23
LOS CIPRESES que bordeaban la acera luchaban contra el viento, inclinados y convulsos de furia como bailarines enloquecidos y sin huesos.
Las luces de la galería estaban encendidas, como si Lewis las hubiese dejado así deliberadamente, en un gesto de buen anfitrión, a fin de dar la bienvenida al invitado que esperaba, Easter. Los fuertes rayos del sol iluminaban el jardín de Gwen, inmaculado y cuidadosamente trazado. El césped estaba cubierto de flores rotas, de hojas de palmera y de roble y de pequeños puntos de color violeta, como confeti, que una vez habían formado parte de los racimos de flores de jacarandá. El viento había castigado las flores. Los tallos y las dalias estaban inclinados, semidesnudos, muy cerca del suelo. Las dalias se habían desmoronado como postes y las campanillas rosadas rodaban silenciosamente sobre el césped.
Los perros pastores, amontonados junto a la puerta del cercado, emitían pequeños quejidos nerviosos, como si hubiesen querido ladrar, pero no se atreviesen, sabedores de que Gwen aparecería con un periódico doblado en la mano y golpearía el cercado con él en un gesto amenazador. Temían el periódico y el enfado de Gwen más que aquel viento alocado y aquella noche desapacible.
Subieron los escalones de la puerta principal en el mayor silencio. Charlotte sostenía el cuello de su abrigo contra su rostro a fin de protegerse contra el polvo arenoso, mientras Easter tenía las manos en los bolsillos, sin advertir aparentemente el viento ni el polvo.
Las cortinas de la sala estaban totalmente descorridas. Charlotte se preguntó si aquél, como las luces de la galería, era un gesto de bienvenida, una invitación a detenerse y entrar en la casa. En su primera visita, aquella misma noche, las cortinas habían estado corridas; la casa, oscura; y Gwen, arriba, en su cuarto, con la garganta magullada.
Ahora el golpe estaba oculto bajo una cascada de encaje azul, y la mujer que lo había sufrido, así como el temor y el dolor causado por él, estaban ocultos como las rocas bajo la marea alta.
A través de la ventana, Charlotte pudo ver claramente a los dos. A Gwen y a Lewis. Gwen estaba sentada tejiendo, los pies apoyados en el banquillo tapizado con petit point. Había un juego de té de plata sobre la mesa, junto a ella. Otros tres perros estaban acurrucados sobre el sofá, incómodos y aprensivos, pero reacios a renunciar a aquel privilegio especial. Lewis estaba de pie junto a la chimenea con una revista sin abrir en la mano, como si la hubiese recogido y tuviese la intención de leerla una vez que Gwen terminase de hablar.
El fuego estaba encendido. Sus llamas bailaban reflejadas en la tetera de plata y en la vasija de cobre llena de ramas cubiertas de moras rojas. El cuarto tenía el aspecto festivo de la Navidad; la expresión de sus ocupantes era natural y la escena no podía ser más vulgar. «¿Quieres más té, querido?». «No, gracias, es tarde ya». «¡Tienes razón, es tarde! Es casi media noche, y tienes que levantarte temprano por la mañana».
Por la mañana. Siempre que hubiese un mañana.
—Por favor —dijo Charlotte—. Déjeme entrar a mí sola primero.
—No puedo. Yo no quería que viniese siquiera. Es demasiado peligroso.
—Para mí, no.
—Lo es especialmente para usted —dijo Easter, y pulsó el timbre. Se oyó el rumor de los perros en el vestíbulo, los pasos rápidos de Gwen y el ruido seco de sus tacones sobre el suelo de parquet.
La puerta se abrió y Gwen apareció en el umbral, apoyándose contra el marco para hacer frente al viento.
—¡Es la doctora Keating! —dijo con una pequeña carcajada de alegría—. ¡Cuánto me alegro de verla! Entre. Mire quién está aquí: Lewis.
Lewis apareció en la puerta de la sala. Se había cambiado de ropa y se había afeitado. Su rostro estaba tan impasible como una ventana con las celosías cerradas. Sólo sus ojos expresaban dolor. Contempló a Charlotte, en el extremo opuesto del vestíbulo, como a través de un abismo infinito e insalvable.
