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Parque de El Retiro (Madrid, España)
5 de septiembre de 2017
Un hombre disfrazado de rana Gustavo se sentaba frente al enorme estanque que rodeaba el monumento dedicado a Alfonso XII.
El calor de la tarde propiciaba que las parejas más atrevidas se subieran a una de las barcas que se movían por el agua. La estatua ecuestre estaba acompañada por un semicírculo de columnas y protegida por dos leones que miraban al otro lado del parque.
Aunque cada vez era más frecuentado por los turistas, Mariano pensó que no llamaría la atención a la hora de citarse.
Junto a Don, caminaba por el otro lado del estanque, ambos atentos a cualquier movimiento. En cuestión de minutos, su cita acudiría al encuentro. Si todo salía bien, darían con ellos. De lo contrario, y como alternativa, abordarían a la mujer sin reparo alguno. El tiempo para la reflexión y las esperas había terminado, tanto para él como para el arquitecto. A Don no le quedaba mucho tiempo antes de que cruzara la línea que separaba la cordura de la oscura zona y sin retorno, llamada demencia.
Poco a poco, el arquitecto comenzaba a recuperar la claridad mental, a deshacerse de la bruma que lo había sumido en un limbo cognitivo y a recobrar las ansias que formaban parte de su naturaleza.
Consciente en todo momento de lo que estaba sucediendo, no fue hasta ese momento cuando empezó a plantearse cómo Mariano había llegado a tal conclusión. Podía salir mal. Podía no aparecer nadie. No obstante, sabía que el exagente era incapaz de aceptar que carecían de planes, de objetivos y que, volver a Madrid, había sido un error.
Él mismo empezaba a dudar de si había hecho lo correcto.
Se cuestionaba si había merecido la pena arriesgarlo todo por enfrentarse al muro de la verdad, en lugar de huir, como hacían todos, e idealizar un presente a través de los momentos agradables que siempre dejaba el pasado, en lugar de aceptar lo que realmente era.
A medida que recuperaba la consciencia, se hacía más notable el rostro de Marlena entre sus cavilaciones. Había viajado hasta allí por ella. Lo había arriesgado todo, una y otra vez, sin éxito. Lo más lógico habría sido empezar de cero, como hacían todos. Porque ella era lo único de su vida anterior que seguía vivo, real. Creía que así, podría reconstruir su vida, recuperar los momentos agradables que no había vuelto a sentir. El único recuerdo que podía recuperar.
Bordearon el parque, dejando atrás el paseo y acercándose a las escaleras que había bajo el monumento. La afluencia de turistas era menor a la de otras veces, quizá por ser un día entre semana y después de las vacaciones de verano.
Con el mismo abrigo y oculta en las gafas de concha negra, Irene Montalvo apareció entre el gentío, agarrada a su bolso.
Mariano le dio una orden al arquitecto para que se detuviera y aguardaron escondidos tras uno de los kioscos que había en el parque.
El corazón le latía con fuerza al exagente, que había esperado ese momento con una gran expectación.
—¿Qué hacemos después? —preguntó Don, harto de discutir.
—Veremos a dónde van y los seguiremos —respondió con la mirada fija en la abogada—. Las salidas están lo suficientemente lejos como para alcanzarles. En el peor de los casos, nos dividiremos.
—Entendido.
Irene se sentó tras la estatua, en una de las espaciosas baldas de piedra que había en la columnata y que algunos usaban como zona de descanso.
Tiesa como un árbol, esperó a su cita. Había caído en la trampa de Mariano y eso le hacía sentirse triunfante. Solo faltaba comprobar si la otra parte habría hecho lo mismo.
Un misterioso hombre apareció vestido de traje con una gabardina de color azul marino y el pelo hacia atrás. Tenía la piel pálida y el cabello castaño. Ninguno de los dos reconoció su rostro.
El desconocido se sentó junto a la mujer y se quedó mirando al frente durante varios segundos.
—Es él —dijo Don.
—¿Quién? —preguntó Mariano desconcertado.
—Su contacto —contestó el arquitecto dispuesto a salir—. No importa quien sea. Es el contacto.
—Espera —ordenó Mariano ejerciendo cierta presión en su antebrazo. Don reculó a regañadientes—. Quizá nos equivoquemos y se conozcan de algo. Dales un poco de tiempo…
Precisamente, ese breve espacio de tiempo fue lo único que el extraño necesitó para deshacerse de la mujer. A pesar de que la viuda de Sans colaborara con la DGSE francesa y hubiese delatado a su difunto marido, Vélez había llegado a tiempo para interceptar y detener sus intenciones. Mariano le había facilitado parte del trabajo instalando aquel micrófono en su domicilio, el mismo que lo llevó hasta el paradero de Nico.
Como un buen ejecutor, tras su visita por el apartamento de Lavapiés, Vélez solicitó a Woodward un encargo de última hora, antes de que se ocupara de la ingeniera: eliminar del mapa a la abogada.
El inglés no tuvo opción, aunque pusiera en compromiso su acuerdo con el país vecino.
Debía tener la completa confianza de Vélez antes de entregarlo al Gobierno británico.
La prioridad de la operación.
Después de todo, los franceses eran unos ineptos para él.
Desconcertada, Irene siguió con la mirada al frente, incomodada por la presencia de aquel hombre de traje. Pero la acción no se hizo esperar.
Con un elegante movimiento, sacó de su chaqueta una ampolla de líquido, prevista de una pequeña aguja. Se acercó a la abogada y le pinchó en el brazo, cruzando el tejido del abrigo.
—¡Ay! —exclamó ella girándose al sentir el picotazo. Woodward se limitó a alejarse como si llegara tarde a alguna parte.
Segundos después, Irene Montalvo sintió un fuerte mareo. Las náuseas se apoderaron de su cuerpo y los temblores la obligaron a vomitar una espuma de color crema que salía por su boca. La señora cayó al suelo, con los ojos en blanco.
—¡Mierda! —exclamó Mariano y tiró del brazo a Don.
La plaza comenzó a llenarse de espontáneos que se acercaban a socorrer o contemplar lo que ocurría. La Policía montada a caballo se abrió paso entre la confusión. Don y Mariano rastrearon la gabardina azul de aquel tipo entre los aledaños del monumento, pero se había esfumado por completo.
—James Woodward —dijo Mariano recordando ahora el nombre que Marlena le había mencionado—. Tenemos que encontrarla. Está en grave peligro.
—¿De quién hablas ahora, Mariano?
El chófer se giró y lo miró a los ojos.
—Marlena, señor —dijo—. La señora Lafuente se va a citar con el hombre que acaba de asesinar a esa mujer.