19

LAS NUEVE DE la noche. El viento procedente de la costa soplaba con cierta intensidad y las palmeras se encogían y se inclinaban para eludirlo, agitando sus brazos frenéticamente.

La casa de Ballard no era visible desde la calle. Aparecía súbitamente, sobre una curva del sendero bordeado de cipreses. Era una hermosa casa de madera de sequoia encerada, situada en medio de un jardín de trazado clásico. A Charlotte le había desagradado siempre aquel jardín. Los macizos de flores estaban planeados con excesiva meticulosidad, de modo que parecían haber perdido toda relación con la naturaleza. Eran los macizos de Gwen, no los de la tierra. El césped estaba también tan inmaculado que era imposible imaginar a gente con carne y hueso caminando sobre él.

Y Charlotte estaba segura de que nadie caminaba sobre él, en realidad. El césped no era para caminar sobre él, sino para que lo admirasen desde el pequeño comedor o bien desde el gran ventanal de la sala. Ni los perros pastores, a los que Gwen quería más que a nadie, podían hollar el césped. Tenían su propio espacio especial detrás de la casa, con senderos limitados por cercos, casas en miniatura y un criadero para las perras con cría.

Se mantenía una luz encendida para ellos durante toda la noche. Charlotte alcanzó a ver varios de los perros que la observaban cautelosamente a través de la tela metálica, las colas medio levantadas, como si todavía no estuviesen seguros de que era una amiga de la casa.

Les habló en voz baja y una de las colas comenzó a moverse lentamente, con dignidad, como un abanico de plumas agitado por una duquesa condescendiente.

Los otros perros, los tres predilectos de Gwen, estaban con ella arriba, en su dormitorio. Se acostaban junto a su cama, como una falange protectora. Gwen les había ordenado que se tendiesen y le habían obedecido, pero sus ojos estaban inquietos, seguían cada movimiento de Charlotte, miraban a Gwen como esperando que los tranquilizase, y de vez en cuando el macho grande de color negro lanzaba un leve gemido semejante al de un niño.

—¡Doctora, doctora! ¡No puedo respirar!

—Hace usted demasiado esfuerzo. Relájese.

—Muy bien. Me relajaré. Pero… ¿no me asfixiaré?

—No. El ataque ha pasado ya. Compruébelo usted misma. Coloque los dedos aquí, sobre su muñeca. ¿Siente el pulso?

—Sí…

—No es mucho más rápido que el mío.

—¿No?

—Desde luego que no.

La respiración de Gwen se calmó tan pronto como su atención dejó de concentrarse en la necesidad de respirar. A menudo Charlotte observaba una reacción idéntica en niños que temían dormirse por la posibilidad de dejar de respirar.

La cabeza de Gwen se reclinó lánguidamente sobre los almohadones adornados de encaje.

Entonces Charlotte vio el cardenal a un lado de su cuello, un hematoma reciente, azulado aún, aproximadamente del tamaño de la uña del pulgar.

Gwen advirtió que estaba contemplándolo y entonces lo acarició suavemente con un dedo.

—Intentó matarme —dijo—. Siempre había dicho que algún día me mataría, y ahora lo ha intentado por fin. Pero se asustó. Quizá los perros le asustaron con sus gruñidos. Me soltó de pronto y se dirigió rápidamente a su cuarto, y no le he visto desde entonces. Fue anteanoche, más o menos a esta hora.

—El hematoma no es grave —le dijo Charlotte.

Seguidamente pensó que no era tan grave como los balazos en la frente de Eddie, ni el agua salobre y asfixiante que había tragado Violet en su lucha por aspirar aire. No, el hematoma no era grave. Recordó lo que le había dicho Lewis la última vez que le viera: «No he estado bebiendo. Por lo menos, he bebido sólo en una dosis terapéutica, para evitar matar a mi mujer». Quería decir algo que las tranquilizase a las dos, a Gwen y a ella misma, pero lo único que se le ocurrió fue:

—La gente suele hacer cosas extrañas en momentos de ira.

—No estaba enfadado. No hice nada para que se enfadase. Llegó a casa aquella noche y yo le dije: «¿Cómo estás, querido? ¿Dónde has estado?». Y él contestó: «En el infierno, he estado en el infierno». ¡Su respuesta me sorprendió mucho! Lewis siempre me cuenta dónde ha estado.

«No, no te cuenta nada, tonta, mujer infeliz y patética. Haces que me odie a mí misma, que odie a Lewis, que odie la vida misma».

Gwen añadió suavemente:

—Usted conoce a mi marido.

—Sí.

