14
SALIÓ AL DÍA siguiente, mucho antes del amanecer. Durante las primeras cien millas siguió el camino de la costa. Serpenteante como un río de hormigón, seguía las curvas de las rocas ásperas y desnudas envueltas en niebla. Al salir el sol, la niebla se despejó, dejando sólo algunos jirones ocultos en las depresiones del camino.
La carretera giraba bruscamente hacia el interior y se alejaba del mar en dirección al valle fértil y caluroso. Allí las rocas desnudas eran algo muy lejano, y Charlotte apenas podía convencerse de que estaban a unas pocas millas de aquella súbita exuberancia de vegetación: cultivo tras cultivo de lechuga verde plateada, que los agricultores llamaban en realidad «oro verde», naranjales cuyas frutas eran tan enormes que no parecían verdaderas, y en fin, millas de jugosos tomates que teñían de rojo sus arriates.
Pero aquellos valles terminaban con la misma brusquedad que las rocas. La carretera subía y comenzaba a continuación la zona de los bosques de sequoias, árboles tan altos, tan viejos, que sus orígenes estaban lejos del alcance de la imaginación. En un punto donde habían cortado y retirado implacablemente los árboles, había un claro desde el cual Charlotte alcanzaba a divisar dos montañas hacia el nordeste. Ni los cambios de temperatura ni los pies del hombre habían tocado jamás sus picos nevados. Era como si la naturaleza y las Obras Públicas se hubiesen puesto de acuerdo para proporcionar al excursionista toda la gama del paisaje californiano en el radio de unas pocas millas.
Cuando cruzó la frontera y entró en el estado de Oregón tuvo que disminuir la velocidad debido al sol del mediodía que, al abrirse paso entre los árboles inmensos, formaba diseños tan brillantes sobre la carretera que era difícil ver a cierta distancia o bien distinguir lo real de las sombras. De vez en cuando se oía un arroyo parloteando furiosamente, con violencia, como si nada fuese capaz de detener su alocado y alegre avance en dirección al Pacífico.
Llegó a las afueras de Ashley poco después de las dos de la tarde. Un letrero sobre la carretera le informó que estaba a punto de entrar en «Ashley, la ciudad más hospitalaria del Oeste: población 9394 habitantes. Venga temprano y permanezca hasta tarde».
Se detuvo en la primera hostería para socios del Automóvil Club que halló a su paso. Las cabañas individuales estaban construidas en un pequeño claro del bosque, a ciento cincuenta metros de la carretera, y eran tan nuevas que olían todavía a madera fresca.
Junto a una puerta que rezaba «Administración» estaba sentado un hombre grueso, sobre una silla de cocina, abanicándose con una revista de historietas. Cerca de la silla había una docena de revistas semejantes desparramadas por el suelo, la mitad nuevas, la mitad sin tapas. Historietas de amor verídicas, Idilios para adolescentes, Soy la mujer a quien abandonaron. Amor entre vaqueros y otros títulos parecidos. La cara del hombre era tan inocente y desprovista de expresión como un caramelo. Seguramente en la escuela se habían burlado de él llamándole «el gordo», pensó Charlotte, y ahora compensaba su complejo de inferioridad imaginando ser el héroe de todas las historietas, el amante que abandonaba, el vaquero que cabalgaba cruelmente sobre el corazón de las mujeres. ¡Pobre hombre, pobre niño!
—¿Tiene una cabaña? —le preguntó Charlotte.
—Sí, señorita. La número 4, allí. Baño y ducha, colchón de muelles. Seis dólares la noche.
—Muy bien.
Aparcó frente a la cabaña número 4, y regresó para registrar su nombre y dirección, y el número de matrícula del automóvil. Una tarjeta sobre el escritorio identificaba al hombre grueso como Roy H. Coombs, administrador de la hostería La Siesta.
—De modo que usted es doctora, ¿eh? —dijo Coombs—. Lo he visto en su automóvil. Nunca había conocido de cerca a una mujer médico hasta ahora. Pero las he visto en las películas. Ingrid Bergman hacía de doctora en una película y se enamoraba de Gregory Peck, sólo que Peck era finalmente…
—Sí, la recuerdo: Cuéntame tu vida.
—Sí, sí, exactamente. Cuéntame tu vida. No sé qué veía en ella Gregory Peck. Es más delgado que un palo, además de que está loco… quiero decir, en la película.
