11

CUANDO EL AUTOMÓVIL de Lewis se perdió de vista, Charlotte regresó a la casa y telefoneó a Easter. El teléfono sonó ocho o nueve veces antes de que contestaran.

—¿Señor Easter?

—Sí.

—Habla Charlotte Keating. No sé si recuerda…

—La recuerdo.

—Estoy en 916 Olive Street. Ha sucedido algo bastante grave. No sé exactamente de qué se trata. ¿Podría venir y mirar un poco?

—Estoy acostado.

—Puede levantarse.

—Siempre que tenga un motivo.

—Un motivo es que se lo pido yo.

Easter estuvo en la casa en menos de diez minutos. Charlotte no había podido vencer su aprensión a permanecer sola en la casa, de modo que estaba esperándole en la galería.

Easter cruzó el espacio abierto del frente pausadamente, tomándose mucho tiempo, contemplando las ventanas de la casa y los fragmentos de cristal sobre el techo de la galería. En la semioscuridad sus ojos tenían una expresión extraña, intensamente penetrante, como si fuesen capaces de ver mucho más lejos que los ojos comunes.

—¿Qué ocurre?

—No estoy segura, pero creo que han asesinado al viejo Tiddles.

—En ese caso, ¿por qué no llamó al departamento de policía y presentó la denuncia, en lugar de recurrir a mí?

—No podía.

—¿Por qué no?

—Pues porque… porque no me gustó el tono del empleado de policía cuando le telefoneé.

—Entonces, en realidad, llamó al departamento.

—No… quiero decir que llamé más temprano. Por un asunto diferente.

Easter se apoyó contra un pilar y trató de aparecer despreocupado, pero la expresión de sus ojos le delataba.

—¿Qué asunto? —preguntó.

—No tiene nada que ver con… con esto. ¿Por qué se queda aquí haciéndome preguntas tan tontas?

—Porque usted me da respuestas igualmente tontas —repuso él mientras examinaba la puerta principal de la casa, sobre la cual estaban clavados los grandes números de madera que indicaban la dirección—. Aquí vivía Violet O’Gorman. ¿Qué hace usted aquí?

La vacilación de Charlotte sólo duró una fracción de segundo, pero Easter la advirtió. Una de sus cejas se elevó en un gesto divertido y a la vez escéptico.

—Vine a ver si podía hacer algo en favor de los deudos de Violet.

—Son más de las once. ¿Siempre tiene esos impulsos altruistas a horas tan inusitadas?

—Tengo toda clase de impulsos a cualquier hora del día o de la noche.

—Han de causarle bastantes molestias.

—No le he pedido que viniera aquí para que discutiéramos mis impulsos. En realidad, ahora lamento haberle llamado por teléfono.

—¿Está segura de ello?

—Desde luego. Nunca supuse que usted adoptaría la actitud tradicional del detective rígido y desconfiado. No estoy sometida a juicio por ningún delito.

—En ese caso, ¿para qué las mentiras? —preguntó Easter, suavemente.

—¿Mentiras?

—Usted telefoneó a la policía más temprano, pero por un asunto diferente. Cortó la comunicación porque la voz del empleado no le resultó agradable. En seguida vino aquí a ofrecer su ayuda a los deudos de Violet. Conozco a los deudos de Violet: O’Gorman, Voss y su mujer; y la única ayuda que alguien podría proporcionarles es la de contribuir a que se mueran de una vez. Ahora bien, seamos razonables, señorita Keating. Sea lo que fuere lo que ocurre aquí, usted está complicada en ello, quizás en forma inocente, quizás en forma no tan inocente. Yo sé mucho acerca de usted. Cuando fui a su consultorio esa tarde, usted me impresionó. Me pareció una mujer poco común. Pero ello pudo deberse a que parece mi hermana menor.

—Es usted muy franco.

—Quiero darle ejemplo.

—No sé si puedo confiar en usted.

—Por lo menos, puede intentarlo. Nunca he conocido a nadie en quien pudiese confiar enteramente, por mi parte. Quizás usted tenga mejor suerte.

—He venido a… porque Voss quería una suma de dinero.

—¿Para qué?

—Tiene informaciones cuya divulgación yo quiero evitar.

—Un hombre.

—Sí.

—¿Casado?

—Sí.

—¿Cuánto? No quiero decir hasta qué punto está casado, sino cuánto dinero exige Voss.

—Trescientos dólares.

—Es barato.

—No pensaba pagárselos. Además, mi relación con ese hombre no es lo que usted supone, señor Easter.

—No, es pura como la nieve recién caída.

—¡Sí!

—Me alegro mucho. —De pronto, Easter sonrió con una expresión cálida y amistosa—. ¿Sabe una cosa? La creo. La mentira no es algo natural en usted. Tiene mucho valor.

