9

TELEFONEÓ A LEWIS desde un pequeño café situado en el extremo del espigón, donde solían encontrarse de vez en cuando.

—Estoy en el café de Sam, Lewis. Tengo que verte.

—¿No es usted la misma persona que ha telefoneado hace un rato? Le han dado nuevamente el número equivocado.

Charlotte pensó que la rapidez de Lewis para fingir era increíble. Gwen podía sospechar al oír que llamaban equivocadamente dos veces consecutivas. Había sido una buena idea de Lewis fingir que las llamadas provenían de la misma persona. Era una idea demasiado buena, en realidad, que indicaba una cierta práctica en el arte de engañar.

—Date prisa, por favor, es importante para los dos —dijo rápidamente, y colgó el auricular antes de que él pudiese contestar nada.

Esperó fuera del café, en el coche, y mientras esperaba contemplaba las embarcaciones ancladas al amparo del espigón. Era una ciudad de embarcaciones, semejante a una ciudad de pobladores, pobladores de todas clases. Yates alargados y elegantes, con sus luces titilantes, sólidos pesqueros, cuidados yates de regatas veloces como flechas, cruceros y veleros, y por fin barcas pequeñas que apenas aparecían sobre el nivel del agua.

Un automóvil se acercó lentamente y se detuvo a pocos metros de distancia, delante del suyo. Lewis bajó de él, con los hombros encorvados contra el viento. Charlotte apenas lo reconoció. Llevaba un abrigo pesado y un sombrero de ala flexible sobre los ojos, y su bufanda estaba arrollada muy alta sobre el mentón.

Caminaron silenciosos en dirección al faro que marcaba el final del espigón.

—No sabía siquiera que tenías sombrero —dijo ella por fin.

—Ahora lo sabes.

—Es… es un disfraz completo, ¿no?

—No he podido encontrar mi bigote postizo. Tendré que conformarme con el sombrero.

—¡Lewis!

No había nadie en el espigón, alumbrado únicamente por la luna en cuarto menguante y la señal verde que parpadeaba rítmicamente en la torre del faro.

Charlotte se aferró al brazo de Lewis y ocultó el rostro en la manga de su abrigo.

—Lewis.

—¿Qué sucede, querida? Vamos, siéntate.

Al decir esto la ayudó a sentarse en uno de los bancos de piedra que bordeaban el espigón. Estaba mojado por la espuma de la marea que comenzaba a retirarse, pero ninguno de los dos lo advirtió.

—Bueno, te escucho —le dijo mientras con una mano le alisaba los cabellos—. ¿Qué te pasa, Charley?

—Estoy en dificultades.

—Lo siento.

—Tú… también.

—No es una novedad para mí —dijo él irónicamente—. Desde que te conocí, hace un año, siempre he estado en dificultades.

—Esto es peor.

—Cuéntame.

—No sé por dónde empezar.

—Empieza por el principio y prosigue hasta que llegues al final.

La sonrisa de Charlotte fue melancólica, casi imperceptible.

—Eso es de Alicia en el país de las maravillas, ¿no?

—Sí.

—Quisiera ser Alicia.

—¿Por qué?

—Podría despertarme y comprobar que todo ha sido una pesadilla, que en realidad nunca conocí… —de pronto calló y se quedó escuchando el violento golpear de las olas contra las rocas que había a sus pies—. Quieren chantajearme.

—¿Por qué?

—Alguien está enterado de lo nuestro.

—¡Bueno, bueno! —dijo él en voz baja—. ¡Muy bien! ¿Quién es?

—Dos hombres.

—¿Desconocidos?

—En realidad, no. Conocía ya a uno de ellos. Le conocí anoche.

—¿Durante esa «visita» que hiciste después de que yo me fuese?

—Sí. En cierto modo.

—No fue pues una visita común…, ¿no? Veamos, no trates de evadirte. Responde… ¿Sí, o no, Charley?

—Fui a ver si podía encontrar a la muchacha que estaba embarazada, la que te mencioné anoche.

Seguidamente le contó todo lo referente a Voss, al viejo Tiddles, a Violet, a Eddie, y a la visita de Easter a su consultorio y a la desagradable escena en la puerta de su casa, cuando Voss le había exigido dinero para el entierro de Violet. Cuando terminó, Lewis le dijo:

—¿Se ha suicidado esa muchacha?

