36

Don esperaba entre las sombras de la noche y los árboles que había junto al aparcamiento.

En su cabeza se libraba un violento combate entre lo que debía hacer. Llegar hasta el final, poner fin a aquella noche, desaparecer para siempre. Las agujas del reloj corrían en su contra.

La figura de Mariano desapareció al cruzar la entrada del viejo edificio. Aquel complejo de cemento, su obra más preciada, ahora parecía formar parte de las ruinas de un imperio.

Caminó hacia la recepción de manera sigilosa. Tanto él como el chófer sabían que les estaban tendiendo una trampa. Adentrarse en la boca del lobo, no era lo más inteligente. Finalmente, pensó que, si dejaba marchar a Mariano, probablemente también tuviera que olvidarse de encontrar a Marlena. Algo en su interior se removió cuando pensó en ella. La influencia de la ingeniera sobre él, de la imagen idílica que aún conservaba; de esa mujer que había abierto la jaula de su corazón para decirle que existía otra forma de vida, permanecía intacta en su interior, a pesar de que ella ya no fuera la misma. Entendió que aquella era la razón por la que nunca se había enamorado antes, la causa por la que ninguna mujer había sido capaz de conquistar sus pensamientos. Una vez Lafuente lo hubo hecho, todo fue a la deriva. Don perdió el control. Malos tiempos para el amor en una era donde todo tenía fecha de caducidad. Lo arriesgó todo por una mujer pero, a diferencia de lo material, las personas nunca seguían siendo las mismas.

Cuando cruzó la puerta del edificio, una brisa helada se apoderó de sus huesos.

La cinta de vídeo de los recuerdos se activó y, de repente, en su imaginación, como una experiencia real, aquel lugar se llenó de vida, de color y de humanidad. Llegó a sentir el bullicio del ajetreo matinal. Ya no tenía barba e iba vestido de traje.

—No, no es real —dijo en voz alta meneando la cabeza—. Nada de esto existe, Ricardo…

La recepcionista miraba a la pantalla de un ordenador de color gris. La entrada se iluminó con halógenos incandescentes. Las plantas, los sofás en la sala de espera, las láminas que reproducían los proyectos con más reputación del arquitecto. Estaba allí, de nuevo, como si nada hubiera ocurrido.

De repente, escuchó dos explosiones procedentes de la planta superior.

El estruendo lo sacó del trance y, de nuevo, la sala estaba vacía, sucia y deshabitada. Los cuadros, las plantas y el decorado habían desaparecido.

—¡Mariano! —exclamó al regresar a su cuerpo y reconocer el sonido de los disparos.

Corrió en dirección a las escaleras, cuando una corriente de aire lo sorprendió y un golpe lo lanzó contra el mueble de la recepción. Don cayó al suelo, aturdido, no sabía de dónde había venido. Pronto descubrió que había otra persona. Era el mismo hombre que había asesinado a Irene Montalvo.

—No te muevas —dijo James Woodward con el mechón del flequillo despeinado, apuntándole con su Smith & Wesson—. Si no te he disparado todavía, es porque te necesito vivo… Pero, si me obligas, vaciaré el cargador en tu cara.

Don se limpió la boca de sangre.

Tenía un arañazo en el pómulo y un fuerte escozor le recorría la cara. Por suerte, el impacto no le había descosido la herida de la cabeza. Con el cañón de aquel tipo a escasos metros de él, lo miró a los ojos y entendió que estaba puesto a disparar. Su naturaleza le impedía rendirse, a pesar de la situación. Debía esperar, ser cauto y aprovechar cualquier descuido para desarmarlo. Estaba demasiado cerca como para arrebatarle el arma de una patada. Un disparo y habría terminado todo.

—Tú eres el famoso James Woodward… —dijo Don moviéndose hacia delante lentamente sin que el inglés lo advirtiera—. ¿Dónde está Marlena?

—Me honra que sepas quién soy. ¿Debería estar orgulloso? —preguntó con ironía—. No te imaginas lo que he esperado este momento.

—Todos dicen eso antes de morir…

—No tendrás tanta suerte esta vez, bastardo. Tu día del juicio ha llegado… pero no seré yo quien te juzgue.

Don sonrió para sus adentros. Su soberbia lo convertiría en cadáver.

—¿Dónde está Marlena? —insistió. Estaba ganando tiempo. Se preguntó qué habría pasado arriba. Woodward parecía preocupado—. Te juro que te arrancaré la cabeza como la hayas tocado…

—Claro. Lo que tú digas, chalado.

Don contempló su actitud desde el suelo.

Al inglés no le gustaban las preguntas.

—¿Qué clase de hijo de puta eres? —preguntó arrastrándose unos centímetros más. Si tomaba la distancia perfecta, podía romperle la rodilla de una patada—. Los he conocido de muchas clases… pero no logro clasificarte.

Woodward lo miró de nuevo y sonrió.

—De los que disparan antes de hablar —dijo e inclinó el arma hacia su pecho.

Atrapado, la oportunidad llegó al oír un tercer disparo que desvió la atención del inglés.

Don se impulsó y le golpeó en la rodilla. El golpe no le llegó a romper el hueso, pero desestabilizó al inglés lo suficiente para escaparse. El español se puso en pie y corrió hacia las escaleras. Woodward, rápido, apuntó y descargó dos balas que rozaron la estela del arquitecto.

Don estaba acorralado entre dos escenarios. Arriba se había producido una reyerta de la que desconocía al ganador. Abajo, siguiendo sus pasos, el inglés le abatiría por la espalda si no se daba prisa. Sacó su arma, vislumbró la salida de emergencia y empujó de un golpe arriesgándose a ser abatido.


