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Plaza de Alonso Martínez (Madrid, España)
2 de septiembre de 2017
La jornada del sábado había sido soporífera.
Tras su agitado encuentro con el informador, decidieron regresar al apartamento en el que se hospedaban y reflexionar acerca de lo sucedido.
Mariano, por su parte, poco tenía que añadir.
Estaba tranquilo, se mostraba silencioso y relajado, así que optó por sentarse junto a la ventana que daba a la calle, ver los coches que pasaban dirigiéndose hacia la glorieta y llenar, de cuando en cuando, el vaso de cristal con una botella de Cutty Sark que había comprado en el ultramarinos.
Por su parte, Don aprovechó para analizar cada imagen de su recuerdo.
Estar allí encerrado le provocaba ansiedad. Pensó que era mejor así, que cometer un grave despiste. En el fondo, deseaba con todas sus fuerzas regresar al viejo barrio donde vivía, a los restaurantes, a los lugares de moda que solía frecuentar. Pero el chófer le había advertido de que sería catastrófico. En cualquier lugar lo reconocerían y eso haría saltar las alarmas. De pronto, Madrid se convertía en un escenario desconocido, gris y vacío, sin todo aquello. Le costaba hacerse a la idea de que jamás regresaría a los locales donde le llamaban por su apellido, donde le reservaban su mesa favorita siempre que así lo pedía. En el fondo, se negaba a aceptar que el álbum de fotos mental que guardaba, ahora pertenecía a otra persona.
Dada la niebla mental que le atormentaba, decidió ejercitarse en su habitación durante una hora y media. Después releyó las meditaciones de Marco Aurelio en portugués, en un tomo destrozado que habían conseguido en un mercadillo luso.
La noche entró, el sábado reanimó las calles y la llamada de lo desconocido se enfrentaba al cristal de sus ventanas.
Tras una ducha fría, caminó hasta la cocina guiado por el ruido del tráfico del exterior y la corriente de aire que provocaba al tener las ventanas abiertas.
Lo encontró allí, en el mismo lugar que había permanecido toda la tarde, junto a ese vaso casi vacío de whiskey y un cenicero lleno de colillas aplastadas sobre el alféizar interior.
Mariano mantenía la mirada entrecerrada, pensativo, con el filtro entre los dedos y esa postura relajada que lo caracterizaba. Por un momento, deseó estar dentro de su cabeza, conocer sus pensamientos, averiguar cuál era el siguiente paso.
Cada hora que pasaba a su lado, descubría a un hombre que estaba lejos de ser el conductor que había contratado tiempo atrás. La transformación de Mariano se producía de fuera hacia dentro y eso lo volvía más hermético e impredecible. Ya no era un chófer, ni un hombre afligido. Su mirada había tomado el color de alguien taciturno, dispuesto a sacrificarlo todo por un simple cometido. Eso los hacía iguales, aunque el veterano contaba con un pasado que el arquitecto desconocía.
Y odiaba desconocer los detalles de la situación.
Con el cabello todavía húmedo, carraspeó para llamar la atención del exagente, aunque este hubiera advertido su presencia desde que había cruzado el umbral de la puerta.
—Mariano.
—¿Señor? —preguntó con voz templada. No parecía trabarse, ni tampoco flaquear ante la media botella de destilado que había absorbido—. ¿Quiere cenar?
—No.
—Tampoco deberíamos acostarnos muy tarde.
—Quiero ver qué ha sucedido, Mariano.
Sus palabras provocaron una pausa incómoda.
El chófer giró la cabeza y después el cuerpo entero. Apagó lo que quedaba del cigarrillo y se humedeció los labios.
—Le escucho.
—Quiero visitar mi antiguo barrio, el estudio. Quiero entender qué han hecho con todo. Lo necesito.