El elogio fue tan inesperado y sincero que Charlotte se ruborizó. Fastidiada consigo misma, se volvió a medias. También estaba resentida con Easter por la facilidad con que le había arrancado los datos que buscaba. A pesar de ello, era verdad que no le había quedado otra alternativa que contárselo todo. Alguien debía saber la verdad. Era mejor que fuese Easter, y no otro policía menos inteligente y menos honrado.

—Muy bien —dijo él, por fin—. Usted ha venido a ver a Voss, ¿y qué ha sucedido a continuación?

—No contestó nadie. La señora Voss estaba encerrada en la buhardilla. Rompió el vidrio de la ventana con un zapato para llamar nuestra atención.

—¿Nuestra atención?

—No, la mía.

—Plural de modestia, ¿eh?

Charlotte se repuso.

—Cuando usted era niña —dijo Easter, sonriendo—, ¿tuvo alguna vez que escribir cincuenta veces en la pizarra «Charlotte Keating ha dicho una mentira»?

—No.

El gato flaco y gris había vuelto. Charlotte alcanzaba a distinguir sus ojos verdes y brillantes, que la observaban entre las hojas de un arbusto de hibisco a menos de un metro de distancia. El animal comenzó a limpiarse con gran cuidado, como si quisiese demostrar su desprecio frente a la suciedad en que vivía y aspirase a elevarse por encima de ella. Sus dos patas estaban enrojecidas de sangre.

—El gato —dijo Charlotte.

—¿Dónde?

—Debajo del arbusto. Está manchado de sangre.

—Seguramente ha cazado una rata.

—No se habría ensuciado tanto cazando una rata.

Easter fue hasta su automóvil y volvió con una linterna. Unas huellas de patas felinas, huellas de sangre, conducían a un lado de la casa, desaparecían en medio de un montón de botellas rotas, y aparecían nuevamente sobre la parte superior del armario viejo de puertas combadas.

Entonces Charlotte vio lo que había pasado inadvertido anteriormente. Detrás del armario, semiocultos por la maleza, se veían el pie y parte de la pierna de un hombre. El zapato era negro, recientemente lustrado, pero estaba rasgado en la punta. El calcetín era de rayas amarillas y la pernera del pantalón verde estaba salpicada de sangre. Verde, rojo, amarillo. Alegres colores de Navidad.

Pensó en Tiddles ostentando todas sus galas prestadas, ansioso de demostrar a la policía que no era un vagabundo, sino un ciudadano honrado y respetable. Tiddles estaba muerto ahora. Ya no le importaba lo que había sido en vida ni lo que pensaba de él la gente. Tampoco le importaba yacer en medio de un montón inmundo de basura, ni que un gato caminara sobre su sangre.

Charlotte se abrió paso entre los desechos y se inclinó sobre Tiddles. Yacía boca arriba, mirando el cielo, los ojos abiertos con expresión de terror, aunque el terror había desaparecido hacía mucho tiempo.

Estaba cubierto de sangre, tanta sangre que era imposible establecer a primera vista dónde o cómo le habían herido. La sangre había brotado de su nariz y de sus labios entreabiertos y tenía el olor ácido y característico de los vómitos.

Easter levantó una de las manos del viejo. Los dedos estaban fríos y comenzaban ya a ponerse rígidos.

—Será muy difícil establecer la hora en que murió —dijo.

—La señora Voss lo sabe —dijo Charlotte—. Oyó la discusión entre Tiddles y los otros dos hombres, y luego dice que hubo un silencio repentino.

—¿Discusión acerca de qué?

—De una cartera.

—¿Dónde está la señora Voss en este momento?

—La he mandado al hospital del distrito. Está enferma, quizá seriamente enferma, no lo sé todavía.

—¿Qué le ha pasado a su amigo?

—La ha llevado al hospital. No quiero que se mezcle…

—¿Y Voss y O’Gorman?

—Se han ido en el coche de O’Gorman.

Easter enfocó la linterna nuevamente hacia el cadáver.

—No hay heridas en la cabeza y su ropa no está rota. Toda la sangre parece provenir de la nariz y la boca. ¿Nota el olor?

—Sí.

—Es muy extraño. —La luz de la linterna se movía rápidamente por todo el cuerpo, por el armario con sus huellas sangrientas, y por los viejos marcos de cuadros sobre la cama rota. Debajo de un somier a un metro de distancia aproximadamente de la mano de Tiddles, había una cartera de piel de lagarto marrón con un cierre dorado. Charlotte la reconoció inmediatamente.

Avanzó un paso, pero Easter también había visto la cartera. Comprendió su intención y la detuvo, asiéndola del brazo.

—No la toque, no la toque —dijo—. Iré a llamar a la policía. —Después de una breve vacilación, añadió—: Deberá quedarse aquí un rato. Supongo que ya lo sabe.

—Sí.

—En cuanto a su amigo…, haré todo lo posible por no complicarle en este asunto. Lo haré por usted.

—Gracias.

—Por mí —añadió en voz baja—, le rompería la cara.