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ASÍ COMO INTENTABA olvidar a Lewis durante las horas de consulta, por las noches se esforzaba en olvidar su trabajo. Sin embargo, no siempre lo lograba.

—Estás muy nerviosa esta noche —le dijo Lewis.

—¿Sí?

—¿Puedo jactarme de que se debe exclusivamente a la alegría que te ha causado mi regreso?

—No.

—Pero estás contenta, ¿no? ¿Estás contenta?

—Por supuesto.

—Te he echado mucho de menos, Charley.

Su voz no tenía el tono habitual, ligero y burlón. Parecía fatigada.

Charlotte se levantó, se acercó a él y apoyó una mano sobre su hombro. No sucedía muy a menudo que ella tomase la iniciativa de tocarle. Era muy orgullosa. Lewis debía ser siempre el agresor, hacer siempre el primer gesto.

Tenía algo más de cuarenta años; era un hombre alto y tan delgado y desgarbado que nunca podía instalarse cómodamente en un sillón común. Había comprado personalmente el que ocupaba para regalárselo a Charlotte. Era de cuero rojo y no armonizaba con la combinación de tonos grises y amarillo limón del resto de la sala. Se destacaba y atraía imperiosamente la atención. Cuando Lewis no estaba allí, el sillón era su símbolo: desentonaba en la habitación apacible, como Lewis en la vida de Charlotte.

Cuando él volvió a medias la cabeza, la mano de Charlotte quedó fuertemente aprisionada entre su mejilla y su hombro. Tuvo la sensación irracional de que estaba inmovilizada en un torno, atrapada entre dos tornillos.

—Lewis —dijo, rompiendo el silencio.

—¿Querida?

—Quizá debiste quedarte en casa con Gwen por ser la primera noche…

—No pude quedarme —dijo él con sencillez—. Hablemos de otra cosa.

—Muy bien. ¿Qué tal tu excursión?

—Larga y aburrida sin tu compañía, como todos los viajes.

Había salido con otros dos abogados a pasar una semana pescando en las sierras. Aquélla era una excursión anual, tradicional entre ellos. Lewis no disfrutaba mucho de estos paseos y participaba en ellos simplemente porque sus amigos esperaban que lo hiciera. Le agradaba adaptarse en lo posible a lo establecido, pues su desafío a los convencionalismos era puramente verbal.

—Me alegro de que no te hayas divertido. Por contraste, yo te pareceré más interesante.

Charlotte habló en tono ligero, pero al mismo tiempo sintió un aguijonazo doloroso, en parte de enojo y en parte de celos. Los minutos junto a Lewis eran pocos y preciosos, y a pesar de ello él había malgastado una semana entera en una excursión de pesca. Se le ocurrió que estaba adoptando una actitud posesiva y que debía dominarse. No era posible adueñarse de la gente. Tenía su automóvil, su casa, su ropa, y ello debería bastarle. Sin embargo, no bastaba. El automóvil debía ser conducido por Lewis. Elegía la ropa para agradarle. Había comprado la casa seis semanas después de conocerle, sin saber por qué, a la sazón, convencida simplemente de que su apartamento era demasiado reducido y no le proporcionaba suficiente independencia.

La casa tenía muros de piedra en tres de sus lados. Desde el cuarto se veía un panorama muy amplio de la ciudad y de la bahía. Desde el sillón de Lewis, situado junto al gran ventanal moderno, se podía mirar hacia abajo y contemplar la ciudad extendida a los pies del observador como una enmarañada red de luces entre la colina y el mar. Era una ciudad mediana, suficientemente importante como para contar con media docena de clubs nocturnos de segundo orden y suficientemente pequeña como para que todos se enterasen cuando alguien frecuentaba alguno de ellos. Charlotte y Lewis no iban nunca a estos lugares, ni tampoco al cine. Se veían en casa de ella. Lewis ocultaba su automóvil en el garaje, o bien lo aparcaba a una manzana de distancia. A veces iban en automóvil hasta la playa, tan anónimos en la oscuridad de la noche como todas las demás parejas dentro de los coches aparcados sobre la arena.

