8

COMIÓ TARDE, sola en su casa. Todo estaba silencioso y tranquilo. A fin de contrarrestar el silencio puso algunos discos, pero el silencio estaba siempre al acecho debajo de la música, como esperando para saltar sobre ella entre cada disco.

No había tenido noticias de Lewis en todo el día. ¡Había sido un día tan largo, además! Se le antojaba que hacía una semana que se había desayunado allí con la señorita Schiller y que había visto a Tiddles con su traje verde en el departamento de policía. Había sido un largo día para ella, y una larga noche para Violet, una eternidad larga y tenebrosa… No, no debía pensar en todo aquello. No había tenido la culpa, en realidad.

Lewis siempre la telefoneaba una o dos veces durante la tarde. No hablaban mucho, pues ambos estaban muy ocupados, pero aquellas llamadas tranquilizaban a Charlotte. Le daban la sensación de que alguien la quería, de que no estaba simplemente jugando con un hombre casado. Estaba enamorada de Lewis, y él de ella, y sólo la mala suerte había hecho que él estuviese ya casado cuando se encontraron por primera vez.

Hacía mucho tiempo que no le telefoneaba a su casa. Antes de marcar el número tuvo que consultar la guía telefónica.

Lewis contestó al teléfono. Su voz tenía una falsa nota de cordialidad, como ocurría siempre antes de que él identificara a la persona que llamaba. Era parte de la personalidad que cultivaba para su clientela.

—¡Hola! Habla con Lewis Ballard.

—Quiero verte —Charlotte habló con rapidez—. ¿Puedes venir?

—Lo siento mucho, pero se ha equivocado.

—¿Quieres decir que no puedes venir?

—Sí. Habla con 5-5919.

—Lewis, querido, yo…

Pero Lewis había cortado la comunicación.

En realidad él no tenía la culpa. No tenía otra alternativa que cortar la comunicación. Gwen estaba allí escuchando. Con todo, Charlotte no podía menos que sentirse rechazada y aun disminuida. «Lo siento, pero se ha equivocado, nena». «Puede ser, guapo». Cruzó la habitación y se sentó en el sillón de Lewis, apoyando las manos sobre sus ojos cerrados.

La puerta del frente estaba abierta aún, pues la había dejado así a fin de ventilar la sala después de preparar la comida, y el viento se deslizaba cerca del suelo y le enfriaba las pantorrillas.

Se dirigió a la puerta para cerrarla. En aquel instante, dos hombres atravesaron la verja y entraron en el jardín rodeado de paredes. El más alto echó cuidadosamente el cerrojo de la verja después de pasar y se limpió las manos en los pantalones. El otro era pequeño. Se movía entre las sombras con furtiva delicadeza, como un duende, y sus orejas sobresalían de su gorra roja como enormes trozos de cera recortados contra los árboles oscuros.

Se deslizó sobre el sendero de losas en dirección a la luz que salía por la puerta abierta. Parecía una mariposa nocturna. Era demasiado tarde para cerrar la puerta. Demasiado tarde, e inútil, además. El hombrecillo debía ser capaz de volar por la ventana, introducirse por la chimenea, aparecer por un resquicio o bien surgir saltando en medio de una pesadilla.

—Me recuerda, ¿verdad?

—Usted es el señor Voss.

—En efecto.

Voss señaló a su compañero con el pulgar. Charlotte vio que ambos hombres llevaban franjas de luto torpemente cosidas en las mangas.

—Éste es mi camarada, Eddie O’Gorman.

—Ya le había visto anteriormente.

O’Gorman avanzó hasta quedar iluminado por el círculo de luz. Aunque era joven todavía, su rostro era un exponente de violencia y abandono. Tenía la nariz fracturada, la oreja izquierda convertida en una masa informe de tejido y las mejillas cubiertas de cicatrices de un viejo acné.

Tenía los puños apretados contra sus macizos muslos.

—¿Me ha visto? ¿Dónde?

—En casa del señor Voss. Estaba espiándome entre los barrotes del pasamanos de la escalera.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tiene de malo que…?

—Vamos, vamos, Eddie —lo reconvino Voss. Luego, dirigiéndose a Charlotte, agregó—: El pobre Eddie está apenado. Hoy ha tenido malas noticias, noticias terribles. ¿No es verdad, Eddie?

—Sí. —Eddie se tocó la banda de luto que llevaba sobre la manga con un gesto convulsivo, como si quisiera arrancársela.

—Su mujer ha muerto —dijo Voss—. Se mató. Pero quizás usted haya oído hablar ya de Violet.

—Sí, estoy enterada.

—Pobrecita Violet. ¿Quién hubiera pensado que lo haría de esa manera? Fue un choque terrible para Eddie. ¿No es verdad, Eddie?

—Desde luego.

—Él nunca habla mucho —explicó Voss a Charlotte—; y en realidad, cuando está muy apenado no dice una palabra. Pierde el habla, pierde…

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó Charlotte—. ¿Para qué han venido aquí?

