20

EASTER ESTABA esperándola. No era necesario preguntarle si había encontrado los cadáveres de Voss y Eddie. El garaje estaba a oscuras.

Al entrar Charlotte, la miró desde el extremo opuesto del cuarto. Estaban encendidas todas las lámparas, y cada línea y cada ángulo de su rostro se veían nítidos y severos.

—Sufre usted de un grave ataque de dificultades, Charlotte.

Sin decir una palabra, Charlotte se acercó al gran ventanal junto al que estaba el sillón de Lewis y se quedó contemplando las luces de la ciudad. Hacía sólo cinco noches que había estado en aquel mismo lugar preguntándose cuál de aquellas luces sería la de Violet. La misma noche había hablado a Lewis sobre Violet. Le había dicho: «Lewis, creo que he cometido un error».

Pues bien, el error había crecido como un cáncer. Sus células enloquecidas y malignas se habían contagiado de una vida a otra hasta llegar a todos ellos, a Violet y a Eddie, a Voss, a su mujer y al viejo Tiddles. También a Easter, a Lewis y Gwen, y a la señora Reyerling. Su error los había infectado a todos ellos, pero la víctima final era ella misma, Charlotte Keating.

Sin volverse, preguntó:

—¿Ha hecho la denuncia?

—Todavía no.

—Pero la hará, sin duda.

—Es mi deber.

—Supongo que sabrá que eso significará el fin de mi vida aquí, el fin de mi vida profesional.

—Sí.

Charlotte cerró los ojos. Le parecía como si el interior de sus párpados estuviera reseco y lleno de arena.

—Es una ironía, ¿no? Sólo quería ayudar a Violet cuando fui aquella noche a Olive Street. ¡Mi deber parecía tan evidente, tan ineludible! Yo no quería ir allá. Tenía miedo de aquella casa. Recuerdo haber pensado que en ella habían sucedido tantas cosas, que una más no sería advertida siquiera. Estaba equivocada. He cometido gran cantidad de errores, supongo. He movido resortes que no debía, he llamado puertas a las que no debía llamar.

—Todavía tiene una oportunidad de salvarse —le dijo Easter—. Encontrar a Ballard rápidamente.

—¿Tanto le odia que debe tratar por todos los medios de complicarle en esto?

—No es suficientemente importante como para que yo le odie. Le diré más. Cada minuto se empequeñece más.

—¡Dice usted cosas tan extrañas!

—Tendrán sentido si me escucha. ¿O acaso no quiere escucharme?

—No estoy segura de nada. ¡Estoy tan confundida! Todas sus insinuaciones acerca de Lewis…

—He tratado de ser considerado con ustedes, Charlotte. Usted se ha negado a aceptar nada. Estaba en las nubes, y todavía lo está. Pero cuando una nube se agranda demasiado, llueve. Hay tormenta.

—Hable con claridad, por favor.

—Estoy tratando de hacerlo. ¿No le dijo Ballard que conocía a Violet?

—No la conocía.

—La conocía. Él la envió a su consultorio.

—¡No! No puedo creerlo.

—Debe creerlo. Es la verdad. El niño era suyo. La envió a usted porque conocía sus sentimientos respecto con las mujeres en dificultades, con la esperanza de que ayudaría a Violet y al mismo tiempo salvaría con ello su propio pellejo.

—No. —La débil protesta se ahogó en su garganta—. Me dijo… la noche que nos encontramos en el espigón… me dijo que no conocía siquiera a Violet. Yo le creí. Me decía la verdad. Estoy segura de ello.

—Puede que se lo dijera de buena fe. Puede que ni siquiera recordase a la muchacha. Quizás no supo su nombre hasta que vio su fotografía en el periódico al día siguiente, su fotografía y el nombre del pequeño pueblo de donde había venido. Entonces descubrió quién era.

Se produjo un largo silencio, interrumpido solamente por el tictac del reloj sobre la chimenea, cuyo ritmo marcaba el paso de los minutos.

—No estoy adivinando —prosiguió Easter—. Sé que envió a Violet a su consultorio porque su nombre y dirección sobre la tarjeta hallada en su bolso fueron escritos con la máquina del estudio de Ballard.