Primero encontró a Mariano tumbado en el suelo con la camisa manchada de sangre.

Uno de los disparos le había atravesado el estómago. Seguía vivo, malherido y respirando con dificultad. Al otro lado del pasillo, vio a Vélez, tirado bocarriba con una mano en el cuello para taponar la hemorragia. La sangre había manchado la chaqueta y apenas podía hablar.

—Don… Estoy… Estoy bien… —dijo Mariano tartamudeando y se apoyó en la pared.

Cuando Vélez vislumbró la figura del arquitecto, hizo un esfuerzo por levantar el Magnum y apuntar hacia él. No podía creerlo. Estaba furioso. Mariano se iba a desangrar si no llamaban a una ambulancia. Un sentimiento de culpa lo prendió por dentro. Una culpa que no era consecuencia de los últimos días, sino del calvario que había sufrido desde niño. Si él nunca hubiera matado a su padre, si nunca se hubiese transformado en el monstruo que ahora era, nada de eso habría sucedido. Solo los pecadores debían ir al infierno. Si el Todopoderoso lo había dejado con vida hasta ese momento, significaba que aún no había terminado su misión.

Rápido y decidido, se adelantó unos metros, dejó atrás a Mariano y encaró de frente a un Vélez moribundo que auguraba su fin.

—Púdrete en el infierno, desgraciado —dijo y le disparó hasta tres veces.

El cuerpo se movió como si estuviera practicando un baile tribal y después regresó al suelo como una plancha de acero. El estruendo le provocó un pitido en el oído. El olor a pólvora inundó la sala.

Cuando se giró para asistir al chófer, descubrió la figura del inglés, esta vez apuntando a Mariano. El exagente hacía un esfuerzo por soportar el dolor. La hemorragia le estaba provocando convulsiones, pero luchaba por su vida.

—Gracias por ahorrarme el trabajo —dijo Woodward y miró al español—. Tira el arma.

—No… Don… —dijo Mariano.

Era la segunda vez que le llamaba así.

Don se quedó quieto. Sus ojos se volvieron negros como el abismo. Estaba completando su transformación.

—¿No me has oído, lunático? —preguntó y golpeó a Mariano en la cabeza con el canto del cañón—. Tira la jodida pistola.

Las respiraciones eran cada vez más profundas.

«Don, ya no importa nada», le susurró la voz que había estado ausente durante todo ese tiempo.

Mariano observó al arquitecto.

—Apártate —dijo Don.

El inglés entornó la mirada con asombro.

Don estaba quieto, sujetando el arma y moviendo los hombros al compás de la respiración.

A Woodward le sorprendía la terquedad del español. Estaba preparado para resistir hasta el último instante, pero no iba a poner en riesgo su vida por una misión. En el peor de los casos, volvería a Londres con dos muescas más en su pistola.

Empujó la cabeza de Mariano con el cañón unos centímetros. El exagente presentaba un aspecto pálido. La mano le temblaba y la otra no conseguía taponar la sangre que brotaba de su estómago.

Don lo observó. Tenía un aspecto lamentable, pero aún guardaba fuerzas para estirar el brazo y levantar la pistola.

«Vamos, Mariano, tú puedes lograrlo», pensó al anticipar sus intenciones.

—¡Tira el arma, imbécil! ¡Dispararé si no lo haces!

Don sonrió cuando vio al Escorpión levantando el brazo para disparar al inglés a la altura del ombligo. Una bala, eso era todo lo que necesitaban. Después, lo llevaría hasta el hospital más cercano.

—Dime dónde está Marlena… —ordenó por última vez para distraerlo.

El inglés sonrió. Advirtió el lento movimiento de Mariano y no dudó en tirar del gatillo. Don vio dos fogonazos. Mariano se desplomó al instante y Woodward se agachó protegiéndose la pierna. La bala del chófer le había herido el muslo derecho. Una fuerte presión estomacal se apoderó del arquitecto. Levantó el arma con las dos manos y descargó cuatro balazos en el inglés. El agente británico retrocedió varios centímetros hasta chocar contra la pared. Después cayó al suelo dejando un rastro de sangre.

Miró a Mariano, que estaba sin vida, y pensó que no podía hacer nada más por él. El exagente suspiraba con dolor, luchando por mantener los ojos abiertos.

—Mariano…

Con una mirada de camaradería, el chófer se dirigió a él en silencio y le entregó su último adiós, asintiendo con la cabeza. Cuando intentó decirle algo, se apagó por completo.

La rabia acumulada del arquitecto, se transformó en un grito que rebotó en el vacío de la habitación. Mariano se había ido para siempre.

Destrozado, con el rostro enrojecido y los ojos humedecidos, se acercó furioso al inglés, que aún parecía respirar.

Don lo agarró por la cabeza y lo miró a los ojos.

—¡Maldito cabrón! —gritó rugiendo como un tigre enfurecido, zarandeando al tipo con sus manos—. ¡¿Dónde está Marlena?! ¡Dime dónde está!

Woodward empleó sus últimas energías en esbozar una sonrisa de victoria y después se le congeló el rostro. Nervioso, Don rebuscó en sus bolsillos y dio con una billetera. En el interior de esta, encontró una tarjeta magnética del hotel NH Abascal, aunque no llevaba ningún número asignado.

Tenía una corazonada.

Se puso en pie, le quitó las llaves del coche a Mariano y, sin mirar atrás, salió de allí antes de que llegara la Policía.