Voss pareció ofenderse por la brusquedad de las preguntas.

—Pues bien, yo… pensé, es decir, Eddie y yo pensamos que quizá usted no se había enterado de la desgracia de Violet; y como usted se interesó tanto por ella, tal vez querría enterarse antes de que la noticia apareciera en los diarios.

—Muy bien, ahora estoy enterada. Muchas gracias y buenas noches.

—¡Un momentito, por favor! —El rostro de Voss se arrugó en una mueca malévola—. ¡Vamos, ésa no es manera de tratar a los seres en desgracia! ¿No estás de acuerdo, Eddie?

Eddie tosió, con una mano apoyada sobre el pecho.

—Es mejor que hablemos dentro —dijo—. Este aire de la noche no es bueno para mis bronquios.

—No le matará —dijo Charlotte—. Es exactamente igual al aire del día.

—¡Es verdad que usted es médico! Dígame: ¿Por qué al levantarme todas las mañanas toso sin cesar y luego, una hora más tarde, quizás, estoy perfectamente bien? ¿Cree usted que es algo grave?

Charlotte le miró fijamente por detrás de la puerta de tela metálica. Aquél era el marido de Violet. «Me golpeó con una lámpara —le había dicho Violet…—. Eddie me recibiría nuevamente, pues le gusta tener alguien que le sirva y a quien poder maltratar». Dirigió una mirada al teléfono, a menos de diez pasos de distancia, con la esperanza de que alguien llamase, permitiéndole de esta manera poder establecer contacto con el exterior. Nadie llamó, empero, y tenía miedo de acercarse y pedir una comunicación. Seguramente aquel gesto habría precipitado las dificultades.

—¿Y bien? —le preguntó Eddie, bruscamente—. ¿Es grave o no? ¿Cree usted que quizá tengo mal los pulmones? —Una comisura de sus labios se movió nerviosamente. Eddie vivía lleno de temor, y la violencia era su modo de reaccionar contra aquel temor constante.

—No —repuso Charlotte—. La tos se debe seguramente a un catarro nasal. Es decir, que mientras usted duerme, la secreción nasal se acumula en el conducto nasofaríngeo y luego cae a la garganta. Por la mañana esto le provoca accesos de tos.

—¿Qué dice usted que tengo?

—Un catarro de nariz.

—¿Qué me dice? ¿Has oído, Voss? Esta señora sabe de qué habla, pues le ha bastado mirarme para poder decir catarro de nariz, sin vacilar un segundo.

—¡Cállate! —le dijo Voss—. También yo tengo sintonías, sólo que no empiezo a charlar sobre ellos cuando tengo cosas más importantes que hacer.

—¿Por ejemplo? —dijo Charlotte.

—Bueno, no diré que sean tan importantes como los negocios. Verá usted. La pobre Violet no tenía muchas amistades, salvo Eddie, mi mujer y yo; y usted, naturalmente. Era una muchacha excelente y no merece que le hagan un entierro pobre, sin flores ni nada. Los entierros son muy caros hoy en día. Esta tarde estuve pidiendo presupuestos y le aseguro que los empresarios de pompas fúnebres deben estar forrándose de dinero. Pero la verdad es que algunos de los ataúdes eran muy bonitos. ¿No es verdad, Eddie?

—Desde luego.

—Hemos pensado en un ataúd forrado en raso blanco, y tal vez una gran herradura formada con violetas azules.

—¡Ah! —dijo Eddie—. ¡Eso quedaría muy bien! —Al decir esto se tocó la nariz cuidadosamente. Se sentía en perfectas condiciones. Durante todo aquel tiempo había estado preocupado por el temor de estar tuberculoso, cuando en realidad sólo tenía un catarro nasal.

—Así pues —prosiguió Voss—, Eddie y yo vinimos aquí. Pensamos que Violet tenía muy pocos amigos, y que convendría hacer una pequeña colecta y comprar unas cuantas flores y cosas por el estilo.

—¿Cuánto? —preguntó Charlotte, lacónicamente.

—Detesto hablar de dinero tan crudamente, mientras Violet está donde está. No obstante —añadió Voss encogiéndose de hombros—, el dinero es lo que mueve el mundo. ¿Quién soy yo para tratar de impedirlo?

—¿Cuánto?

—Digamos trescientos dólares.

Se produjo un largo silencio antes de que Charlotte hablase nuevamente.

—Con eso pueden comprarse muchísimas coronas.

—Es verdad, pero no olvide el ataúd.

—No tengo trescientos dólares.

—Puede conseguirlos. Usted tiene un amigo.

—Tengo bastantes amigos.

—Me refiero a un amigo predilecto.

—Varios.

—Uno muy especial.

—¡Basta! —dijo Charlotte—. ¡Debe estar usted loco al suponer que yo…!

—Trescientos dólares no pueden significar nada para él. Piense en la pobre Violet.

—La vi sólo una vez en mi vida.

