19
Calle de Génova (Madrid, España)
4 de septiembre de 2017
No había dejado de pensar en él tras su visita a la oficina.
James Woodward se le había aparecido en sueños.
Mientras tomaba el primer café de la mañana, se preguntó qué tendría ese hombre para haberle causado una impresión como aquella. No encontró respuesta, aunque fue lo suficientemente lista para darse cuenta de que así era cómo empezaba todo: una semilla en las entrañas, un capullo de seda en el estómago que se transformaba en mariposa y un virus letal que se apoderaría de cada segundo del día.
Así era cómo había empezado con su primer amor y así eran los primeros síntomas. Lo que sentía por aquel desconocido significaba algo más que una mera e intensa atracción.
—Estás delirando, Marlena —dijo en voz alta al verse al espejo.
Llevaba quince minutos allí perfeccionando la línea de sus ojos.
Cuando se dio cuenta, cerró la puerta del baño, agarró la gabardina de otoño y abandonó el apartamento sin mirar atrás.
Minutos más tarde, la ingeniera abandonaba la boca de metro más cercana a su oficina.
El tráfico de personas que subía y bajaba por Génova era intermitente. A pesar de llevar allí unos meses trabajando, no se sentía cómoda entre la multitud de trajes y corbatas, de teléfonos de última generación y actitudes altivas con las que se topaba por las aceras. El brillo de labios de las mujeres era más intenso de lo normal; los zapatos de los hombres siempre parecían nuevos. Todo le recordaba a él, no al inglés, sino a su antiguo jefe, razón por la que, sin darse cuenta ni cuándo ni por qué, su cabeza comenzó a barrer toda aquella parafernalia para los esclavos del consumo.
Para su suerte, la llegada de Woodward, por muy efímera que esta fuera a ser, le había ayudado a dirigir sus pensamientos en una dirección distinta a la cotidiana y eso la hacía sentir más ligera, aliviada. Tarde o temprano, olvidaría al hombre que había visto en el interior de aquel coche.
A punto de entrar en el portal que daba paso al edificio de oficinas, el teléfono vibró en su bolso.
—Oh, no… —dijo con desasosiego. Era Miguel, el abogado, el eterno caballero sin amor correspondido. Miró a su alrededor, pero las personas que se cruzaban por su paso, estaban demasiado ocupadas en las pantallas de sus aparatos electrónicos—. Lo siento.
Cortó la llamada, dejando al letrado con la miel en los labios, guardó el teléfono y tomó el ascensor.
Al llegar a la oficina, se alegró de que el equipo de empleados que ocupaba la plantilla, no fueran los rostros que había dejado durante su estancia en los RD Estudios.
—Buenos días, Marlena —dijo Olya, la delineante ucraniana de Leópolis que estaba terminando las prácticas en Madrid. Una chica agradecida, trabajadora y fuerte en un entorno que no era el suyo. El acento eslavo de la joven rubia le resultaba encantador a la ingeniera—. Tienes buen aspecto hoy.
—Gracias, Olya —contestó—. ¿Has llegado la primera?
—No… —respondió sonrojándose y señaló al único cuarto privado que había al otro lado del pasillo—. Lucas y Andrés están reunidos en su despacho.
Marlena levantó las cejas extrañada al escuchar la noticia.
Sus jefes nunca llegaban antes de las diez, así que supuso que habría algún contratiempo de primera hora. Dejó el bolso sobre la silla giratoria de su escritorio, encendió el ordenador y comprobó la bandeja de correo electrónico. El teléfono de la oficina sonó.
La ingeniera y la becaria se miraron durante varios segundos para decidir quién atendía. Por haber llegado la última y por la falta de iniciativa de su compañera, Olya se lanzó a atender la llamada.
—¿Sí? —preguntó. Ladeó el rostro sorprendida y miró a la ingeniera—. Sí, claro… Un momento. —Tapó el micrófono y estiró el cuello entre las pantallas—. Es para ti…
—¿Para mí? —repitió.
Marlena nunca recibía llamadas que no fueran de sus superiores y así lo prefería.
Había decidido empezar de nuevo, sin un historial detrás. Los clientes apenas la conocían, por lo que no era común recibir llamadas a primera hora.
