12

A LA MAÑANA siguiente, cuando fue a su consultorio después de visitar las salas del hospital, halló a Easter conversando con la señorita Schiller. Easter tenía el aspecto de un joven vendedor muy activo y competente con su cartera bajo el brazo. La señorita Schiller estaba encantada y ruborizada, tan confusa como una adolescente.

—¡Doctora! El oficial Easter ha estado contándome cosas interesantísimas sobre las huellas dactilares. ¿Sabía usted que mis huellas son distintas de todas las demás del mundo?

—No, no lo sabía. ¿Así que son distintas?

—Enteramente distintas, enteramente únicas. Eso cambia la opinión que una tiene de sí misma. En realidad, yo siempre había pensado que era igual a todo el mundo.

—No tenía por qué preocuparse tanto —observó Charlotte.

Sonó el teléfono en el consultorio, y la señorita Schiller fue a contestar, emitiendo ruidos que pretendían expresar su contrariedad por la interrupción.

—¿Ha almorzado ya? —le preguntó Easter.

—No.

—Esta mañana han hecho las dos autopsias. Se me ocurrió que podríamos considerar los informes mientras comemos algo.

—Es la primera vez que me invitan a almorzar para discutir informes de autopsias.

—Mi especialidad es ser absolutamente distinto y único, como las huellas dactilares de la señorita Schiller.

—En ese caso…

—¿Vendrá? Muy bien.

—¿Adónde iremos? Tengo que dejar el número de teléfono del restaurante a la señorita Schiller.

—Vamos a La Cebolla Verde.

—Muy bien.

La Cebolla Verde, pese a su nombre, era un buen restaurante francés situado en el corazón de la ciudad. Se sentaron en un compartimiento al fondo. Charlotte pidió una tortilla francesa y una ensalada a una camarera que hablaba con un falso acento francés y que la llamaba «madame».

Easter pidió chuletas.

La camarera arqueó un par de cejas increíblemente negras.

—¿Chuletas? —repitió—. ¿Qué clase de chuletas, monsieur?

—De cualquier clase. Da lo mismo.

—Muy bien —dijo la muchacha con imperceptible desdén, y se alejó con un indignado contoneo de caderas. La verdad es que la gente nunca se comportaba en forma tan extraña en su pueblecito natal de Buffington Fall, Iowa.

—¿Ha dormido lo suficiente esta noche? —le preguntó Easter.

—Sí.

—Lamento que la policía la retuviese tanto tiempo…

—Usted no tiene la culpa. —Lo último que recordaba era un agente que había colocado una lona impermeable sobre el lugar donde habían encontrado a Tiddles, cubriéndolo todo, el armario y el somier, las hierbas enmarañadas y las latas herrumbrosas.

Easter colocó su cartera sobre la mesa y extrajo de ella varias hojas de papel escritas a máquina y una docena de fotografías ampliadas.

—¿Por qué se toma el trabajo de hablarme de las autopsias? —le preguntó Charlotte.

Easter levantó la cabeza rápidamente.

—Pensé que le interesaría.

—¿Nada más que eso?

—¿Qué quiere decir?

—Sospechaba… imaginaba que debería tener usted otro motivo.

—No, no tengo otro motivo.

A pesar de su respuesta, a Charlotte no le agradó la forma en que había sonreído. Tenía la sensación de que le estaba tendiendo una trampa, y no podía eludirla porque no sabía por qué ni dónde la estaba tendiendo.

—Hicieron primeramente la autopsia de Violet —dijo Easter—, de modo que le hablaré de ella en primer término. Evidentemente, se trata de un suicidio.

—¿Por qué?

—Le daré los principales elementos de juicio. La primera fotografía es del lugar donde encontraron a Violet.

Charlotte la miró. Era Violet, pero no la Violet que había visto dos días antes, ni tampoco la muchacha bonita y sonriente cuyo retrato había aparecido en el diario de la mañana. Esta Violet apenas era reconocible, porque la mitad inferior de su rostro estaba cubierta de espuma blanca, como de jabón.

Los ojos de Easter la estaban mirando muy fijamente.

—Sé que es usted médico —le dijo—. Pero no sé qué experiencia personal tiene sobre muertes violentas, como la asfixia por inmersión.