—Así lo cree la policía.

—¿Acaso no lo sabe?

—Es demasiado pronto para tener el informe de la autopsia. La han encontrado esta mañana.

—¡Ah!

Lewis sacó su encendedor del bolsillo y comenzó a jugar con él con aire distraído, encendiéndolo y apagándolo, siguiendo inconscientemente el ritmo de la luz parpadeante del faro.

—A decir verdad, has estado alternando con un grupo de gente bastante rara —comentó.

—Tienes razón.

—Te he hablado muchas veces sobre la forma despreocupada en que trabas relación con extraños. Bueno —dijo con un suspiro—, seguramente es demasiado tarde para que te obligue a oír uno de mis sermones de vieja tía. ¿Qué piensas hacer?

—No sé.

—Es ilegal pagar dinero por el silencio.

—Ya lo sé. Yo… en cierto modo quisiera entregarle el dinero y acabar con el asunto. Trescientos dólares no es una suma muy grande como precio por mi tranquilidad de espíritu. Si pudiese estar segura de que todo terminará allí…

—Hablas como una insensata, Charley —dijo Lewis, mirándola muy de cerca, medio desconcertado y medio enojado—. Tienes miedo de ese hombre, ¿no?

—Un poco, tal vez.

—¿Por qué?

—No estoy segura del motivo.

A pesar de que la franqueza era un hábito invariable en ella, se daba cuenta de que no podía hablar abiertamente, de que no podía dar expresión a sus dudas. El mar agitado, que siempre la había encantado, se había convertido ahora en algo que la amenazaba, y el espigón de cemento le parecía inseguro, como si flotase.

La mano de Lewis sobre su hombro era, en cambio, firme y tranquilizadora, pero no tenía una fuerza sobre la cual ella pudiese apoyarse, sino más bien una fuerza que podrían utilizar contra ella.

—Escucha —le dijo Lewis, con voz áspera—. Si estás dispuesta a pagar trescientos dólares a cuantas personas descubran algo acerca de nosotros, terminarás por arruinarte. Por lo menos una docena de personas se han enterado ya. Por otra parte, no es un crimen…

—Sin embargo, esta noche te has puesto sombrero y bufanda.

—Hay viento y hace frío.

—No tanto frío como para eso.

Charlotte volvió el rostro hacia un lado. Debajo de la muralla del espigón, las rocas tenían una superficie resbaladiza y dejaban ver una capa de algas que las cubrían al aparecer sobre la marea en retirada. No veía las algas en la oscuridad, pero olía su presencia. El olor le hizo recordar el de la cartera de Violet y el de la muerte.

—No me has contado nada —le dijo Lewis—. ¿Qué más sabe Voss de ti?

—Nada concreto.

—Pero ¿dio a entender algo?

—Sí.

—Dímelo.

—Dijo que… —Mientras hablaba estudiaba la expresión de Lewis. Su rostro aparecía pálido y borroso—. Dijo que me convenía pensar en las implicaciones de la situación; y que Violet, tú y yo formábamos un… triángulo.

—¿Un triángulo? —Lewis abrió la boca en un gesto de sincero asombro—. ¿Qué diablos quiso decir con eso?

—No lo sé. Pensé que quizá suponía que… conocías a Violet.

—Nunca había oído hablar de esa muchacha hasta que tú la mencionaste anoche.

Charlotte estaba convencida de que decía la verdad. De pronto sintió un profundo alivio, como si le hubiesen eliminado una presión física de un sector de la cabeza.

—Quería estar segura, Lewis —le dijo—. No te enfades.

—¿Cómo puedo dejar de enfadarme? —dijo él, a su vez—. Este Voss debe estar loco. Es necesario impedir que haga nada —añadió. En seguida, se puso de pie y levantó sus solapas para protegerse el cuello—. ¿Dónde vive?

—Olive Street, 916. ¿Qué piensas hacer?

—Verle. Hablar con él. No permitiré que te moleste de ese modo. Le daré un buen susto, si no queda otra alternativa.

—Pero no habrá dificultades, ¿verdad?