—Me gusta tu cabello —dijo Lewis, levantando la cabeza para mirarla—. Es castaño, sencillamente castaño. No se ve mucho cabello castaño actualmente. Por lo general, le dan un tinte rojizo… Charley, ni siquiera me escuchas.

—Te escucho. Has dicho que tengo el cabello castaño.

—Lo que he querido decir en realidad es que te amo. Todo en tu persona me gusta.

—¡Qué amable!

—¿Amable? —dijo él, frunciendo el ceño. Sus cejas negras y espesas le daban una expresión cruel—. Charley, te sucede algo esta noche. He dicho o hecho algo que te ha desagradado. O bien todavía estás resentida por mi excursión de pesca.

—No estoy resentida. Hay algo que me preocupa. Una enferma que ha venido a consultarme esta tarde.

—Cuéntamelo.

—No. No puedo.

—A menudo me hablas de tus enfermos, aunque te lo prohíbe la ética profesional.

—Ya lo sé… Lewis, creo que he cometido un error.

Estaba junto a la ventana, enlazando y desenlazando sus dedos. En algún punto de la ciudad, en medio de aquel caos de luces amarillas, rojas y verdes estaba la luz del cuarto de Violet, una luz débil y manchada por las moscas, en un cuarto del fondo de una pensión en Olive Street. Y Gwen… también Gwen tenía una luz encendida, mientras esperaba sentada a que volviera Lewis, paciente y dulce como de costumbre, con los perros pastores que poseía, tan suaves como Gwen misma.

—Mientras no hayas matado a nadie —dijo Lewis— dándole una receta equivocada…

—No cometo esa clase de errores. Éste fue un error de juicio. La muchacha… todo lo que dijo la muchacha era correcto. Yo tenía miedo, y lo tengo aún. Pero es un miedo tan trivial y mezquino comparado con el suyo… Además, dijo que yo nunca me he sentido desesperada. Es verdad. Nunca he sufrido nada que me llevase a la desesperación.

De pronto se volvió, consciente de que se había producido un cambio sutil en la atmósfera psicológica. Lewis estaba encendiendo un cigarrillo. Por su expresión, Charlotte comprendió que estaba desilusionado y enojado por la forma en que se había desarrollado la velada. La primera velada juntos en una semana. Debía haber sido perfecta, pero no lo era; y Lewis estaba allí sentado, culpándola silenciosamente, como si ella tuviera la culpa de que no pudieran vivir aislados del resto del mundo. Lewis y ella no estarían nunca juntos, nunca podrían estarlo, a pesar de los tres muros de piedra de la casa. El cuarto muro estaba desamparado, sin protección. Por él se filtraban Violet y Gwen y la señorita Schiller, y hasta los dos hombres que habían acompañado a Lewis en su excursión de pesca. Por fin, Charlotte dijo con un suspiro:

—Me siento deprimida y de mal humor, Lewis. Quizá sea mejor que vuelvas a tu casa.

—Quizá. —Lewis aplastó su cigarrillo en el cenicero de madera de mirto que había traído del norte—. Pero antes te diré que no me gusta que me den órdenes como a un niño.

—No era mi intención ofenderte, querido. Sólo quería decir que si te quedas, seguramente nos pelearemos.

—Eres muy previsora. ¡Por Dios, Charley! ¿De qué supones que estoy hecho? Me obligas a estar cerca de ti, me dices que venga, y luego me ordenas que me vaya. Hablas de una muchacha tonta y de sus temores cuando tenemos mil cosas que decirnos acerca de nosotros.

Lewis se puso de pie y la cogió violentamente por los hombros.

—¿A quién le interesa, a quién diablos le interesa, de todos modos? Charley, no has cambiado de idea, ¿no? ¿Me sigues queriendo?

—Sí. Naturalmente.

—Cuando te abrazo, te apartas como si oliese mal.

—¡Lewis, por favor! —dijo ella con aspereza, al mismo tiempo que se libraba de su brazo—. Te lo he dicho ya. Esta noche no estoy bien. Todo lo veo mal, como desenfocado.

—¿Por culpa de esa muchacha? —preguntó él.

—Probablemente todo empezó ahí.

—¿Por qué?