—Muy escasa. No ofenderá mis sentimientos mostrándose demasiado explícito, si es eso lo que quiere decir.

—Muy bien. La espuma es típica en las muertes por inmersión en el agua. En parte se debe a la mucosidad de la garganta y de la tráquea y en parte es agua de mar. Si hubiese estado muerta o inconsciente cuando cayó al agua, no habría espuma. La espuma indica una violenta lucha por aspirar aire. En su tentativa de respirar, aspiró una cantidad de agua de mar. La irritación de las membranas provocó la mucosidad, la cual se mezcló con el agua y se agitó hasta convertirse en espuma a raíz de sus esfuerzos por respirar.

El hecho de que la boca esté abierta es asimismo característico de estas muertes.

La camarera regresó con los platos pedidos. Charlotte hundió su tenedor en la tortilla francesa. Era ligera y esponjosa, como espuma muy fina. Charlotte la apartó.

Easter no había mirado siquiera las chuletas de calidad mediocre que le habían puesto en el plato.

—La fotografía que sigue —dijo— es un primer plano de la mano izquierda de Violet. La derecha, como le dije, faltaba. Puede que se la haya arrancado un tiburón o bien se la haya amputado la hélice de un barco. Puesto que evidentemente se trata de una herida posterior a la muerte, no nos molestamos en investigar mucho su origen.

El puño de Violet estaba crispado, y entre el índice y el dedo mayor se le había enredado una larga hebra de alga marina. Llevaba su anillo matrimonial.

—Cuando abrimos el puño —añadió Easter—, encontramos una bolita de alquitrán procedente de los pozos de petróleo bajo el nivel del agua, así como profundos surcos sobre la palma de la mano causados por sus uñas. Cuando una persona se ahoga, se aferra a cualquier cosa. En la fotografía siguiente…

—¡Por favor! No quiero ver más fotografías, por ahora.

—Perdone. —Easter guardó las fotografías en la cartera—. No era mi intención estropearle el almuerzo. Bueno, no hablaremos de Violet hasta más tarde —dijo, y sonrió con aquella sonrisa tan cálida e inesperada que siempre la sorprendía, y la hacía sentirse amistosa en el momento mismo en que estaba al borde del antagonismo—. Es extraño, pero de lo único que hemos hablado hasta ahora es de la muerte. Por mi parte no sé si usted va al cine, ni qué clase de libros le gustan, ni si se lava los dientes antes o después del desayuno, ni hasta qué punto le gusta freír huevos.

—Nuestra relación no es personal.

—Puede ser que no. Pero yo creo que lo es.

Easter vaciló un instante, antes de llevarse un bocado a la boca.

—Pues bien, ¿va usted al cine?

—Cuando tengo tiempo.

—¿Iría alguna vez conmigo?

—No lo sé —dijo ella con sinceridad—. En realidad no lo sé.

—¿Por qué no?

—Tengo la sensación de que no debería hacerlo.

Easter cortó un trozo de pan y lo untó con mantequilla.

Sus manos eran enormes, pero se movían con inesperada precisión.

—Comprendo —dijo—. Considera que debe ser fiel a Ballard.

—Bal… —Charlotte abrió la boca y la cerró rápidamente—. ¿Cómo… cómo lo ha descubierto?

—Mi Gestapo particular trabaja día y noche. Además, debe tener más cuidado y destruir sus cartas.

—¿Cartas?

Easter extrajo un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo arrojó sobre la mesa con un gesto de desprecio o quizá de enfado.

—Esto estaba en la cartera de lagarto marrón, anoche. Lo retiré antes de que nadie tuviese oportunidad de verlo. Se lo ofrezco con mis mejores deseos.

Era la carta, la única carta que le había escrito Lewis durante su excursión de pesca a las Sierras. La había guardado en su cartera para releerla cuando se sintiera demasiado solitaria, sin suponer que estaba escrita en una hoja de papel de la oficina de Lewis.

Easter comenzó a citarla, palabra por palabra, con un tono súbitamente sarcástico: «Charley queridísima, qué mal lo paso sin ti. Todo me parece melancólico y vacío…».

Charlotte rompió la carta en muchos pedazos.

—¿Siempre acostumbra a leer la correspondencia ajena?

—Cuando tengo motivos para ello.

