15

DIO MEDIA VUELTA en el automóvil y emprendió el regreso hacia el hotel. Se preguntó si Easter habría llegado al pueblo ya, y cuáles serían sus actividades en aquel momento. Tal vez la muchacha, Sally, tenía demasiado temor de perder su empleo para mencionarle la corbata que se había guardado Rawls. Tal vez no viese a Sally. Seguramente habría vuelto a su casa cuando Easter llegase al apartamento de la señora Reyerling, y no era probable que ella le hablase de su amiga y con ello diese a ésta una nueva oportunidad de repetir su historia.

Se sentía vagamente satisfecha de que Easter no llegase a enterarse nunca, quizás, del episodio del motel, pero no comprendía por qué sentía aquello. El episodio en cuestión no la afectaba personalmente. Se refería tan sólo al hombre anónimo y sin rostro que había dejado una corbata en un cuarto de baño y la simiente de un hijo en las entrañas de Violet.

Llegó a la conclusión de que temía a Easter. Aunque no podía hacerle daño, ni tocarla siquiera, su temor crecía, estúpido e irracional. ¿Qué le había dicho por teléfono la noche anterior? Que iría allí «extraoficialmente». Ello podía significar que oficialmente, por lo menos, el caso estaba archivado. De pronto abrigó una intensa esperanza de que así fuese, de que estuviese cerrado y archivado para siempre en un cajón de acero. Comió muy temprano en un restaurante de Main Street. Cuando regresó al hotel, el sol estaba poniéndose en medio de una almohada de nubes rosadas, y Coombs había encendido el anuncio luminoso que decía «Hay habitaciones». Seguía sentado en la silla de cocina y tenía un aspecto extraño y pequeño contra el fondo de árboles inmensos. Había consumido su ración de revistas y las tenía cuidadosamente apiladas sobre uno de los escalones de madera, con una piedra encima para impedir que con ellas volasen sus sueños. Las páginas cautivas se movían y se agitaban bajo el viento incipiente.

Coombs la saludó con un gesto amistoso e hizo el ademán de quitarse un sombrero imaginario.

—¡Buenas tardes! —dijo.

—Buenas tardes.

—Aquí estoy tomando el fresco. Adentro hace calor aún. Si quiere sentarse fuera un rato, le traeré una silla.

—No, gracias, no se moleste.

Coombs mató un mosquito posado sobre su antebrazo.

—¿Ha podido ver a Myrtle Reyerling?

—Sí.

—Su hermana menor ha muerto. Una verdadera tragedia.

—He oído hablar de ello.

—Se llamaba O’Gorman. Conozco a su marido, pues fuimos a la escuela juntos. Trabajaba en una taberna, a un cuarto de milla de distancia en la carretera; pero según me han dicho, se ha ido del pueblo.

—¿Qué taberna?

—La de Sullivan. Sullivan murió hace diez años, pero la taberna lleva su nombre todavía. —Coombs hizo una pausa, algo confuso—. Si quiere beber algo, hay lugares mejores que la taberna de Sullivan. Quiero decir que no es un lugar muy elegante.

En aquel momento se detuvo frente al parador un automóvil con una canoa india atada con cuerdas al techo, y Coombs salió al encuentro de los huéspedes.

El cartel que anunciaba la Cabaña de Sullivan estaba suspendido de dos postes a un lado de la carretera, pero el edificio estaba a un centenar de metros de distancia en medio de un claro del bosque de sequoias. A la derecha del cartel había un espacio abierto para aparcar. Charlotte dejó el suyo allí y emprendió la marcha por el sendero en dirección a la taberna.

En otro tiempo, había habido una serie de bombillas para iluminar el sendero, pero se habían fundido o roto. No quedaban ahora más que los portalámparas vacíos y los fragmentos de cristal que crujían bajo las pisadas de Charlotte.

A pesar de la brisa relativamente fresca, el suelo despedía un olor agrio, como si una larga serie de borrachos hubiese trastabillado en el sendero, se hubiese detenido a vomitar y reanudado luego su camino. Por el este aparecía ya una luna llena, pero su luz pálida no penetraba a través del follaje y Charlotte debía avanzar a tientas y con mucho temor a lo largo del sendero.

