21
DURANTE LA última hora había comenzado a soplar el viento llamado Santa Ana, procedente del desierto situado al otro lado de las montañas. Era un viento cálido, seco y asfixiante que azotaba los árboles, llenaba de polvo las calles de la ciudad y empujaba a la gente hacia sus casas o bien hacia el abrigo de las puertas, junto a las cuales se amontonaba tosiendo y protegiendo sus ojos con las manos.
El viento arreciaba en la ciudad, vaciando las calles, desnudando los árboles. Era un viento loco y voluble que soplaba en todas direcciones simultáneamente. Charlotte tuvo la sensación de ser parte de él, de compartir su frenética confusión. No sabía dónde estaba Lewis, ni dónde podría encontrarle. Ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto.
La luna sonreía socarronamente entre el follaje de los robles gigantescos, con una expresión velada, provocativa, como expresando a medias un secreto: «¿Estás vivo? Quizá. Puede ser. ¿Dónde? En alguna parte. Allí. Allá».
No tenía esperanzas ni planes, pero debía comenzar por algún punto. Se dirigió en su automóvil al edificio donde Lewis tenía instalada su oficina. En el segundo piso, detrás de los postigos parcialmente cerrados, se veía una luz. A menudo Lewis trabajaba de noche, y a menudo ella le había esperado sentada en el automóvil, o bien en el vestíbulo de entrada de la planta baja, fingiendo leer el indicador colocado junto al ascensor con la lista de los ocupantes del edificio: H. M. Morton, electrólisis. Asociación de Alquileres de Salinda. C. Charles Tomlison, representante. Ballard y Johnson, abogados…
El ascensor no funcionaba por la noche. Un negro de cierta edad, con cabellos espesos y rizados, como una peluca de lana blanca, fregaba el suelo de mosaicos, enjugando repetidamente el mismo sector, como si sus pensamientos estuviesen muy lejos de allí, absortos en cosas más agradables que fregar el suelo.
—Buenas noches, Tom.
—Buenas noches, señorita.
Sabía que el negro no la recordaba. La gente entraba y salía del edificio hasta que sus nombres, sus ropas y sus rostros se confundían entre sí. Era tanta la gente, que llegaba a perder su identidad individual en la memoria de Tom, quien luego borraba las huellas de sus pisadas con su bayeta.
—¡Bonita noche!, ¿no? —dijo el negro. Aunque lloviese, o la ciudad estuviese envuelta en niebla o castigada por el viento, las noches eran siempre agradables y sin tormenta para Tom. No salía nunca, dormía en el sótano y comía sentado en una silla rígida del cuarto donde se guardaban las cosas de la limpieza, mientras leía la Biblia, o por lo menos la mantenía abierta sobre las rodillas. En una oportunidad, Lewis le había dicho a Charlotte que no sabía leer, pero era sumamente religioso y le agradaba reconocer las palabras que le eran familiares, como Dios y cielo. Había dicho esto en presencia de Tom, y éste había observado con gran dignidad que «Dios» y «cielo» eran palabras hermosas.
—Tom…
—¿Señorita?
—¿Está…? ¿No ha visto al señor Ballard esta noche?
—No, señorita; no recuerdo haberle visto,
—Pero hay luz en su oficina.
—Es posible. No recuerdo haberla apagado.
—Iré a cerciorarme.
—El ascensor no funciona, señorita. Tendrá que usar la escalera.
—No importa, Tom.
—Los escalones están mojados. Tenga cuidado.
—Muy bien.
El pasillo del segundo piso estaba casi a oscuras y olía a jabón y a suelo recién fregado. La puerta de la oficina de Lewis estaba entornada, y Charlotte pudo ver parte de la sala de espera, el lujoso sofá de raso de color oro y el acuario tropical empotrado en una de las paredes. Las luces del acuario estaban encendidas y los diminutos peces se movían silenciosamente detrás de las paredes de cristal: pececillos rayados, pececillos negros y aterciopelados, y pececillos relucientes y pequeños como clavos.