—Es un atrevido y un hipócrita.

—Yo no me considero así —dijo él—. Soy humano y, según creo, padezco de una debilidad muy común entre los hombres. Celos. —Como Charlotte no dijo nada, añadió—: Es un placer de tontos, Charlotte, pasar el rato con el marido de otra mujer.

—Es asunto mío, no suyo.

—Quisiera saber cómo la conquistó Ballard. Quizá podría aprovechar su experiencia.

—¿Experiencia?

—Sí, sobre la forma en que logró enamorarla tan profundamente, quiero decir. Me gustaría conseguir lo mismo.

—Es usted insultante.

—No lo he hecho deliberadamente. La admiro. Usted es una mujer fuerte. Debe hacer falta mucha fortaleza para vivir a su lado. Yo la tengo. Usted nunca se apoyaría en mí, pero yo no necesito que nadie lo haga para sentirme superior. Me siento superior de todos modos.

—Y siempre se sentirá superior —dijo ella, amargamente—. Su presunción se ocupará de ese punto con la mayor eficacia.

Easter se quedó serio.

—No creo que fuese muy inteligente atarse a alguien que no se valore a sí mismo. Un hombre así le exigiría mucho.

—No estoy dispuesta… a discutir el asunto.

—Muy bien. Dejemos que se introduzca poco a poco en su subconsciente. Por ahora me conformaré con eso.

En aquel momento se acercó la camarera con el café.

Easter cambió de tema y una vez más su voz y su expresión se volvieron impersonales, como si tuviese la capacidad de excluir a Charlotte de su mente cuando lo deseaba, como quien abre y cierra un grifo.

—Encontramos asimismo un monedero dentro de su cartera. Naturalmente, no había dinero. Ello explica el festín de moscatel en la cocina. Cuatro vasos, cuatro participantes en la partida. Podemos suponer que fueron Voss, su mujer, O’Gorman y el viejo Tidolliani.

—Voss y Tiddles se odiaban —observó Charlotte, al recordar las palabras de Tiddles. «Nos tenemos un inmenso odio», le había dicho la noche en que se conocieron.

—Mi hipótesis es —prosiguió Easter— que Tidolliani andaba rondando para oír lo que decían, que le descubrieron y que decidieron mostrar una actitud amistosa y convidarle a beber. Probablemente el viejo se emborrachó primero, pero a continuación ellos también bebieron demasiado y la riña comenzó a raíz de la cartera. Creo que podemos suponer que Tidolliani la encontró en el escondite en que la dejaron Voss u O’Gorman, seguramente en el cubo de basura… Esta mañana temprano fui a visitar a la señora Voss.

—Yo también.

—¿Cree usted que finge estar enferma?

—No —repuso Charlotte—. No recuerda nada de lo sucedido anoche. Está hasta cierto punto desorientada. Supone que le extirparán las amígdalas y que Voss irá a visitarla de un momento a otro.

Mientras bebía su café, recordó a la señora Voss tendida en la cama del hospital, con un aspecto sereno y satisfecho, pero con aquella extraña expresión de vaguedad en la mirada. Voss no le había abandonado, no. Todo lo contrario. Era ella quien le había abandonado a él, había ido al hospital como una señora pudiente para hacerse extirpar las amígdalas, y Voss iría a visitarla durante las horas de visita. «Tengo las amígdalas enfermas», le había dicho a la enfermera.

—¿Por qué querían robarme la cartera? —dijo Charlotte—. Yo vivo muy lejos, en Mountain Drive, y seguramente debía haber muchas carteras más fáciles de robar que la mía.

—No querían su cartera —dijo Easter, pero aparentemente no tenía intención de explayarse sobre el punto.

—¿Tuvo algo que ver con Violet, acaso? —insistió Charlotte.

—Sí.

—Pero usted cree que Violet se suicidó y no que la asesinaron.

—Eso es lo que señalan las apariencias —dijo Easter, encogiéndose de hombros—. Además de las pruebas exteriores que le he señalado, hay otras internas; agua en el estómago, los pulmones y el duodeno; agua con trozos de algas, y otros ejemplares diminutos de la fauna submarina. Los pulmones estaban distendidos, y el corazón dilatado en un lado.

