30
Cuando colgó, solo le vino a la cabeza un nombre: Marlena.
Un sinfín de pensamientos aceleraron su corazón. Vélez no había perdido el tiempo pero había subestimado su inteligencia. Se lamentó de haberle insistido a la ingeniera. Ahora ella también se encontraba en peligro.
Apurado, abandonó el edificio y regresó al vehículo. Todavía estaba a tiempo de volver al apartamento antes de que el arquitecto se despertara. O, quizá no. Puede que llevara horas despierto.
De vuelta a la vivienda, encontró a Don tomando un vaso de agua en la cocina. Parecía abrumado y algo desorientado a causa de la medicación. El Lexatin lo había dejado en un estado de neutralidad nerviosa, lo cual lo hacía difícil de alterar. Sin embargo, tenía sus consecuencias. Ahora Don parecía un muerto viviente, torpe y lento al caminar.
—¿Dónde estabas? —preguntó.
Mariano se mostraba alterado y no hizo ningún esfuerzo por ocultarlo. Pero Don no podía reaccionar.
—He tenido que salir. Nico está muerto.
—¿Quién es Nico?
El exagente se dio cuenta de que no le había hablado de él anteriormente.
—No importa.
—Creo que me ha sentado algo mal en la comida. Me cuesta pensar con claridad.
—Eso veo —dijo Mariano, arrepentido por haberle provocado ese estado—. Date una ducha. Se te pasará en unas horas.
—Sí. Tienes razón —contestó y desapareció del cuarto.
El chófer vio cómo su silueta se perdía por el pasillo y se metía en el cuarto de baño. Después se acercó a la mesilla, agarró un cigarrillo y lo encendió.
«James Woodward, James Woodward…», pensó buscando en su memoria.
No le sonaba el nombre en absoluto.
Encendió el ordenador portátil y tecleó su nombre en el buscador. No había rastro de él. Abrió LinkedIn, la red social más conocida para los negocios.
Tampoco encontró nada.
«Woodward, Woodward…», continuó repitiendo el apellido en su cabeza.
¿Existía de verdad ese nombre?, se preguntó. Tal vez estuviera perdiendo el tiempo.
Se echó las manos a la cara, se frotó las cuencas y dio una profunda respiración.
«Los franceses», dijo para sus adentros y pensó en la esposa de Joaquín Sans. Los puntos comenzaban a conectar.
Buscó el nombre de Irene Montalvo y dio con su perfil. Abogada en un prestigioso bufete de abogados de Madrid, especializada en Derecho Administrativo. Había cursado sus estudios en La Sorbona de París.
Notó el sudor húmedo entre los dedos.
En efecto, Vélez tenía razón. Se había hecho viejo, ya no solo de edad, sino también a la hora de pensar. Su cabeza no funcionaba como en otros tiempos. Estaba despistado y no operaba con la misma agudeza mental que cuando era joven. Pasar por alto la formación de esa mujer, sus detalles, así como pensar que Vélez no pondría el ojo en la señorita Lafuente, había sido un descuido que iban a pagar muy caro.
Cuando levantó la vista del ordenador, encontró al arquitecto con el cabello mojado y esa mirada gris que aún se mantenía bajo los efectos de los ansiolíticos.
—¿Ocurre algo, Mariano?
—Vístete —ordenó cerrando el ordenador—. Te lo contaré por el camino. Tenemos que visitar a Irene Montalvo.
Condujeron de nuevo hasta la calle donde se encontraba la floristería.
Mariano había escrito un mensaje en una tarjeta blanca, como las que solía recibir la mujer. En ella, rogaría confirmación de la asistencia, por lo que, al leerla, la abogada tendría que contestar el mensaje al remitente de siempre.
Era su última bala para alcanzar a los franceses. Si todo salía bien, los franceses se darían cuenta del error y, por ende, de que alguien había interferido en el mensaje.
Se reunirían con ella para entender qué había sucedido y esa sería la ocasión para ir al acecho. Un plan ambicioso, tal vez, demasiado, pero Vélez lo había puesto contra las cuerdas. En su cabeza, estaba convencido de que todos trabajaban con o para Vélez. Si daba con una de las conexiones, podría llegar a él y terminar con aquella pesadilla. Por el contrario, no estaba del todo seguro de que fuera a funcionar.
Le había explicado a Don lo que había sucedido cuando había visitado a su contacto, pero no pareció reaccionar con desagrado. Supuso que todavía no se encontraba en condiciones de actuar, así que le pidió que esperara en el coche.
Cuando entró en la floristería, nadie sospechó de él. Ordenó un ramo de peonías, tal y como solía recibir la señora Montalvo, adjuntó la nota y pidió que lo dejaran allí hasta que ella lo recibiera. Le preguntaron por el nombre y se limitó a explicar que era un simple recadero. Al ver que el encargo era el mismo que solía recibir, no levantaron sospecha.
Pagó, salió del establecimiento y regresó al vehículo. Don espabilaba gracias a la brisa que atizaba su rostro, pero continuaba fuera de juego. Una fuerte pena cayó sobre el exagente. La culpa se apoderó de él, pero intentó pensar con templanza. ¿Estaba siendo un egoísta?, se preguntó. Pestañeó dos veces para empujar al pensamiento fuera de su mente. Tarde o temprano, como todos, Don tendría que enfrentarse a su final, y ni él ni nadie podía ayudarle.
—¿Y bien?
—Primer paso, completo —dijo Mariano y sacó el teléfono de su abrigo.
Conocían el modo de operar.
Una vez, era una causalidad. Dos, una coincidencia. Tres, un método.
Llamó por teléfono al domicilio de la mujer. Escuchó el primer tono y rezó para que no atendiera a la llamada. Después sonó el segundo y colgó antes de que el tercero llegara. Sintió una fuerte incertidumbre en su interior. ¿Era aquella la contraseña?, se preguntó. Un mar de dudas se apoderó de él. ¿Y si no se encontraba en el domicilio?, volvió a repetirse.
Por fortuna, la señora Montalvo no tardó en aparecer.
Diez minutos más tarde, que parecieron una eternidad, vestida con un abrigo negro que le llegaba a las rodillas y con gafas de sol para ocultar los hematomas, la abogada caminaba en dirección al vehículo. Mariano y Don la avistaron, siguiéndola en silencio por el espejo retrovisor. Varios metros antes de alcanzarles, se detuvo y giró hacia la entrada de la floristería. Esperaron. Irene Montalvo apareció de nuevo con el ramo de peonías bajo el brazo y tomó rumbo a su casa.
Mariano arrancó el coche y siguió en línea recta acorde con las indicaciones de los semáforos.