—Usted ha tramado todo esto. Está elaborando pruebas contra él.

—No acostumbro a trabajar así —dijo Easter ásperamente—, ni aun para ganarme el cariño de una mujer. ¿Quiere más pruebas?

—No.

—Le serían muy útiles.

A continuación extrajo un trozo de papel doblado de su bolsillo y se lo enseñó. Era la copia fotográfica de una página del registro del motel Rouse Court, Ashley, Oregón; propietario y gerente, C. Vincent Rawls. Fecha, 26 de febrero de 1949. Nombre, L. B. Ballard. Dirección, 480 Corona del Mar, Salinda, California. Marca del automóvil, Cadillac. Matrícula número 17Y205, California.

No conseguía apartar los ojos del nombre sobre la copia fotográfica. Lo habían escrito con rapidez y negligencia, y no estaba segura de si era la escritura de Lewis o no. Por fin dijo:

—No es exactamente igual a la letra de Lewis.

—Pues es la letra de Ballard.

—Tampoco prueba nada, salvo que pasó una noche en Ashley.

—La noche del 26 de febrero.

Charlotte no contestó, aunque comprendía la importancia de aquella fecha. Estaban a principios de julio, y Violet estaba embarazada de cuatro meses cuando murió. Pero ¿cómo pudo haber sucedido? Lewis no era un hombre de esa clase, dentro de lo que podía juzgar ella. Nunca habría mirado dos veces a Violet, una muchacha lo bastante joven como para ser su hija, joven e ignorante, y ni siquiera bonita. Lewis era un hombre respetable, un hombre algo frío, un hombre que apreciaba su posición de prestigio en la colectividad. Lewis y Violet. Pensar en ello le provocaba un intenso malestar. La idea le oprimía la garganta, y no podía tragarla. Tampoco podía arrojarla fuera de sí. Lewis y Violet. El niño varón que había muerto con Violet era el hijo de Lewis. Quizás habría crecido hasta parecerse a él, quizás habría caminado como él. El hijo que él siempre había deseado, ahora debía estar en un montón de desperdicios del depósito o bien transformado ya en polvo en algún incinerador. Pobre Lewis. Pero a pesar de su compasión, aquel sentimiento mismo estaba atravesado por una amargura que era como un anillo de hierro.

Easter la observaba con los ojos entrecerrados.

—No me interesa llevar a Ballard a juicio por razones morales. Ese trabajo corresponde a las mujeres. Lo que hace durante sus fines de semana en Ashley o donde quiera que sea no me concierne.

—Sin embargo, usted se las ha arreglado para que le concierna. Seguramente usted se introduce del mismo modo en habitaciones de hotel cerradas con llave, espía por los visillos y se arrastra debajo de…

—Busco a un criminal —dijo Easter—. No a un donjuán barato.

Charlotte apoyó la cabeza contra la ventana para no tambalearse. Las luces de la ciudad giraron vertiginosamente, disminuyeron, se apagaron.

—Lewis no es ni una cosa ni otra —dijo por fin.

—Es las dos cosas.

—No. No tiene usted pruebas.

—No puedo probar que mató a Violet. En cambio, me ha facilitado las cosas al matar a Voss y a O’Gorman y dejar sus cadáveres en su garaje.

—¡Él es incapaz de hacer una cosa semejante! —dijo ella, volviéndose rápidamente hacia él—. Aun cuando estuviese desesperado, no me arrastraría a una situación como ésa. Me quiere. Usted se burla, pero es verdad. Me quiere.

—También se quiere a sí mismo, y ésa es la gran pasión de su vida. Usted está en segundo término, Charlotte.

—Es incapaz de hacer una cosa semejante —repitió ella, obstinadamente.

—Reconozco que es una idea absurda conducir un automóvil con dos cadáveres dentro del garaje de la mujer querida. Yo me imagino que Ballard contaba con que regresase dentro de unos días, y tenía la intención de aprovechar ese plazo para reflexionar y hallar una salida de su situación. Si lo contemplamos desde este punto de vista, Ballard actuó con mucha inteligencia. Su garaje era virtualmente el único seguro en la ciudad donde podía ocultar los cadáveres hasta hallar la manera de deshacerse de ellos.

