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Calle Låbyveien (Halden, Østfold, Noruega)
4 de mayo de 2018
Era viernes, la primavera se acercaba al pequeño pueblo de Halden, un municipio de treinta mil habitantes por el que cruzaba el delta del Tista y donde nunca sucedía nada.
En el número cincuenta de la calle Låbyveien, un Volvo s40 de color rojo y con más de diez años a cuestas, aparcaba dentro de una parcela en la que ya había crecido el césped de la temporada. La mayor parte del terreno estaba ocupado por una casa de madera de dos plantas y con la fachada algo deteriorada.
El motor del coche se apagó.
Un hombre de cabello corto y oscuro, barba larga y complexión fuerte salió del vehículo. Iba vestido con un abrigo abultado, un jersey de lana, una camisa de cuadros y unas botas de piel dura.
El olor a tørrfisk, que era como llamaban al bacalao seco, le dio de bruces al cruzar la puerta. Una hermosa rubia, de piernas largas y piel de porcelana, removía el guiso de la cacerola con una cuchara de madera.
—Ya estás aquí, Rikard —dijo la mujer con voz suave y en noruego—. La cena está casi lista.
Eran las seis de la tarde, el sol aún seguía fuera.
Se dio una ducha, se vistió con unos vaqueros y otra camisa similar y sintió que estaba cansado a causa del trabajo. Los viernes en la fábrica de madera eran agotadores para él.
Cenaron juntos en silencio, al lado de la ventana. Ella estaba contenta porque comenzaba el fin de semana y podrían tener más tiempo juntos. No tenían muchos ahorros, pero habían logrado comprarse la casa donde vivían tras la boda y eso les hacía felices.
Rikard trabajaba los sábados en la fachada y una porchada que estaba por construir. Estaba orgullosa de él y no podía esperar a tener su primer hijo juntos.
—Berit, amor —dijo él terminando el plato—. Esto está delicioso. Eres una gran cocinera.
Ella sonrió complacida por el elogio. Él sabía que su esposa era muy agradecida. También algo inocente.
—Hay más. ¿Quieres?
—No, gracias. Es suficiente —respondió y se limpió los labios con la servilleta de tela—. Tengo que irme en un rato. Los chicos de la fábrica quieren celebrar que Hans será padre.
A Berit no le gustó aquello, pero no se opuso. Rikard no tenía muchos amigos.
—Vale, no pasa nada —dijo algo tristona—. Prométeme que volverás pronto.
Él se levantó de la silla, se acercó a ella y la abrazó por detrás para besarla en el cuello. Berit tembló de placer. Le encantaba lo entregado que era.
—Te lo prometo.
La carretera era de doble sentido, pero apenas había tráfico.
De noche, conducir era una práctica para los más atrevidos. La falta de visibilidad y el exceso de curvas provocaba que la conducción no fuera fácil.
Desde Halden, tardó una hora y media en llegar a Oslo, la capital del país. La ciudad le hacía sentir cosmopolita, a pesar de la idiosincrasia de los noruegos. En el pueblo, aunque la vida fuera más aburrida y tranquila, la gente era más basta y risueña.
Al cruzar la Østre Tangent, vio las vías del tren y el viejo muelle, ahora remodelado, donde se encontraba el llamado Proyecto Barcode. Sonrió para sus adentros. Le quedaba tan lejos todo aquello, que pensó que sería el recuerdo de otra persona.
Condujo hasta la calle Malmøgata, ubicada en el distrito obrero de Grünerløkka, que ahora se había convertido en el barrio urbano alternativo por excelencia.
Dejó el vehículo en un aparcamiento privado y se acercó a un albergue de alquiler que había justo al lado. De noche, por allí merodeaban turistas de países del sur y del este de Europa, así como americanos, japoneses y gente de la India. La mayoría dormían hacinados en habitaciones donde cabían hasta veinte camas. Sin embargo, también existía la opción de dormir solo.
Reservó una habitación individual, pagó en metálico y subió hasta la segunda planta. Era un cuarto austero, con una pequeña cocina, una cama barata y un edredón. La ventana daba a un parque oscuro. Se sentó en la cama, sacó el teléfono y escribió un mensaje. Veinte minutos más tarde, alguien tocó a la puerta.
—Pasa, pasa… Está abierto —dijo en noruego.
Una chica pelirroja entró en la habitación. Tenía poco pecho, las piernas largas y separadas y una nariz de gancho que llamaba la atención.
Evgenia era rusa y había terminado allí, en Oslo, como él: en busca de una vida mejor.
Se acercó a Rikard y le dio un beso en la mejilla. En las manos llevaba una botella de vodka y dos vasos de plástico.
—Media hora para ti —dijo ella con acento marcado—. He traído un regalo. Quizá te ayude con el apetito sexual…
—Ya te he dicho que no te pago para eso —respondió tajante sin mirarla a los ojos y apartó la botella de su vista—. Bebe tú, si quieres. ¿Dónde está?
—¿Quién?
—Igor. Tu jefe.
Con desaire, la joven rusa abrió la botella y se sirvió un trago.
—¿De veras, Robert? ¿Aún con eso?
Jamás usaba su nombre real. Posiblemente, ella tampoco.
—Vendrá a recogerte si tardas más de lo pactado, ¿verdad?
—Puede ser.
—Dile que te he pegado.
Ella abrió los ojos. Era la primera vez que escuchaba algo así.
—No me va a creer.
Él la miró.
—Entonces lo haré creíble.
Evgenia se asustó y levantó las manos nerviosa.
—Vale, se lo diré. No seas tan duro.
La muchacha eslava bebió en silencio y su cliente esperó contando los minutos. Estaba ansioso por encontrarse con su jefe.
—¿A qué te dedicas, Robert? —preguntó treinta minutos después y tras haberse bebido media botella de vodka, la cual no parecía afectarle en el habla—. ¿Eres un detective?
—Corto madera.
—Ya, claro —dijo ella y sonrió—. Por un momento pensé que eras un tipo normal. ¿Estás casado?
Pasados los treinta y cinco minutos, el teléfono de la rusa sonó. Era su chulo.
—Cuéntale lo que te he dicho —ordenó antes de que descolgara—. Dile que saldré del apartamento y tomaré la ruta del parque.
La joven siguió las órdenes del cliente hablando en ruso por el teléfono. Aunque ella lo desconociera, él entendía perfectamente lo que estaba comunicando. Dijo la verdad y eso lo tranquilizó.
El hombre sacó un sobre con dinero en el interior y se lo puso entre las manos.
—Gracias. Esto es para ti —respondió él—. Cómprate algo bonito.
Cuando se levantó de la cama, dispuesto a salir, ella lo agarró del brazo.
—Robert, no sé qué tienes en la cabeza, pero vas a cometer una estupidez… Recapacita.
Él la miró fijamente. Estaba preocupada por él, sin conocerlo de nada.
—Será mejor que te vayas a casa y te busques otro trabajo —contestó—. Ahí tienes para vivir un mes.
—Robert… te lo digo de verdad. Igor es peligroso.
Él le regaló una última sonrisa y se desprendió de su brazo.
—No, no lo es.
La mujer notó en sus ojos un vacío oscuro que le produjo pavor.
Quieta y sin palabras, se aferró a la botella y observó cómo ese desconocido desaparecía, cerrando la puerta detrás. Sus caminos, nunca se volverían a cruzarse.