—Pero, señor, ya sabe que…
—Sí, maldita sea, lo sé. Pero, ¿qué más da? —preguntó irritado—. Tengo que enfrentarme a la verdad. Me marché de aquí sin despedirme. Es una cuestión espiritual… De lo contrario, terminaré perdiendo la cordura en este sinvivir. Entiéndelo, es una urgencia.
Mariano tensó la mandíbula y puso el vaso de cristal sobre el alféizar.
—Supongo que también quiere saber dónde está la señorita Lafuente. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas —confirmó—. Quiero asegurarme de que está bien, de que no le ha sucedido nada… Eso es todo. Era mi vida, mi antigua vida… ¿Lo entiendes? Debo encajar las piezas para pensar con claridad, antes de que estas me aplasten. Me siento como un extraño en este lugar.
Mariano respiró profundamente.
—Como quiera.
Don levantó las cejas. Estaba sorprendido. Esperaba una reacción diferente, un reproche, una advertencia.
—Estupendo —dijo descolocado y miró al suelo—. En ese caso, mañana, como es domingo, haremos un recorrido por mi anterior vida… Suena gracioso, ¿no crees? Después, no volveremos a hablar de ello. Será lo mejor para todos.
—Sí, señor.
—Buenas noches, Mariano —dijo y el chófer miró el reloj.
Todavía era pronto, apenas eran las nueve de la noche, pero prefirió no rebatirle y dejar que se marchara. Así tendría tiempo para seguir reflexionado sobre cómo encontrar a Vélez.
—Buenas noches, señor.
Don abandonó la cocina.
Segundos después se escuchó un estrépito.
RD Estudios (Barrio de Palomas, Madrid)
3 de septiembre de 2017
El vehículo se detuvo en la explanada de asfalto que formaba el aparcamiento privado del edificio. Lo que en el pasado había sido un cementerio de coches, ahora era una llanura vacía de grava oscura y lineas pintadas.
Frente al coche, Don contempló lo que había sido su fortaleza durante años, la obra arquitectónica que había construido para él. El único lugar en el que se sentía a salvo.
El edificio de oficinas que formaba el estudio, se había transformado en un bloque fantasma y abandonado. Los cristales de la fachada estaban manchados de polvo y tierra. Las puertas cerradas eran la expresión propia de una muerte anunciada que, finalmente, se fraguó.
Las piernas le temblaban, no por miedo, sino por impotencia. No resultaba fácil de digerir un momento así. Lo había imaginado, había intentado convencerse de que aquel lugar no era más que un sitio de trabajo. Se había forjado una mentalidad minimalista respecto a sus sentimientos hacia lo material. Así y todo, los recuerdos le pasaron factura. Las imágenes del primer día, del primer ladrillo y de todos aquellos operarios construyendo lo que, finalmente, había logrado gracias a su fortuna, absorbían su pensamiento. No podía dar crédito. El edificio, triste y desolado, representaba el abismo en el que se había convertido su existencia.
—¿Quiere que nos marchemos? —preguntó Mariano aún con el motor encendido.
Observó por el espejo retrovisor al arquitecto. Su rostro bullía como el agua de una olla a presión. En cierto modo, supo que estaba en el camino correcto, aunque debía ser precavido. No quería que enloqueciera antes de tiempo. Provocar emociones extremas, del tipo que fueran, aceleraría la convulsión interior de su acompañante.
—No —dijo y puso la mano sobre la manivela de la puerta. Abrió y bajó.
Sintió la grava dura del asfalto bajo los zapatos. Dio un paso al frente y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Todavía intentaba acostumbrarse a ellos. Toda su vida adulta había vestido traje.
Cada paso era una prueba psicológica contra su templanza.
Demasiados sentimientos arraigados a ese lugar. Como todo imperio, pensó, el suyo también había caído.