Lewis y Violet. Lewis y Voss. Lewis y Eddie. Tres muertes ya, y luego Easter con la muerte en los ojos. Los labios de éste se movieron para formular una pregunta. Ella no la oyó.

—Repito —dijo—. ¿Tenía Ballard una llave de su garaje?

—Dejé la puerta abierta.

—Pero la tenía, ¿no?

—No veo la diferencia…

¿Tenía una llave, o no?

¡Sí, sí!

Los dos habían levantado la voz, pero la de Easter era de timbre más grave, en tanto que la de Charlotte era aguda y estridente.

—¿Tendré que arrancarle cada dato con tenazas? —dijo Easter—. ¿No comprende que estoy tratando de ayudarla?

—No quiero esa clase de ayuda.

—No puede ser muy exigente en esta etapa del juego. Le conviene aprovechar toda la ayuda que le ofrezcan, mientras pueda contar con ella. Usted tiene dentro de su garaje un coche con dos hombres muertos en su interior y yo debo hacer la denuncia. Tengo que informar al jefe, al fiscal del distrito y al sheriff. Debí haber hecho la denuncia hace media hora, pero quise darle una oportunidad. ¿Dónde está Ballard?

—No lo sé.

—¿Y aun cuando lo supiera…?

—No se lo diría.

—Ahora desempeña usted el papel de la mujercita fiel, ¿eh? —Una sonrisa cruel pasó fugazmente por el rostro de Easter—. Bueno, vamos, mujercita fiel, tengo algo que enseñarle.

—No tengo por qué…

—Vamos. Quiero ver cómo estalla esa lealtad delante de sus propios ojos ciegos.

Charlotte sintió que la invadía una ola de violencia. Sintió deseos de extender la mano y golpearle. Era la primera vez, desde su infancia, que sentía deseos de golpear a alguien, de herir.

—Es usted un ser despreciable y un…

—Déspota —completó él—. Y un canalla. Sí, ya lo sé.

—Mi… mi lealtad no es tan absurda como usted supone. No hay pruebas de que Lewis sea culpable de nada.

—No hay pruebas suficientes para un juicio. Requeriría un mes, dos quizá, reunir los testigos y los expertos médicos y de balística a fin de ordenar las pruebas. Pero en este momento estoy convencido, según las palabras del juez en sus instrucciones al jurado, estoy convencido más allá de toda duda e incertidumbre moral, de que Ballard mató a los tres, a Violet, a O’Gorman y a Voss.

«Más allá de toda duda e incertidumbre moral». Palabras solemnes y sombrías, como de un sermón fúnebre.

Antes de abrir la puerta, Easter miró su reloj.

—No tiene mucho tiempo. ¿Viene? —preguntó.

—¿Adónde va?

—Sólo al garaje.

—No quiero ir.

—¿Teme convencerse?

—No.

—Vamos, Charlotte.

—No.

Easter hizo un gesto de impaciencia y dijo:

—Si tengo que convencerla de que Ballard es un asesino antes de que usted haga algo por salir de esta situación peligrosa, debe acompañarme al garaje y ver las cosas por sí misma.

—¿Ver qué?

—El revólver.

—¿Revólver?

—Está usted en un aprieto mucho mayor de lo que se imagina, Charlotte. La evidencia indica que les mataron dentro del coche, quizá dentro de su garaje. —Después de una pausa, añadió—: ¿Viene?

—Sí.

Quería ver el revólver. De pronto, abrigó incluso la esperanza de poder decir sin vacilar que no pertenecía a Lewis. Lewis tenía una pistola para tirar al blanco; en realidad, un par de pistolas. Recordó el día en que las había visto por primera vez. Sus pensamientos retrocedieron hacia la época en que Lewis y ella almorzaron al aire libre en un paraje alejado de la playa, cerca de Pismo, y Lewis trató de explicarle la diferencia entre un revólver y una pistola automática.

«—Éstos son revólveres —le había dicho—. En cambio, una pistola automática funciona de forma diferente. Las balas se cargan en una cartuchera que se adapta a la culata, y el mecanismo de retroceso dispara el cartucho vacío y empuja una bala nueva en su lugar. Los revólveres, como éste, por ejemplo, tienen un cilindro giratorio que… No me escuchas, Charley».

