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Hotel Hesperia (Madrid, España)

5 de septiembre de 2017

Cruzó la entrada del hotel y saludó a uno de los empleados que vigilaba a los huéspedes que entraban y salían del vestíbulo principal.

El Hesperia contaba con un gran café salón de sofás, lámparas brillantes y obras de arte en las paredes.

A las tres y media de la tarde, el interior estaba vacío. Algunos hombres de negocios ocupaban el final del salón mientras cerraban proyectos para sus empresas. En un rincón, relajados en un sofá de terciopelo, cerca del bar, dos hombres vestidos con trajes negros entallados, disfrutaban de la repetición de un combate de boxeo internacional.

La suela de los zapatos resonaba en el mármol impoluto que brillaba gracias a la luz de las lámparas de cristal. Enseguida sintieron su presencia, pero no pareció incomodarles. Acto seguido, se acercó al camarero del bar del hotel y le pidió un té con leche para la mesa donde se encontraban los franceses. Tenía prohibido beber una gota de alcohol hasta las seis.

—Buenas tardes —dijo Woodward en inglés y contempló las dos tazas de café que había sobre la mesa—. ¿Interrumpo?

—En absoluto —contestó uno de ellos, el más alto, con un inglés duro con fuerte acento francés. Se incorporaron, tirando de la línea de sus pantalones.

El inglés miró a su alrededor y aguardó en silencio hasta que el camarero sirvió la taza de té con pastas y se alejó de la mesa.

—¿Tenéis vuestra parte? —preguntó finalmente.

Los dos hombres se miraron avergonzados.

—Me temo que hubo un pequeño problema anoche —dijo el más alto buscando las palabras adecuadas para sonar convincente—. Ese chiflado dio con nosotros, antes que nosotros con él.

—¿Y cómo fue eso posible?

—No tengo la menor idea de cómo encontraron el piso franco que nos facilitaron.

—No estaba solo —dijo el inglés rascándose el mentón.

El más bajo levantó la vista.

—¿Cómo lo sabes?

—Es obvio que Donoso no es tan hábil —respondió. Agarró la taza y dio un sorbo al té. Después tomó una pasta—. Estoy un poco decepcionado con vosotros.

—Volverá —contestó el alto—. Han mordido el cebo.

—¿Qué cebo?

—Irene —matizó—. Nuestro contacto aquí en España. La han vuelto a visitar hace unas horas, por segunda vez. Parece que El Escorpión había dado con su marido, el contacto de Vélez, de ahí el secuestro. No quedó otra que matarlo antes de que hablara.

—Muy astutos. Terminar con la única pista que tenéis.

—Para eso estás tú aquí.

—En efecto —dijo Woodward y chasqueó la lengua con desprecio.

—La visitaron los dos juntos a su apartamento. La primera vez, para requisarle el teléfono del marido. La segunda, para dar con nosotros. Por esa razón, le han pinchado el teléfono.

Woodward miraba a los dos agentes con altivez.

Para ser de la DGSE, parecían unos aficionados, pero debía mantener la calma si quería su parte del trato.

—¿Y qué creéis que van a hacer ahora? —cuestionó haciendo un esfuerzo por guardar la paciencia.

—Es difícil saberlo. Se mueven de un modo… impredecible.

—Os dije que no sería fácil, pero ya conocéis las condiciones del acuerdo que hicieron nuestros países —respondió señalando la razón por la que estaban reunidos—. Vosotros nos entregáis a El Escorpión, nosotros os damos a Vélez.

Dejó la taza y comprobó la hora.

Pronto serían las cinco. Debía llamar a la ingeniera, aún no había perdido la esperanza. Con un golpe de suerte, el MI6 británico le entregaría una condecoración, rompiendo así el acuerdo que tenían con la DGSE.

Se puso en pie y decidió marcharse de allí. Antes de darles la espalda, el más bajo de los dos hombres volvió a hablar.

—¿Qué hacemos con el otro? —preguntó con su fino acento parisino—. El chiflado.

Woodward frunció el ceño y apretó la mandíbula.

—Es asunto vuestro.