—Usted le conoce tal como aparenta ser en su presencia, pero no puede conocerle tal como es. Es un hombre cruel. No tiene sentimientos. Los demás son como piedras para él. Es capaz de recoger a cualquiera para luego arrojarlo a un lado o darle patadas como si fuera una pelota. Nunca piensa que se trata de un ser humano capaz de sentir dolor y desesperación con tanta intensidad como él mismo.

Charlotte hubiese querido protestar que Lewis no era así, que era un hombre bueno, pero que le había exacerbado con la estrechez de sus intereses, que le había amargado con su eterna dulzura. Tampoco debía culpar a Lewis ni culparse a sí misma. Nadie tenía la culpa. El destino había jugado con todos ellos, con Gwen, con Lewis, con ella, con Easter, incluso. Había sido una treta con cuatro víctimas.

La diminuta boca de Gwen estaba crispada de perplejidad.

—Es increíble la crueldad de Lewis. Cuanto más hago por complacerle, más me desprecia. Cuando me mira desde el otro extremo de la mesa, durante la comida, se me hiela el corazón. Trato de mostrarme amena y espiritual, como dicen que debe ser toda esposa. Hasta he llegado a leer un libro de anécdotas interesantes para contar, y cosas semejantes. Pero… —Su delgado brazo se levantó y cayó nuevamente en un gesto de desaliento—. Las cosas que digo no le divierten y las tonterías suenan tanto más tontas cuando me mira de ese modo… como si yo fuese un gusano que él quisiera aplastar con el pie.

—Nunca me había contado usted nada de esto.

—Tengo mi orgullo —dijo Gwen lentamente—. Tengo amor propio.

—Es natural.

—Nadie me despojará de esto, por mucho que lo intente Lewis —al decir Gwen arregló nerviosamente sus almohadas. Eran diminutas, en una escala adaptada a sus propias proporciones, como lo que había en el cuarto. Era un cuarto de niña, pensó Charlotte al ver el osito de felpa apoyado en el tocador, y la sonriente muñeca francesa sentada sobre el alféizar de la ventana. Pasaban los años, pero la niñita tenía miedo de crecer. Allí, en aquella habitación, estaba inmunizada contra el paso del tiempo. Y aunque ya no jugaba con el osito, allí estaba para que ella pudiera levantarlo y buscar en su cuerpo blando y peludo un consuelo, un símbolo de seguridad e inocencia. Lo que ocurría era que la niñita estaba envejeciendo, y que con la edad venía el temor. El temor a la oscuridad, el temor a dejar de respirar, y otros temores sin nombre que hacían palpitar su corazón con frenesí impotente, como el de un pajarillo asustado—. Sé que usted no creerá que intentó matarme —dijo Gwen—. Lo intentó, sin embargo; y yo sé por qué. Tiene otra mujer. No, no se sorprenda, doctora Keating. La veo casi tan sorprendida como me sentí yo cuando lo descubrí. Seguramente no debí sorprenderme tanto, pues esas cosas ocurren en las mejores familias. El marido se cansa de su mujer e inicia una relación con quienquiera que encuentre, una camarera, una vendedora o una mujerzuela barata sin mayor sentido moral que una gata.

El rostro de Charlotte parecía de piedra.

—¿Piensa usted que estoy amargada, doctora Keating? La verdad es que lo estoy. Es terrible, terrible, estar enterada de la existencia de esa mujer, y a pesar de ello no saber quién es, a fin de abordarla y de conversar con ella, para hacer que comprenda

—¿Comprenda qué?

Gwen parpadeó.

—¿Qué? Pues que comprenda que está destruyendo un hogar, un matrimonio.

«No es verdad, no está destruyendo nada, quiero decir, no estoy destruyendo nada», pensó Charlotte. El hogar pertenecía a Gwen y a sus perros; y el matrimonio se había destruido mucho antes de que ella le presentara a Lewis, allí mismo, en aquella casa. Tampoco era Charlotte una mujerzuela, sino una mujer respetable, una mujer que trabajaba duramente y que cuando tenía oportunidad de ello incluso hacía bien al prójimo.

—Yo creo que en este momento está allí —prosiguió Gwen—. Con ella. No se lo he dicho a la policía cuando he ido a hacer la denuncia de su desaparición esta mañana. Me ha dado vergüenza mencionarlo. Les he dicho simplemente que mi marido había desaparecido.

»Luego, esta tarde, ha venido un policía a casa. Ha dicho que quería echar un vistazo, a fin de ver si hallaba algún indicio del paradero de Lewis. Tenía un nombre poco común. Easter. ¿Está usted familiarizada con el trabajo de la policía, doctora?