Gwen estaba entusiasmada y sonriente, tan contenta como un niño al recibir visitas inesperadas.
—Y ha traído a un amigo, Charlotte. Cuánto me alegro. ¡Qué divertido! Tener visitas a esta hora… me siento muy bohemia. Entren, entren, por favor.
No reconoció a Easter hasta que éste se quitó el sombrero.
—¡Yo le conozco a usted! Usted es el detective que ha estado aquí esta tarde. El señor Easter, ¿no?
—Sí, señora Ballard.
—Bueno, mira quién está aquí, Lewis, un detective de carne y hueso. ¡Espero que no hayas hecho nada, querido!
Los dos hombres evitaron mirarse.
—¡Pero todo el mundo está callado! —exclamó Gwen—. No he dicho nada inconveniente, ¿verdad? —Con un leve suspiro se dirigió a Easter—. Seguramente he dicho algo. Siempre me ocurre. Déme su sombrero y pase a la sala. Lewis y yo estábamos charlando y tomando una taza de té antes de acostarnos. Me encanta el té. Charlotte me riñe, pero… —Al entregarle Easter su sombrero, le dirigió una sonrisa nerviosa. Uno de los perros se aproximó, olfateó el sombrero y luego los bajos de los pantalones de Easter. Gwen golpeó ligeramente la nariz del animal con el dedo índice—. Ve y tiéndete, Laddie. Pues esto es muy divertido, ¿no? Entren en la sala. El locutorio. Así lo llamaba yo cuando era una niñita. Mi locutorio. Y siempre pienso que es una palabra más bonita que sala, o salón. ¿No creen ustedes?
Nadie contestó. No era necesario. Gwen no esperaba ni requería respuesta alguna, evidentemente.
La sala estaba sofocante. El calor había secado las moras del recipiente de cobre y los perros estaban tendidos junto a la puerta, jadeantes, con la esperanza de disfrutar de alguna corriente de aire.
—Me siento muy alegre —dijo Gwen, mientras servía una taza de té para Charlotte—. Visitas inesperadas, y además Lewis en casa de nuevo… ¡Es maravilloso! Ustedes ya saben que Lewis ha sido muy malo conmigo. Estuvo fuera de casa dos días enteros, sólo porque discutimos un poco. Pero ahora ha vuelto definitivamente. ¿No es verdad, querido?
Por primera vez, Lewis habló.
—Sí, Gwen.
—¿Dónde estabas, querido?
—En el barco de Vern.
—¡Es absurdo quedarse en un barquillo que se mueve todo el tiempo cuando se tiene una hermosa casa como la nuestra!
—Absurdo. Sí, seguramente tienes razón.
—Además, Lewis, no debes olvidar tus buenos modales. Quizá el señor Easter no quiere té, sino algo más fuerte.
—Para mí nada, gracias —dijo Easter.
—Me siento una dueña de casa muy descortés. Ni siquiera se ha sentado. Yo… hasta ahora hemos tenido un verano muy agradable, ¿no? Espero que no cambie.
El viento golpeaba las ventanas y las paredes. Toda la casa parecía estremecida, a punto de desprenderse de sus cimientos y de ser arrastrada por el parque como las campanillas silenciosas de las flores. Una fuerte ráfaga bajó por la chimenea: las llamas se levantaron bruscamente y un tronco saltó y cayó contra un lado de la rejilla.
Gwen saltó también al oír la ruidosa lluvia de chispas.
—¡Ay, me he asustado! El viento… comprendo que es una tontería, pero detesto el viento, Charlotte. Apuesto a que está pensando que soy una neurótica.
—No —dijo Charlotte, moviendo la cabeza negativamente.
