26
Espías franceses, corrupción estatal, programas secretos que funcionaban para el Estado… Las piezas encajaban en su rompecabezas, aunque la historia era propia de un filme americano.
Abandonó la casa en busca de un poco de oxígeno y tiempo para asimilar toda la información que Mariano le había dado. El exagente no se molestó en detenerlo. Honestamente, poco podía hacer por él, una vez había conocido la verdad.
Hasta el momento, no se había tratado a sí mismo como un enfermo mental. Se negaba a ello. Su cabeza no funcionaba correctamente desde el último año. No era nada nuevo, nada que no supiera ya, pero no estaba dispuesto a aceptar delante de ese hombre que tenía un trastorno severo. En efecto, Don llevaba años luchando con un ente que habitaba en él, a veces consciente de ello, en otras ocasiones no. Se había reconocido a sí mismo cuando Mariano mencionó las pérdidas de memoria, los movimientos automatizados, esa parte del juego que tan bien había desarrollado, como si se tratara de una coreografía, pero que nunca había llegado a analizar.
Su capacidad de aprendizaje le engañó lo suficiente como para creer que era él quien articulaba sus movimientos. Por entonces, pensar lo contrario, sí que le habría parecido un disparate. Pero, poco a poco, a medida que daba pasos por la calle de Almagro, rodeado del fresco de la noche, de los lugares de encuentro cerrados que ocupaban los soportales, entendió que, todo lo conseguido, no lo había logrado por su cuenta. Esa ayuda externa, invisible, era la que, con cada paso hacia delante, iba consumiendo parte de su ser hasta absorberlo por completo.
«Esto no me puede estar pasando a mí», se dijo.
Sin rumbo aparente, el paseo lo arrastró durante quince minutos por el barrio hasta llegar a la calle de Ponzano, uno de los puntos de moda para la gente más joven, lleno de bares de copas y casas de comidas.
Pasó por una gasolinera y se detuvo frente al cristal de un bar que hacía esquina. No tenía nada de especial. Era un bar como los muchos que había en Madrid, castizos, con barra de aluminio, latas de conservas, azulejos y varios grifos de cerveza.
El interior estaba hasta los topes de gente joven treintañera que disfrutaba de las últimas horas de la noche. Los ojos le llevaron hasta el cuchillo que agarraba uno de los camareros que había tras la barra. La hoja afilada cortaba el lomo ibérico en finas rodajas.
Se acordó de lo mucho que le gustaba ir de caza y pensó en cómo lo había dejado atrás.
Sintió de nuevo la necesidad de esnifar un poco de cocaína y estaba seguro que alguno de ellos le ayudaría a conseguirla no muy lejos de allí. Los pensamientos se encadenaron como una traca de petardos chinos. No era consciente de ello. Uno conectaba con otro provocando una explosión en cadena. Movió los pies treinta grados y su mirada se centró en otro grupo.
De repente, allí estaba él, apoyado en la barra, abriéndose espacio entre una pareja y con el rostro hundido. Su edad era superior a la del resto de clientes y hacía que su presencia no encajara del todo. Se preguntó si había sido una casualidad, un cruce de caminos, pero ya no podía creerse nada, ni siquiera lo que procedía de su cabeza, y temió que hubiese sido su otro yo, ese del que hablaba Mariano, quien le hubiera llevado hasta él. No podía confiar en él, ni en Mariano, pero aún le quedaban esperanzas de poder hacerlo en Marlena.
Ella era la única que podía calmar esa voz.
Miguel Loredo, el hombre que la había acompañado en esa cafetería, ahora se hundía en la soledad, apoyado en una esquina del bar, con las facciones caídas y una botella de cerveza en la mano. Tenía aspecto juvenil, a pesar de haber pasado la treinta unos cuantos años atrás. El jersey estirado, la camisa por fuera del pantalón y el pelo ondulado y despeinado… Parecía haber salido de una pesadilla.
Sin pensarlo, tiró de la puerta de cristal y entró en el bar.
Dio por hecho de que ese hombre no sabía quién era él, al menos, no sería capaz de reconocerlo físicamente.
Se puso a su lado y se aseguró de ello. Pidió una cerveza e invitó al pobre desgraciado. Sobre la barra, encontró un plato con restos de ensaladilla rusa y otro con escabeche. Agarró un cuchillo manchado de mayonesa, lo limpió con una servilleta de papel y se lo echó al bolsillo de la chaqueta.
