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OLIVE STREET SERPEABA a través de la ciudad en dirección norte-sur. En un extremo había un hotel de aspecto imponente que alquilaba panoramas del océano por veinte dólares diarios, y en el otro había un molino harinero. En el centro, otrora suburbio elegante, las grandiosas casas victorianas de tres pisos habían degenerado gradualmente hasta convertirse en casas de vecindad. Los arrabales se habían abierto paso como una plaga de langosta que destruye cuanto encuentra a su paso. Nada volvería a crecer en aquella maraña de cemento armado, excepto seres humanos. Seres humanos en número, creciente, blancos y negros, mexicanos, chinos, italianos. Sobrevivían y se multiplicaban. Trabajaban en el puerto y en los muelles de descarga. Trabajaban como jardineros, conductores de autobús, lavanderas, corredores de apuestas. Lavaban para los otros y alquilaban habitaciones. Vendían té verde, religión, cohetes, muebles usados, recuerdos, rosales y alhajas de plata mexicana.
Olive Street nunca estaba desierta o silenciosa. No tenía horas fijas de actividad y reposo, como los barrios más prósperos de la ciudad. Permanecía despierta día y noche. Después de oscurecer comenzaban las peleas y las partidas de dados, y se oían las sirenas de los coches patrulla y los insultos.
Charlotte conocía bien aquel sector. Tenía dos enfermos a una manzana del 916. Aunque no le causaba aprensión visitar Olive Street a aquella hora, se tomó la precaución de cerrar bien el Buick y retirar la tapa del radiador, arreglada por el encargado del taller de tal manera que podía atornillarla y quitarla sin ayuda. Había perdido dos antes de llegar a convencerse de que no era posible hacer que la gente se volviese honrada por el solo hecho de confiar en ella. Era mucho más eficaz alejar todo motivo de tentación.
La casa que ostentaba el número 916 era una reliquia. Construida para durar, había resistido denodadamente sesenta años, un terremoto importante y una serie interminable de propietarios e inquilinos.
El inquilino actual, según rezaba el cartel pintado con torpes caracteres sobre la ventana derecha, era Clarence. G. Voss. El cartel decía:
Clarence G. Voss. Frenología y quiromancia
Flores frescas. Lecciones de piano
En el interior, alguien tocaba un instrumento, no un piano, sino una armónica, con una ignorancia casi impertinente. Un italiano de edad estaba sentado meciéndose en la galería al frente de la casa, con las manos fuertemente apretadas contra sus orejas. Charlotte le hizo un gesto de saludo y dijo:
—Buenas noches.
—¿Qué dice? —murmuró el hombre, frunciendo el ceño y apartando las manos.
—Digo buenas noches.
—Hace frío y hay mucho ruido.
—Tal vez pueda usted decirme si está en casa la señora Violet O’Gorman.
—Yo no me ocupo del prójimo.
El italiano colocó nuevamente las manos sobre sus orejas y se retiró a su mundo silencioso. A pesar de ello, tenía los ojos fijos en Charlotte, como si existiera una remota posibilidad de que ella hiciera algo interesante. Charlotte apretó el timbre.
—No funciona —comentó el italiano.
—Gracias.
—Nadie arregla nada en esta casa.
—Creo que el botón está atascado.
—Está equivocada.
Estaba atascado. Al cabo de tres segundos lo arregló con una horquilla, mientras el italiano la observaba con aire de aprobación otorgada a regañadientes.
En el interior de la casa la armónica dejó de oírse bruscamente cuando sonó el timbre.
Abrió la puerta un hombre menudo, de edad madura, con una gorra de béisbol de color rojo inclinada sobre las cejas. Sus extraordinarias orejas sobresalían de la gorra; eran pálidas como la cera y enormes. La nariz y el mentón eran puntiagudos como los de un duende, y sus ojos parecían dos habichuelas negras. Charlotte pudo distinguir la forma de una armónica en el bolsillo de su camisa estampada con motivos hawaianos. En presencia del hombre no sonrió, ni hizo la menor tentativa de mostrarse cordial. Era el tipo de hombre susceptible y audaz que inmediatamente interpretaría la sonrisa de una mujer desconocida como una invitación a la intimidad.
—Busco a Violet O’Gorman. ¿Está en casa?
—No sé.
La voz del hombre era inesperada en vista de su talla; una voz profunda y sonora.
—¿Quién la busca? —añadió.
—Yo.
—Bueno, bueno, ya lo sé, pero ¿qué nombre le daré?
—Señorita Keating.
—Keating. Entre mientras yo voy a ver si Violet está en casa.
Charlotte entró tratando de disimular su aprensión. El hombre cerró la puerta empujándola con un pie. El vestíbulo tenía un olor agrio. A la luz del anticuado artefacto eléctrico con pantalla de cuentas de cristal, Charlotte observó que la alfombra estaba muy sucia y rota por el uso. El polvo se acumulaba como moho en los rincones y la pintura sobre la madera parecía una piel de lagarto.