—Apostaría a que sí. Yo sé que Lewis me considera neurótica. Cada vez que siento un dolor o sufro un acceso de distracción, Lewis cree que es mental, que mi mente… mi mente… —Gwen hizo una pausa y parpadeó—. Ésta no es una reunión muy alegre, debo decir. Cuando yo era jovencita, en Louisville, solíamos celebrar fiestas divertidísimas. Mi papá era muy severo, no obstante. Todo el mundo debía retirarse a las doce, como la Cenicienta. Lewis, querido, ¿recuerdas?
—Sólo fui a una fiesta —repuso él.
—¡Ah, eras sumamente atractivo entonces! Tú eras atractivo y yo era bonita. Era como una muñeca de Dresde, según decían todos. Desde luego, totalmente diferente de usted, Charlotte. ¡Totalmente diferente! Yo era muy menuda y mis huesos eran tan delicados que mi papá siempre temía que me cayese y me rompiese alguno. —Las manos de Gwen se movieron entre su cabello y Charlotte observó que se movían con un temblor espasmódico y que las uñas sin pintar tenían un tono azulado en sus extremos—. Entonces nunca pensaba yo que el mundo pudiese ser tan cruel, tan feo y cruel y… fue un gran choque para mí cuando lo descubrí, un choque terrible…, un infierno, un infierno terrible, y yo…
—Gwen —le dijo Lewis.
Gwen se volvió hacia él y frunció el ceño.
—No debes interrumpirme todo el tiempo. Es de mala educación. Mi papá me enseñó a no interrumpir jamás. ¡Ah, solíamos celebrar sesiones de buenos modales! Estudiábamos cada cosa una y otra vez hasta que yo aprendía todo a la perfección. Mi papá fingía ser alguien como el duque de Gloucester, por ejemplo, y luego llamaba a la puerta del locutorio. ¡Tan, tan, tan! Y luego decía: «El duque de Gloucester presenta sus respetos a la señorita Gwendoline Ann Marshall…». Lewis, querido, ¿no han llamado a la puerta?
—Es sólo el viento —le dijo Lewis.
—Estás equivocado. Siempre estás equivocado, Lewis. No te das cuenta de ello, pero siempre cometes… —Gwen se dirigió hacia la puerta, la abrió y volvió sonriente, agitando la cabeza—. Como te dije, era el viento. Lewis, debes disculparte.
Lewis desvió el rostro. Tenía una expresión lívida a la luz del fuego, deformada, pálida, como una máscara de cera encontrada por un niño y pinchada y manoseada hasta lo irreconocible.
—¡Lewis, querido!
—Sí.
—Verdaderamente debes disculparte. Has cometido otro de tus errores.
—Discúlpame.
—Pues tu tono no es muy amable.
—Yo… ¡Por favor, Gwen!
—Y ahora me insultas en presencia de invitados. Eso es una vulgaridad —dijo Gwen, mirando a Easter con expresión patética—. Ese hombre también me insultó, ese hombrecillo terrible.
—Voss —dijo Easter.
—Eso es, Voss, así se llamaba. Le dije que era una vulgaridad decir malas palabras en presencia de una dama, pero él se rió de mí.
—Gwen —repitió Lewis—. Calla.
—No quiero callarme.
—Easter es un detective.
—Ya sé que es de la policía. No soy tonta. De todos modos, no le temo. No he hecho nada malo, excepto conducir sin llevar el permiso.
—¿Cuándo condujo sin su permiso, señora Ballard? —preguntó Easter, en voz baja.
—Vamos, es infantil tratar de atraparme de esa manera. ¡No se lo diré, para que sufra!
De pronto, el perro llamado Laddie se sentó sobre las patas traseras. Sin ningún signo previo levantó el hocico y comenzó a aullar, con aullidos aterradores y lúgubres que parecían proceder, no de la garganta del animal, sino de los confines del mundo. Dos veces se detuvo para cobrar aliento y comenzar nuevamente. Cuando terminó de aullar, se deslizó lentamente hacia el vestíbulo, como avergonzado, con la cola entre las patas.
La sonrisa se había desvanecido del rostro de Gwen.
—Acaba de morir alguien —dijo. Bebió un sorbo del jarabe frío y amargo que quedaba en el fondo de su taza de té—. Me alegro de que no se trate de mí.