Tan pronto como Charlotte vio aquellas luces encendidas, comprendió que no era Lewis quien estaba en la oficina. No le interesaban los peces. Los peces pertenecían a Vern Johnson, quien los alimentaba y se desvelaba por ellos con la misma solicitud que la señorita Schiller dedicaba a su gato.
Golpeó la puerta y dijo:
—¡Vern!
—¿Quién es?
—Charlotte.
—¿Charlotte? Entra, entra, Charley.
Charlotte entró y cerró la puerta tras de sí. Vern Johnson era un hombre grande, con rostro de luna llena y gruesas gafas de carey que le daban una expresión distraída. Hacía años que Charlotte le conocía, pues había ido a la escuela con su hermana y siempre había rechazado sus propuestas matrimoniales, en cierto sentido demasiado fraternales. Fue en una reunión ofrecida por él cuando tuvo oportunidad de conversar personalmente con Lewis, una semana después de que Gwen se lo presentara. «¿Sabe una cosa, señorita Keating? Fui yo quien pedí a Vern que la invitara». No le gustó la forma en que él enfocaba las cosas, y le había dicho fríamente: «¿Sí?». «Sí, quería hablar con usted. Hace dos días que estoy planeando lo que le diré, pero ahora lo he olvidado todo. En general, mi intención era impresionarla con mi vigorosa mentalidad». «¿Por qué había de tener esa intención?». «Le aseguro que no lo sé, excepto que tiene usted tal aspecto de competencia y superioridad que me habría gustado demostrarle que yo también soy competente y superior». Hablaba con una franqueza algo melancólica. «¿Y lo es usted, señor Ballard?». «Siempre lo supuse». Entonces, con brusquedad deliberada, Charlotte había cambiado de tema: «¿No está la señora Ballard con usted esta noche?». «No». «Espero que no esté enferma». «No, no está enferma». Ballard se había vuelto y se había alejado; y algo más tarde, Vern se acercó y le dijo que se había retirado. «Dime qué le dijiste, por lo menos». «¡Nada, absolutamente nada!». «Es un muchacho excelente, Charley. Lo cual es un milagro, considerando la mujer que tiene».
—Siéntate, Charley —le dijo Vern.
—Gracias.
—¿Buscas a Lewis?
—Pues… sí.
—Ahora somos tres. Gwen ha estado llamando por teléfono todo el día.
Charlotte no se sentó.
—No quiero interrumpirte si estás ocupado, Vern —dijo.
—No estoy ocupado —contestó él. Al mismo tiempo levantó un pequeño recipiente de vidrio del escritorio y lo sostuvo contra la luz. Contenía un solo pececillo negro, cuya longitud no excedía los tres centímetros—. ¿Ves a esta señora? Aunque no da muchas muestras de ello, está a punto de dar a luz. La dificultad reside en que su instinto de alimentarse es mucho más poderoso que el maternal, de modo que no tengo otra alternativa que esperar y procurar que no devore a su cría.
—Vern. ¿Cuándo le viste por última vez?
—Hace tres días.
—¿No ha telefoneado?
—Ayer por la mañana. Estaba borracho.
—¿Borracho?
—Por lo menos, su voz lo indicaba. —Vern depositó nuevamente la pecera sobre el escritorio, pero mientras hablaba no perdía de vista al pececillo—. Dicho sea de paso, ¿qué le sucede?
—No puedo decírtelo.
—No quieres decírmelo.
—Las dos cosas.
—¿Secreto de estado? Mi teoría es que Gwen está armando un escándalo porque ha descubierto tu relación con Lewis. Nuestra querida Gwen no es tan tonta como aparenta. Es loca como la que más, pero no es cien por cien tonta.
—No ha descubierto nada. Esto no tiene nada que ver con Gwen. Es mucho más… serio.
—¿De verdad?
—Vern. Cuando telefoneó, ¿te dijo dónde estaba?
—No. Lo único que sé es que era una llamada local y que no la hizo desde una cabina pública. Se oía mucho ruido, gente charlando y platos que se golpeaban, así como el timbre de una máquina registradora. Debía de estar en un café o en una taberna donde no había teléfono público.
—¿No le preguntaste dónde estaba?