Una vez más, el hombre se detuvo, las manos en los bolsillos, los ojos entrecerrados.
—¿Para qué quería ver a Violet? —preguntó.
—Es un asunto personal.
—Me llamo Voss. Soy su tío político.
—Lo suponía.
—Violet y yo no tenemos secretos. Es una muchacha excelente, créalo. Quienquiera que tocase uno de sus cabellos se expondría a que lo estrangulase con mis dos manos.
—Tengo un poco de prisa —dijo Charlotte.
El hombre vaciló, dio la vuelta de pronto y subió ágilmente la escalera, veloz y silencioso como un gato.
Charlotte encendió un cigarrillo y se preguntó si habría hecho bien en dar su nombre a Voss.
No le tenía miedo, pero la casa le producía una sensación molesta. Tenía un aire de resignación decadente, como si hubieran sucedido tantas cosas allí, que una más debiera pasar totalmente inadvertida.
Oyó que Voss susurraba arriba. Se preguntó qué motivos tenía para susurrar. O Violet estaba en casa, o bien había salido y no era necesario tanto sigilo.
Pero los murmullos continuaban, y el cielo raso crujió levemente bajo el peso de unos pasos cautelosos. Levantó los ojos y alcanzó a ver fugazmente una cara que la examinaba entre los barrotes del pasamanos de la escalera. La cara desapareció entre las sombras con tanta rapidez que no pudo ver si era de mujer o de hombre. Tuvo solamente una impresión de juventud y en su mente quedó grabada una imagen con una nariz fracturada y aplastada, como si alguna vez la hubiesen golpeado.
—¡Voss! —llamó enérgicamente.
Voss apareció en el descansillo de la escalera.
—Violet ha salido —dijo—. Debe de haber ido al cine o algo por el estilo.
—Quiero que le diga que he estado aquí y que la llamaré por teléfono mañana a primera hora.
Voss bajó lentamente la escalera, mientras con el dedo índice trazaba un dibujo imaginario sobre el pasamanos.
—Naturalmente, si yo supiera qué desea usted, probablemente podría serle útil. He tenido muchas experiencias de todas clases a lo largo de mi vida.
—Gracias, pero no necesito ayuda. —Charlotte abrió la puerta y se despidió—. Buenas noches.
Aspiró el aire fresco y estimulante con una sensación de alivio tan poderosa e irracional que sus rodillas temblaron ligeramente. Estaba disgustada consigo misma por haber permitido que su imaginación la dominase en relación con la casa. Una casa podía ser vieja y sucia sin convertirse inevitablemente en el escenario de una tragedia. Y Voss, aunque era un personaje bastante dudoso, llevaba tal vez una vida más o menos respetable.
Cruzó la calle débilmente alumbrada en dirección al automóvil. El viejo italiano con quien había hablado en la galería de Voss estaba sentado en el bordillo de la acera comiendo patatas fritas de una bolsa de papel.
El hombre la miró en silencio mientras ella extraía la tapa del radiador de su bolso y la colocaba en su lugar. Seguidamente comentó:
—Voss es un canalla.
—¿Sí?
—Por su automóvil, veo que usted es médico.
—Sí.
—Voss no necesita un médico, sino un empleado de pompas fúnebres —dijo el italiano lúgubremente—. Le vendría muy bien uno.
Charlotte abrió la puerta delantera.
De pronto, el viejo se levantó y al hacerlo volcó la bolsa de patatas fritas en la calzada.
—Espere un minuto —dijo—. Yo podría acompañarla un rato.
—¿Por qué?
—No tengo otro lugar adónde ir.
—No es una razón muy buena.
Un perro blanco y negro muy ordinario apareció en aquel momento y comenzó a comerse las patatas fritas con gran lentitud. El italiano se inclinó y acarició su lomo polvoriento.
—Tengo buenos motivos —dijo—. Usted quiere saber algo acerca de Violet, ¿no?
—Sí.
—Muy bien, pues… No podemos hablar aquí. Voss nos observa. Me odia, nos tenemos un inmenso odio.
Charlotte abrió la otra puerta y el viejo subió y se sentó a su lado, mientras acariciaba el asiento tapizado con un suspiro de satisfacción.
—Esto es vivir —dijo—. Sí, señor; aquí debería sentarme yo siempre, como un gran personaje. Y lo sería, si hace años no hubiera sufrido esta úlcera. Úlcera gástrica, dijo el doctor. A veces sufro… ¡Cómo sufro! Pero en este momento me siento muy bien. Me llamo Tidolliani. Me apodan Tiddles.
—Yo me llamo Keating.