«Primero le sacaré todo lo que sepa, después acabaré con él», se repitió como un mantra sin preámbulos a la reflexión.
—Gracias —dijo el abogado y se acercó a la barra de nuevo—. ¿Te conozco de algo?
—No —contestó brusco—. Pero tienes mala pinta.
Miguel Laredo lo miró altivo. Estaba un poco ebrio. El aliento lo delataba.
—Vete a tomar por el culo, ¿vale, tronco? —dijo sin soltar la cerveza—. Si quieres invitar, invitas, pero no me toques las pelotas, no es un buen día…
Conforme terminaba la frase, se volvía a hundir en un mar revuelto de pena.
Don echó un vistazo al bar.
Cada uno iba a lo suyo y nadie estaba pendiente de ellos dos, ni siquiera el camarero, que parecía demasiado ocupado cortando una barra de chorizo al otro lado del bar.
A medida que pasaban los segundos, Don comenzó a ponerse nervioso.
Primero fueron las manos, después los latidos en la frente. El ruido de los dientes al chocar, el sabor metálico de la saliva. Las palmas le sudaban, el escozor se apoderaba de su cuello y la tensión regresaba a la boca del estómago. El bullicio empezaba a sofocarle más de lo habitual. Tenía que salir de allí, pero quería hacerlo con él.
No podría aguantar mucho.
—¿Fumas?
Loredo lo miró con desprecio.
Se dio cuenta de que había sido un error aceptar la invitación.
—¿Estás ligando conmigo? —preguntó hostil—. Te equivocas de persona.
—Quiero hablar contigo.
—Pues yo contigo no, ¿me oyes? No te conozco de nada, déjame en paz.
Don lo agarró de la muñeca y comenzó a apretar.
—¿Qué haces tío? Me estás haciendo daño… —dijo apurado sin elevar la voz.
—Quiero hablar contigo, fuera. Vamos.
—¡Que no, cojones! —bramó y una pareja se dio la vuelta. Había conseguido llamar la atención. Ahora, el chico lo miraba preocupado. Se preguntó si le habría reconocido. El camarero que cortaba el embutido se acercó con el cuchillo en la mano—. ¡Yo me piro, estás loco!
Todos miraron a Don y un fuerte recuerdo de la infancia le acechó.
Habían pasado más de treinta años desde aquello pero, en ese momento, revivió en su cabeza como un hecho reciente.
Una tarde de colegio, cuando su padre fue a recogerlo completamente borracho, todos los niños se rieron de él. La ansiedad, las ganas de destrozar aquel lugar se apoderaron de su cuerpo. Una chica apartó la vista cuando establecieron contacto visual. Ahora su mirada era la de un lobo hambriento.
Miguel Loredo empujó a un grupo de jóvenes y salió disparado por el otro lado de la puerta. Don dejó un billete de diez euros y corrió tras él. El abogado había cruzado la avenida y su sombra se perdía a lo lejos, pero no iba a dejar que huyera.
Sorteó los coches que venían en sendas direcciones y cruzó arriesgándose a ser atropellado. Después aceleró, aumentó las zancadas, sin calcular las pisadas y con el riesgo a un tropiezo fatídico, pero tuvo la suerte de que no pasara nada. Cada pocos metros, asustado, Loredo miraba hacia atrás. El arquitecto le recortaba distancia, casi lo tenía, hasta que llegaron al final de una calle solitaria en la que no había nadie.
Los árboles quietos, los aparcamientos ocupados y el último bar ya había cerrado.
Ahogado, se detuvo sin aliento observando sus últimos movimientos. Don ya estaba allí. Redujo el paso y se acercó caminando.
—¡Déjame! —gritó—. ¡Ayuda!
—¡No grites, joder! Solo quiero hablar contigo.
—¡Un cuerno, cabrón! —exclamó y sintió un fuerte dolor de estómago. Vomitó gran cantidad de líquido y parte de comida sin digerir junto a un árbol. Estaba mareado y Don pensó que no iría muy lejos—. Déjame, tío… ¡Ayuda!
Entonces se abalanzó sobre él, lo agarró por detrás y le tapó la boca para que dejara de gritar. Olía a alcohol y vómito, era asqueroso.
—No te voy a hacer nada, quiero hablarte de ella.
Sintió cómo sus músculos se relajaron un poco. El abogado se zarandeó y Don lo liberó.
Después se quedó un rato mirándolo de cerca.
—Eres tú… —dijo asustado—. Eres tú… el arquitecto. ¡Estabas muerto!
—¿Dónde está Marlena?