—Desde luego. Pero no me lo dijo. Aparentemente, había discutido con Gwen, porque me pidió que la llamara por teléfono y le dijera que estaba arrepentido, pero que ella no debía intentar localizarle. La telefoneé más tarde, pero ella había hecho ya la denuncia a la policía. Gwen tiene un talento especial para hacer exactamente lo que no conviene.
El pececillo dejó caer en aquel instante su primer vástago. Tenía el aspecto de medio centímetro de estrecha cinta de terciopelo negro, pero estaba vivo y completo. Inmediatamente comenzó a evolucionar dentro de la pecera, tan indiferente hacia su madre como ella hacia él, dedicado en el primer momento de su vida a la misma ocupación en que le sorprendería el fin: la búsqueda de alimento.
El rostro de Vern revelaba gran excitación.
—Bueno, ya tenemos uno más. ¿No crees que es un hermoso ejemplar? La última vez tuvo veinticuatro. Le costó más de cuatro horas.
Charlotte contempló el pececillo que acababa de ilustrar el milagro del nacimiento con tanta facilidad como un experto hastiado de hacer demostraciones semejantes. Pensó en los seres humanos durante el período fetal. Semejantes a los peces, pero impotentes, invertebrados, ciegos y sordos, y alimentados por un cordón, con su lento desarrollo y su cruel nacimiento. Y entre las dos experiencias violentas, el choque del nacimiento y el choque de la muerte, su vida era algo incalculable.
El pececillo vio a su cría, comenzó a rondarla, pero casi inmediatamente perdió todo interés por ella, puesto que la cría había comido ya.
—Charley —le dijo Vern en ese momento.
Charlotte le miró con expresión sumamente fatigada.
—Charley, desde hace un año, y con intervalos más o menos frecuentes, he tenido la intención de pedirte disculpas.
—¿Por qué?
—Pienso que no debí cometer la tontería de hacer de Cupido. ¿Recuerdas la primera noche en que estuviste con Lewis en mi casa?
—Sí.
—Nunca creí que las cosas se presentarían tal como lo hicieron posteriormente.
—Nadie lo pensó.
—Pensé en cambio… pues bien, la verdad es que os quiero tanto a los dos, que quería que os tratarais. Erais una pareja ideal, ¿sabes? Y tenía la esperanza… en fin, supongo que lo que esperaba en realidad era que Gwen se muriese o algo por el estilo. Soy un iluso, ¿no?
—Ha sido un año feliz para mí —dijo Charlotte—. Debo agradecértelo.
—No, no me lo agradezcas —dijo Vern enfáticamente—. Me siento más bien responsable.
—No tienes por qué. Yo estaba en un momento propicio para enamorarme y me enamoré. Nunca había querido a nadie antes.
Entonces Vern sonrió con una sonrisa amistosa pero a la vez triste.
—¿Ni aun a mí? —preguntó.
—No, Vern.
—Mi dificultad reside en que debo esperar encontrar a una mujer a la cual le gusten los peces, o a la cual le guste yo lo suficiente como para que lleguen a gustarle los peces. —Vern vio entonces que Charlotte miraba hacia la puerta y añadió—: No te vayas todavía.
—Tengo que irme.
—Si él no quiere que le encuentren, no debes buscarle, Charley. Puede que tenga sus motivos para ocultarse.
—También yo tengo mis motivos para buscarle.
—En ese caso —dijo Vern, abriéndole la puerta—, te deseo buena suerte, de cualquier manera.
—Gracias, Vern.
Abajo, en el vestíbulo, el viejo negro seguía fregando el suelo, tarareando una canción mientras trabajaba.
—Buenas noches, Tom.
—El suelo está mojado. Camine con cuidado.
—Muy bien.
—Buenas noches, señorita.
Sin responder, Charlotte salió a la calle polvorienta.
El viento se introducía en todas partes, como un fantasma curioso, a través de los ojos de las cerraduras, por las chimeneas, por debajo de las puertas. Todo presentaba, pues, una superficie áspera de polvo al tocarla.
