17

SE MARCHÓ DEL HOTEL al amanecer de la mañana siguiente, y a las ocho estaba ya en la frontera del estado de California. Allí, dentro de una estructura semejante a un puente, había tres portones guardados por inspectores uniformados.

Charlotte deslizó el automóvil hasta el portón central y detuvo la marcha. Junto al portón, a su izquierda, una mujer, cuatro niños y un perro estaban de pie delante de una vieja camioneta rural con matrícula de New Jersey. Todos ellos, incluso el perro, estaban comiendo cerezas de una caja como si de ello dependiese su vida.

Entre bocado y bocado, la mujer expresaba sus quejas:

—Hemos podido llevar cerezas de Wyoming a Idaho. Hemos podido llevar cerezas de Idaho a Oregón. Ahora no podemos llevar cerezas de Oregón a California. ¡No, señor! ¡En California nos quitan las cerezas!

—Señora —dijo el inspector agrícola—. Ya hemos hablado de eso. Nosotros no le quitamos sus cerezas. Le concedemos el privilegio de comérselas aquí, en el límite.

—Yo he pagado dinero por esas cerezas y no hay razón por la cual no pueda llevarlas conmigo. ¡Vivimos en un país libre! ¿Quién se piensa que es ese señor Truman? O me roba las cerezas o bien obliga a mis chicos a comérselas tan de prisa que les va a dar un cólico.

—No es el presidente Truman, señora. Se trata de la mosca de las frutas. Estos diagramas que ve en la pared ilustran el ciclo de vida de una mosca…

—¡La mosca de la fruta! ¡Ahora me entero yo de eso! Daos prisa, Tommy, Janet… Nadie se moverá ni un centímetro mientras no os hayáis terminado esas cerezas. ¡La mosca de la fruta! Seguramente pretenderá buscar pulgas en mi perro, a continuación. Seguramente tienen mariposas, mariposas de oro… ¡Date prisa, Tommy!

El niño que respondía al nombre de Tommy, después de mirar a hurtadillas al inspector, guardó cuidadosamente media docena de cerezas dentro de su camisa. Al ver que Charlotte estaba observándolo instantáneamente adoptó una actitud de irreprochable virtud.

Charlotte se volvió a medias, sin poder contener una sonrisa. Entonces advirtió por primera vez el automóvil que se había detenido junto al tercer portón. Era el de Easter, pero Easter no estaba en él. Estaba junto a un gran cartel, observándola. Charlotte no lo miró, sino que fijó los ojos deliberadamente en el cartel. El cartel en cuestión demostraba cuántos millones de dólares de pérdidas son capaces de ocasionar un par de moscas de la fruta.

—¡Qué simpático, este chico Tommy! —dijo Easter.

—¿Me seguía usted?

Easter movió la cabeza negativamente.

—Esa pregunta es característica en usted, Charlotte. Hay una sola carretera principal de norte a sur, y supone que todo el que viaja detrás de usted la sigue deliberadamente.

—No estoy pensando en todo el mundo. Estoy pensando en usted solamente.

—Mi querida Charlotte, yo también tengo que volver a casa. Tenía la esperanza de que la carretera 101 fuese suficientemente ancha como para permitirnos viajar a los dos.

En aquel instante se aproximó un inspector, quien abrió la puerta trasera del automóvil y examinó el interior rápidamente.

—¿Trae cítricos, limones, naranjas, limas…?

—No traigo fruta de ninguna clase.

—¿Y esa caja de cerezas que compró en Grant’s Pass? —comentó Easter—. Las cerezas están siempre llenas de larvas de moscas de la fruta.

—No he comprado cerezas —dijo Charlotte al inspector—. Este hombre sólo quiere entretenerme.

—De cualquier manera, tengo que examinar su equipaje —manifestó el inspector—. ¿Me da las llaves de su portaequipajes, por favor?

Charlotte le entregó las llaves. El inspector se dirigió a la parte posterior del automóvil y abrió el portaequipajes.

—La veré más tarde —le dijo Easter mientras subía nuevamente a su propio automóvil. Al pasar junto a ella hizo sonar fuertemente el claxon y la saludó con la mano.

Charlotte mantuvo la velocidad a setenta y cinco millas durante las cien siguientes, pero no logró alcanzar a Easter, ni siquiera comprendía por qué quería hacerlo, como no fuese para demostrarle que a pesar de ser mujer era una conductora tan competente y diestra como cualquier hombre.

En la población de Eureka, donde tuvo que detenerse a poner gasolina y almorzar, abandonó la tentativa de alcanzarle. Comió algo en un mostrador donde servían menús para automovilistas. Estaba sorprendida consigo misma por su afán de alcanzar a Easter, y por todas las cosas infantiles que había dicho o hecho desde que le había conocido. La serenidad, el dominio de sí misma, cualidades que había cultivado durante años, parecían desaparecer totalmente cuando estaba junto a Easter. Se sentía entonces tan torpe como una colegiala dotada de una facilidad increíble para ruborizarse, para enfadarse y sentirse ofendida.

Ya que no podía alcanzarle, decidió quedarse enteramente a la zaga. De esta manera, él se preguntaría qué le había sucedido. No, aquello era absurdo. No debía haber pensado siquiera en semejante alternativa. Debía actuar como actuaba siempre, no como una adolescente coqueta y al mismo tiempo agresiva. Debía dirigirse a su casa en la forma habitual, como si Easter no existiera. Seguramente llegaría a las cinco de la tarde, más o menos.

Pero cuando su automóvil dobló por fin por el sendero que conducía a su garaje, eran casi las ocho de la noche.