De pronto se detuvo y miró hacia atrás. Fue un movimiento instintivo. No había oído nada a sus espaldas, pero a pesar de ello tuvo un impulso avasallador de mirar en torno suyo.

Un hombre apareció detrás de un árbol. Era un hombre alto, de hombros anchos y macizos que le daban un aspecto amenazador.

—Buenas noches, Charlotte.

—¡Ah! Me… me ha asustado usted.

—Así lo espero —dijo Easter. Su tono era de enfado—. Ha sido muy lista al venir aquí antes que yo.

—No era mi intención hacerme la lista. Vine simplemente a…

—Sí, en busca de aire puro. Ya lo sé. Bueno, ahora que el destino y un interés común por el aire puro nos ha reunido aquí, permítame que la invite a tomar algo.

—No, gracias.

—¿Acaso no iba usted a la taberna de Sullivan?

—No.

—De modo que estaba paseando, simplemente, ¿eh?

—¡Sí!

—No sea tan brusca. No le va.

Easter la tomó del brazo.

—Vamos, Charlotte —dijo—. Tenemos que hablar de varias cosas.

—¿Cuáles?

—Cosas —repuso él, vagamente.

La mano sobre el brazo de Charlotte era firme e infinitamente tranquilizadora. Entonces comprendió que aquel lugar extraño y sombrío la atemorizaba, y su temor frente a Easter desapareció ante el otro más inmediato de caminar sola por el oscuro sendero.

Easter adaptó su paso al de ella y le dijo:

—He estado conversando con la señora Reyerling. Me ha hablado de una «señora muy simpática» que se había presentado como amiga de Violet.

—¿Sí?

—El único dato adicional que he obtenido acerca de Violet es que no sabía nadar. En cambio… había una muchacha con la señora Reyerling, una tal Morris. Aparentemente estaba muy nerviosa y no habló casi nada.

—Pues yo no la puse nerviosa y silenciosa, si es eso lo que quiere insinuar.

—No he querido insinuarlo. Pero ahora que lo dice usted… es posible que lo haya hecho.

—¿En qué forma?

—¿Por qué no me lo explica usted?

—Me gusta ver cómo lo adivina. ¡Es tan sutil!

—Muy bien, mi conjetura es que le proporcionó ciertos datos y que por algún motivo usted le pidió que no me los comunicase a mí. Tiene usted un carácter tortuoso, Charlotte, a pesar de su expresión franca y de absoluta sinceridad.

—Sin duda, le gusta discutir conmigo.

—No lo crea. Me llevo perfectamente con otras personas.

—Yo también. Dicho sea de paso, no me gusta que me sorprendan apareciendo bruscamente detrás de los árboles. Será muy gracioso y muy juvenil, pero me exaspera.

Los dientes de Easter relucieron en la oscuridad.

—No tengo otra alternativa que seguir exasperándola, ya que no consigo provocarle otras reacciones.

La taberna de Sullivan era un edificio largo y estrecho, una cabaña de troncos en cuya ventana principal aparecía el anuncio de una marca de cerveza en luces fluorescentes de color verde. En el interior, un hombre de edad madura con traje estaba jugando con máquinas tragaperras de a cinco centavos, utilizando las dos alternativamente con tal precisión que, más que divertirse, parecía estar manejando una máquina en una fábrica. En el mostrador, dos hombres estudiaban un programa de carreras, marcando los caballos favoritos con rayas de lápiz, conferenciando en susurros, repasando una y otra vez sus apuestas. La atmósfera de la taberna de Sullivan era de mortal seriedad.

El encargado de la barra era un muchacho joven, y evidentemente estaba muy aburrido.

—Cerveza para mí —dijo Charlotte.

—Dos —dijo Easter, dejando caer una moneda en el mostrador—. Hay poco movimiento esta noche, ¿no?

—A esta hora no hay movimiento nunca. Es demasiado temprano. Los borrachos de la tarde no han tenido tiempo de refrescarse aún, para poder regresar.