»—Te escucho.

»—Muy bien. ¿Qué tengo en la mano ahora?

»—Es una pistola de tirar al blanco, Colt, calibre 38, querido. El sol me ha dado sueño. De todos modos, ¿quieres explicarme qué significa calibre?

»—¿Quieres decir que en realidad no sabes qué significa calibre?

»—En realidad, no.

»—Eres una mujer increíblemente ignorante, pero adorable —le había dicho Lewis solemnemente, y se había inclinado para besarla, con una de las pistolas en la mano aún.

Había sido un día feliz. Pensaba en él ahora mientras seguía silenciosamente a Easter hacia el garaje. La playa, el sol, la felicidad, todo le parecía lejano como un sueño.

Easter enfocó su linterna sobre el asiento posterior. El haz luminoso señaló como un dedo acusador el revólver en el suelo, junto a la rodilla de Voss.

—¿Lo ve?

—Sí.

—¿Lo reconoce?

—No… no sé… soy muy ignorante en materia de revólveres.

—No debe ser tan ignorante cuando lo ha llamado revólver.

—Yo… yo creía que todos son iguales.

—¿Sí? —La luz no se había desviado del arma, sino que brillaba implacablemente sobre ella—. Pues bien, es un revólver, un revólver sumamente interesante. Observe la ranura sobre el cañón. Su objeto es permitir apuntar con mayor exactitud. ¿Conoce a alguien que sea aficionado al tiro al blanco?

—No.

Easter murmuró algo como para expresar su incredulidad.

—El arma es un revólver Colt del calibre 38. Lo que le distingue de otros es la culata fabricada a mano y el hecho de que hace pareja con otro idéntico. El otro de la pareja se encuentra en el estudio de Ballard. Lo he visto allí esta tarde.

Charlotte se volvió de espaldas. La luz del techo del garaje estaba encendida, y podía ver, formando un contraste nítido con el descapotable y su contenido, los artículos corrientes que formaban parte de su vida cotidiana: sus herramientas de jardinería, los guantes de lona que usaba para proteger sus manos, el baúl lleno de prendas de lana que había guardado durante el verano, la vieja bicicleta en la cual solía pasear a veces, a fin de hacer ejercicio. Todo aquello parecía asimismo lejano, como el día pasado con Lewis en la playa. Era como si nunca fuese a poder reanudar su vida donde la había interrumpido. Se había escapado un punto de la trama, y aun cuando pudiese retroceder, el dibujo quedaría ya cambiado, irrevocablemente cambiado.

—Tengo el derecho legal de no declarar nada —dijo por fin con tono fatigado.

—Es verdad.

—Creo que… que entraré en casa.

Easter la siguió. Su rostro estaba intensamente rojo, como el de un hombre que trata de consolarse y dominar su furia. Comenzó a recorrer la sala de un extremo a otro con pasos lentos, pesados, apoyando todo su peso en cada paso.

—Charlotte —dijo.

—Es mejor que haga su denuncia.

—Todavía no. Puedo retrasarla unas horas más. Usted ha estado ausente, ¿comprende? Ha estado ausente y todavía no ha regresado.

—Ojalá no hubiese regresado. Ojalá no hubiese salido nunca. Ojalá no hubiese conocido nunca a ninguno, a Violet, a Eddie, a usted, o a…

—Tranquilícese. —Easter se dirigió a la cocina, volvió con una botella de whisky y sirvió una cantidad del mismo en un vaso de agua—. Beba esto —le dijo.

—No quiero beber.

—¿Teme hablar demasiado? Mire, Charlotte, esto no es ya una cuestión de lealtad. Se trata de que tiene que protegerse para no arruinar su vida.

—No puedo protegerme. Están allí, Voss y Eddie. No puedo deshacerme de ellos.