—Pierdes el tiempo, tío… —respondió respirando con molestias mientras se limpiaba la cara—. Así que eres tú…
Don se acercó y lo agarró del cuello apretándole la garganta. Después lo arrastró hasta la puerta de un coche. Los ojos desorbitados de Loredo estaban a punto de explotar.
—Escucha, imbécil. No he venido a lastimarte. Dime dónde está, quiero hablar con ella. De lo contrario, sí que me vas a hacer perder el tiempo de verdad, pero te aseguro que será lo último que hagas.
—El inglés… —susurró casi sin voz. Unas sombras se acercaban en la distancia. Eran casi imperceptibles. Lo soltó. El chico se echó las manos a la garganta—. Maldito cabrón…
—¿Qué inglés? ¿Qué tienes con Marlena?
—Te lo estoy diciendo. Pierdes el tiempo, como yo… —explicó enojado con despecho—. Es una manipuladora, ha estado jugando conmigo mientras curaba las heridas que le dejaste… Hasta que ha encontrado a otro.
—¿A otro? Pensé que estabais juntos.
—¿Tú de dónde diablos has salido?
—Háblame del inglés. Cómo se llama, quién es. Vamos, no tengo todo el día.
Loredo parecía agotado. Había tenido un principio de noche horrible y ahora no estaba mejorando.
—Es un tal James. Trabajan juntos en un proyecto —dijo y el arquitecto entendió que no mentía. Estaba dolido, tenía el corazón roto y la pesadumbre contaminaba sus palabras. En el fondo, quería lo peor para Marlena, ahora que había sido traicionado—. Han ido a cenar juntos esta noche. ¡Juntos! ¡Sin conocerlo de nada! Y yo… En fin, qué importa ya todo, ¿no?
—¿Dónde vive?
—No te lo puedo decir.
Don chasqueó la lengua.
—Ya lo creo que sí. ¿Qué quieres a cambio?
Loredo se rio.
La soberbia con la que ahora lo miraba, como si fuera él la siguiente víctima de la ingeniera, le provocó un ardor de estómago. Pensó en matarlo, en estrangularlo contra el coche, en medio de la noche, como en los viejos tiempos. Demasiado tiempo inactivo. Ese desgraciado no merecía menos. Era un perdedor.
—No puedes conseguir lo que quiero —dijo riéndose delante de él—. Ni tú tampoco. Ella se lo ha llevado todo.
—Dime dónde vive.
—¿Estás sordo? Ya te he dicho que no. No te voy a hacer eso.
Volvió a reírse.
Don no pudo aguantar más.
Sacó el cuchillo del bolsillo y lo empuñó.
Tenía la mirada de un toro bravo.
—Te lo volveré a repetir.
—¿Qué pretendes? ¿Intentas asustarme con eso? —preguntó señalando al cuchillo del bar—. ¿Quién te crees que eres? ¿Sabes? Ella nunca me habló de ti. No eres nadie, no significas nada. Deja de perder el tiempo. Estás muerto para ella.
Movió los dedos, se produjo un chispazo en su cabeza.
Relajó la mano y tiró el cuchillo al suelo.
El abogado asintió. La fiesta se había terminado.
—Tienes razón. No soy nadie —dijo, cerró el puño y le propinó un golpe en la cara que lo dejó inconsciente. Después le apretó el cuello con una mano, mientras le tapaba la boca con la otra. Nadie podía verlos al estar entre un muro y el vehículo. Sus sombras oscuras, mezcladas con la luz amarillenta de la velada, se convertían en parte de la noche cerrada.
El rostro del abogado empalideció por momentos. Don empleó las dos manos para acelerar el proceso. Sintió el éxtasis orgásmico al oler la despedida.
Las manos de Loredo flojearon. El ritmo sanguíneo se desvaneció.
Poco a poco, la energía entraba por sus puños para contagiar al resto del cuerpo. El perfume del abogado se le impregnaba en las fosas nasales. Cerró los ojos, respiró hondo y recordó lo mucho que había echado de menos aquello.
Cuando los abrió, el cuerpo de Loredo se había vuelto pesado como un saco de tierra. Ahora era él quien se sentía enérgico y vigoroso.
Se puso en pie con el corazón acelerado. Lo había vuelto a hacer y no sabía cómo sentirse.
—Maldita sea, lo he matado —murmuró en voz alta, en un estado de euforia y decepción.
Miró atrás, se aseguró de que no viniese nadie y huyó corriendo calle abajo.