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Hotel NH Collection Madrid Abascal, Calle de José Abascal (Madrid, España)

3 de septiembre de 2017

Delante del espejo del baño, deshizo el nudo de la corbata con una mano y se la quitó de un tirón.

Después la echó sobre la cama.

Se miró a los ojos en silencio, comprobó que los laterales de su cabello tuvieran la misma espesura y se aplastó el lado izquierdo con la mano. Dio un respingo y sonrió al reflejo que tenía delante.

Caminó hacia la cama, se sentó en el borde y procedió a desabrocharse los zapatos.

Era metódico, calculador y preciso.

Aplicaba los principios de la visualización antes de iniciar un movimiento y se imaginaba a sí mismo realizando la tarea, milésimas de segundo antes de comenzarla. Era parte de su entrenamiento y le ayudaba a anticiparse antes que su oponente.

Cuando hubo terminado con los dos zapatos negros, procedió a deshacerse de la chaqueta del traje. Sus movimientos eran sencillos, como una coreografía aprendida, pero también lentos y suaves. Al quitarse la chaqueta, sintió un ligero halo de perfume en el aire. Olfateó y lo encontró en el puño de su camisa. Aspiró con fuerza y, por un momento, se trasladó a la imagen mental de esa mujer.

Era hermosa, debía reconocerlo.

Marlena Lafuente era una mujer muy atractiva, pero no estaba interesado en ella. Después de todo, tarde o temprano su historia terminaría. Una pena, pensó. Llevaba demasiados años solo, incapaz de establecer una relación emocional con una mujer que valiera la pena. No había encontrado ninguna que estuviera a su altura.

Dispuesto a desnudarse por completo antes de tomar un baño, una extraña visita interrumpió su tarea. Miró por la ventana y vio el resplandor de la tarde todavía presente.

—¿Sí? —preguntó en voz alta con firmeza.

—Servicio de habitaciones —respondió una voz masculina.

No recordaba haber pedido nada.

—Un momento —contestó y se dirigió a su bolsa de equipaje.

Buscó la Walter P99, una semiautomática alemana de aspecto robusto, la agarró y se la guardó en la cintura.

Cuando abrió la puerta, encontró a un botones con una caja blanca de cartón.

—Buenas tardes, señor Woodward —dijo el hombre sujetando la caja. Estaba fuera de peligro. Era un empleado del hotel, lo había visto antes—. Lamento la molestia, pero alguien ha hecho llegar este paquete para usted.

—¿Alguien? ¿Quién es ese alguien?

El hombre se encogió de hombros.

—No lo sé. Solo hago recados —respondió con temor a establecer contacto visual—. Han pedido que se lo entregara en su habitación.

Volvió a mirar la caja con incertidumbre y terminó por cogerla.

—Está bien. Gracias —respondió y cerró la puerta sin entregarle la propina.

La caja no pesaba demasiado, por lo que no podía ser un artefacto explosivo.

La colocó encima de la sábana de la cama y la destapó lentamente. En el interior no había más que un viejo teléfono móvil Motorola de tapa. Lo contempló durante unos segundos sin tocarlo. El dispositivo estaba encendido y se preguntó quién le enviaría un objeto así.

La pantalla se iluminó y comenzó a vibrar.

Lo levantó y miró el número desconocido. Después lo abrió y se lo puso al oído.

—¿Sí?

—¿Cómo ha ido? —preguntó Vélez al otro lado de la línea. El hombre suspiró con alivio. Comenzaba a detestar su modo de presentarse.

—Mejor de lo que esperaba —contestó con sequedad—. No me costará mucho ganarme su confianza… ¿Por qué no me lo dijiste?

—¿El qué?

—Que es una mujer bella.

—Porque no es relevante —dijo Vélez sin empatía alguna—. ¿Algo más? ¿Sabes si lo ha visto?

—No… Todavía no me ha hablado de él. Pronto lo hará.

—Estás demasiado seguro de ti mismo. No tragues todo lo que ella te cuente. No sabemos si está de su lado.

—Conozco mis armas, confía en mí.

—Yo no confío en las personas, sino en los hechos —respondió—. Así que haz tu trabajo.

Después colgó.

Desconcertado, volvió a mirar el obsoleto aparato y lo cerró.

Se volvió a ver en el reflejo del espejo del cuarto de baño y sonrió para sus adentros.

Ese imbécil de Vélez se había equivocado con él creyendo que era un principiante. Exceso de soberbia, falta de empatía y una pizca de altivez.

Woodward era un pirata, un mercenario al mejor postor, y lo que Vélez desconocía, era que pronto lo entregaría a los servicios del MI6 británico.