Charlotte miró a Easter aprensivamente. No se había movido, ni aun para desplazar su peso de un pie a otro.
Aparentemente se conformaba con dejar hablar a Gwen mientras recogía un hecho aquí, otro allá, entre su desigual torrente de palabras.
—Está en plena confusión mental, irracional —le dijo Charlotte en un susurro después de acercarse a él—. Cualquier cosa que diga es…
—Deje esto por mi cuenta.
—Lo he oído, Charlotte —exclamó Gwen—. He oído lo que usted acaba de decir.
—Sólo quería…
—Ha dicho algo acerca de mí. Bueno, también yo tengo bastante que decir acerca de usted. —Al decir esto, Gwen cruzó la sala con un paso gracioso y lento, como si de pronto hubiese recordado los tiempos en que siendo jovencita caminaba con un libro sobre la cabeza para mejorar su figura—. ¿Quiere oírlo?
—Sí.
—Ramera —dijo Gwen—. Ramera.
Lewis trató de hacerla callar.
—Gwen. Por favor, Gwen.
—¡Por favor, Gwen! Tú no te entrometas, viejo verde. Una ramera y un viejo verde. Son una bonita pareja, ¿no, señor Easter? Y tan listos por haber engañado a la vieja Gwen, tan terriblemente inteligentes que yo estoy enterada de sus andanzas desde hace muchos meses. Pero he tenido mis venganzas, algunas pequeñas, otras mayores. ¡Ah! ¡Cuando pienso en las veces que Charlotte ha venido aquí a atenderme y yo le decía que era tan honrada, tan digna de confianza, y luego le hablaba interminablemente de Lewis! Su expresión… ¡Verdaderamente era digna de risa!
Charlotte había retrocedido en silencio, dejando a Easter y Gwen el uno frente al otro.
Gwen parecía una muñeca dotada de pronto de voz y que dejaba escapar todo lo que se le había acumulado en su cabeza de trapo durante los años de silencio. Easter, gigantesco por contraste con ella, parecía perspicaz y frío.
—¿Y la gran venganza? —dijo Easter.
—Gwen —le interrumpió Lewis—, te advierto que todo lo que digas puede volverse…
—Yo… —Gwen agitó la cabeza con desprecio—. No acepto consejos de un viejo verde. La gran venganza… pues… ¿no cree usted que fue una gran venganza, señor Easter?
—Aún no estoy seguro de qué fue, o bien cómo la llevó a cabo.
—No debe ser usted muy listo.
—No lo soy.
—Por lo menos podría intentar adivinarlo. Nunca avanzará en su carrera si no hace un esfuerzo.
—Haré un esfuerzo.
—Desde luego. ¡Vamos, señor Easter!
—Mi idea es que Violet vino aquí el lunes por la tarde, a fin de ver a su marido. Pero en lugar de ello la vio a usted.
—Muy bien. ¿Recuerdas a Violet, Lewis?
Lewis evitó su mirada.
—Yo… sí.
—Sería mejor que no la recordaras. Llevaba un hijo tuyo, ¿no?
—Sí.
—¿No es extraño que le hayas dado un niño a ella, y no a mí, a mí que lo deseaba tanto?
—Lo siento.
—Pero ahora no hay ningún niño, ¿no es verdad, Lewis?
—¡No, no!
—Tampoco existe Violet. Tú y Charlotte la asesinasteis.
—¡No!
—Pues desde el punto de vista moral la matasteis. Yo solamente fui el instrumento. Los verdaderos asesinos fuisteis tú y Charlotte.
—No mezcles a Charlotte en esto.
—¿Por qué no habría de mezclarla? La mezclé desde un principio. Le mandé a la muchacha. ¿Oyes, Lewis? ¡Yo la mandé! Vi en ello una hermosa oportunidad de que se reunieran tus dos rameras.
Había disminuido el calor del fuego y el cuarto iba enfriándose gradualmente.