—¿Tiene usted una guía telefónica?
La pregunta le cogió de sorpresa. Tuvo que callar un instante a fin de efectuar la transición del idilio cinematográfico a las guías telefónicas.
—Si —dijo por fin—. Desde luego tenemos una.
—Sólo quiero buscar una dirección.
—¡Sí, desde luego!
El hombre buscó en el escritorio y debajo del mostrador, pero no pudo encontrar la guía. Se irguió, sofocado por el esfuerzo, y se secó la frente con la manga de su camisa rosa.
—Seguramente alguien me la ha robado. ¡Es una vergüenza! ¡Robar una guía telefónica! —pero mientras decía esto había una expresión soñadora en sus ojos. El muchacho obeso era ahora el detective Dick Tracy, dispuesto a vengarse, siguiendo las huellas del ladrón que había robado la guía telefónica. En su delgada muñeca llevaba un pequeño receptor-transmisor radiotelefónico: y en la cabeza, una memoria fotográfica.
—Puede que usted sepa orientarme —le dijo Charlotte lacónicamente. Los ojos de Coombs parpadearon y volvieron a la realidad.
—Estoy seguro de ello, puesto que he vivido aquí toda mi vida.
—¿Conoce usted a la señora Myrtle Reyerling?
—¿Myrtle? ¡Sin duda! El sargento Reyerling fue uno de nuestros héroes de la guerra: su nombre está grabado en una placa en el Banco, Third Street. Myrtle vive en un apartamento sobre la tienda de Woolworth. No puede equivocarse. Siga este camino hasta el pueblo y allí encontrará la dirección que busca.
—Gracias.
La tienda de Woolworth tenía una fachada flamante, pero los apartamentos del piso superior eran sombríos y sin aire, y olían a la grasa del mes pasado y al repollo de la semana anterior.
Charlotte se detuvo frente a una puerta en la que se veía escrito con lápiz el nombre «M. Reyerling». Se oían las voces de dos mujeres en el interior de la habitación; no discutían, sino que proclamaban a gritos estar de acuerdo respecto a una tercera que no estaba presente.
—Se lo dije. Se lo dije una y otra vez.
—Ya sé que se lo dijiste, sin duda que se lo dijiste.
—Pero, no, no. Era muy terca. Siempre tenía el mejor concepto de todo el mundo. ¡El mejor! En cambio, yo… sé que no hay «lo mejor». Y aun en ese caso, es muy poco mejor que lo peor.
—Tienes razón, Myrtle, pero no te deprimas.
Fue Myrtle Reyerling quien abrió la puerta. Era una mujer alta y delgada, de cerca de treinta años, con un gran moño muy abultado que tendía a inclinarse ligeramente hacia un lado, como un velero empujado por un fuerte viento. Su boca era delgada, y su mentón agresivo, pero había un expresión patética en sus ojos. Eran unos ojos inquisitivos y perplejos.
—¿La señora Reyerling?
—Sí.
—Soy Charlotte Keating, una amiga de Violet.
La mujer se volvió a medias, y antes de hablar tragó saliva dos veces.
—Supongo que está enterada de todo, ¿no? —dijo.
—Sí, lo sé todo.
—Entre, si quiere. Ésta es mi mejor amiga, Sally Morris.
Una muchacha de cabello oscuro, cuerpo sólido y piernas gruesas y musculosas contestó a la presentación con un gesto de saludo.
—Circula por todo el pueblo —dijo la señora Reyerling—. Todos murmuran, murmuran, murmuran, diciendo que Violet estaba embarazada, y que el padre no era Eddie. Yo no lo creo. Violet era buena. Mi hermana era buena y nadie me dirá lo contrario.
—Vamos, no te pongas así, Myrt.
—¡Era una buena chica!
La muchacha llamada Sally hizo un leve gesto de impaciencia.
—¡Vamos! —dijo—. ¡Las chicas buenas saben hacer muchas de las cosas que hacen las chicas malas! Acabo de decirte que la vi con mis propios ojos. Estaba en esa cama, durmiendo. Además, había signos… tú me entiendes.
—¡No!
—Vamos, Myrt, me conoces muy bien, y sabes que no soy chismosa, pero tampoco soy tonta. He trabajado allí el tiempo suficiente como para reconocer los signos.
—¿Signos de qué? —terció Charlotte.
