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Autovía A5 dirección Madrid (España)
1 de septiembre de 2017
Un cebo, eso era todo lo que necesitaba para traer de vuelta a Marlena. Pero la ingeniera no iba a morderlo con facilidad.
Habían dejado atrás Trujillo tras llenar el depósito de combustible y haber tomado un tentempié en el casco antiguo del pueblo. La autovía estaba desierta. El paisaje era llano, más seco de lo habitual a causa de la sequía y el caluroso verano que estaba haciendo ese año. Madrid se acercaba, estaban a punto de pasar Talavera de la Reina y en hora y media habrían llegado a su destino.
El almuerzo había servido para relajar las tensiones acumuladas en Portugal y organizar la agenda.
Una vez en Madrid, se hospedarían en un piso turístico durante un par de semanas, hasta haber aclarado la situación. Poco tiempo, quizá, aunque no planeaban quedarse más.
Los pisos turísticos aún permitían el anonimato, la estancia temporal y la ausencia de explicaciones. Los vecinos poco sospecharían de su llegada y eso ayudaría a no intimar con ninguno de ellos. Para pasar todavía más desapercibidos, Mariano había decidido instalarse en un lugar estratégico que rompiera con las costumbres a las que el arquitecto estaba acostumbrado.
La parada de metro de Alonso Martínez sería lo primero que el arquitecto vería cada mañana al despertar. Un tercer piso de dos habitaciones en la calle de Sagasta, encima de una icónica cafetería madrileña.
El precio del alquiler era excesivo, pero a Donoso no le disgustó la elección. Al fin y al cabo, siempre tenía la última palabra, puesto que era él quien corría con los gastos. Sin embargo, desde Montenegro, el chófer se había hecho cargo de todo y no podía ponerle más dificultades.
Debía acostumbrarse a su nueva vida como Rikard Bager.
—¿Qué se siente al ser danés? —preguntó el chófer, bromeando sobre la nueva identidad—. Me resultará extraño llamarle señor Bager, a partir de ahora. ¿Cómo se pronuncia? ¿Bager? ¿Beiguer?
Don se mantuvo serio.
Mariano tenía razón. Ni siquiera sabía cómo se pronunciaba el apellido.
Acostumbrado a tenerlo todo bajo control, la idea comenzaba a aterrarle.
—No importa —respondió pensativo—. Haremos como con ese jugador de fútbol… James.
—¿James? —preguntó el agente.
—Sí, tal como suena. Con jota.
—Bager, entonces.
—Supongo —contestó y volvió a guardar silencio. Sacó el pasaporte del bolsillo y revisó la documentación. Esa chica árabe le había salvado la vida y esperó haber hecho lo mismo con la suya. Hasta ese momento, no se había parado a pensar en que nunca más sería Ricardo Donoso. Había perdido su nombre, su distintivo, su identidad. Por ende, volver a ser quien era, solo se trataba de un disfraz, de un teatro irrelevante. Las personas no son conscientes de lo mucho que significa desprenderse del nombre que jamás eligieron. Donoso estaba muerto. Ahora solo existía Don o, mejor dicho, Bager—. Tenemos que buscar un modo de comunicarnos. Caer en el error, dispararía las alarmas.
—Por supuesto. Bien pensado, señor. Aunque no será fácil.
—Imagina que es un seudónimo, Mariano —prosiguió—. En ese caso, partiendo de que yo ya no puedo ser Ricardo Donoso y, por ende, no lo soy, tú tampoco deberías ser Mariano o, al menos, no debería llamarte por tu nombre… ¿Cuál sería tu seudónimo secreto?
La pregunta disparó una alerta en el cerebro del exagente.
Sin quererlo y de forma repentina, dio un fuerte volantazo hacia la derecha para volver a recuperar el control.
Los nervios le habían traicionado.
Don avistó lo sucedido y quiso pensar que había sido un error de cálculo o un obstáculo en la carretera. No obstante, al contrario de lo que el arquitecto podía pensar, en la cabeza de Mariano solo se le aparecía la figura del artrópodo con su aguijón cargado de veneno.
Un nombre tatuado con la sangre del respeto, pero imposible de pronunciar. No podía contárselo, simplemente, no era capaz de hacerlo.
Revelarle quién era y cuál era su historial, solo los separaría. Don jamás sabría quién era El Escorpión. Ese era el único secreto que no estaba dispuesto a contarle.
—No sé, señor. Déjeme pensar… Nunca se me han dado bien los nombres —dijo y fingió sonreír—. Imagino que vendrá cuando menos lo esperemos.
Don lo observó con cuidado.
Su chófer se había olvidado de quién lo acompañaba.
—Por supuesto, Mariano. Estoy seguro de que llegará.
Plaza de Alonso Martínez (Madrid, España)
1 de septiembre de 2017
Salió de uno de los portales de la calle Génova y caminó hasta la plaza de Alonso Martínez para tomar el metro. Estaba agotada, necesitaba un café y llenar el estómago, pero no tenía apetito para sentarse a comer un menú del día.
De pronto, tuvo una idea al ver el rótulo naranja de la cafetería Santander.
Esperó a que las luces le permitieran pasar y llegó a la calle de Sagasta varios minutos después. Pronto, las arboledas se quedarían secas durante meses.
Echó un vistazo a su alrededor como una niña pequeña.
Vestida con una blusa de manga corta y unos vaqueros ajustados, entró en la cafetería, pidió un café bien fuerte con unas gotas de leche y una ensaimada rellena de chocolate. En ocasiones, era necesario permitirse un capricho.
Sentada frente a la cristalera que daba a la calle, se preguntó por qué no hacía aquello más a menudo. Conocía la respuesta y era desagradable.
Aún podía sentir la presencia de Ricardo en ese hotel de Montenegro, tan sórdida y triste a la vez. Se había marchado sin mirar atrás y jamás se arrepintió de ello.
Por muy enamorada que estuviera de él, cargar con un peso tan grande era demasiado.
Ricardo necesitaba una ayuda que ella no le podía dar. Al menos, eso era lo que había terminado creyendo por su cuenta.
Borrón, cuenta y vida nueva.
Ahora la ingeniera trabajaba en un una oficina de arquitectos, bastante más pequeña que los RD Estudios, aunque suficiente para seguir adelante. El salario no era el mejor, pero formaba parte del cambio, así como el cambio de residencia, a pesar de que el casero le hubiera prometido mantener el precio del alquiler.
Lo necesitaba, su interior debía desprenderse de esa tela viscosa llamada Ricardo y, poco a poco, lo lograría.
Disfrutaba de la monotonía, de llevar una vida normal, aburrida en ocasiones, pero en la que nunca pasaba nada que se pudiera catalogar de anormal. Marlena confiaba en que un día despertaría y todo se habría desvanecido en su memoria, que unos recuerdos sustituirían a otros, como había ocurrido con los rostros de esos exnovios de instituto, de los que apenas podía recordar algo más que sus nombres.
Eso era lo único que deseaba, porque solo así volvería a ser feliz de nuevo.
Mientras disfrutaba de su momento de calma, café y repostería, en el centro del anonimato, lo que la ingeniera desconocía era que, en ese mismo edificio, tres plantas por encima del techo que la protegía, pronto su príncipe negro se hospedaría allí para encontrarla.
Nadie le había dicho que, en ocasiones, pensar demasiado en alejarse de algo, producía los efectos adversos.