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Plaza de Alonso Martínez (Madrid, España)

2 de septiembre de 2017

Joaquín Sans, cuarenta y ocho años, delgado, cabello oscuro y con la tez tostada. Empleado de una famosa empresa nacional de pólizas de seguro durante más de diez años.

Casado y sin hijos.

Sans era el hombre que buscaban.

Don dejó los folios sobre la mesita de noche y caminó hasta la cristalera de su dormitorio.

Era un edificio antiguo aunque remodelado. En efecto, Mariano había elegido un apartamento adecuado para la ocasión. Le gustaban las vistas, le gustaba sentirse en lo más alto. Por un instante, añoró las paredes de su apartamento del barrio de Salamanca, su antigua vivienda. Un amplio espacio arquitectónico libre de objetos innecesarios, de decoración superflua y de objetos que no servían más que para generar ruido. Anhelaba esa cocina americana con salón que él mismo había diseñado. Echaba de menos los compactos de Wagner o Bach a primera hora de la mañana, retumbando en los cristales insonorizados de las ventanas mientras realizaba diferentes series de ejercicios físicos.

En resumen, echaba en falta una vida que quedaba lejana, tan lejana como su felicidad.

Pensó que regresar a Madrid habría sido diferente, más traumático, más emotivo.

Por el contrario, la entrada a la ciudad le resultó de lo más normal. Nada había cambiado y cayó en la cuenta de que tan solo había pasado un año, quizá menos, ya no estaba seguro.

La primera noche apenas tuvieron tiempo para nada más que dormir. El viaje había sido largo e intenso. Tenían presente de que nadie les recibiría con agrado.

Semidesnudo frente al cristal, mirando cómo pasaban los coches en una mañana tranquila de fin de semana, se preguntó dónde estaría ella, si la encontraría en su casa de siempre. Probablemente, pensó y se le formó un nudo en la boca del estómago.

El silencio sepulcral en el interior de aquel cuarto era agradable. Por primera vez, sentía la calma absoluta de la ausencia de ruido. Él junto a sus pensamientos. Allí dentro, poco más podía hacer.

El dormitorio tenía una cama, una mesilla de noche, un escueto armario en el que había dejado la poca ropa que poseía. Don, convertido en Bager, había optado por reducir sus pertenencias al máximo.

El viaje a Oriente Medio le había dado una gran lección: todo pesa, hasta el pasado.

Mariano dormía en la habitación contigua y desde allí no se escuchaba ningún tipo de sonido, ni siquiera un ronquido, a pesar de que el chófer tenía sus noches ruidosas de cuando en cuando. Lo había sufrido en Portugal.

Abandonó la estancia y caminó hasta el amplio cuarto de baño, como antiguamente se construían, y abrió el grifo del lavabo. Hizo un cuenco con las manos y lo llenó de agua para después refrescarse el rostro.

Aquello lo despertó.

Con la piel empapada, se miró al espejo y encontró una mirada seria, oscura. Vio a un hombre con el pelo lacio, largo y revuelto por la almohada, y una barba que presentaba un aspecto desaliñado. Mantuvo la mirada al hombre que había en el reflejo y aguantó la respiración. Era parte del ejercicio diario.

Durante sus días en el país vecino, Mariano le había hablado, sin entrar en detalle, de una de las causas que provocaba sus frecuentes desórdenes mentales. Se llamaba disociación de la personalidad y ocurría cuando la persona perdía el contacto consigo mismo.

Él nunca llegó a creerse del todo lo que este le contaba, pues sus palabras parecían huecas y vacías, sacadas de las páginas de una vieja enciclopedia. Sin embargo, Mariano le insistió en que se enfrentara a ese momento, a esa voz, aunque fuese doloroso, aunque sintiera el miedo. Estando él a su lado, nada le podía pasar.

Desde aquella conversación, Don había buscado cada mañana ese momento, a ese hombre que lo había llevado al borde de la locura, pero últimamente no aparecía, y eso era lo que más le aterraba: no poder controlarlo.

—¿Dónde estás, malnacido? —preguntó en voz alta mirándose al espejo. Silenció los pensamientos y penetró con su mirada en los ojos que tenía delante. Pero no escuchó nada. La imagen de ese hombre seguía siendo la suya, a pesar de no reconocerse, pero había aprendido a diferenciar lo que era una impresión, de cuando esa voz realmente le susurraba—. Vamos, di algo…

Las agujas se detuvieron. Nada parecía alterarlo.

De repente, se escuchó un traqueteo al otro lado de la puerta.

—¿Señor? —preguntó Mariano—. ¿Está ahí?

—Mierda… —murmuró hastiado. Otra vez, otro fracaso—. Sí, ya salgo.

Se secó la cara con la toalla y abrió la puerta.

Mariano, vestido con su inconfundible camiseta interior de tirantes y unos calzones de tela, lo examinó con la mirada.

—¿Va todo bien?

—¿Qué podría ir mal? —respondió, y sus miradas se cruzaron. Era extraño convivir con ese padre que nunca había tenido realmente; con ese compañero de piso al que no había conocido durante sus años de universidad. Era extraño convivir con Mariano, un hombre de apariencia sencilla que había formado parte de uno de los comandos de inteligencia más peligrosos del país—. Haré café.

Se puso unos vaqueros y una camisa sin abotonar, dejando al aire su torso atlético y trabajado, y se dirigió a la cocina.

Al comprobar la nevera, vio que estaba vacía. Después abrió el armario de la despensa y encontró un paquete de café y una máquina italiana antigua. Aquello serviría. Montó la cafetera y la puso en la vitrocerámica cuando escuchó el agua de la ducha. Después regresó a su habitación para leer, una vez más, el informe sobre ese hombre y encontró la puerta del dormitorio de Mariano abierta.

Sobre la mesilla de noche descansaba el teléfono móvil.

La imagen de la ingeniera explotó en su cabeza como una pompa de jabón. Quizá Mariano supiera dónde se encontraba. Tal vez solo intentara protegerle de ella, se cuestionó.

Tentado por usar el aparato, sintió que el agua de la ducha se cortó.

Acto seguido, regresó a la cocina y esperó a que saliera el café.

Mariano apareció por la puerta.

—Hoy nos espera un gran día.

—Es sábado. ¿Qué pasa hoy? ¿Vamos a ir al Prado?

El chófer sonrió.

—Mucho mejor. Vamos a encontrarnos con Sans.