Easter bebió pequeños sorbos de cerveza. Tenía un sabor metálico.

—Veo que O’Gorman no está ya aquí —dijo.

—Se fue la semana pasada. ¿Es amigo suyo?

—Tenemos bastante en común.

—Esta noche, precisamente, he oído decir que había vuelto al pueblo.

—Me alegro. Quisiera verle, si es posible.

—Yo creo que es sólo un rumor. El hombre que dice haberle visto contó que O’Gorman iba conduciendo un Ford descapotable nuevo. El coche de O’Gorman era un Plymouth viejo que apenas podía marchar a cincuenta millas, y eso cuesta abajo. Nadie se hace rico detrás de una barra de bar, puedo asegurárselo.

—Es extraño que esté en el pueblo y no me haya telefoneado. Estoy bastante desilusionado.

—¿Sí? —el muchacho parpadeó—. Yo en su lugar no me preocuparía tanto.

—Si aparece, dígale que Easter le busca, Jim Easter.

—No aparecerá por aquí. Me estafó con un cheque sin fondos de diez dólares. Eso y el Ford descapotable no concuerdan mucho, a menos que el coche sea robado.

—Puede que lo sea.

—Usted es de la policía, ¿no?

—Sí.

—No quiero complicaciones aquí.

—No las tendrá.

—Cuento con su promesa. Soy optimista, como ve.

El muchacho se alejó hacia el otro extremo de la barra y comenzó a charlar con los dos hombres inclinados sobre el programa de carreras.

—De modo que ése es el verdadero motivo por el cual ha venido usted aquí —dijo Charlotte—. No para hablar con la hermana de Violet, sino en busca de O’Gorman y Voss.

—Las dos cosas. Había una remota probabilidad de que O’Gorman fuese lo suficientemente tonto como para volver a su pueblo. En realidad, puede que ignore que hay una orden de arresto contra él y Voss. El último informe que recibí sobre O’Gorman es que se dirigía hacia el norte. Vendió su Plymouth 1938 en Crescent City por ciento cincuenta dólares. Cincuenta dólares menos que el precio normal. Una vez cerrado el negocio, el nuevo dueño entró en sospechas acerca del origen del automóvil. Llamó a la policía local y ésta se comunicó con nosotros.

Easter apuró el contenido de su vaso.

—En cambio —añadió— es la primera vez que oigo hablar de un Ford descapotable. Eso me hace pensar que debe estar aquí, en algún sitio, no con la intención de permanecer en el pueblo, sin duda, sino con la de darse aires en presencia de los amigos de su infancia.

—Pero ¿cómo pudo comprar un coche nuevo? No tenía dinero.

—Ahora lo tiene. Lo que quisiera saber es de dónde lo ha sacado. ¿Tiene alguna idea?

—No.

—¿Está seguro de ello?

—Naturalmente que estoy segura.

—¿No tiene siquiera una idea pequeñita que nos pueda ayudar?

—¡No! ¿Qué pretende insinuar? Usted me… me confunde. ¡No pensará acaso que yo entregué el dinero a O’Gorman! No se lo di. Cuando fui allí, él y Voss se habían ido ya.

—Bueno, seamos dos los confundidos —dijo Easter alegremente—. Le diré que he hecho muchos sacrificios por ganarme este privilegio de invitarla a cerveza.

—¿Sacrificios?

—Desde luego nunca supuse que ocurriría así. Soy un optimista incorregible. Imaginé que vendría conmigo en el coche y que me daría la oportunidad de exhibir mi simpatía, mi espiritualidad y demás cualidades, y que luego volveríamos, usted con el rubor del amor en sus mejillas, y yo con los mismos sentimientos que me habían animado al iniciar el viaje. Los mismos que tengo ahora. Bueno, la verdad es que las cosas no han sido así.

—Empiezo a ver un poco de luz.

—¡No! Hábleme de ella.

—Le hablaré de un médico a quien conozco, llamado Bill Blake.