—Pero contribuyó a matarla —dijo Voss, con tono sumamente amable—. Ayer llegó a casa y nos dijo: «He ido a ver a la doctora, pero no quiere ayudarme. Quisiera morirme».

—Es mejor que se vayan —dijo Charlotte, tratando de conservar la serenidad—. Esto se parece mucho a un chantaje.

—¡Vamos, un momentito! ¡Ésa es una palabra muy desagradable! ¿No es verdad, Eddie?

—Seguramente. A mí no me gusta nada.

Voss acarició su brazal de luto.

—Hemos venido aquí como amigos de Violet —dijo—, porque queríamos despedirla de este mundo como merecía. ¿No se da cuenta de que tenemos que pagar incluso al pastor? ¿Hasta dónde cree que podemos estirar trescientos dólares?

—Ni lo sé, ni me interesa.

—No sea tan orgullosa, o le interesará. Le interesará bastante. —Voss se volvió hacia Eddie—. Dice que es un chantaje —le dijo—. ¿Qué opinas tú de esto?

—Opino como tú. Eso es lo que opino.

Un pájaro comenzó a parlotear desde su escondite en el limonero, como si estuviese insultando a los intrusos.

—Es mejor que se vayan —dijo Charlotte—, y que piensen en otras posibilidades.

—No es necesario —repuso Voss—. Las actuales son bastante buenas; y no son buenas para usted, señora, no son buenas ni mucho menos.

—Habla usted con mucha vaguedad.

—No tengo por qué hablar con vaguedad. Puedo ser claro como el agua. Veamos. Están usted, u-s-t-e-d, y luego Ballard, B-a-l-l-a-r-d. Finalmente, está mi pobrecita Violet. Es un buen trío, ¿no?

—Sea más explícito —dijo Charlotte—. Usted pretende que yo pague trescientos dólares a causa del señor Ballard, y porque me considera en parte responsable del suicidio de Violet. ¿No es así?

—Es posible. Pero no creo que usted haya captado bien las implicaciones del caso.

—¿Qué implicaciones?

—Piense un rato. —Voss se dirigió a su compañero—. Vamos, Eddie.

—Pero no nos ha dado el dinero —protestó Eddie—. No nos ha dado los trescientos…

—Has oído a la señora. No quiere darnos el dinero.

—Tú dijiste que nos lo daría.

—Nos lo dará. Necesita tiempo para pensar, eso es todo. Puede que su mente no sea muy ágil. Vamos.

—Espere —dijo Charlotte. Acababa de asaltarle la idea vaga y aterradora de que aquel hombre parecido a un gusano amenazaba devorar toda la estructura de su vida. Se sentía ya desnuda, indefensa.

Voss fijó su mirada vaga sobre ella, entrecerrando los ojos para protegerse de la luz del vestíbulo de entrada.

—¿Ha cambiado de idea?

—No —dijo ella de pronto, pues había tomado su decisión—. He oído bastante ya. Váyanse o llamaré a la policía.

Eddie comenzó a retroceder hacia los escalones, pero Voss no se movió.

—No creo que haga eso. Medite sobre lo que le he dicho, y cuando cambie de idea, búsqueme donde usted sabe. Sólo le aconsejo que se decida pronto. Tengo muchos asuntos importantes, ¿sabe? Puede que no lo parezca, pero soy alguien, soy una persona importante…

—Es un bandido barato —le dijo Charlotte—. Váyase inmediatamente.

Dicho esto cerró la puerta de golpe y permaneció apoyada de espaldas contra ella hasta que oyó el chirrido de la verja al abrirse y cerrarse. Entonces cogió el teléfono y marcó el número del departamento de policía. Lo hizo obedeciendo a un impulso, sin haber planeado de antemano qué diría, o cuáles serían las consecuencias.

—Policía. Habla Valerio.

—¡Hola!

—¿Qué le sucede?

—Necesito protección.

Se oyó una voz en el extremo opuesto de la línea, una voz quejumbrosa enronquecida por el whisky.

—Perdió hasta el último centavo y luego vino a quejarse…

—¿Quiere callarse un minuto? —dijo Valerio, dirigiéndose a la voz—. Estoy hablando por teléfono. ¡Hola! ¿Cuáles son su nombre y dirección?

—Charlotte… —Su garganta se oprimió en tal forma que no pudo proseguir: «Charlotte Keating, 1026 Mountain Drive. Soy víctima de un chantaje. Los hombres complicados en él son potencialmente peligrosos, convendría arrestarles. No, no puedo declarar. No, no puedo decirle por qué me chantajean, pero no es nada criminal, nada malo. He estado viendo a un hombre casado…».

Imaginó a los dos sonriendo con aire irónico si les hubiese dicho aquello. Valerio y el hombre de la voz quejumbrosa, riendo solapadamente: «Viendo a un hombre casado. ¡Me gusta eso, lo encuentro excelente!».

—No he oído bien el nombre —dijo Valerio.

Charlotte colgó el receptor con suavidad.

Después encendió las luces frente al garaje y fue en busca de su automóvil.