy fácil encontrar un repuesto… Tú lo provocaste, tú recibiste tu castigo. No hubo nadie más detrás de aquel asunto.
—¡He dicho que no te atrevas! —gritó y sacó la pistola por debajo de la cintura.
Vélez desenfundó su revólver Magnum Smith & Wesson a la vez.
Se oyeron dos estrépitos.
El silencio inundó la parte superior del edificio.