—Pensé que era una excelente idea. Pero no salió como yo había planeado. Quería que Charlotte descubriese qué clase de hombre era Lewis en realidad. Quería también que ella librase a Violet del hijo de Lewis, que me ahorrase la vergüenza y el escándalo de que esa infeliz entablase juicio contra él y arrastrase mi buen nombre por los juzgados y los periódicos. Pero Charlotte se negó. Y aquella noche después de la cena, Violet vino a verme otra vez. Yo estaba en el jardín… ¿Ha visto usted mi jardín, señor Easter?
—Sí.
—Es hermoso, ¿no?
—Muy hermoso. —Flores aplastadas en el suelo, árboles desnudos por el viento, cipreses resquebrajados—. ¿Estaba sola cuando vino por segunda vez?
—La trajeron dos hombres en un automóvil. El más pequeño la trajo por el césped hasta donde estaba yo, sentada en mi mecedora. Dijo que era el tío de Violet y que consideraba que Violet y yo debíamos llegar a un acuerdo mientras esperábamos a Lewis. Usó esa palabra, «acuerdo». La dejó aquí conmigo. Se echó a llorar. Pero las lágrimas han dejado de afectarme. Yo misma he llorado demasiado. A pesar de ello fui amable con ella. De joven me enseñaron a ser amable con todo el mundo, especialmente con mis inferiores.
—¿Habló de dinero?
—No, lo hice yo. Le pregunté cuánto querría para abandonar la ciudad y no volver nunca. Entonces se puso histérica. Repetía sin cesar que Voss estaba tratando de obligarla a exigir dinero, pero que ella no quería. Lo único que quería era deshacerse del niño, ser «como todas» de nuevo, según dijo. Hablaba como si el niño fuese una enfermedad terrible.
Charlotte recordó la escena que había provocado Violet en su consultorio, la forma en que había golpeado sus muslos con los puños y había dicho: «¡Me mataré…! Ni siquiera quiero dinero. Sólo quiero ser como era antes, sin nada que crezca aquí dentro».
Las manos de Gwen jugaban con el encaje que cubría su garganta.
—Quería ver a Lewis —prosiguió—, y cuando le dije que no estaba, me acusó de mentir, de tratar de protegerle. Le dije que no mentía, que Lewis había salido a una excursión de pesca. No comprendió bien de qué clase de excursión se trataba, y amenazó con ir al puerto y esperarle allí. Entonces yo le dije que la acompañaría.
—Y la acompañó —dijo Easter.
—¿Sí? Sí, seguramente debí acompañarla. No sé por qué medios, sin embargo. ¿Cree usted que caminamos hasta allí?
—No es lejos.
—Sí. Seguramente caminamos. Yo no conduzco muy bien. Hacía frío y había niebla allá, y olía muy mal. Y todo el tiempo, Violet repetía que no podía soportarlo, y que se mataría. Y se mató. Se suicidó.
—No.
—Debió de suicidarse. Yo no lo recuerdo. No lo recuerdo…
—Haga una tentativa.
—No quiero. No quiero recordarlo. ¡Lewis, Lewis, ayúdame! ¡Que no me obligue a recordar! Lewis… ¡Papá!
—Muy bien —dijo Easter—. No tiene que recordar si no lo desea.
—¿No?
—No. Olvídese de Violet.
—Sí. Sí, creo que la olvidaré. Era una muchacha ignorante y mal educada.
—En cambio, no creo que tenga usted inconveniente en recordar a Voss. No le gustaba Voss. La insultó.
—Sí, me insultó. Me maldijo.
—¿Le vio de nuevo más tarde, esa misma noche?
—Creo que sí. Creo que fue esa noche. Vino a buscar a Violet y yo le dije que había regresado a su casa. —Gwen se frotó los ojos—. Creo que… estoy confundida. No debería decirle todo esto, ¿no? Lewis me mira con expresión rara… ¡Basta, Lewis, basta! ¡Deja de mirarme así!
—Yo… muy bien, Gwen —dijo Lewis—. Muy bien.
—Estás enfadado conmigo porque cogí tu revólver.
—No, Gwen, no estoy enfadado. No pudiste evitarlo.