Bajo los faros delanteros del automóvil, la puerta de cortina del garaje doble se alzaba como una pared blanca e impenetrable. Estaba enteramente cerrada, y ella la había dejado abierta. El temor hizo que sus sentidos se aguzaran bruscamente, y que su imaginación comenzara a trabajar. La brisa nocturna, que hasta aquel instante había acariciado su piel con un hálito de frescura, parecía tener ahora una suavidad solapada. Un pájaro lanzó una carcajada burlona, desafiándola desde su puesto sobre un cable telefónico.

Había dejado abierta la puerta del garaje, y ahora estaba cerrada. Era extraño, pero no había motivo para alarmarse. Trató de convencerse de que podía haberla cerrado cualquiera, Lewis, la señorita Schiller, el cartero, uno de los niños que jugaban en la vecindad, quizás Easter mismo, en un intento de sorprenderla, como lo había hecho al aparecer bruscamente detrás de un árbol en la taberna de Sullivan. Inmediatamente su sentido común le dijo que ninguna de éstas era una posibilidad concreta. Easter no era aficionado a las bromas crueles, y ni Lewis ni la señorita Schiller tenían motivo alguno para haber ido allí, sabedores de que ella estaba ausente. El niño, el cartero… había pensado en ellos sólo porque deseaba con desesperación creer que la puerta cerrada no significaba nada, no ocultaba ningún secreto.

Dejó los faros encendidos. Al avanzar hacia el garaje recordó la fotografía del rostro de Violet cubierto por la espuma de la muerte. El mar estaba muy lejos y ni siquiera era visible en una noche como aquélla. Además, sabía nadar. En caso necesario, era capaz de nadar una milla.

Era la primera vez, desde que estaba complicada en el caso, que sentía miedo a un acto de violencia física dirigido contra su propia persona. Su temor vago y difuso de Easter, de la vieja casa de Olive Street, se concentraban ahora en algo tan apretado y compacto que cabía en la punta de una aguja capaz de penetrar en su médula.

La puerta estaba sin llave y, según pudo comprobar al acercarse, no estaba cerrada totalmente. Había un resquicio de siete u ocho centímetros junto al suelo, como si alguien, en su prisa, hubiese bajado bruscamente la puerta y ésta hubiese rebotado ligeramente, dejando aquel espacio abierto.

Tuvo que hacer un esfuerzo para levantarla. Su respiración era afanosa, su cuerpo estaba tenso, preparado contra un ataque. El ataque no se produjo. No había nadie en el interior del garaje. Había sólo un coche, aparcado a la derecha, en el sitio donde Lewis acostumbraba a guardar el suyo. Era un pequeño descapotable con la capota levantada.

Después de encender la luz, se acercó a la parte delantera del descapotable. Era un Ford azul. Había visto muchos en las calles, pero no conocía a nadie que tuviese uno y no se le ocurría ninguna razón que justificase la presencia de aquél en su garaje. Lo habían conducido a gran velocidad, pues sobre el parabrisas se veían manchas grises y amarillas de insectos aplastados, y en la parrilla había un pájaro muerto. Palpó la cubierta del motor con una mano. Estaba frío. El automóvil había estado detenido allí durante algún tiempo.

Un Ford descapotable. Era el coche que, según decían, había comprado Eddie. Pero Eddie y Voss debían estar ya a muchas millas de distancia, quizá fuera del país, según sus planes. Recordaba que habían decidido viajar «en busca de climas más propicios».

Subió al asiento delantero y encendió las luces del tablero. La llave de contacto había desaparecido. Evidentemente habían dejado el coche allí con carácter definitivo. Sólo podía deshacerse de él empujándolo cuesta arriba, valiéndose de sus propias fuerzas, lo cual era imposible, o bien pidiendo un remolque al Automóvil Club.

Al volverse a medias para bajar, un resplandor metálico en el asiento trasero atrajo su atención. Se inclinó sobre el respaldo. Entonces pudo comprobar que Voss y Eddie habían llegado ya a climas más propicios.

Estaban acurrucados en el suelo como un par de amantes unidos en un abrazo fatal. La cabeza de Voss estaba hundida sobre el pecho de Eddie, y no se veía nada que revelase cómo había muerto. En cambio, el rostro de Eddie estaba girado hacia arriba, fuertemente apoyado contra la puerta, y sobre su frente aparecían dos limpios orificios oscuros. La muerte había sido más rápida para él que para Violet. Aparentaba dormir plácidamente, a no ser por los dos ojos adicionales sobre su frente.

Sobre el asiento había un cortaplumas común con la hoja más grande desplegada, semejante al que había utilizado Eddie la noche anterior. Charlotte recordaba que lo había sacado del bolsillo de su chaleco y que había abierto una de sus hojas para limpiarse las uñas con ella mientras Voss hablaba. El cortaplumas estaba ahora sobre el asiento trasero, un arma infantil e impotente como medio de defensa contra la veloz exactitud de un revólver. Eddie no había tenido oportunidad de utilizarlo. La hoja estaba limpia y relucía suavemente bajo la luz del garaje.

Charlotte bajó del automóvil con pasos vacilantes, medio paralizada, no por la impresión recibida, sino por la convicción de que ahora no tenía ningún medio para deshacerse del automóvil y de los cadáveres. Todo ello le pertenecía, colgaba de su cuello como los albatros de los marinos condenados. De su garganta brotó un grito semiahogado.

Afuera, el pájaro seguía desafiándola con sus carcajadas desde el alambre telefónico.