—Ya lo sé que no. —Easter depositó el vaso de whisky en una mesita baja—. En cambio, puedo reducir a un mínimo la importancia de que los encuentren en su garaje. La situación en este momento es tal, que la atención de los periódicos se concentrará principalmente en este aspecto. «Doble asesinato en la residencia de una doctora destacada». Dedicarán muchas líneas a esto, y sea usted culpable o inocente, no escapará a la difamación. Se la acusará y se la enjuiciará, no por cuenta de un jurado de ciudadanos iguales a usted, sino por cuenta de un par de periodistas que sólo buscan una crónica jugosa, de un fiscal de distrito que sólo aspira a salir fotografiado en los periódicos, y de varios centenares de amas de casa que envidian su posición como médico, de varios enfermos descontentos, de varias de sus amistades que «lo sabían desde hace mucho tiempo», de un par de miembros de la Liga Antialcohólica que la vieron en una oportunidad bebiendo un vaso de cerveza en 1943, y en fin, de la colección heterogénea de fanáticos religiosos, neuróticos, sádicos… Ellos formarán su jurado. ¿Le gusta?

—No. —La garganta de Charlotte estaba reseca, como si hubiese estado masticando cristales.

—Lo que debemos hacer ahora es cambiar el enfoque —dijo Easter—. El lugar donde encuentren a Voss y a O’Gorman no les parecerá tan importante si en primer término se encuentra al hombre que les asesinó. Si se le encuentra y si confiesa —añadió, y miró nuevamente su reloj—. No tiene mucho tiempo para decidir. ¿Dónde está Ballard?

—No lo sé.

—¿Sabe quiénes son sus amigos?

—Algunos de ellos.

—¿Dónde es probable que se oculte?

—No creo que se oculte en ningún lugar próximo.

—Utilice su inteligencia —insistió Easter, ásperamente—. Tiene que estar cerca de aquí. No trajo el descapotable a su garaje con la intención de dejarlo aquí definitivamente. Pensaba volver para deshacerse del automóvil y de los cadáveres. Pero no sabemos cuándo lo hará, y el tiempo vuela.

—¿Qué pretende usted que haga?

—Que le encuentre. Le daré tres horas.

—¿Y si no lo encontrase? —Sentía los brazos y las piernas heladas y frágiles como ramas.

—Inténtelo. Usted conoce sus hábitos, sus amigos, los lugares que frecuenta.

Charlotte preguntó, después de una vacilación:

—¿Y si le encuentro, qué haré?

—Dígale que deje de correr, que la carrera ha terminado.

—¿Dónde… dónde estará usted?

—¿Yo? —El rostro de Easter reflejó una leve sonrisa, excepto por la expresión de sus ojos, que permaneció dura e impasible como la cara de una moneda—. Estaré esperando aquí. Si apareciera Ballard, no quisiera que se encontrase solo.

Por su tono, Charlotte comprendió qué era lo que deseaba. Esperar a que Lewis llegase en su automóvil, como un león que acecha junto a un pozo de agua en la certeza de que el antílope no dejará de aparecer. En realidad, no creía que ella fuera capaz de encontrar a Lewis. Deseaba simplemente alejarla, a fin de que ambos pudiesen encontrarse a solas. Una ola de terror recorrió su espalda. Debía ser la primera en ver a Lewis. Fuese culpable o no, debía ponerle sobreaviso acerca de Easter.

Miró a éste a través de la habitación. Sintió una ola de odio contra él, contra su arrogancia, su fuerza, su obsesión contra Lewis. Al pasar junto a él, al dirigirse hacia la puerta, sus puños se cerraron, dispuestos a golpearle.

Pero Easter vio el gesto. Su sonrisa se desvaneció. Con un movimiento rápido y violento extendió las manos, asió las muñecas de ella, y luego las sostuvo juntas contra su pecho con una mano. Con la otra la agarró firmemente por la nuca, se inclinó y la besó en la boca.

La soltó bruscamente, y ella retrocedió un paso, con el dorso de su mano apretado contra su boca.

—Le doy esto como expresión de gratitud por nada —le dijo Easter—. Como expresión de gratitud por la falta de estímulo, por la falta de colaboración. Como expresión de gratitud por no haberme dirigido ni una sonrisa, ni una mirada de cariño, nada.

—Es usted un matón barato, canallesco…

—Váyase —le dijo él, en voz baja—. Reúnase con su amante. Estoy perdiendo la paciencia rápidamente.