—Es verdad, en realidad no pude evitarlo. No había otro revólver y yo necesitaba uno para protegerme.
—Señora Ballard —dijo Easter—. El lunes por la noche, cuando Voss vino a buscar a Violet, ¿le creyó a usted cuando le dijo que la muchacha había regresado a su casa?
—No. Dijo que había estado aquí más temprano y que al ver que nadie abría la puerta había paseado un rato en el automóvil, y luego él… me había visto caminando con Violet en dirección al muelle. Me dijo que esperó y nos espió, y que yo volví sola. Me acusó… dijo cosas muy feas…
—¿Fue entonces cuando usted le entregó dinero?
—No tuve más remedio. Todo el dinero que tenía. El dinero para la casa y los seiscientos dólares que recibí el sábado por el par de mirlos azules, los dos anillos y el collar que vendí. Me prometió callar, desaparecer y no volver nunca más.
—Pero volvió —dijo Easter.
—Sí, esta mañana temprano. Muy temprano. Estaba oscuro aún. Lewis no había telefoneado. Estaba preocupada y no podía dormir. Oí el automóvil, y cuando miré por la ventana, los vi. Voss y el otro, cruzando el sendero de los coches. Me puse los zapatos y un abrigo, y seguidamente fui al estudio de Lewis, saqué uno de sus revólveres y lo guardé en uno de los bolsillos.
»Bajé a la planta baja y abrí la puerta. Les pregunté qué deseaban. Y Voss me dijo que había surgido algo nuevo, que él y Eddie necesitaban más dinero a fin de abandonar definitivamente el país. Yo les dije que no podíamos hablar aquí, pues Lewis estaba en cama arriba y nos oiría.
Charlotte miró a Lewis, y al ver el trágico remordimiento en sus ojos adivinó que sus pensamientos eran semejantes a los suyos. Aquella madrugada debió haber estado en casa cuando Violet llegó por primera vez. De haber estado allí, los cuatro estarían vivos aún, tendrían un futuro aún, Eddie, Violet, Voss, Gwen misma. Para Gwen el camino que le aguardaba era oscuro y tortuoso, con un tramo de luz aquí y allá y una flecha que señalaba hacia atrás, hacia las alegres reuniones juveniles, el papá, el osito y la muñeca sonriente, hacia los años más amables, cada vez más lejos, más lejos, hasta que el final del camino era a la vez el comienzo.
—Fuimos al automóvil —dijo Gwen—. Voss ocupó el asiento delantero y el otro, Eddie, se sentó en el de atrás conmigo, y nos dirigimos hasta más lejos del cementerio. Al pasar por ahí, Eddie rió y comentó que «la gente se muere por ir allí». Yo reí a mi vez, y luego le maté. Le disparé dos o tres tiros. Voss detuvo el coche. Le dije que le mataría a él también. Me rogó que no le matara, pero le maté también.
Uno de los perros comenzó a soñar. La cola se agitó, las patas se movieron como persiguiendo algo.
—Era un hombre pequeñito, no mucho más grande que yo. Lo levanté cogiéndole por debajo de los brazos y lo coloqué en la parte trasera, encima de Eddie. Luego me puse al volante y comencé a conducir despacio. Pensé en lanzarlo desde el acantilado, pero no quería matarme. ¿Quién cuidaría los perros? ¿Comprende usted?
—Desde luego —asintió Easter.
—Bueno, entonces recordé que Charlotte estaba ausente, y se me ocurrió que era una buena idea dejar el coche en su garaje. Pensé que se sorprendería muchísimo al volver y encontrarlo allí. En realidad se sorprendió, ¿no, Charlotte?
—Sí —dijo Charlotte, gravemente—. Me sorprendí mucho.
—Me habría gustado estar allí para ver su expresión. De todos modos nunca me ha gustado su cara. Tiene cara de embustera. Cara de ramera. Me gustaría abrirla con un cuchillo. Me gustaría…
—Gwen —dijo Lewis.
Gwen se volvió hacia él. De pronto, su expresión cambió totalmente.