—Está en dificultades. Yo me he negado a ayudarla.

—¿Por qué habrías de ayudarla? Seguramente es una mujerzuela vulgar que ha acabado por caer.

—No. Es una muchacha decente, sensible y muy desorientada.

—Has tenido casos semejantes con anterioridad. ¿Por qué te preocupa tanto éste?

—Por nosotros, Lewis. ¿No ves que…?

—No veo nada.

—Si esto prosigue, si nos unimos, puede suceder que accidentalmente yo me encuentre en la misma situación que ella.

Lewis murmuró algo que expresaba disgusto.

—Ahora comprendo —dijo—. Por alguna razón inexplicable, te has identificado con esa muchacha, y a mí me has identificado con el hombre que provocó esa situación, el macho desalmado y bestial.

—No, no digas eso. —Charlotte le miró, buscando en su rostro algún signo de comprensión—. ¿Qué harías tú si yo estuviera embarazada?

—En vista del carácter platónico de nuestra relación actual, sería muy gracioso.

—Tú no te has reído, sin embargo. ¿Qué harías?

—Vamos, vamos. Tú no te quedarías embarazada.

—Pero es posible.

—No lo creo, dado el progreso de los seguros.

Charlotte sonrió con cierta amargura.

—Has hecho una analogía bastante extraña —señaló—. Cuando nos aseguramos contra un terremoto, eso significa que quedamos protegidos económicamente contra un terremoto. Pero ello no garantiza que no se producirá el terremoto. El sentido de seguridad es falso.

—Ahora pasamos a hablar de terremotos. Dime, Charley, ¿qué mosca te ha picado? Te estás poniendo neurótica.

—¿Tú crees? —dijo ella, desviando el rostro—. Es mejor que te vayas.

—Lo haré. Lo haré ahora mismo.

Lewis cruzó la sala en dirección a la puerta, lentamente, como para darle oportunidad de que le llamara. Charlotte no le llamó. Permaneció junto a la ventana hasta que oyó el automóvil que se alejaba del garaje. Las furiosas revoluciones del motor le indicaron que Lewis estaba descargando su mal humor sobre el automóvil.

Había dejado su cigarrillo encendido. Charlotte llevó el cenicero a la cocina y lo lavó, moviéndose con torpeza porque estaba enfadada. Pero su enfado no era vehemente e inmediato como el de Lewis. No era posible vencerlo, como lo hacía él, corriendo a gran velocidad en un automóvil o rompiendo un palo de golf. Su enfado era lento y helado, y avanzaba gradualmente por su cuerpo, oprimiendo sus nervios e imposibilitándola para moverse y para hablar.

Pensó en todo lo que debía haber dicho. Inmediatamente se lo repitió para sus adentros, refundiendo una y otra vez las frases hasta dejarlas elegantes y nítidas como un diamante. Ésa era una satisfacción infantil que rara vez se permitía.

Miró el reloj. Las nueve y media. Lewis debía estar en casa ya, inventando una excusa frente a Gwen. La señorita Schiller debía de estar poniéndose los rulos y conversando con su gato, tal vez contándole lo de Violet: «Hoy ha venido una muchacha sin moral, de lo más ufana, y quería que la doctora la hiciera abortar… ¡Ah, las cosas que ocurren! ¡Y la gente que una conoce!».

Sí, las cosas que ocurren. Charlotte sintió una oleada de remordimiento. Ahora pensaba que debía haber ayudado a la muchacha. Había tenido la intención de hacer algo por ella, pero se había marchado.

Estaba nuevamente de pie junto a la ventana, entrelazando sus dedos una y otra vez. Sobre los techados más lejanos estaba suspendida una niebla baja y grisácea, que les daba contornos irreales, como los sueños. Debajo de uno de aquellos techos estaba Violet, sin dormir, sin amigos, sin dinero, pensando en la muerte.

Número 916 de Olive Street. La dirección había quedado grabada en su memoria, así como el terror y la pena de la muchacha habían hecho un nudo en su garganta.

Con un gesto decidido, Charlotte se alejó por fin de la ventana y se dirigió al armario empotrado del vestíbulo en busca de su abrigo y su sombrero.