7

LOS BALLARD vivían en una garganta bajo la línea de las nieblas provenientes del mar. A las cinco y media, cuando llegó Charlotte, la niebla ocultaba ya el sol y el aire estaba húmedo y frío.

Tres de los perros pastores salieron a su encuentro en la puerta. No ladraron, porque Gwen les había ordenado quedarse quietos, pero olfatearon el maletín de Charlotte y sus zapatos, y uno de ellos, un hermoso ejemplar de color miel, apoyó las patas delanteras sobre su pecho y la estudió con grave curiosidad. Su nariz dorada y blanca tenía por lo menos quince centímetros de longitud. Charlotte le acarició suavemente.

—¡Laddie! —dijo Gwen, riendo—. ¡Abajo, Laddie!

Vestía un traje de interior de seda azul cuyo borde rozaba el suelo, y aunque estaba aparentemente algo nerviosa, su aspecto era el habitual. Siempre había sido muy menuda y sumamente delgada. Trataba de sacar ventaja de sus proporciones diminutas y se cuidaba mucho de mantenerlas. Usaba siempre zapatos ligeros, y mantenía constantemente un régimen rígido, tratando de disminuir su apetito mediante el consumo de grandes cantidades de té caliente y muy concentrado.

—¡Abajo, Laddie! —repitió Gwen—. No he podido enseñarle que no salte sobre las visitas. No me obedece. Seguramente sabe que es mi favorito. —Al decir esto tomó las dos patas del perro y lo hizo bajar suavemente—. Es mi hijito predilecto. Da la mano a la doctora Keating, Lad.

Los tres pastores se sentaron y extendieron una pata con aire de cortés hastío. Charlotte las estrechó sucesivamente, con la sensación, frecuente cuando visitaba aquella casa, de estar entrando en un mundo irreal donde los valores estaban subvertidos y los perros tenían a Gwen como juguete.

—¿Se siente mejor? —preguntó Gwen.

—¡Sí, mucho mejor!

—Me alegro. Tengo preparado el té… Me encanta el té.

Charlotte dejó su maletín en el vestíbulo y siguió a Gwen a su salita. Los perros también la siguieron. Seguían a Gwen a todas partes.

Aquella habitación armonizaba con Gwen. No había allí nada de Lewis, ni en toda la casa, excepto en su escritorio. Gwen había tejido ella misma las alfombras ovaladas y la tela que tapizaba los sillones, había bordado las piezas de petit point y confeccionado las cortinas de cretona brillante adornadas con volantes. Los adornos de opalina, las piezas de cuero, la cretona floreada y la madera de cedro claro armonizaban con ella, y los muebles eran de una proporción apropiada para una mujer tan menuda. Todo era pequeño y frágil, y Gwen tenía un aspecto pintoresco, y a la vez adecuado, sentada en la frágil silla de cedro, con un pie delicadamente apoyado sobre un banquillo cubierto de petit point. Charlotte no pudo por menos de pensar que no era extraño que Lewis hubiese comprado el gran sillón de cuero rojo, pues en aquella sala no tenía dónde sentarse.

Sobre la mesa de té estaba la mejor porcelana de Spode de Gwen, y el té estaba ya preparado, la tetera protegida contra el frío de la niebla por un cubretetera de lana amarilla tejido por Gwen.

El perro Laddie se acercó y hundió la cabeza en el regazo de su dueña, quien acarició su espeso cuello blanco mientras hablaba.

—En realidad me siento mucho mejor, y probablemente ha sido una tontería de mi parte insistir en que viniese. Pero…

Dicho esto, inclinó levemente la cabeza hacia un lado, como para expresar que Charlotte la conocía muy bien. Su cabello rubio se había vuelto algo ralo y opaco, y su piel fina y blanca se había aflojado debajo del mentón, pero conservaba todo el amaneramiento de una mujer que había sido una beldad. Su historia estaba escrita en su rostro e ilustrada por sus manos graciosas e inquietas. A los dieciocho años había tenido el mundo a sus pies, había sido la jovencita más solicitada de Louisville. Tenía recortes de los periódicos para probarlo. Pero, gradualmente, el mundo la había abandonado. No había tenido nada que ofrecerle, excepto su juventud.