—Es el inglés —susurró Olya en tono conspirativo, como una adolescente—. James Woodward. ¿Le digo que no estás?
Un calor inhumano se apoderó del cuerpo de la ingeniera.
De pronto, las axilas y las manos le sudaban. Necesitaba aire fresco, abrir las ventanas, tomar un vaso de agua antes de consumirse allí dentro. ¿Por qué se comportaba así?, se preguntó en silencio.
Intentó guardar la compostura. Ni Olya, ni el resto de la oficina, estaba al tanto de la conversación que habían tenido, al menos, en su totalidad.
—Está bien… —dijo moviendo el aire con la mano—. Lo atenderé.
La joven eslava alzó los hombros y le pasó la llamada.
—Buenos días, señorita Lafuente —dijo el inglés forzando su pronunciación para que se pareciera a la de un nativo—. ¿Llamo en buen momento?
—Hola, señor Woodward.
—Puedes llamarme James —dijo él antes de que continuara—. Si me dejas llamarte Marlena, por supuesto.
El corazón le latía demasiado fuerte. En cualquier momento rompería su plexo solar.
—¿A qué se debe una llamada tan temprana? —preguntó en voz alta para aclarar las dudas que pudieran surgirle a Olya. No desconfiaba de ella y estaba segura de que no diría nada al resto, pero tampoco la conocía demasiado y ella no era la más veterana del despacho—. ¿Es normal en Londres?
Con su respuesta, el inglés entendió que la ingeniera no estaba dispuesta a cruzar ciertas fronteras, por lo menos, a través de la línea telefónica. Pero no le importó.
Suspiró con aires de una derrota temporal y se armó de valor para continuar sin darle importancia.
—Entiendo… —contestó con una risa interior que apenas se podía apreciar—. Verá, Lafuente, estuve anoche repasando todo lo que vimos, parte de los planos que me entregó y he notado que no corresponden los números de las medidas con el proyecto. Me temo que ha habido un error de cálculo o una confusión. En cualquier caso, esto debería ser aclarado antes de avanzar.
—¿Un error de cálculo? Lo hace una máquina. Es poco probable que eso suceda.
—Lo sé. Por eso mismo me gustaría que me dijera que ha sido un error. En Londres no quieren futuros contratiempos… Supongo que lo entiende.
Marlena tragó saliva.
Woodward sonaba frío y distante.
La conversación del día anterior había quedado en un segundo plano tras el rechazo telefónico. Se sintió como una idiota, no por haberse ilusionado con él, sino por haber caído de nuevo en los caprichos de otra persona. Volviendo al trabajo, el inglés parecía hablarle en serio y, en ese caso, la responsabilidad del asunto caería sobre ella. Perder un proyecto así, suponía poner en peligro su puesto de trabajo. Desde hacía unas semanas notaba el descontento de Andrés y Lucas. Conocía esa manera nerviosa de moverse por los despachos cuando algo iba mal. Lo había visto antes con Ricardo.
En otra ocasión, hubiese discutido lo sucedido, pero dada la situación, no tuvo más remedio que ceder el orgullo.
—Por supuesto… —respondió insegura—. ¿Quiere que nos reunamos?
—Eso mismo le iba a decir yo —contestó él. A la ingeniera se le aceleró el pulso de nuevo. Si no terminaba pronto la conversación, sufriría un paro cardíaco—. ¿Qué le parece si cenamos juntos?
—No sé si es apropiado, la verdad.
—En esa oficina suya, apenas pasa el aire… —dijo bromeando—. ¿Le parece mejor mi habitación de hotel?
—Por supuesto que no.
Él rio al otro lado y consiguió sacarle una sonrisa.
—Cenemos juntos, hablemos de esto y solucionémoslo de un modo amigable. Por mi parte, sé que abuso de su amabilidad, pero también quiero compensarla de algún modo.
—Es mi trabajo.
—La recogeré a la salida.
—Pero…
—Nada de formalidades, señorita Lafuente —dijo y colgó decidido tras despedirse.
Un gran peso llenó su estómago y las mariposas empezaron su aleteo.