—No mucho.

—Se lo preguntaba por curiosidad, simplemente. Yo diría que este agente se ha comportado de una forma muy extraña. Ha estado en el estudio de Lewis y le he oído escribir a máquina. ¿No lo encuentra usted extraño? ¿Por qué había de querer utilizar la máquina de escribir de Lewis?

—No tengo ni idea —dijo Charlotte. En el fondo sabía, no obstante, que tenía un motivo. Easter siempre tenía un motivo para sus actos.

—Luego, cuando ha bajado de arriba, me ha hecho una serie de preguntas raras.

—¿Raras?

—Por lo menos yo las he encontrado raras. Me preguntó si Lewis y yo habíamos hecho viajes desde la Navidad pasada. Desde luego, yo nunca viajo. En primer lugar, por mi corazón, y luego porque adoro mi hogar. Soy feliz aquí. Yo no necesito el estímulo constante que aparentemente ansía Lewis todo el tiempo… Se lo he dicho. Luego él me ha dicho que quería saber algo acerca de todos los viajes que hubiese efectuado Lewis, pues cabía la posibilidad de que hubiese vuelto a alguno de los sitios ya conocidos. La gente suele repetirse, según él. —Gwen arrolló un mechón de cabello rubio en uno de sus dedos finos y nerviosos—. No le he dicho que Lewis había intentado estrangularme. Tengo mi orgullo.

Se produjo un largo silencio. Charlotte pensó en Easter husmeando en el despacho de Lewis, los ojos aguzados por el odio… Easter que le esperaba en su casa, que quizás ya había entrado en la cocina y visto desde allí la luz encendida del garaje.

—Si supiera dónde está —prosiguió Gwen— podría dormir, y dejaría de preocuparme como hasta ahora. ¡Pero ha actuado de una manera tan extraña toda esta semana! Durante la última comida que compartimos juntos, hace dos noches, apenas habló. Yo traté de conversar a fin de que la señora Peters no sospechase que sucedía algo. La señora Peters es la cocinera y le encanta traer y llevar chismes. Bueno, yo acababa de leer en el periódico lo de la muchacha que se ahogó, y se lo mencioné a Lewis porque pensé que le interesaría. Me ordenó callarme, en presencia de la señora Peters… ¡Fue terrible! Me refiero a la muchacha.

—Es verdad.

—Yo me pregunto si… habrá sufrido.

—Debió sufrir mucho.

—Pero fue muy rápido, ¿no? Naturalmente. Debió ser rápido. Muy rápido. ¡No imagina usted cuánto detesto el sufrimiento! Nunca podría haber sido médico, como usted. Aunque supongo que los médicos se acostumbran a ver el sufrimiento y la muerte.

—En cierto modo, sí.

—Yo no habría sido capaz. Soy demasiado sensible. —Al decir esto, el labio inferior de Gwen tembló—. Por lo menos esa muchacha está muerta. Está al margen de toda preocupación. Sus penas han terminado. ¡Ay, estoy tan cansada, tan terriblemente cansada!

—Le daré un sedante para dormir.

Los ojos de Gwen se ensancharon de pánico.

—No, no. No quiero tomar nada. Debo estar atenta en caso de que vuelva, en caso de que intente…

—No hay mucho peligro de eso. De todos modos, yo podría llamar por teléfono a la señora Peters y pedirle que pase esta noche con usted.

—No. Tiene su familia y sus propias preocupaciones. Doctora… doctora Keating, ¿qué haría usted si estuviese en mi lugar?

—No lo sé. Quizás iría a un hotel.

—¿Y los perros? No hay quien los cuide.

—De cualquier manera, yo no puedo aconsejarla —dijo Charlotte, lentamente—. No siempre es posible resolver problemas personales mediante el razonamiento puramente objetivo. Lo que yo haría puede ser algo exactamente opuesto a lo que usted le conviene hacer.

—Tiene usted razón. ¡Qué inteligente y sensata es! Me gustaría que conociese mejor a mi marido. Le gustan las mujeres inteligentes, seguramente porque yo soy tan tonta. —Una de las comisuras de sus labios se curvó en una leve sonrisa de melancolía—. ¡Cuánto desearía tener todo ordenado en mi propia vida, como debe tenerlo usted! Apostaría a que usted no tiene ningún problema.

Para Charlotte aquello fue la ironía final. Dirigió la mirada a la muñeca francesa sentada en el alféizar de la ventana. Su sonrisa pintada estaba llena de sabiduría.