A los cuarenta años vivía para su hogar y para sus perros, y a veces, en mitad de la noche, sufría accesos de terror. Su pulso se tornaba tan rápido que no era posible tomarlo, su cuerpo temblaba y la cabeza le ardía. Dos veces había tenido que acudir Charlotte durante la noche, y al encontrarla en aquel estado le había dado un sedante. No había ningún fallo orgánico en el corazón de Gwen. Sus síntomas eran típicos de una neurosis cardíaca y no podían ser localizados por un médico que no poseyese conocimientos especializados de psiquiatría.

—¿Ha sido este ataque semejante a los anteriores? —le preguntó Charlotte, tomándole el pulso. Todavía era rápido, de casi cien pulsaciones.

—Creo que un poco peor. ¡Ay, estaba asustada! ¿Qué pulso tengo?

—Más o menos normal. ¿Ha tomado regularmente los sellos y el remedio que le indiqué?

El remedio era un sedante y los sellos contenían hormonas estrogénicas, pero Gwen no era el tipo de enferma a quien se le podían confiar estas cosas. Charlotte estaba convencida de que habría interpretado mal la indicación de hormonas.

Gwen repuso con vaguedad y con aire levemente herido:

—¡Trato de tomarlos! Los tomo siempre que me acuerdo de hacerlo. Pero ¡tengo tanto en qué pensar! Dentro de seis días Winkie criará nuevamente. Será un parto enorme, doce cachorros, tal vez. Está tan pesada que apenas puede…

—Debe tener especial cuidado de tomar siempre los sellos. Después de todo, usted es más importante que Winkie y sus cachorros.

Gwen lanzó un pequeño grito.

—¡Pues eso es exactamente lo que Lewis dice siempre! Siempre me dice que debo cuidarme y que soy mucho más preciosa para él que todos los perros del mundo.

¡Preciosa! La palabra ardió en los oídos de Charlotte. Gwen mentía. Lewis no podía llamarla… Pero ¿por qué no? Estaban casados. Vivían juntos día tras día. Seguramente había entre ellos momentos de ternura. Tal vez momentos de gran ternura, a pesar de que Lewis lo negaba. Con expresión impasible dijo:

—Quizá sería una buena idea suprimir los estimulantes como té, café, Coca-Cola…

—Hago todo lo posible, se lo aseguro. ¡Pero me gusta tanto el té…! Está preparado ya. ¿Quiere una tacita, doctora?

—Sí, por favor.

El té estaba tibio y tan concentrado que impregnó la lengua de Charlotte. Se lo bebió rápidamente y luego dejó la taza vacía sobre la mesa.

Las manos de Gwen temblaban en forma notable. Como por naturaleza las movía tanto al hablar, el temblor no se había notado mucho hasta que levantó de la mesa la taza vacía para llenarla nuevamente. La taza se agitó sobre el plato como granizo contra una ventana.

—¿Todavía sigue usted un régimen de adelgazamiento? —le preguntó Charlotte.

—En realidad, no es un régimen severo. Tengo que cuidarme un poco. Soy tan menuda que cada gramo adicional es visible. Quiero decir que es suficiente que me tome un aguacate para que tenga dos centímetros más de caderas.

—Está demasiado delgada. Le aconsejo que abandone el régimen por ahora.

—Trataré de hacerlo.

—No puedo hacer nada por usted, señora Ballard, si usted no me ayuda. Es inútil que usted me pague cinco dólares por mis indicaciones y luego deje los medicamentos como adorno en la repisa del cuarto de baño.

Gwen aplaudió con un gesto de alegría casi infantil.

—¡Ah, eso es lo que más me gusta en usted, doctora! —dijo—. ¡Es tan sincera y honrada!

—¿De veras lo cree? Muchas gracias.

Los perros sentían algo, cierta tensión, cierta exaltación en la risa de Gwen. Se amontonaban a su alrededor, levantando sus hocicos en busca de atención, y sus colas se agitaron sobre las tazas de té y el cenicero. Eran más que los perros de Gwen, según pensó Charlotte en aquel momento. Eran parte de Gwen misma, cada uno de ellos como un sistema nervioso separado, cada uno de ellos receptor de lo que sentía Gwen.