Avanzó lentamente bajo la mirada del chófer, que seguía en el vehículo. Se dirigió hacia la entrada principal, una puerta acorazada de cristal que se había cubierto de tierra marrón. Hizo un círculo con el puño para despejar el polvo y poder contemplar el interior. La recepción seguía como la había dejado, aunque sin la mitad del mobiliario ni las plantas que decoraban el pasillo central. Una cinta protegía la puerta del ascensor. Poco a poco, comenzó a sentir el momento presente, a aceptar la verdad, tal y como la percibían sus ojos. Fin. Había terminado. Habían acabado con él y eso solo le hacía sentirse más furioso.
Plantado frente al cristal, recordó la figura de Montoya recorriendo el vestíbulo como si aquello fuera suyo. Esbozó una mueca y reconoció que le había ganado la partida. Pero la sonrisa se le borró tan pronto como el episodio de Marlena volvió a su memoria.
Se movió en círculos alrededor de la entrada, a sabiendas de que allí no quedaba nada más que hacer. No le interesaba recuperarlo, ni tampoco volver a ese lugar, aunque su futuro, por el momento, estuviera en una pausa indefinida.
Finalmente, encaró el coche y se dirigió de vuelta.
Mariano seguía quieto, escuchando la música clásica de Radio Nacional y con el codo asomando por encima de la puerta.
Don entró en el asiento trasero y cerró con firmeza.
—¿Y bien?
—Sigamos.
Regresaron al cinturón de la M-30, atravesaron la calle de Alcalá y vislumbraron los límites del Parque de El Retiro a lo lejos.
De pronto, Don volvió a sentir el cosquilleo en sus piernas, el nudo del estómago y las fuertes palpitaciones. Estaba en casa, en un hogar al que no podía volver a entrar.
Desde allí, desde esa burbuja, observaba los rostros dominicales de alegría; las parejas que paseaban por el adinerado barrio de Salamanca disfrutando de la jornada sin trabajo.
A medida que se acercaban a la calle Jorge Juan, reconoció tiendas, restaurantes, los rostros de los metres con los que solía hablar previamente, para que sus reuniones de negocios salieran lo mejor posible.
Nunca más podría volver a ellos, ni a escuchar su apellido en voz alta cuando se dirigieran a él. Había sido despojado del lujo, a pesar de tener dinero, y del reconocimiento que se había ganado con esfuerzo, años de trabajo y sudor. De nada servía lamentarse a esas alturas, pero la naturaleza humana lo hacía inevitable.
Mariano se movía como el conductor de un autobús turístico, llevando al arquitecto por sus zonas preferidas. Había trabajado para él tantos años, que no necesitaba indicaciones.
Finalmente, se adentraron en la calle donde estaba la antigua residencia del arquitecto. A diferencia de otros barrios, allí nada cambiaba a peor. En todo caso, las fachadas se restauraban, las aceras mejoraban y las esquinas estaban más limpias.
El edificio de cara decimonónica y color crema seguía tal y como lo había dejado. El portón de madera entreabierto para que el sol matutino no calentara el vestíbulo donde aguardaba el portero. Tomó una larga respiración y sintió la tentación de apearse y adentrarse en la vivienda.
Mariano leyó sus intenciones por el espejo retrovisor.
—Le reconocerá —dijo.
—Puede que no sea el mismo portero. Recuerda las veces que cambió desde que me instalaron las cámaras.
—Por eso mismo —advirtió—. Me juego un dedo de la mano a que ese vigilante levantará el teléfono en cuanto lo vea… A estas alturas… No sea inocente, señor.
—Tienes razón, Mariano —contestó con la mirada fija en la entrada—. Me gustaba vivir ahí, ¿sabes? A pesar de todo…
El chófer suspiró.
—Pronto encontrará un lugar mejor que ese. Créame… Esto no es para siempre.
Don tocó el cristal con los dedos. Eso quería pensar él.
Nunca se había sentido tan miserable y se cuestionó si aquel era un castigo o una prueba más que Dios había puesto en su camino.
En ocasiones, sus emociones eran iguales que las del resto.