—Todo eso —dijo Charlotte, en voz baja— no prueba que se suicidó. Prueba simplemente que murió en el agua.

—Es difícil convencerla a usted.

—Es posible.

—El punto final es exclusivamente prueba circunstancial. Me refiero a la depresión provocaba por su embarazo. No quería tener ese niño. —Al decir eso. Easter advirtió la pregunta muda en los ojos de ella—. Era un varón.

Un varón. Charlotte pensó en el inexplicable mecanismo que había contribuido a la formación del niño muerto, la dedicada precisión de las células, la red de nervios y vasos, la acción recíproca de las glándulas, el desarrollo gradual, tanto por mes y nada más, todo ello maravillosamente equilibrado y moldeado únicamente sobre la base de un pequeño óvulo y de un microscópico espermatozoide.

La pregunta de Easter se produjo en forma tan inesperada como un golpe.

—¿Quién era el hombre que estaba liado con Violet?

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo yo?

—Podría haberle dicho algo.

—Sólo me dijo que estaba casado, que estaba lejos cuando ella le llamó por teléfono, pero que alguien le había dicho que regresaría esa misma noche. Tenía intención de ir a verle.

—Algún día —dijo Easter ásperamente—, yo también espero verle.

—Si es que le localiza —dijo Charlotte. El padre del hijo de Violet, la figura más importante en el cuadro, puesto que sin él no habría sucedido nada. A pesar de ello, era la figura más borrosa, anónima e irreal; y quizás era enteramente inocente respecto a la serie de acontecimientos que había provocado.

Repitió aquellos pensamientos en voz alta, pero Easter señaló:

—La inocencia no es una excusa más aceptable que la ignorancia o la estupidez.

—Comprendo. De modo que ¿no justifica usted nunca a nadie?

—A veces. Pero justificar, explicar, no es suficiente. Usted no corrige una neurosis eliminándola, sino que debe ofrecer al enfermo un sustitutivo aceptable. En otros términos, el enfoque constructivo sería: «Toma un caramelo, hijito, y ahora no toques esa pasta para matar hormigas».

—No sabía que fuese usted filósofo —comentó Charlotte, arqueando las cejas.

—La filosofía es para los poetas —dijo Easter lacónicamente—. Yo me ocupo de la gente, muerta o viva. —Apartó su taza de café. El café se derramó sobre el platillo como una ola al saltar sobre un muelle—. Creo que la verdadera razón por la cual usted se resiste a aceptar que Violet se haya suicidado es que ello dejaría una cicatriz en su conciencia.

—De eso está hecha la conciencia, de tejido cicatrizado —dijo Charlotte. En efecto, estaba hecha de pequeños trozos y fragmentos de remordimiento entretejidos año tras año hasta que formaban un diseño característico, una norma de vida.

—Si alguien asesinó a Violet, fue una persona en quien ella confiaba. No fue Voss, que no tenía motivos, ni O’Gorman, a quien ella temía. O’Gorman tenía motivos para matarla, pero sus armas son los puños. No hay nada complicado y sutil en Eddie. No. La persona que pudo haber asesinado a Violet tenía que ser alguien a quien ella apreciaba o en quien confiaba lo suficiente como para acompañarla al muelle, cerca del punto donde encontraron su cartera. Alguien como usted, por ejemplo.

—No me apreciaba, ni tampoco confiaba en mí. E indudablemente usted bromea al insinuar que yo…

—Es simple curiosidad. Tengo curiosidad acerca de la tarjeta que llevaba en su cartera, la tarjeta con su nombre y dirección escritos a máquina.

—Todo lo que puedo decirle es que yo no se la di.

—Algún día —dijo él, a su vez— descubriré quién se la dio. Quizá sea muy interesante.

Una mosca voló sobre la mesa y se posó sobre sus nudillos. Easter aparentó no notarlo, pues no la espantó. Luego la contempló mientras exploraba la colina de un nudillo y se aventuraba cautelosamente por el valle entre dos dedos.

—¿Alguna vez —dijo— ha paseado usted por el muelle a altas horas de la noche?

—Varias veces.