—¡Mollie, mala! —dijo Gwen—. Has desparramado la ceniza. ¡Quietos, todos, y a portarse bien o de lo contrario os encerraré!

Los perros se tranquilizaron, pero no se separaron de ella. La siguieron por todo el cuarto cuando encendió las lámparas, como esperando que sucediese algo extraordinario.

Charlotte se levantó a su vez y comenzó a sacudir su vestido para quitarse los sedosos pelos blancos de los perros.

—Aunque quizás este juicio le sonará como algo trillado, creo que su dificultad real es de origen nervioso, señora Ballard.

—¡Por favor, llámeme Gwen! Después de todo, hace casi un año que nos conocemos.

—Los trastornos nerviosos no están en realidad dentro de mi especialidad, de modo que yo le propondría que consultase a otro médico.

—No aceptaré que me desvíe hacia uno de los llamados especialistas en enfermedades de los nervios. Usted es demasiado modesta, doctora. No comprende cuánto bien me hace. La verdad es que después de cada una de sus visitas me siento maravillosamente bien. Lewis lo ha notado. Un día me dijo: «La doctora Keating es un verdadero tónico para ti, Gwen querida».

Gwen querida.

—Lo cual sirve para corroborar lo que yo afirmo. En realidad no le soy de ninguna utilidad. Soy una especie de sedante afectivo, de reconstituyente.

—En realidad, creo que tiene usted razón.

—Por ese motivo quiero recomendarle que consulte a un… especialista en trastornos nerviosos.

—¿Quiere usted decir a un psiquiatra?

—Sí.

Gwen sonrió, pero su sonrisa no era sincera, y los perros lo sabían. Se quedaron inmóviles, con sus colas caídas entre las patas como penachos, mientras observaban y esperaban.

—Es que no quiero consultar a un psiquiatra —dijo por fin—. No puedo hacer nada que no desee verdaderamente.

—Hoy en día ha desaparecido el estigma que rodeaba a los psiquiatras, señora Ballard. La verdad es que consultarlos se ha convertido en un signo de distinción. Sólo los ricos pueden permitirse ese lujo.

El tono de Gwen era alegre.

—Vamos, doctora. Usted desea librarse de mí. Confiéselo. Cree que hay tantas personas verdaderamente enfermas en el mundo, que pierde su tiempo conmigo y con mis tontos ataques.

—En absoluto. Pero cuando no puedo tratar a una enferma en forma satisfactoria, tengo por norma encomendarla a otro colega.

—Pues yo me niego a recurrir a otro médico, eso es todo. No puedo imaginarme en el consultorio de un psiquiatra odioso, ni contándolo todo. ¡No, antes prefiero la muerte!

Charlotte se puso los guantes. Dirigir palabras a Gwen era como arrojarle burbujas de jabón. Se disolvían mucho antes de llegar a su punto de destino.

—Me alegro de haber podido ayudarla hasta cierto punto —dijo. Sentía tanta fatiga y tensión nerviosa que se hubiera echado a llorar. «Es usted tan sincera, doctora, tan sincera»—. Tome los sedantes y trate de no preocuparse excesivamente por esos ataques. No creo que tengan importancia.

Cuando salió al vestíbulo y recogió su maletín, la siguieron Gwen y los perros. Gwen estaba aparentemente ofendida por su partida tan apresurada, y tenía la expresión de un niño contrariado.

—¡Es una lástima que tenga que irse, doctora! La comida está lista y sería sencillísimo poner otro cubierto. Lewis llegará en cualquier momento.

—Muchas gracias. Yo…

—Otra vez quizás.

—Encantada.

—Estoy segura —dijo Gwen suavemente— de que a Lewis le encantaría que nos acompañase.

—Es usted muy… amable.

—Bueno, hasta pronto.

—Hasta pronto.

Afuera, la niebla se había disipado parcialmente, pero el cielo estaba más oscuro.