—Ya lo sé. Lo he oído cuando se lo decía a Voss. Estaba escuchando junto a la ventana.
—¿Por qué?
El hombre se mostró sorprendido.
—¿Por qué? Pues, porque me gusta estar enterado de lo que hacen mis enemigos, a fin de anticiparme a sus movimientos.
Charlotte se alejó de la acera. Sospechaba que el viejo Tiddles no estaba enteramente cuerdo, pero aparentemente era inofensivo, y además había expresado verbalmente sus propios sentimientos respecto a Voss. En aquel momento se le ocurrió que Lewis se enfadaría mucho si se enteraba de aquella salida. Siempre insistía en hacerle prometer que no recogería desconocidos en su automóvil, y hasta le había comprado un revólver para que lo llevara siempre en la guantera. Pero aunque la había halagado el interés de Lewis, se había negado a aceptar el revólver.
—Ahora puede detenerse donde quiera —dijo Tiddles.
Detuvo la marcha en la calle lateral más próxima y aparcó. Luego preguntó bruscamente:
—¿Dónde está Violet?
—Yo no lo sé, pero Voss lo sabe. Sabía que no estaba en su habitación. Él mismo se la ha llevado en un automóvil hace dos horas, él y el otro, que es uno de los nuevos inquilinos.
—¿Se la ha llevado?
—Bueno, aparentemente, ella no quería ir con ellos. El otro hombre conducía el automóvil, un cupé azul viejo con matrícula de otro estado.
—¿Llevaba maleta?
—No. Salieron los tres juntos y al cabo de un rato regresaron Voss y el inquilino. Voss traía dos botellas de moscatel, y ni siquiera me ha ofrecido un vaso. ¡Como si me importara! —añadió amargamente—. ¡Como si me importara!
—¿Y Violet no ha regresado sola más tarde?
—No. Quizá no vuelva nunca.
—¿Por qué dice eso? Desde luego que volverá —dijo Charlotte, con firmeza—. Y cuando vuelva, quiero que usted le diga que la llamaré por teléfono mañana por la mañana, en caso de que Voss se olvide de avisarla.
—No lo olvidará, pero tampoco se lo dirá —dijo el italiano y la miró con el rabillo del ojo—. Tal vez usted crea que exagero al hablar de Voss porque le odio. Se equivoca. No exagero nada. Es un bandido de ínfima calidad que debería estar en la cárcel. ¡Cuando pienso en la gente que va a la cárcel hoy en día, mientras Voss circula libremente por las calles! Tengo un amigo que cometió un homicidio. Tenía unos antecedentes tan limpios que casi se podían comer, y ni siquiera había puesto una moneda falsa en un teléfono público. A pesar de ello, le impusieron cadena perpetua. Debieron dejarle en libertad. Había aprendido su lección y nunca habría matado nuevamente. Además, la víctima era la única persona a quien había deseado matar en toda su vida, su mujer. Era una buena mujer, pero le ponía nervioso. En cambio, piense usted en un hombre como Voss. Es capaz de hacer cualquier cosa por unas monedas, cualquier cosa por mezquina, baja y cruel que sea. Sí. ¡Sí, y aún se cree que sabe tocar el piano y la armónica!
El viejo parecía embriagado por su charla y su odio. Charlotte le dijo:
—Le llevaré a casa ahora.
—Muy bien —dijo él, suspirando—. Muy bien.
—Ha sido muy amable al darme estos datos.
—No se preocupe. Le aseguro que ha sido un gran placer.
Bajó en la esquina más próxima a la casa de Voss. Aunque parecía cansado, evidentemente había disfrutado de su pequeña conspiración con Charlotte y contra Voss.
—Voss —dijo— lo pensará dos veces antes de volver con botellas de moscatel y no ofrecerme ni un trago.
—Gracias por su ayuda y buenas noches, señor…
—Es un nombre muy difícil —dijo el viejo con un expresivo gesto—. Llámeme Tiddles como los demás.
—Buenas noches, Tiddles.
—Esperaré a Violet.
El viejo se alejó por la calle con la cabeza inclinada contra el viento.
Durante el trayecto hacia su casa pensó todo el tiempo en el viejo italiano. Estaba casi senil. Lo único que le mantenía vivo era su odio hacia Voss.
Guardó el automóvil en el garaje, contenta de estar de regreso.
El espectáculo de su casa acogedora y llena de ventanales la reanimó, y seguidamente pensó que era una tontería preocuparse tanto por Violet. La telefonearía la mañana siguiente y la ayudaría de alguna manera. Seguramente el viejo había exagerado sus juicios sobre Voss.
Estaba levantando la mano para bajar la puerta del garaje cuando le asestaron el golpe. No tuvo tiempo de esquivarlo, ni siquiera de darse cuenta de que la habían golpeado en un lado de la cabeza.
Cayó pesadamente, como un árbol derribado.