Lewis la miró muy serio.

—Desde luego, habrá dificultades. ¿Qué otra cosa puedes esperar? El hombre está tratando de chantajearte y nosotros tenemos que impedirlo.

Charlotte contuvo la respiración.

—Prefiero pagarle lo que pide antes que verte envuelto en una pelea —dijo.

—¿Ahora te sientes débil, Charley? —Su sonrisa era más desagradable que una mueca de enfado—. Ahí reside tu dificultad. Te complicas la vida con gente como Voss y O’Gorman, y luego no sabes cómo manejarlos. No tienes ninguna defensa porque ellos no luchan con tus armas.

A pesar del fresco viento procedente del mar, Lewis estaba sudando. Tenía el rostro cubierto de sudor y, cuando Charlotte tomó su mano para ponerse de pie, vio que la palma estaba húmeda. Sabía que estaba nervioso, alarmado tal vez. Su experiencia legal no tenía ninguna relación con el crimen ni los criminales, sino que se limitaba a sucesiones, testamentos y propiedades, y a algún divorcio muy discreto y muy costoso. Charlotte comprendió que había requerido un gran esfuerzo de su parte decidirse a hablar con Voss personalmente.

—Iré contigo —le dijo.

—¿Para qué?

—Porque quiero. Porque…

—¿No te has mezclado en bastantes complicaciones ya? Mira. Tú no tienes condiciones para tratar con un par de bandidos como ésos. Eres sensible, y además eres mujer. Atribuyes a esta gente sentimientos, pensamientos y un código moral que no tienen. Has caído entre ladrones, Charley, y a pesar de que crees lo contrario, eres una muchacha inexperta e inofensiva.

—De todos modos iré contigo —insistió ella.

—Eres obstinada, ¿eh?

—Un poco. No tengo otro remedio.

—¿Por qué quieres venir conmigo? ¿Acaso no confías en mí?

Charlotte vaciló un instante antes de responder:

—No confío en tu carácter ni en tu estado de ánimo en este momento.

—Comprendo. Crees que la situación exigirá la influencia suavizante de una mujer.

—Puede ser. ¿Por qué habría de molestarte eso?

—No estoy molesto.

—Estás… ¿Has discutido con Gwen?

—Gwen nunca discute —dijo él lentamente—. Se queda sentada con aire de víctima.

—La he visto esta tarde.

—Me lo ha dicho.

—No puedo seguir atendiéndola —dijo Charlotte—. Por favor, Lewis, líbrame de esta situación.

—¿Cómo?

—Dile que has oído rumores de que me he dado a la bebida, o algo por el estilo. Cualquier cosa.

—Eso es absurdo —dijo Lewis—. Me niego terminantemente.

Regresaron hacia el café sumidos en un silencio lleno de tensión. Charlotte caminaba unos pasos delante de él, pisando con firmeza y con expresión obstinada.

Lewis la ayudó a subir al automóvil.

—Supongo —dijo— que es inútil razonar contigo. ¿Me seguirás?

—Sí. ¿No comprendes que quizá pueda ayudarte, quizá pueda…?

—Quizá, quizá, quizá. Muy bien, no discutamos más.

Lewis cerró la puerta del automóvil.

—Te encontraré allí dentro de veinte minutos —le dijo.

—Pero no tardaremos tanto. ¡Es sólo en Olive Street!

—Tengo que pasar por mi oficina. Antes tengo que hacer algo.

—¿A estas horas de la noche?

—Sí. Se trata de algo que me encomendó Vern, y que había olvidado hacer. —Vern era su socio en el equipo jurídico—. Quería que pusiera alimento en el acuario.

—¡Ah! —Charlotte estaba segura de que mentía. Vern nunca hubiera permitido que nadie excepto él alimentase a sus preciosos peces.

—Nos encontraremos dentro de veinte minutos, pues.

—Muy bien.

—Y aparca en Junípero Street. No hay por qué informar a todo el mundo de nuestra visita.

Lewis permaneció un minuto observándola por la ventanilla, con la cabeza inclinada. Charlotte creyó que la besaría. Lo deseaba. Pero en lugar de ello, pronto se levantó bruscamente y se alejó hacia su automóvil.