—Bueno, ya me entiende usted. —Se produjo un silencio molesto hasta que la muchacha añadió—: En primer lugar, ¿qué hacía allí, durmiendo a las ocho de la mañana en el dormitorio de un hombre? El hombre se había marchado ya, dejando la llave en la cerradura, según indican que debe hacerse antes de partir. Bueno, yo vi la llave allí e imaginé que el cuarto estaba vacío y que convenía arreglarlo temprano. Entré, y allí estaba Violet durmiendo como un angelito. No dije nada. No era asunto mío. Salí nuevamente y llamé con fuerza para despertarla. Luego me alejé. Ni siquiera le conté nada a Myrtle hasta ahora. Siempre se preocupaba tanto cuando Violet hacía algo que no le gustaba, que no se lo dije. La verdad es, Myrt, que no te gustaba que fumara un cigarrillo ni bebiese una copa.
—No quise ser tan severa —murmuró Myrtle—. Te lo aseguro. Yo debía cuidarla, pues era mi hermana menor. Yo quería que fuese una verdadera señorita.
—Desde luego. Ya lo sé, Myrt. No te culpo. Es la vida. Todos tenemos que soportarla con la cara bien alta.
—¿Cuántas veces tendré que soportarla yo? ¿Cuántas caras supones que tengo?
—Vamos, vamos, Myrt. —La muchacha se volvió hacia Charlotte—. Yo trabajo en un motel de la carretera, ¿sabe? Se llama Rose Court y está al otro lado del pueblo. Allí fue donde la vi; en la habitación de ese hombre.
—¿Recuerda usted al hombre? —le preguntó Charlotte.
—No le vi, pero más tarde, cuando estaba ordenando la habitación, encontré una corbata que se había dejado en el cuarto de baño. Nunca había visto una corbata como aquélla. Era azul con lunares grises, y además tenía unos dados pequeñitos con puntos rojos. Se me ocurrió guardármela para regalársela a mi padre, pues quizá le daría suerte en una partida de dados. Pero me dio miedo, de modo que la entregué al patrón, Rawls. Si hubiese encontrado una cartera, seguramente la habría entregado a la policía, no sin antes sacar unos cuantos dólares por el trabajo. Pero esa corbata… No pudo resistir la tentación. Se considera un hombre muy elegante. En el pueblo le llaman Adolphe Menjou.
La señora Reyerling se había acercado a la ventana y contemplaba la calle, los brazos cruzados sobre el pecho.
—Yo pienso lo siguiente —dijo Sally—. Si sucedió una vez, pudo haber sucedido muchas, de modo que quizás este hombre que dejó la corbata no tenía nada que ver con el hecho de que Violet estuviese embarazada.
—No ha ocurrido eso —dijo la señora Reyerling sin volverse. Se dirigió a la ventana, como si ella fuese una especie de árbitro impersonal—. Él era Eddie. Él lo niega porque estaba cansado de Violet. Estaba enamorado de otra mujer y por eso quería alejar a Violet.
Sally calló, pero hizo un pequeño gesto a Charlotte, como para expresar que era inútil discutir con Myrtle.
—Tal vez si yo pudiese hablar con el señor Rawls, él recordaría… —dijo Charlotte.
—¡Un momento! ¿Cree usted que él admitirá algo? ¡De ningún modo! Jurará hasta quedar mudo que no hubo tal hombre, tal corbata, y aun tal motel. ¿Cómo puede admitir que había una corbata sin admitir al mismo tiempo que es un ladrón? Si llegara a hacerlo, podrían quitarle el permiso del Automóvil Club. Las autoridades del Automóvil Club son muy exigentes. No justifican acciones como ésa. Siempre vienen a espiar para ver si yo cambio las toallas de los cuartos de baño, lavo las cortinas y barro debajo de las camas. Rawls no le dirá nada. Además, corro peligro de que me despida, ¿sabe?
—Comprendo perfectamente.
—¿No irá a hablar con Rawls, pues?
—No.
—De todos modos debí callarme —dijo Sally, con un tono de cierta amargura—. No sé qué me ocurre que hablo tanto. He venido simplemente a ayudar a Myrt, a animarla un poco.
La señora Reyerling la miró con ojos opacos.
—Sí —dijo—. …ayudarme… contándome mentiras acerca de mi propia hermana.
—Escucha, Myrt. ¡No te vuelvas contra mí!