—El viernes pasado fui allí después de medianoche, en busca de un pescador que había asesinado a puñaladas a un hombre en una taberna. No le encontré. En realidad, no encontré a nadie. No había un alma en todo el muelle y los barcos estaban en tinieblas. A pesar de ello había mucho ruido. El mar y el viento estaban ruidosos, y había unos pilares flojos que chillaban como gaviotas al frotarse contra los tablones con el romper de las olas. Es un lugar propicio para un asesinato. Un empellón, una caída de cinco metros hasta el agua, un grito, tal vez. Pero como dije, hay allí muchos ruidos naturales. Los ruidos pueden ahogar un grito, y la noche puede encubrir al asesino.

Easter había estado sentado muy tenso sobre el borde del asiento mientras describía el muelle. Cuando calló se echó hacia atrás. Su tensión había disminuido visiblemente.

—Bien —añadió por fin—. Eso es lo que podría haber sucedido, y lo que seguramente no sucedió.

La mosca había descubierto la taza de café y avanzaba cautelosamente alrededor del borde, como un explorador sobre el borde de un cráter.

—En cuanto al viejo —dijo Easter—, no hay la menor probabilidad de asesinato.

—¿No?

—Su muerte fue natural. No hay signos de golpes ni heridas. Murió a raíz de una úlcera gástrica perforada que destruyó un vaso sanguíneo y le provocó una hemorragia fatal. La discusión que sostuvo con Voss y O’Gorman seguramente precipitó la hemorragia, pero no hay manera de probarlo. Desde el punto de vista técnico, Voss y O’Gorman son inocentes como corderos.

La expresión de Charlotte era de incredulidad.

—¿Quiere decir usted que no intentarán detenerles siquiera? —preguntó.

—No. Desde luego hay una orden de detención contra ellos, pero la orden no se relaciona con la muerte de Violet ni con la del viejo. En ese sentido no podemos probar nada. No podemos probar la tentativa de extorsión, ni siquiera que encerraron a la señora Voss en la buhardilla. El único cargo que tenemos contra ellos es una sospecha de asalto a mano armada en relación con la cartera que le robaron. Es triste, ¿no?

—Sí.

—La justicia no existe. Vamos, dígalo.

—La justicia no existe —repitió ella—. Sin embargo, debe existir.

—Indudablemente —convino él irónicamente—. Debe imperar la ley. Diga eso, ahora. Debe imperar la ley.

—¡Pues a decir verdad yo lo pienso! —Charlotte dijo esto en voz tan alta y airada que el hombre sentado en el compartimiento contiguo se volvió para mirarla, mitad ansioso, mitad esperanzado, deseoso de presenciar una discusión jugosa, siempre y cuando no fuese demasiado violenta.

—¿Busca a alguien? —le preguntó Easter.

—¿Quién, yo? —murmuró el hombre—. No, no. Nada de eso.

La cabeza desapareció como la de una tortuga.

—Las mujeres bien educadas no levantan la voz públicamente —la reconvino Easter—. Tampoco tienen nada que ver con delincuentes. Desde luego, siempre es posible que usted no sea una buena muchacha y que mis ojos se hayan deslumbrado. Están deslumbrados, ¿sabe? Completamente deslumbrados. ¡Es rarísimo! ¿Le interesa la situación?

—No.

—Si no fuera así, no tendría por qué haberse ruborizado.

—Si me he ruborizado, es porque me molesta su impertinencia.

—Con rubor o sin él —dijo Easter, sonriendo—, es usted muy bonita. ¿De qué hablaba yo? ¡Ah, sí! De mi deslumbramiento. Bueno, creo que lo he dicho todo. Ésa es la situación.

—Es usted… insufrible.

—Sólo a primera vista —dijo Easter con tono paciente—. La segunda y la tercera oleada revelan todas mis cualidades excelentes y menos visibles.

—No me interesa verlas.

—Las verá, sin embargo. Estaré cerca de usted.

Charlotte miró su reloj y trató de conservar su aire frío e indiferente.

—Tengo que volver al consultorio —dijo.

—Lo siento.

—No se moleste en acompañarme. Iré caminando. Gracias por el almuerzo —dijo y se puso de pie.

—Espero que se repita.

—No es muy probable.

—Otras autopsias, otros almuerzos —dijo Easter—. Dicho sea de paso, hay algo que se me olvidaba decir.

—¿Qué?

—Siempre que usted y Ballard necesiten a alguien que les acompañe, llámeme por teléfono.