—¿Papá? —dijo.
—Recuerda tus buenos modales.
—Trataré de recordarlos, papá. Perdóname por haberle dicho la verdad, Charlotte, ramera, y sírvase otra taza de té, es refrescante, fresco, y… me duele la cabeza. Estoy nerviosa, Lewis, estoy muy nerviosa.
—Ya lo sé —dijo él.
—La gente no debería ponerme nerviosa, ¿verdad?
—No, Gwen.
—Pero me ponen nerviosa. No se lo permitas.
—Lo haré. —Lewis se acercó a ella y la cogió por los hombros temblorosos.
—¿Me quieres, Lewis?
—Sí.
—¿Me has querido siempre?
—Sí.
—Y a ella la odias, ¿verdad? La desprecias. Odias su cara. Te gustaría cortársela con un cuchillo, ¿verdad?
—Gwen. ¡Dios mío!
—Dilo.
—No.
—¡Dilo!
—La… la odio.
—Y su cara, ¿qué te gustaría hacer con ella?
—Cortársela… con un… cuchillo.
—Muy bien. ¿Ves, Charlotte? Dos contra uno. Lewis y yo te odiamos. ¿No es verdad, señor Easter? Pero ¿dónde está el señor Easter?
—Está hablando por teléfono —dijo Lewis—. Tenía que hacer una llamada.
Gwen sostuvo una de las manos de Lewis contra su mejilla.
—A nosotros no nos importa, ¿no es verdad?
—No, Gwen.
—Es como antes. Llévame arriba como lo hacías entonces.
—Todavía no.
—No, ahora. Estoy cansada. He bailado toda la noche.
Lewis la levantó suavemente y la llevó en brazos hacia el vestíbulo. Las lágrimas que caían de sus ojos desaparecían en los rizos amarillentos y desteñidos de Gwen. Subió las escaleras lentamente. Gwen estaba cansada. Había bailado toda la noche. Se quedó dormida en sus brazos.
Había cesado el viento, como si se hubiese abierto un gran agujero en el cielo y todos los vientos del mundo hubiesen desaparecido por él.
Easter abrió la verja de madera. La policía había llegado y se había marchado, el automóvil se había alejado, y el resplandor del amanecer aparecía en el este.
—Adiós, Charlotte.
—Adiós.
—Que descanse.
—No, no quiero descansar, no estoy cansada. —Al decir esto, Charlotte pensó fugazmente que ella no había bailado toda la noche.
Easter la cogió de la mano.
—Lamento que las cosas no hayan salido como usted anhelaba —dijo.
—Yo tengo la culpa. Yo me busqué esta situación. —Charlotte recordó las palabras «cortársela con un cuchillo».
—Lo siento por Ballard, también. He cometido con él una injusticia. Es un hombre mucho más noble que lo que yo imaginaba. No la abandonará, y tal vez algún día se cure.
—Tal vez. Tal vez se cure.
—No es éste el lugar ni el momento de decirle que la quiero, Charlotte, pero se lo digo, de todos modos. Le esperan días difíciles. Quizá mi cariño fuese un consuelo para usted.
—Gracias —murmuró Charlotte.
—¿Cree usted que lo será?
—Sí…, será un gran consuelo. —Las lágrimas se acumularon como migajas ásperas detrás de sus ojos, hasta que tuvo la sensación de que éstos se saldrían de sus órbitas.
—Llore, Charlotte, si lo desea.
—Yo nunca… nunca lloro.
—Llore ahora. Llore mucho y durante largo rato. Se sentirá mejor.
—No puedo llorar.
—A pesar de ello, llorará. —Easter se inclinó y besó los párpados secos de Charlotte—. Adiós, Charlotte.
—Adiós.
La verja se cerró suavemente, como la página de un libro al caer sobre las anteriores.
Charlotte entró en su casa y permaneció largo tiempo sentada en el sillón de Lewis, junto a la ventana, contemplando el cielo cada vez más claro.
No pudo determinar en qué momento se apagaron las luces de la ciudad y comenzó el nuevo día.
— FIN —