—¿Blake? Creo que le conozco yo también. —Easter sonreía—. La verdad es que fuimos a la universidad juntos. Yo le presenté a la muchacha con quien se casó.

—También le dio la idea de llamarme por teléfono y ofrecerme…

—Vamos, no se enfade.

—No estoy enfadada. Estoy furiosa.

—Debería sentirse halagada.

—Ha sido usted quien ha tramado todo esto.

—Todo, no —dijo él, secamente—. En realidad subestimé su obstinación, o como quiera que se llame la cualidad femenina que le impide ver lo que le conviene.

—Usted me conviene, ¿no?

—Yo, sí. Ballard, no.

—Le ruego que no le mezcle en este asunto.

—¿Cómo puedo evitarlo? Usted cree que está enamorada de él.

—Lo creo y lo estoy.

—Tiene la intención de casarse con él.

—Cuando sea posible, sí. Sin duda me casaré con él.

—La idea es suficiente para ponerme enfermo —dijo Easter, y pidió más cerveza. Cuando se la trajeron no la bebió. Se dedicó a trazar una letra con su índice sobre la superficie empañada del vaso. B, B, B—. Tengo una teoría interesante acerca de usted, Charlotte.

—¿Si?

—Creo que la razón por la cual eligió a Ballard es que inconscientemente usted deseaba eludir el matrimonio. Al enamorarse de un hombre que, en definitiva, no podía casarse con usted, su problema quedaba resuelto, por lo menos transitoriamente. Hasta que muera su mujer. O algo semejante.

—¿Qué quiere decir, con ese «o algo semejante»?

—Exactamente lo que he dicho.

Mientras borraba todas las letras con la palma de la mano, añadió:

—La gente suele morir, ¿sabe? Como murió Violet.

Charlotte le miró con ojos llenos de hostilidad.

—Si quiere insinuar que Gwen Ballard puede llegar a matarse, le aseguro que se equivoca. No tiene la personalidad del suicida.

—De modo que usted la conoce.

—Pues claro, hace un año que es mi paciente.

—¿Si? ¡Muy bien, qué interesante! Supongo que nunca habrá sentido la tentación de añadir una pequeña dosis de ácido prúsico a su jarabe para la tos.

—No —repuso Charlotte, con gran seriedad—. Nunca he tenido esa tentación. Y quiero señalar que considero su observación increíblemente torpe.

El rostro de Easter se volvió inesperadamente grave.

—Me alegro de que la observación le haya producido algún efecto —dijo—. Lo he dicho con toda la intención de provocarla. Si le llega a suceder algo a la señora Ballard, oirá muchos comentarios por el estilo. Usted se los habrá buscado. No sólo es usted su médico, sino, además, la amante de su marido. Seguramente esta observación es asimismo torpe, ¿no? —Como Charlotte se volvió sin decir nada, añadió—: Le sugiero, y lo hago con la mayor seriedad, que encomiende el tratamiento de la señora Ballard a otro médico.

Charlotte era demasiado orgullosa para decirle que lo había intentado.

—Gracias por el consejo —le respondió con prontitud.

—Tiene demasiado que perder, Charlotte. Deje de atropellar lo que encuentra a su paso… Bueno, seguramente está enfadada otra vez.

—No he dejado de estar enfadada en ningún momento. Usted es… simplemente insoportable.

—Charlotte, ése es un comentario sin sentido. Soy el hombre más soportable del mundo.

—Quiero retirarme.

—La puerta está abierta —dijo Easter, y a la vez advirtió el temor de ella—. ¿Qué le sucede, tiene miedo a la oscuridad?

—¡No!

—Muy bien, váyase, pues. ¡Vamos!

—Gracias, me iré ahora mismo.

—¡Ah! Si quiere comunicarse conmigo, me encontrará en el Rose Court. Allí es donde trabaja la señorita Morris. Pensé que sería agradable hospedarme allí. ¡Es una muchacha tan interesante!

Charlotte se dirigió hacia la puerta. Sentía la mirada de Easter sobre su espalda. Lo único que se le ocurrió pensar fue si por caso no llevaría torcidas las costuras de las medias.

Easter cerró la puerta.