La playa estaba cubierta por las ramas quebradas de las palmeras. En el pequeño café próximo al espigón, las mesas estaban cubiertas por una fina capa de arena que entraba cuando abrían la puerta y que gradualmente se había depositado en todas partes. Sam, el propietario, caminaba de un lado a otro murmurando para sus adentros y tratando inútilmente de limpiar las mesas con un paño.
Charlotte se sentó junto al mostrador y pidió una taza de café negro. El teléfono estaba donde ella lo recordaba, en el extremo del mostrador, junto a la máquina registradora. Su esperanza de que Lewis hubiese utilizado aquel teléfono el día anterior por la mañana para llamar a Vern se concretó aún más.
Con frecuencia habían acudido a aquel sitio para comer algo a horas avanzadas. La comida era pésima y los platos nunca estaban bien limpios, pero era la clase de lugar donde no era probable que ninguno de los dos encontrase gente conocida.
Además, en el compartimiento del fondo, que ocupaban casi siempre, había una pequeña ventana semejante a un ojo de buey cuadrado, por la cual se veían las olas rompiendo sobre la playa. Lewis había llamado aquello «nuestro paisaje», con una inflexión de tristeza en la voz, como si quisiese decir que era el único paisaje que podían admirar juntos, aquel paisaje visible desde la pequeña ventana sombría.
Sam le trajo el café. Sam era un griego de Brooklyn, un hombre gordo y de ojos curiosos, con piernas muy delgadas y pies finos y delicados que parecían soportar a duras penas su peso. Hablaba mucho, siempre en un susurro y por un lado de la boca, como los espías de las películas.
—¿Por qué se ha sentado aquí? El compartimiento del fondo está vacío.
—Esta noche estoy sola.
—¿Acaso no lo estamos todos? —dijo Sam con tono melancólico—. Por lo que a mí se refiere, estoy pensando en casarme de nuevo. Tengo el ojo puesto en un tipo determinado de mujer, una viuda simpática con algo en el banco y un seguro, quizá. Pero es difícil encontrarlas en este negocio, de modo que no creo que tenga suerte. Piense usted en una viuda decente que entre en este local, por ejemplo. Me ve con este delantal sucio, y no ve nada más que el delantal. ¿Comprende usted? Estoy seguro de ello. —Sam apoyó los codos en el mostrador para disminuir el peso de su cuerpo sobre los pies, y añadió—: El hombre con quien viene usted aquí, ¿es su novio?
—Sí. La verdad es que le estoy buscando y quiero encontrarle.
—¿Ha sucedido algo?
—No, pero… en realidad, sí. Discutimos. Quiero encontrarle para disculparme.
—No ha venido hoy. ¿Sabe usted que es muy distinguido? Seguramente son las ropas, ese elegante traje de tweed en lugar de un delantal sucio como…
—¿Y ayer?
—¡Ah, ayer vino! Vino temprano y desayunó. Comió un par de huevos, bebió café y me pidió permiso para utilizar el teléfono. Le dije que hablara con tranquilidad. Aunque le diré, entre nosotros, que no suelo autorizar a los clientes a que usen mi teléfono. ¿Cómo puedo saber que no llamarán a su tía de Jersey City?
El griego interrumpió su charla durante el tiempo necesario para girar dos hamburguesas que estaban en la plancha.
—Bueno, hizo su llamada, y luego compró un pan, una botella de leche y cigarrillos. No tenía buen aspecto. Vestía unos pantalones de obrero y un viejo impermeable marino. Yo le pregunté en tono de broma si pensaba salir a pescar. No respondió. Pagó su cuenta y salió. Sentí cierta curiosidad, de modo que fui a la ventana para ver hacia dónde se dirigía. Iba en dirección a la punta del espigón, donde están amarrados todos esos veleros. En ese momento pasó una chica con pantaloncitos cortos de color rosa, con una caña de pescar en la mano. Usted sabe cómo son estas cosas. Mi mirada se distrajo. Me interesan muchísimo las cañas de pescar. —Al decir esto, Sam se rió de su propio chiste, apoyando su voluminoso abdomen en las palmas de sus manos.
Charlotte no le oyó. Ahora sabía dónde estaba Lewis.