—Mentiras odiosas.
Sally comenzaba a enfadarse. Un intenso rubor comenzó a subir lentamente por su cuello, como el mercurio de un termómetro.
—Es mejor que examines tu propia conciencia —dijo—. ¿Quién instó a Violet a dejarse cortejar por Eddie, en primer lugar? ¿Quién le repetía sin cesar que Eddie era un muchacho bueno y trabajador y que sería un buen marido para alguna muchacha afortunada? ¿Quién decía que el físico no lo es todo? ¡Diablos, no, el físico no lo es todo; no importaba que se pareciese a un chimpancé con viruela! Violet se iba a acostumbrar cuando llevase el título de «señora».
—No es verdad —exclamó la señora Reyerling—. Yo no la obligué a casarse con él. Ni siquiera se lo pedí. Ella le quería.
—Tú decidiste que debía quererle —la argumentación de Sally era implacable, cruel—. Violet debía casarse con Eddie, pues el amor vendría más tarde. Incluso era posible que venciese aquellas pequeñas inclinaciones que tenía, como arrancar las alas a las moscas vivas.
—¡Basta, basta! —dijo la señora Reyerling, y tapándose los oídos con las manos, corrió hacia el dormitorio.
Oyeron el golpe sordo de su cuerpo al caer violentamente sobre la cama. No lloraba, sin embargo. Su respiración afanosa y angustiada vibraba rítmicamente en el aire húmedo, como la de un animal herido.
El antagonismo de Sally había desaparecido. Estaba de pie, rascando con expresión avergonzada el costado de su cuello, donde había aparecido una mancha de rubor.
—En realidad, debería contener mi mal genio.
—Todos deberíamos hacerlo.
—Lo que he dicho es la verdad, pero sólo en parte. La verdad entera… pues… es difícil establecerla. Me refiero al porqué de todo. Supongo que Myrt tenía sus razones para desear que Violet se casara, y tuviese estabilidad y protección. No tiene la culpa de haber juzgado equivocadamente a Eddie. —Dicho esto, Sally calló.
—Es mejor que me vaya —dijo Charlotte, a su vez—. Si hay algo que pueda hacer para ayudar a la señora Reyerling estaré en el hotel La Siesta.
—Lo conozco. Acaban de inaugurarlo. Tenemos tantos hoteles que nadie gana dinero ya.
—¿Puedo llevarla en mi coche a su trabajo?
—No, gracias. He terminado por hoy. Me quedaré aquí y prepararé té para Myrtle. Ya se calmará. Yo la cuidé el día que recibió el telegrama en que le comunicaban la muerte de Tom. —Con un leve suspiro, añadió—: Puede que no nos portemos como amigas, a veces, pero en realidad lo somos.
Charlotte salió al pasillo. Tenía la impresión de que la muchacha había dicho la verdad. Había entre ella y Myrtle un lazo de amistad que sobreviviría a las disputas triviales, así como a las tragedias de la vida diaria.
En la calle, los rayos del sol de la tarde atravesaban los escaparates de las tiendas y rebotaban sobre las aceras y las paredes revocadas de blanco de los edificios. El calor era palpable como una capa de gelatina, y a través de él se arrastraban los automóviles y se movían perezosamente los peatones.
Sólo tenían prisa los niños, los jóvenes ciclistas que zigzagueaban entre el tránsito con negligente destreza y las niñas de la escuela secundaria, serias y ansiosas, impacientes por que llegase el minuto siguiente, la semana siguiente, el año siguiente.
Charlotte abrió la puerta del coche, pensando en Violet cuando caminaba por aquella calle, más débil que las otras muchachas, menos enérgica, menos decidida. Y quizás la señora Reyerling había intuido aquella cualidad de Violet y, en su deseo de protegerla, se había equivocado.
Tenía una sensación de descontento, de fracaso. Cuanto más se internaba en la vida de Violet, más oscura y difusa resultaba. Era como zambullirse en un lago desconocido, como hundirse cada vez más para comprender gradualmente que el lago no tenía fondo, sino un lecho blando y en continuo movimiento que nunca se estabilizaba. Era posible extender la mano y palpar el barro, como lo había hecho Violet en los últimos momentos de su vida, pero al abrir el puño sólo se hallaban en él unos pocos granos de arena y las marcas de las uñas sobre la propia carne.